7

Las palabras insultantes de la enferma no impresionaron mayormente a Estela. Se hallaba tan habituada a escuchar esas sílabas —eran muletillas constantes en boca de su padre y de su hermano—, que habían llegado a perder todo sentido. En cuanto a las acusaciones respecto a ella y don Andrés, bueno, eran tan imposibles que la hicieron percibir por primera vez la locura de misiá Elisita… Pobre señora… parecía no darse cuenta de que don Andrés era un caballero viejo…

En cambio, lo que la llevó hasta las lágrimas fue la violencia con que la anciana la llamó ladrona. En el campo, cuando su hermano mayor había robado una horqueta vieja en la casa de los patrones, su padre casi lo asesinó a golpes de rebenque, dejándolo después gemir solo toda una noche helada, botado como un perro en el rastrojo adyacente a la casa. Ella veló llena de pavor escuchando esos gemidos. Y ese mismo pavor se había apoderado de Estela cuando misiá Elisita la llamó ladrona. Porque la verdad era que desde que Mario la invitó al cine, ni de día ni de noche había dejado de pensar en cómo robar la llave del candado de la puerta de calle, una gran llave herrumbrosa que su tía Lourdes siempre llevaba en el bolsillo de su delantal. Pero si ser llamada ladrona la envalentonó para planear su pequeño hurto, también le daba un coraje ciego para afrontar los castigos que podían caer sobre ella por tamaña transgresión. Al cine tenía que ir, aunque no fuera más que esta vez. Hasta ahora la diferencia entre su vida en Santiago y su vida en el campo era escasa, puesto que allá como acá todo se reducía a trabajar y a obedecer. Eso estaba bien, así tenía que ser. Pero su deseo de ir al cine —esa oscuridad inexplicable, Mario, las actrices rubias— había abierto una brecha en su sumisión. Sí, tenía que ir, aunque no fuera más que esta vez.

Llevando y trayendo bandejas con dulces, copas vacías y pequeñas servilletas bordadas entre las pocas personas que esa tarde acudieron al cumpleaños de misiá Elisita, Estela no dejaba de pensar ni un instante en esa llave. Ofreció refrescos a dos damas que cuchicheaban en un rincón. Eran primas entre sí, nietas de una hermana de don Ramón. Una dijo a la otra:

—¿Quieres tú, María? No, yo no, gracias…

María siguió hablando:

—… tres, tres cajones de membrillos para dulce, y te diré que preciosos, Inés, preciosos…

—¿Cuánto te pidieron? —preguntó Inés bostezando.

Cuando su interlocutora dio el precio, Inés reflexionó que la pobre María, pese a su reciente viaje a Europa, no dejaba de ser una campesina para quien el dulce de membrillo y su fabricación tenían rango de primera calidad entre los problemas motores del mundo. ¿Cómo era posible que con todos sus millones hubiera elegido en París ese sombrero, justamente, y ese vestidito insignificante? Claro que si ella llegara a tener la figura de su prima a los cuarenta y ochos años tampoco sentiría grandes deseos de vestirse; cuando mucho, de cubrirse. No era raro entonces que Ricardo, bueno…, miró al marido de su prima, joven y estrepitosamente bien vestido, charlando con la mujer de Carlos Gros junto al lecho de la festejada.

—Ah, pero son harto más caros que los que compró la Adriana —dijo Inés por decir algo, y al mover su brazo con gesto nervioso, entrechocaron los múltiples dijes de sus pulseras doradas.

—Vi los de la Adriana, los míos son mucho mejores. Son preciosos, preciosos de veras —toda la pasión de que era capaz su rostro envejecido y sin aliño se había concentrado con el fin de convencer a Inés de la superioridad absoluta de sus membrillos—. Pero tú sabes cómo es la Adriana, pues Inés; por ahorrar es capaz de cualquier cosa, y eso que dicen que Carlos está que ya no puede más de rico. Se compró un fundo enorme, en el sur, cerca de Parral, no sé bien dónde…

—¿Otro? —En el rostro descarnado de Inés, al que ni los afeites color ladrillo lograban restar años de solteronía, sus cejas brillosas se alzaron con un gesto de envidia admirativa. Como era pobre, para satisfacer su afición al lujo había instalado una tienda pequeñísima pero muy chic con otra amiga, también soltera.

