6

Andrés permaneció junto a su abuela hasta que se quedó dormida. Cuando bajó a almorzar, se hallaba ofuscado todavía, hecho un nudo de dolor y confusión, sin ser capaz de destruir mediante el análisis la validez de la escena de la mañana. Le pesaban los brazos, las piernas, y una especie de letargo peligroso lo fue invadiendo a medida que engullía la cazuela de ave preparada con tanto esmero por Rosario, como asimismo los demás platos, cada cual una obra maestra del arte culinario casero.

Jamás se había sentido tan viejo como al subir la escalera, apoyado en la baranda, después de terminar el almuerzo. Se acostó a dormir la siesta, pidiendo a Lourdes que lo despertara a las cinco para estar listo cuando comenzara a llegar gente. Tendido en su cama de muchacho, con las cortinas de la ventana cerradas, en el segundo mismo en que iba a precipitarse en lo más hondo del sueño, tuvo un sobresalto y se incorporó repentinamente, turbado y culpable. ¡Después de almorzar había olvidado ir donde Rosario para alabarle sus guisos y comentarlos! ¡Debió haberlo hecho! La cocinera estaría aguardando; él mismo se hallaba habituado a esta pequeña cortesía rutinaria. Andrés volvió a tumbarse en el lecho. ¡No, hoy no podía martirizarse con pequeñeces! ¡Tenía que descansar… o hacer un esfuerzo para obligarse a meditar sobre cosas dolorosas e importantes! Pero cuando estaba despierto sus pensamientos huían al tratar de dar caza al sueño. Y cuando dormía, se abalanzaba sobre él la conciencia de que no debía estar durmiendo, sino que debía pensar, pensar, pensar inacabablemente. Ahora, en cambio, flotaban en su memoria retazos de recuerdos.

Estaba en el colegio.

En un colegio muy grande, con muchos niños también muy grandes, y muchísimos sacerdotes de sotana blanca y una amplia capa negra que volaba como alas inmensas cuando se paseaban por los corredores, vigilando, siempre vigilando. Los días eran lluviosos y grises. El cuadrado del cielo gris tendido como un toldo sobre el patio recogía las campanadas que daban las horas, los cuartos, las medias, o que llamaban a la oración. Eran lentas y roncas. Pero el timbre que llamaba a clases era agudo y apremiante, y su larga aguja se clavaba por los corredores, donde los niños se rascaban los sabañones o pataleaban en el suelo, porque hacía frío, y estaba lloviendo, y no se podía jugar a la barra. El padre Damián, con una gran cruz como una llaga roja sobre el pecho, hablaba muy fuerte todo el tiempo. No importaba en qué parte del patio uno estuviera, ni cuánto barullo levantaran los jugadores de barra, se oían por todas partes los acentos trágicos de su vozarrón español. Algunas veces Andrés se escondía en el excusado para huir de la voz aquélla, que contenía llanto por los pecados de todos los muchachos del colegio, y por todos los pecados que llegarían a cometer. El excusado era un lugar sucio y la voz del padre Damián no podía llegar allí, porque él era un santo. Andrés se escondía en una de las cabinas, echaba el pestillo, y la voz del sacerdote desaparecía. Pero quedaba el frío, el frío en las nalgas desnudas durante todo el largo recreo.

—Para Purísima del año que viene, quiero que hagas tu primera comunión; ya tienes nueve años, y es edad de más para que vayas sabiendo lo que es el pecado —le decía su abuela en la casa—. Quiero que el padre Damián te prepare. ¿Te gustaría?

Andrés contestaba que sí.

—Será el día más feliz de tu vida, y ofrecerás la sagrada comunión por el alma de tu madre.

Su madre murió al nacer él. En el bolsillo interior de su chaqueta la abuela le había puesto una fotografía, para que nunca la olvidara.

—Y por la de tu pobre padre…

Su pobre padre murió un año después, de pena, según decían…

—Y tienes que ser muy bueno, y nunca decir cosas feas, y menos pensar cosas feas, porque te irás al infierno.

Y señalaba un cromo colgado en la pared, en el que unos desdichados pecadores se retorcían entre llamaradas que parecían zanahorias, pero que eran terribles de todas maneras.

