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A todos les costó bastante reponerse del cumpleaños de misiá Elisita. A las criadas de su fatiga, a Estela de su escapada nocturna, y la dueña de casa no logró separar en su mente el cumpleaños reciente de celebraciones anteriores, preguntando continuamente por qué tal persona, que por lo demás no la visitaba desde el decenio anterior, olvidaría traerle algún recuerdito en esta ocasión.

La anciana hizo que Estela guardara los regalos en el último cajón de la cómoda y ocultó la llave ella misma debajo de su almohada, palpándola de vez en cuando para comprobar que continuaba en su sitio. Todos los días, durante una semana, pidió a Estela que le mostrara los regalos, y después de examinarlos atentamente murmuraba:

—Mm, mm, éstos son, todavía no me los han robado estas diablas. Tengo que revisarlos uno por uno, porque tú sabes cómo es la Lourdes. Yo no digo que no sea una mujer buena y muy seria, pero la pobre tiene el defecto de ser ladrona, lo mismo que la Rosario. ¡Qué le vamos a hacer! Cada una tiene su defecto, pues hijita, nadie es perfecto. Tú, por ejemplo, eras una chiquilla buena, yo sé, pero templadita, sí, sí, mi hijita, no me vengas con historias. Y oyendo por ahí cosas que no debes oír, cosas que no entiendes, te puedes transformar en una mujer mala, yendo a los teatros y a las chinganas.

Estela bordaba cerca de su patrona. Sabía que haber ido al cine era una cosa muy mala. Ir al cine era malo, lo decían Lourdes y Rosario, y lo repetía misiá Elisita, que a pesar de ser enferma no ignoraba ninguna verdad. ¡Fue una suerte que Lourdes le entregara la llave, para no haberse visto obligada a robársela! Ahora solía soñar que misiá Elisita, transformada en el monstruo marino que trituró a la niña rubia en el universo color turquesa de la película que vio, la trituraba a ella porque la sorprendía robando la llave. La trituraba por mala, por sentir a Mario a su lado en la oscuridad, respirando, respirando. Al despertar, todo era silencio. En el cuarto vecino oía los ronquidos tenues de la nonagenaria.

—… vas a ver. Primero te convida al teatro, haciéndose el tonto. Después te emborracha y te lleva por ahí. Y después, qué sé yo pues, hijita… y a los nueve meses una guagua, un huacho, porque no te hagas ilusiones, a él no lo volverás a ver. Así es que tú, que eras una niña tan seria, ten muchísimo cuidado, y no les creas nada cuando te juren amor y te tomen la manito, que por ahí comienzan, mira que los hombres son todos iguales, todos unos cochinos. Ten cuidado, te lo digo porque yo sé y te quiero…

Estela dejó su bordado. Desde su asiento en el pouf divisó, a través de los vidrios opacos, las ramas de los árboles enredándose en el aire suelto de la tarde. ¿Llovería?

¡Es que misiá Elisita no conocía a Mario! En la inmensa oscuridad del cine, en el momento menos esperado, Mario le tomó la mano, buscándola simplemente, posando su mano encima, como si nada hubiera sucedido. Era una mano caliente y áspera, y sin embargo tímida, como si tuviera un poco de vergüenza, y fue por esa vergüenza que Estela supo que ella le gustaba de veras. Quedó esperando que él la mirara o le sonriera, pero como a Mario le importaba tanto la aventura submarina, a ella no la miró. De pronto le explicaba ciertas cosas, su mano inmóvil sobre sus pequeños dedos, sin mirarla. Repentinamente reía después de lanzar una observación en voz alta, que era celebrada por toda la gente de alrededor; Estela lo espiaba por el rabillo del ojo, para estar lista si su compañero quería reír con ella. Nada. El muchacho tenía un poco de vergüenza, y eso fue lo que más le gustó de todo a Estela. Pero también le gustó esa mano pesando sobre la suya, ambas inmóviles, y oírlo reírse, y sentirlo en la oscuridad, tan próximo.

Mario le gustaba. Y ella le gustaba a Mario, eso era cierto. Al fin y al cabo, no era primera vez en su vida… En el campo, cuando cumplió catorce años, Aurelio, el hijo idiota de la Leticia González, que la seguía por todas partes diciéndole que era bonita, le regaló un tordo llamado Pascual. Estela era buena con Aurelio, porque sabía que ella le gustaba. El tordo, que era lo único verdaderamente suyo, porque todo lo demás era de su padre o de los patrones, chillaba «tela, tela» desde su jaula de palitos en el corredor, poniendo la cabeza gacha entre los palitos al verla acercarse. Ella se la rascaba suavemente y al hacerlo le decía:

—Piojito… piojito…

Cuando la muchacha iba a alejarse, Pascual chillaba de nuevo:

—Tela… tela… tela…

El Cara de Pescado la quería de una manera distinta que Aurelio. Usaba anteojos gruesos como saleros y era tartamudo y enclenque. A veces Estela huía de la vigilancia de Margarita, su cuñada, dirigiéndose al sandial detrás de la hortaliza de las casas del fundo, donde el Cara de Pescado la aguardaba con un cartucho de caramelos para comer juntos. Era el menor de los hijos del patrón. Solían bañarse en el estero límite del sandial, bajo la frescura privada de un grupo de sauces viejos. Después de tenderse casi desnudos al sol que, escociendo en sus espaldas húmedas, los secaba casi al instante, partían una, dos, tres, cuatro sandías maduras, rompiéndolas contra una piedra. Comían sólo el dulce y frío corazón rojo.