—No, otro no, cómo se te ocurre, niña, por Dios. No vayas a creer que la plata de Carlos es para tanto. Lo compró para que lo trabaje el segundo de sus chiquillos, Panchito, que no hay forma de que asiente cabeza. Claro que dicen que Carlos está muy bien de plata. Tú sabes, cobra una fortuna por cada operación.

—Y con lo que le sacará al tontón de Andrés… —murmuró Inés.

En otros tiempos los parientes se habían confabulado para casarla con Andrés, su primo en segundo grado, rico, caballero a toda prueba y soltero. Pero él logró evadirse a tiempo, dejando magulladuras casi imperceptibles.

—¿A Andrés? —preguntó María.

—Claro. Al fin y al cabo, hace como treinta años que atiende a mi tía Elisa…

—Ah, no sé. Supongo que Carlos no será tan roto como para pasarle cuentas a Andrés. Aficionado es a la plata, pero eso sería el colmo de los colmos, pues Inés. Claro que atiende estupendo a mi tía. Tú ves cómo está de regio. ¿Cómo la encuentras?

—Regio, cada día más simpática y más pluma. Yo no sé qué les habrá dado por andar diciendo que está loca, deben ser puras mentiras. Lo que es yo, te diré que la encuentro mucho más inteligente que antes. ¿Te acuerdas cómo era la pobre cuando mi tío Ramón estaba vivo? Era una monada, claro, y de lo más buena, y era lo más regio que hay de facha. ¿Pero no te acuerdas que era, cómo te dijera yo, bueno, no sé, un poco pava? Fome, como gringa que es, como si le tuviera miedo a alguna cosa. Y se lo llevaba metida aquí, cosiendo y rezando con las sirvientas. Es harto raro que con los años, ahora último sobre todo, se haya puesto tan simpática y tan habilosa de repente. Debe ser una felicidad para Andrés tener una abuela tan entretenida. ¡Y que le va a dejar tanta plata, pues niña!

—¿Quieres decirme, mujer, para qué le sirve la plata a Andrés? Te diré que yo lo encuentro un buen egoísta. ¿Por qué no se viene a vivir aquí con mi tía, en esta casa tan regia, en vez de dejar que esos dos monstruos de empleadas aprovechen todo? ¿Te acuerdas del servicio de diario de mi tía, antes?

—¿El Sèvres con guarda azul?

—No, no, ése no era el de diario. Te diré que pienso quedarme con el Sèvres si hacen remate cuando se muera mi tía. No, el que te digo yo es el Limoges con guarda amarilla y con unos pajaritos chiquititos. ¿Te acuerdas? Un poco pasado de moda, no te lo puedo negar, pero tú sabes, pues niña, que esas cosas cuestan un dineral hoy día. Fíjate que el año pasado, para el santo de mi tía, no me acuerdo por qué, se me ocurrió asomarme a la cocina antes de irme. ¿Y creerás que la Rosario estaba dándoles leche como a cuatro gatos, a cada uno en un Limoges? ¿Qué te parece? Si Andrés se viniera a vivir aquí para cuidar a mi tía, te aseguro que no pasarían esas cosas. Dime que no lo encuentras un buen egoísta…

—Claro que es egoísta —exclamó Inés—. Te diré que yo se lo he dicho a él en su cara una pila de veces, tú sabes que a Andrés yo no le tengo miedo, y como no soy de las que tienen pelos en la lengua… ¿Qué sacará con vivir solo? Si hiciera una vida divertida, bueno, pase, digo yo. Pero no me vengas a decir, pues, María, que su vida es incompatible con la vida que se hace en esta casa. Y lo pasaría mucho mejor, porque Andrés se aburre, ¡uf, no tienes idea de cómo se aburre el pobre! ¡Cómo no, también! Lo único que hace es irse del Club a su departamento y de su departamento al Club. Y a comer de vez en cuando donde Carlos Gros y la Adriana…