Andrés sabía que el excusado del colegio tenía alguna relación con el infierno. Como la voz del padre Damián no entraba allí, a él le gustaba el infierno, aunque era un horror pensarlo. Pero la capilla del colegio también era infierno, porque el padre Damián predicaba desde el púlpito con los brazos extendidos como una cruz. Infierno era la palabra que más decía, y cuando la decía, su boca era como un hoyo negro, la cara y los ojos colorados. Todos, aseguraba, se quemarían en el infierno porque eran pecadores. Andrés tiritaba en la capilla. De miedo o de frío. En la capilla era contra el reglamento usar abrigo y bufanda, porque se debía hacer sacrificios. Después aprendió a no oír lo que el padre Damián decía; a oír sólo el runruneo de su voz, y la palabra infierno, que se perfilaba amenazante. Luego aprendió a no verlo. Y a no ver la custodia que se alzaba allá en el altar, y a no oír las voces de los cientos de niños en oración, y a no sentir el olor a incienso y a flores y a niños cansados reunidos. El padre Damián era santo porque hacía grandes sacrificios.

Al salir de la bendición de la tarde, era hora de volver a casa. Hacía frío y viento, y la noche caía temprano sobre la calle embarrada. Como era chico, debía esperar en los bancos del zaguán helado hasta que lo vinieran a buscar. Ser chico era malo, pero ser grande era bueno, puesto que entonces menos cosas eran pecado. Muchas veces, Andrés esperaba solo en el zaguán hasta que afuera la calle oscureciera completamente y alguien llegara a buscarlo. En las paredes del zaguán colgaban los retratos de todos los rectores que el colegio había tenido. Uno de estos caballeros, gordo y con chasquillas, se parecía mucho a Lourdes. Andrés lo miraba y él sonreía a Andrés. Le hubiera gustado que ese señor, y no el padre Damián, lo preparara para su primera comunión. Pero en el cuadro del lado un caballero lo observaba con acusadores ojos colorados. Entonces le daba miedo, y apretaba sus cuadernos contra el pecho, y los cuadernos apretaban la billetera que contenía el retrato de su madre, de su pobre madre, que se sacrificó para darle la vida a él. Debía venerarla y temerla, como se debe venerar a toda la gente buena que hace sacrificios, como su madre, su abuela, Lourdes, el padre Damián. Quizás su abuelo Ramón no fuera demasiado bueno, pero como Andrés era chico, no podía asegurarlo. Y allí, en el zaguán enorme, helado y sombrío, esperando que lo vinieran a buscar, también le parecía oír la voz del padre Damián. Sólo en el excusado del colegio no entraba esa voz, porque era un lugar sucio y era el infierno.

—… mi hermano fue a putas… —susurró la voz de uno de los grandes, hablando en el excusado. Andrés estaba en la cabina, encerrado con pestillo. Se iba a subir los pantalones porque faltaba poco para entrar a clases—. Y a mí me va a llevar cuando cumpla quince…

—… la empleada de la casa es una puta, porque se acuesta con mi hermano… —agregó otra voz.

Andrés abrió la puerta de la cabina. Los muchachos que cuchicheaban no lo dejaron salir, enojados como el padre Damián.

—Estabas espiando… —dijo el más colorado, tan gordo que ya estallaba dentro de su traje.

—No… —dijo Andrés.

—¿Nos vas a acusar? —dijo el otro muchacho, que tenía dientes largos y amarillos.

—¿De qué? —preguntó Andrés.

—¡Tú sabes, no te vengas a hacer el inocente! —dijo el colorado, y tomándolo de las solapas le gritó—: ¡Confiesa!

Así se figuraba Andrés que sería la confesión. El padre Damián lo tomaría de las solapas, aproximaría bruscamente su rostro furibundo y zamarreándolo le gritaría: «¡Confiesa!». Y tendría olor a tabaco en sus dientes ennegrecidos, y los músculos del cuello tensos como los del desollado en que les enseñaban las partes del cuerpo humano. Todas las partes, menos una.

—Déjalo, Velarde —dijo el de los dientes amarillos—. ¿No ves que es inocente?