—Como la bruja de Blanca Nieves —decía el Cara de Pescado.

Estela no sabía quién era la bruja de Blanca Nieves. El niño se lo contaba, de espaldas al sol, mientras Estela, atenta a sus palabras, le limpiaba los lentes o con el extremo humedecido de su enagua lavaba la pegajosa sangre de la fruta de entre los dedos del Cara de Pescado. Era un año menor que ella y tenía la piel blanca y tersa, porque era de muy buena familia. Ella lo besaba en la cara.

Un día Aurelio los vio secándose al sol. Fue a casa de Estela, sacó a Pascual de la jaula y lo azotó contra los ladrillos del corredor, dejando un pequeño charco de plumas negras y sangre y vísceras reventadas.

—Fue el loco de la Leticia González… —dijo Margarita, mientras barría los restos de Pascual.

Era malo y peligroso, entonces, que la quisieran como Aurelio. Tuvo miedo. Margarita, después de dejar la escoba en un rincón, le tiró las orejas a Estela hasta dejárselas ardiendo, y le dijo a gritos:

—¡Tonta lesa! ¿Que querís que el hijo del patrón te haga un huacho? ¿Que no sabís cómo son estos futres?

Esa conducta legendaria no era novedad para Estela. Sabía muy bien que los caballeros se aprovechaban de las tontas y, después de dejarlas con un huacho, se hacían los desentendidos. Margarita le preguntó muchas cosas a este respecto, algunas de las cuales hicieron reír a Estela, pero pareció quedar satisfecha con las respuestas, porque le dio un pan con mantequilla fresca.

—Bueno, no cuento nada, pero tenís que prometerme que nunca más.

Estela prometió. Prometió a pesar de que el Cara de Pescado jamás le haría daño, ni nada que ella no quisiera. Ella a menudo quiso muchas cosas con él, pero como era chico, él no quería, y Estela prefería esperar hasta que él quisiera. Sin embargo, el muchacho solía acariciarle toda la piel desnuda, diciéndole que era bonita… y de pronto, al avistar un zorzal, se ponía de pie para matarlo con su honda.

—Cuando seamos grandes… —murmuraba el Cara de Pescado.

Estela comprendía, esperando que él quisiera.

Al Cara de Pescado no le tenía miedo. Al marido de Margarita, su hermano mayor, en cambio, le tenía mucho miedo. Varias veces, al llegar borracho, encontrándola sola en el corredor oscuro, trató de manosearla y de darle besos hediondos a vino. Era peligroso, como Aurelio. El Cara de Pescado nunca haría eso, y Mario tampoco, porque su mano pesaba tímidamente sobre la suya, como si fuera la del hijo del patrón.

Una vez Aurelio habló con el padre de Estela para que la dejara casarse con él. Estela tuvo miedo, porque Aurelio había asesinado a Pascual.

—¡Te mato! ¿Me oís? ¡Te mato si te pillo con el loco de la Leticia…!

Su padre aullaba, agitando el rebenque lustroso. Con cada grito, su sombrero alón subía y bajaba en su frente, clara en la parte superior, curtida cerca de las cejas. Estela era sólo capaz de temblar y bajar los ojos. Sabía muy bien que su padre, bodeguero de los patrones, el inquilino más antiguo y respetado del fundo, la quería, la quería más que a nadie, y su furia por el asunto de Aurelio fue porque deseaba para ella alguien mejor. Como Mario, por ejemplo. Y su padre le enseñaba a obedecer y a ser trabajadora para que aprendiera a ser útil, y así capaz de hacer feliz al hombre con el que finalmente se casara. Porque había que casarse. Casarse no era peligroso, no daba miedo. Querer al Cara de Pescado era casi como estar casada con él, porque era tan bueno. Resolvieron esperar hasta ser grandes, para así no hacerse daño y no tener miedo. Ahora estaban grandes, pero el Cara de Pescado no iba al campo desde hacía mucho, mucho tiempo. En cambio, existía Mario que también era bueno.

Mario casi no le habló en el trayecto a la casa, después del cine. A pesar de eso, Estela comprendió lo que le sucedía, porque cada vez que en las sombras de la calle por casualidad sus cuerpos se acercaban un poquito, Mario parecía retirarse imperceptible y automáticamente, como si tuviera vergüenza. También al despedirse sonriente junto a la reja de la casa, Estela creyó que iba a acercársele, pero en el momento de hacerlo pareció cambiar de idea. Hizo un chiste del cual ambos rieron y después se fue.