—Se me ocurre que se está poniendo medio chiflado…

—No, si es de lo más bueno el pobre. Aunque a veces… no sé. Ponte tú que tenga… cómo te dijera yo… algún vicio oculto, algo… algo raro. ¡No, niña, eso no, cómo se te ocurre! ¡Ja, ja, ja! No, eso no se lo han corrido nunca. ¿Y con quién te dijeron? ¡Qué horror, te imaginas, con lo gordo y asqueroso que está el pobre Carlos! Ja, ja, ja…, eso no. Pero algo misterioso, y peor. No, no sé qué. Tú ves, pues oye, una persona tan demasiado tranquila, tan bueno y todo, tan caballero, bueno, no me vengas a decir que no lo encuentras un poquito siniestro, como esos caballeros ingleses que toman té en las películas. Se me ocurre que debe ser un hipócrita. Bueno, para qué hablo…

En realidad, como predijeron Lourdes y Rosario, muy poca gente asistió a celebrar los noventa y cuatro años de misiá Elisa Grey de Ábalos. Sólo el doctor Gros y su señora; Inés, María con su elegante esposo, y don Emiliano Sáenz, que llegó bastante tarde. Dio un pellizco a la festejada, asegurándole que jamás la había visto tan buena moza. Luego, con la voz entrecortada por el asma, pidió a Lourdes que le trajera un «trago para hombre», y se fue a sentar junto a Andrés y Carlos. Se hallaban en la salita adyacente al dormitorio, la que fue costurero y que ahora ocupaba Estela, durmiendo en una cama desarmable que estaba plegada en un rincón. Don Emiliano, rengueando, carraspeando, encorvado y alegre y seco, agradeció su bebida a Lourdes. El doctor Gros preguntó a la criada:

—¿Cómo te has sentido, Lourdes?

—Malaza, don Carlitos. Me he movido tanto que estoy apaleada.

—Acuéstate temprano, mujer, mira que tienes mala cara…

Le tomó el pulso; la fascinación iluminó los ojos de la sirvienta.

—¿Y quién va a recoger todo esto, entonces? La Rosario se acostó, usted sabe lo egoísta que es, se acuesta a la hora de las gallinas aunque el mundo se venga abajo. ¿Y quién va a cerrar la reja?

—Para eso está tu sobrina pues, mujer —intervino Andrés—, para aliviarte el trabajo. Ya, ligerito, a acostarse se ha dicho…

—Sírvase de estos pastelitos, don Carlos, pruebe no más, que usted es joven y no le van a hacer mal.

—Es que estoy tan gordo. La Adriana me tiene a régimen de sacarina. Bueno, ya está, me tentaste…

Engulló varios pasteles. Don Emiliano sorbió lo que quedaba en su vaso, dejándolo en la bandeja que Lourdes se llevó. Después pareció dormirse en su sillón.

Andrés divisó a Lourdes entregando la llave a Estela. Seguía con un terrible dolor de cabeza. Era como si las acusaciones de su abuela hubieran permanecido en su cerebro formando un taco que bloqueara la posibilidad de meditar, incluso la posibilidad de sentir otra cosa que no fuera ese dolor que le apretaba el cráneo. Como para diluir ese taco doloroso y deshacerse de él mediante la conversación, había estado relatando a Carlos parte de los sucesos de la mañana.

—¡Y vieras las demás cosas que le dijo mi abuelita!

—¿Te acuerdas lo pulcra que era misiá Elisa? Acuérdate cuando fuimos a veranear todos juntos al fundo del padre de la María cuando éramos chicos, y tu abuela llevó de regalo unos delantales blancos, iguales para los niños y las niñas, para que no hicieran preguntas molestas.

Andrés logró reír.

—Y ahora le estuvo diciendo puta…

—¡Pobre señora!

—Pobre. Y pobre chiquilla, estaba desesperada, parece. Lo que tengo miedo es que mi abuelita le abra los ojos con sus cosas. ¿Qué voy a hacer si la Estela se pone puta y ladrona de tanto oírselo a mi abuelita?

—Estás loco. Supongo que la devolverás al campo apenas se muera misiá Elisa…

—¿Será pronto? ¿Tú crees que será muy pronto?