—Cuidadito —exclamó Velarde, rojo y rabioso a más no poder, dándole un último tirón de las solapas—. Cuidadito…

Y así sería la absolución.

Una noche, antes de que Andrés se quedara dormido, Lourdes se recostó a los pies de su cama y le revisó el bolsón para ver si tenía todos sus cuadernos. Él le preguntó si era una puta. Lourdes se enfureció. Dijo que lo único que la gente decente aprendía en los colegios era a ser unos cochinos. Y se lo fue a decir a misiá Elisita.

Junto al dormitorio de la dama se hallaba la salita donde cosía o rezaba cuando estaba sola. Lourdes lo llevó allí una tarde. Había infinidad de chucherías, santos de yeso rodeados de flores, devocionarios, un costurero de palo santo, un sillón pequeño y rosado como el cuerpo de una persona desnuda. Lourdes, que ya engordaba, debía parecerse a ese rechoncho sillón capitoné. Misiá Elisita se hallaba sentada sobre «Lourdes», como Andrés, para sí, llegó a llamar a ese sillón. Aunque no era muy tarde, la salita estaba bastante oscura. Sin decir una palabra, la señora indicó a su nieto que se acercara. Una gran tristeza pesaba sobre su bello rostro agudo.

Hizo muchas preguntas al niño; le explicó muchas cosas, de lo que Andrés sólo comprendió que aquello que había oído en el excusado del colegio no debía comprenderlo por ningún motivo, jamás; que nunca debía siquiera recordarlo. Que era algo tan, tan malo, que sólo las personas muy grandes, como su abuelo Ramón, por ejemplo, tenían derecho a comprender. Aun así, dejaban, en general, de ser puros, y eso era lo más terrible de todo. Eran cosas que ella misma no comprendía absolutamente nada, y tenía esperanza de que él nunca llegaría a comprenderlas. Él debía ser puro, porque era su nieto. Velarde, Velarde, Velarde. ¿De cuáles Velarde sería? ¡Ah, claro, era el menor de los hijos de la Luchita! ¡Pobre Luchita, que era tan buena!

—Estos hombres… Si desde chicos comienzan a ser todos unos cochinos —murmuró la señora en el momento en que el niño salía de la pieza. Y Lourdes movió la cabeza apesadumbrada.

Dos días después, Velarde y el de los dientes amarillos llamaron a Andrés al excusado en el momento en que los demás iban entrando a clases, y le pegaron, una y otra vez, muy fuerte. Después le dijeron cosas horribles, muchas cosas, y le mostraron postales pornográficas y le explicaron lo que era. Después lo volvieron a abofetear, más fuerte todavía, por hipócrita y acusete.

De ahí en adelante, inmediatamente que llegaba a la casa, se encerraba en su dormitorio. No se atrevía a mirar a su abuela ni a las empleadas. Por la noche soñaba que el sillón rosado de la salita se le metía en la cama, para hacerle cosas, y ambos transpiraban y transpiraban y transpiraban. Al día siguiente era necesario castigar a Andrés para que fuera al colegio. Por fin partía, generalmente llorando. Y pasaba las horas escuchando la voz del padre Damián en todas partes, todo el tiempo, llena de enojo, llena de desagrado y de horror. Y en el recreo trataba de esconderse, no sólo de la voz aquélla, sino también de Velarde y sus amigos, que lo acosaban para molestarlo y le decían cosas de sus padres muertos, y lo llevaban al excusado para enseñarle y decirle más y más cosas terribles, y también para pegarle.

—Este niño está hecho una calamidad… —opinaba el abuelo Ramón, aburrido, hojeando su periódico bajo la lámpara del salón. Como esa noche no iría al Club por su molestia a los riñones, calzaba unas zapatillas de felpa—. ¿Qué le pasará? Antes no era así…

Su mujer tejía cerca de él. Como no era posible decir ciertas cosas, estaba muda. En realidad, ella no sabía esas cosas imposibles de decir.

Cuando el niño bajó a dar las buenas noches, el abuelo le preguntó:

—¿Qué te pasa?

—Nada —murmuró Andrés, mirando a su abuela.

Estaba seguro de que ella no contaría nada, porque el abuelo era cochino como todos los hombres, y siempre parecía visita en su casa, muy de etiqueta. El abuelo le tenía tanto miedo a su mujer, porque era pura, que por eso se iba al Club todas las noches, y la abuela a veces lloraba encerrada en su dormitorio, y Andrés la oía desde su cuarto, justamente encima. Él hubiera querido ir al Club con el abuelo Ramón, para no quedarse en esa casa tan pura. Pero su abuela le había insinuado que sería mejor que hablara lo menos posible con el caballero…; en realidad, no tenían nada que decirse.

Cuando Andrés tuvo que confesarse para preparar su primera comunión, se lo calló todo, absolutamente todo: lo de Velarde y su amigo, las postales, sus sueños, el sillón que se llamaba Lourdes y todo lo demás. Comulgó en pecado mortal. No fue, como le dijeron que debía ser, el día más feliz de su vida. Porque estaba condenado y su carne ardería en los infiernos por los siglos de los siglos. Sólo su abuela y Lourdes se irían al cielo.

—¿Cuántash veshesh, hiho? —le preguntaría el padre Damián, si contaba.

Y eso jamás podría confesarlo.

—¿Cuántash veshesh, hiho?

Andrés despertó, incorporándose en la cama. Eran las tres y media. Muy temprano. Buscó a tientas un vaso de agua en el velador, sin encontrarlo. Volvió a dormirse.

—Porque sí… —respondía tercamente a la amiga de su abuela que le preguntaba con qué fin se proponía estudiar leyes.

Era una señora muy letrada, secretaria de un club donde las damas discutían problemas y escuchaban conferencias. Seca como una astilla, su nariz era tan ganchuda que Andrés temió que al hablar se mascara la punta. Estaba molesto, porque la dama le había acariciado la mejilla, asegurándole que era el vivo retrato de su pobre padre. ¡El colmo, acariciarle la mejilla a él, que se hallaba en vísperas de dar su bachillerato! Culpa de su abuela; nada le gustaba tanto como lucirlo, porque era el primero de su curso y leía muchos libros. Andrés no dudó de que su abuela había invitado a esta señora con el propósito exclusivo de lucirlo como quien luce a un animal en la feria, a pesar de que creía a todas las socias de ese club emancipadas y librepensadoras. Andrés continuó:

—Mi papá era abogado, y como mi abuelito Ramón también es abogado, puedo trabajar en su oficina y ganar buen sueldo…

—¿Piensas ocuparte de política, como él?

Andrés lo negó despectivamente con un movimiento de la cabeza. Su abuela lo miraba con el ceño fruncido, desencantada con la respuesta tan pedestre de su nieto. Pero la visitante, que a pesar de sus letras no percibió la altanería de la respuesta del muchacho, hizo bambolearse la pluma verde de su sombrero, asegurándole que se esperaban grandes cosas de él por ser nieto de quien era.

Andrés no recordaba cómo ni cuándo decidió estudiar leyes. Fue más bien que en su familia jamás se puso en duda que lo haría. Nunca pensó estudiar otra cosa.

—… pero no te dejes influir por mí —decía el abuelo, con el que sostenía largas y frecuentes charlas de este tipo—. Estudia lo que quieras. Ingeniería, por ejemplo. Ingeniería de minas. Chile es esencialmente un país minero y veo un gran futuro en ese campo, porque hay tanta riqueza que se está descubriendo recién y que debe ser explotada. El futuro de Chile está ahí…

Se paseaba de un extremo a otro de la biblioteca, perorando. Andrés percibió con toda claridad que si él llegara a estudiar otra cosa que leyes, don Ramón jamás lograría sobreponerse al golpe.

—Pero leyes es una profesión tan… tan agradable, tan de caballeros —opinó misiá Elisita.

—Es, sin duda, una gran profesión, quizás la más noble de todas —continuó don Ramón, ceceando un poco porque tenía las bigoteras puestas—. O puedes estudiar medicina, como Carlitos Gros…

Andrés sabía que estas peroratas de su abuelo eran más que nada para convencerse a sí mismo de que era un hombre moderno, de espíritu amplio y liberal. Y Andrés estudió leyes.