En silencio, la pregunta rebasó con urgencia en la mente de Andrés, turbándolo ante el deseo nuevo y vehemente que llevaba. Esta pregunta, formulada antes con la ofuscación de una piedad amorfa, se planteaba clarísima hoy, desnuda de todo, salvo de una esperanza cruel. ¡Oh, si su abuela muriera! ¡Si su abuela muriera ahora mismo! Esa mañana la intuición desbocada de la anciana se había zambullido más allá de la conciencia de Andrés, descubriendo temores y deseos que ni él mismo miraba de frente, mostrándoselos en el espejo deformante de sus palabras de loca. Ahora Andrés sentía palpitar esos miedos, desnudos, sin nombre aún, inciertos. Pero, si su abuela muriera, quizás la necesidad de identificarlos jamás llegaría, concluiría todo peligro, permitiéndole de nuevo tener su orden domado y en las manos. Y como el criminal que medita el segundo asesinato, el de la persona que fue testigo de su primer crimen, Andrés volvió a desearlo, vehemente y desenfrenado… «¡Oh, si su abuela lo dejara en paz!».

Carlos le estaba preguntando:

—¿Y tú? ¿Cómo reaccionaste tú? Heredaste la pulcritud de tu abuela, además de ser un redomado hipócrita.

—¿Yo? No hables tonterías, a mí qué me importa. Estoy bastante viejo y harto que he vivido…

Carlos lo interrumpió con una carcajada.

—¿Vivido? ¿Tú? Déjame reírme, eres tú el que estás hablando tonterías. Si jamás te has atrevido a vivir, hombre. Hace muchos años que te retiraste de la competencia.

—¿De qué estás hablando?

—No te hagas el leso, sabes muy bien. No te has atrevido a tirarte a nado en absolutamente nada, menos aún a querer a nadie, en toda tu vida. Acuérdate de tus pocos y aguachentos amores, unas cositas cómodas, así por encimita, sin comprometerte jamás. ¿Has vivido? ¿Quieres decirme en qué sentido? Eres un hombre bastante inteligente, con una sensibilidad de primera. ¡Pero, viejo, tú simplemente no te has usado!

Paseándose por la salita, Andrés se detuvo frente a Carlos y le preguntó, enfurecido:

—¿Con qué derecho…?

—¿Con qué derecho? —lo interrumpió Carlos, que había bebido bastante—. Con el derecho que me da ser tu único amigo, y que nunca nos hemos callado nada. Yo no sé qué te pasa hoy que estás tan…

No terminó la frase al ver que Andrés se dejaba caer en el sillón, con la frente urdida de desconcierto. Después de un silencio, cabizbajo, con el rostro más colorado que de costumbre, el médico dijo a su amigo:

—Además, estoy metido en un problema que me tiene deshecho. Te envidio tu equilibrio, Andrés, tu falta de necesidades vitales. Estoy enamorado, como nunca me había enamorado antes…

Fue Andrés el que rió ahora.

—Eso te lo he oído demasiadas veces, Carlos, mi viejo. No esperarás que te crea otra vez…

Carlos dijo:

—Es que no entiendes, no entiendes nada. Te concedo tu superioridad y, como te dije, envidio tu equilibrio y tu ironía desapegada. Pero ¿sabes una cosa? Te tengo compasión. ¡Cuando me acuerdo de tus amores te compadezco tanto, tanto!

Carlos, que hablaba con su intensidad habitual redoblada, preguntó de pronto:

—¿Te acuerdas de esa querida que tuviste hace unos años? ¿Esa judía buena moza, una grandota, de pelo pintado?

—Tú dices la Rebeca…

—Claro, la Rebeca. Era tu querida, era cómodo tenerla, la visitabas un par de veces por semana a horas estipuladas, y creo que fuiste bastante generoso con ella. Pero en cuanto tuviste miedo de enamorarte de veras de ella, de necesitarla, la dejaste, porque entonces la pobre Rebeca ya no era una comodidad para ti, podía comprometerte. El Manual de Carreño, que parece haber sido la única influencia fuerte en tu vida porque, eso sí, eres todo un caballero, debe decir en la primera página que un caballero no se casa nunca con su querida, menos si es judía. ¿Qué hubiera dicho tu familia, los cuatro pelagatos venidos a menos que van quedando y que a ti, por lo demás, nunca te han importado un bledo? No, Andrés, tú no has vivido, has soslayado la vida.