Sin embargo, jamás sintió entusiasmo de ninguna especie por la profesión forense, y a medida que iban pasando los años, el primero, el segundo, el tercero, hablaba de su carrera con menos y menos convencimiento. La vida de la universidad era divertida, pero desde lejos, porque no tomó parte en las actividades estudiantiles. Los cursos le interesaban como disciplina, y ciertas asignaturas, sobre todo aquellas relacionadas con filosofía o con historia, llegaron a interesarle, pero sólo tibiamente. Nunca más que eso. Tenía veintiún años y el control de la fortuna legada por sus padres. No, no tenía el menor interés por ejercer su profesión, no obstante los ruegos de misiá Elisita, y la cruel desilusión del abuelo Ramón. Se dedicaría, simplemente, a sus gustos, a pasear y a leer; en una palabra, a vivir.

—Ya hay un Ábalos brillante, mi abuelo. ¿Para qué otro? Yo no quiero ser lo que pretenden que mi padre pudo haber sido si no hubiera muerto, no quiero, y odio a la gente que cuando habla de él, dice el pobre… —confiaba Andrés a Carlos Gros, su amigo de siempre, que estudiaba medicina con una dedicación que el leguleyo encontraba pueril.

—Sí, pero ¿y tú?

—¿Yo? La vida es demasiado corta. No quiero pasármela detrás de un escritorio, firmando papeles y defendiendo pleitos que no me importan…, no. Yo quiero vivirla…

¿Qué era vivirla?

El natural desapasionado de Andrés no lo impulsaba a excesos ni a aventuras, y su timidez hacía incómodas sus relaciones con los demás seres. En compensación por esta falta de contactos directos, leyó muchos libros y pensó muchas cosas. Con un convencimiento racional que disfrazaba los terrores de su niñez, pronto descartó para siempre la fe religiosa, esa fe con que su abuela tanto lo había martirizado. Ahora era posible vivir de veras, libre de lastres, y aprender a plasmar un orden que fuera suyo, no impuesto ni heredado. Leyó mucho. Pero de alguna manera, las respuestas ofrecidas por teorías filosóficas y científicas siempre quedaban cortas; eran sólo proyectos, planos, no construcciones que dieran fama a la existencia, o solucionaran en definitiva las experiencias de vivir y morir. Por algo las filosofías no habían hecho otra cosa que contradecirse unas a otras durante siglos y siglos; en el fondo, todo era una gran resta. Y a medida que iba leyendo, el terreno bajo sus pies se hizo más y más inseguro, y más peligroso.

Solía soñar que iba a toda velocidad por un larguísimo puente suspendido sobre un vacío. Pero el puente, de pronto, terminaba antes de llegar a la otra orilla, dejando un trecho en que no había nada, nada más que abismo. En su veloz ansiedad por alcanzar la otra orilla, Andrés caía dando gritos de terror al precipitarse en ese vacío. Despertaba transpirando y sobresaltado. Ningún libro, ni la filosofía, ni la ciencia —que tantas discusiones suscitaba con Carlos Gros—, eran capaces de darle medios para llegar, material y conscientemente, a la otra orilla. Todo desembocaba en cero, en otra pregunta más, en la interrogante de la muerte.

Comenzó a leer a poetas y novelistas. Eran lo mismo, sólo maneras disfrazadas de enfocar los mismos problemas insolubles. Sin embargo, al leer poemas y novelas descubrió algo curioso: que era entretenido leerlos. Concentrando su atención en la forma y en el incidente, escamoteaba las preguntas inquietantes, los vacíos peligrosos y fascinadores abiertos por los grandes insatisfechos, y entonces esas obras le brindaban una especie de olvido; eran entretenidas. Pero al poco tiempo el producto de ese escamoteo le resultó aguado, todos los poemas y las novelas le parecieron idénticos. Dejó de entretenerse. Y en la noche Andrés caía de nuevo por el abismo al final del puente, dando alaridos.

Se hallaba desazonado, inquieto, ansiando desesperadamente llegar a algún orden. Por entonces comenzó a leer historia, y llegó a entretenerse de veras leyendo historia de Francia, sobre todo, cartas y memorias y semblanzas. Los detalles curiosos o pintorescos —cómo pasaba el día Enrique IV, los amores de Walpole con Mme. du Deffand, las intrigas de Port Royal, de los Guisa y los Orleáns, del duque de Enghien, de Cavour, todos los pormenores de la petite histoire— formaban un fantástico mundo ficticio, repleto de conflictos también ficticios que existían sólo unos en relación a los otros, sellado para siempre bajo el fanal del tiempo. Quien se atreviera a relacionar este ajedrez de maravilloso colorido con un problema vital o con un conflicto en el mundo contemporáneo era un pedante, un pretencioso. ¡Sí, se entretenía! Pero continuaba soñando que el puente no llegaba a la otra orilla, y se precipitaba aullando en el fondo de su sueño, hasta perderse en el abismo.

A los veinticuatro años, terminados sus estudios de leyes, de pronto dejó de soñar e inquietarse. Por ese tiempo Andrés frecuentaba mucho a Carlos Gros, y a menudo salían a caminar juntos. Aunque Carlos era parlanchín y gregario, le gustaba la amistad con Andrés, porque la competencia con él era fácil y dramática, ya que la medicina ofrecía campos tan inmediatos a su asombro, mundos tan distintos al mundo libresco del leguleyo. Éste, por su parte, tímido y al mismo tiempo curioso por ciertos aspectos de la experiencia a los que la vitalidad de Carlos se dejaba arrastrar gustosa, jamás se sintió necesitado de otra intimidad. Sus compañeros de estudio fueron sólo conocidos, nunca amigos. Con Carlos, en cambio, en sus frecuentes paseos, discutían problemas tanto generales como personales, con descarno entusiasmado. Andrés era alto y seco de figura. Su frente había llegado a ser pensativa porque sus cabellos comenzaban a ralear. Pero su rostro era suave como el de un niño, siempre ligeramente sonriente, como si mediante esta sonrisa sostenida quisiera conjurar todos sus miedos y sus males. Ya ocultaba su mirada detrás de gafas. Carlos, en cambio, era pequeño y cuadrado, con buenas facciones robustas en las cuales la sonrisa era una conflagración repentina que lo iluminaba entero, pero que desaparecía también súbitamente. Fueron amigos desde pequeños porque sus familias eran amigas.

Andrés a menudo prefería salir sin Carlos, y caminar largo rato solo por las calles. Así sucedió ese día tibio en que el atardecer se insinuó temprano, dejando el fantasma de la luz adherido al cielo casi una hora después de que todo estuvo oscuro. Andrés caminaba por calles anodinas, en las que casas bajas de monótonas puertas y ventanas a la acera no excluían la sorpresa de una construcción de dos pisos. La gente no era pobre ni rica, fea ni hermosa, feliz ni desgraciada; gente, nada más. Los faroles no se encendían aún. Era tan escaso el tránsito que un grupo de niños jugaba a la pelota en la calzada. En una puerta, una anciana sentada en un piso de totora soplaba sobre un brasero no encendido del todo, que despedía olores venenosos. Un hombre de regreso de su trabajo pasó tintineando unas llaves con las que abrió la mampara de su casa. Mujeres compraban velas y vino y pan en el despacho de la esquina. Era una gran paz, que ocultaba en su seno el terror de la nada.

—Cuatrojos… —le dijo a Andrés una niñita que jugaba al luche en la acera, y siguió jugando.

Un segundo después de decirle cuatrojos, la muchacha se había olvidado de él para siempre, jamás en toda su vida iba a recordarlo. Ese segundo en que su atención lo señaló como individuo en medio de la gente no dejaría la menor huella en esa niña, que más tarde sería madre, y después abuela. Ahora seguía jugando al luche. Andrés era un transeúnte, nada más, solo entre esas gentes pero igual a ellas. Miró la calle. Los faroles se encendieron. Un hombre fumaba apoyado en el marco de una puerta y una mujer regaba begonias en una ventana. Las casas eran bajas, sin un estilo arquitectónico que identificara nación o época, albergando vidas iguales a las de cualquier calle, en cualquier época del mundo.