—Estás hablando como un redomado idiota. ¿De cuándo acá la única experiencia importante en la vida es el amor? Francamente, pareces una colegiala con indigestión de Jorge Isaacs…

—Estás irónico, no te atreves a entender y por eso me rechazas. Te estoy hablando, si me permites el lujo, en forma simbólica… Lo que te faltó para enamorarte verdaderamente de una mujer fue lo mismo que te faltó para enamorarte de una actividad, o de algún vicio, por último. Te faltó abandono, fe, ese entusiasmo generoso, esa facultad de admiración emocionada que concede a la otra persona la importancia de ser única, necesaria…

—Estás lírico, te felicito… —balbuceó Andrés.

—Déjame, estoy borracho. Además, desengáñate, ni tú ni yo nos hemos realizado en ningún sentido grande ni profundo en la vida… El amor, entonces, es la única gran aventura que nos queda. No, no me mires así, te he confesado muchas veces que aunque mi carrera ha sido brillante, me he frustrado en ella por mi propia culpa. Pero tú te crees tan maravilloso que jamás has descendido a necesitar nada, ni a nadie, y entonces, claro, no te has enamorado, pobre tipo…

Andrés rió con la risa convulsionada pero silenciosa que le era característica. Exclamó:

—No tengas el descaro de hablar de amor. Te has acostado con muchas mujeres, pero francamente no me parece que seas la persona indicada para dar lecciones en cuanto a amor. Al fin y al cabo, tú y tu mujer…

—No metas a la Adriana en esto. Yo la respeto, le tuve un gran amor, me ha dado tres chiquillos estupendos y sanos, y tengo un hogar perfecto, un verdadero refugio de paz. Nada en el mundo haría por ofenderla, es el único ser que respeto incondicionalmente. Es cierto que ya no estoy enamorado de ella, pero estuve, y mucho. ¿Te ríes porque mis amores al margen del matrimonio no duran? Pero eso, ¿qué importa? Estoy hablando de actitudes. El hecho es que cuando estoy enamorado siento esa experiencia con todo mi ser, me invade entero, todas mis actividades, mi profesión inclusive, todo. Es como si cada uno de esos amores fuera el primero. Y tengo cincuenta y cuatro años, la misma edad tuya. Tú, en cambio, has sido siempre un ser estructurado a la perfección, de pies a cabeza, sin posibilidad de error; te bastas a ti mismo, no tienes necesidad de dar ni de recibir. Pero has cometido el peor error de todos: estás solo. Estás viejo, y como en tu familia la cabeza se descompone temprano, comenzarás a chochear bastante luego. Misiá Elisa morirá este año casi sin duda. Ninguna realidad, y nada más que unos recuerdos muy pobres, la suplantarán. Tu vida no tendrá centro. Yo soy tu único amigo, pero te lo aseguro, mi querido Andrés, que a pesar del gran cariño que te tengo, verte en mi casa más de una o quizás dos veces por semana llegaría a ser un estorbo para mí y para la Adriana. No te puedo prestar mi vida para que te fabriques una ficción de vida…

Andrés pensó de pronto en la muerte de su abuela y, aterrorizado, se abrazó a la idea de que no debía morir, nunca, y debía seguir viviendo eternamente, porque si ella muriera él también dejaría de vivir, si es que había vivido alguna vez. ¡Cómo envidiaba a Carlos lo que hasta ahora le parecieron sus defectos! Se podía decir mucho en contra de él. Ya no importaba que fuera ridículo que hablara de amor con la vehemencia de una colegiala; pequeño y rechoncho, de ágiles dedos romos, con el rostro reblandecido como plastilina roja, era sin duda ridículo y antiestético pensarlo amando. Además, era un ambicioso que permitió que en él se deformara la pasión científica de su juventud hasta llegar a no ser más que un afán de ganar dinero y un pequeño renombre. Que era indigno, promiscuo, hasta llorón en sus amores. Él, Andrés, en múltiples ocasiones le había dicho verdades que llegaban. Pero no podía negar que, mala o buenamente, Carlos se había jugado siempre por entero. Había dado curso a sus instintos, los había respetado, había creído. Llegado el momento de su muerte podía tener el consuelo de haber vivido una buena parte de las experiencias humanas, con todo lo que pudo dar de sí. ¿Pero él? Se vio, repentinamente, en el lecho de muerte, y tuvo el impulso salvaje de huir, de huir aullando de terror, de retroceder cincuenta años para vivirlo todo de nuevo y de otra manera.

—Buena la chinita, buenas piernas… —musitó don Emiliano, viendo pasar a Estela con una bandeja cubierta de copas vacías. Luego se encorvó como una momia en su sillón y volvió a adormecerse.

Andrés se puso de pie violentamente. Todo el mundo parecía haberse unido en contra suya, su abuela, don Emiliano, Carlos, Estela, cada palabra se transformaba en un latigazo en sus zonas más sensibles. Se apoyó en la ventana, mirando el jardín y la noche reciente de afuera. ¡Quería pensar, pensar! Pero ¿de qué iba a servirle ya? ¿No estaba todo perdido? ¿Cómo borrar de una plumada toda su personalidad y su vida para volver a estructurarla ahora, a los cincuenta y cuatro años? La vida era una sola, ahora lo veía con claridad. Su abuela iba a morir y sería como si él muriera. Luego él también iba a morir, y pasarían miles, millones, miles de millones de años, y de él no quedaría nada, y el planeta seguiría rodando por los negros espacios intersiderales hacia un destino absurdo e inexistente. Y entonces él, que jamás se expuso a nada que pudiera ser más comprometedor que la comodidad, ya no sería más que sustancia química transformándose, mineral, y no habría aprovechado el privilegio cortísimo de la materia de ser un poco más —vida, conciencia, voluntad— por un segundo en millones de años en que todo era casual.

—¿Vamos, lindo? —le dijo Adriana a Carlos—. Parece que misiá Elisita tiene sueño. Te diré, Andrés, que yo la encuentro regio, mucho mejor que el año pasado.

Eso lo decían cada año.

Todos se marcharon. Quedó el gran dormitorio vacío, Estela juntando los cubiertos y los platos en silencio. La anciana dormitaba, contenta con tanto agasajo. Creyéndola dormida, Andrés se inclinó sobre ella para besarle la frente. La enferma abrió los ojos y, sonriendo con dulzura, preguntó a su nieto:

—¿Qué te pasa, mi hijito?

Andrés se sobresaltó.

—Nada, nada, abuelita…

—Algo te pasa…

—Buenas noches, abuelita.

—Buenas noches, hijito, cuídate, mira que tienes mala cara.

Andrés bajó la escalera. En el caserón vacío no oyó más ruido que el de sus propios pasos sobre la alfombra roja. Todas las luces se hallaban encendidas, todas las puertas abiertas en espera de las visitas que, como siempre, no llegaron. Estela lo ayudó a ponerse el abrigo antes de salir. Esas manos desnudas, cuyo vínculo con él le había señalado su abuela esa mañana, se hallaban próximas a Andrés, y peligrosas. Durante un segundo el resuello caliente de la muchacha le ardió en la nuca. Pero Andrés se hallaba demasiado fatigado en medio de su desconcierto.

—Buenas noches, Estela, gracias. Todo salió muy bien. Ah, no se preocupe por las cosas que la señora dice. Usted sabe que está mal…

—Sí, señor…

Percibió que la muchacha estaba cansada, como si esperara que él se fuera pronto para retirarse a dormir.

—¿Usted va a cerrar la reja, Estela?

—Sí, señor, mi tía me dio la llave antes de acostarse…

Atravesaron el jardín oscuro. La muchacha abrió, y luego cerró la reja quedamente. Andrés la vio por última vez, jironeada por la luz de un farol que caía entre las ramas de los árboles de la calle.

—Buenas noches, Estela.

—Buenas noches, señor.

Se quedó mirándolo alejarse. Luego miró la llave, la guardó en su bolsillo y allí, cerca del calor de su cuerpo, la apretó. Eran las nueve y cuarto. Debía apresurarse.