Entonces, el terror del tiempo y del espacio rozó a Andrés, remeciéndolo. Le flaquearon las piernas y su frente transpiró con el miedo de los seres que necesitan saber y que no comprenden el porqué de las cosas. Allí mismo, en esa dulce esquina anochecida, dolorosamente despierto, iba a caer en el abismo al final del puente, en el espanto de la situación en que todo es igual a nada. Pero un segundo antes de abandonarse y dar el salto que lo iba a suspender o precipitar, surgió en Andrés un destello de instinto de conservación que le impidió caer en la locura de exigirse instantáneamente y allí mismo una respuesta fundamental. Y ese destello tuvo la forma de una frase irónica:

—Todo esto es igual como si fuera en… en… —trató de pensar en el sitio más apartado y exótico de la tierra—, igual como si fuera en Omsk, por ejemplo, y toda esa gente fuera omskiana…

Rió con el nombre atrabiliario.

¡Y claro, esta calle y esta gente eran exactamente iguales que si fueran Omsk! Con la risa lo invadió un gran descanso, como si cada uno de sus músculos y sus células, cada pieza de su organismo, fuera nuevo y funcionara a la perfección. Vio a la gente y a las cosas dándose la mano a través de los siglos y los kilómetros; ya no existían diferencias que los hicieran objeto de pánico, porque todos los omskianos, y él entre ellos, vivían un destino común. Eran todos ciegos… pero ciegos juntos e iguales en medio del desconcierto, un desconcierto que podía transformarse en orden si uno se conformaba con ser incapaz por naturaleza de llegar a la verdad, y no se martirizaba con responsabilidades y preguntas carentes de respuesta. Los compromisos no existían. La materia, atrapada en el fenómeno de la vida, aguardaba agotarse. Nada más. ¿Valía la pena, por lo tanto, desear saber, inquietarse por preguntar y exigir, por crear y procrear, acudir a filósofos, sabios, poetas y novelistas en busca de soluciones? ¿Cómo era posible ser tan pueril como Carlos Gros y creer que la ciencia lo solucionaría todo, que mediante ella es posible llegar a concluir el puente, a cruzar ese espacio en que todos caen? ¿No veía que la ciencia, como las filosofías y las religiones, parte de una fe, desde el misterio de la calle anochecida, de estas vidas, de Omsk? Lo único que no era misterio era saberse existiendo… después venía la muerte, y entonces ya nada tenía importancia porque todo caía más allá de la experiencia. Él vivía, Andrés Ábalos, nacido donde y cuando nació, y entre la gente en medio de la cual nació. Eso era Omsk. Tal como la señora que regaba las flores en la ventana había nacido donde y cuando y en el medio en que nació. Rebelarse, tratar de dar un significado a la vida, hacer algo, tener cualquier fe con la cual intentar traspasar el límite de lo actual, era estúpido, pretencioso, pueril, y más que nada lo eran los compromisos y las responsabilidades. Lo único razonable era la aceptación muda e inactiva. ¿Le gustaba leer historia de Francia? Leería historia de Francia. ¿Le gustaba pasear en las tardes por las calles tranquilas? Pasearía.

Andrés sintió por primera vez que sus pobres pies pisaban terreno firme, que lograba saltar desde el extremo del puente hasta la orilla lejana. Para otros, sentir lo que él acababa de sentir quizá resultara un pozo negro de angustia. Para él, sin embargo, era la justificación de no hacer nada, de no aventurarse a nada, la liberación completa de todo compromiso con la vida. La niña jugaba al luche. Casa con dos ventanas y una puerta. Un hombre fumando en una esquina mientras una comadre reía. Él, Andrés Ábalos, no era más que uno de ellos, un caminante solitario en un punto cualquiera, en un momento cualquiera del universo.

Andrés encendió un cigarrillo. Caminó unas cuadras más por el mundo maravillosamente fácil y despejado. Después tomó un tranvía y se fue a su casa.

Relató su experiencia a Carlos. El joven médico se indignó, diciendo que eso de Omsk no era más que una excusa para su cobardía y para su temor de responsabilizarse. Se debía, sobre todo, tener una posición ante la vida, hacer algo, dejar un testimonio que significara un riesgo, amar alguna actividad, o a alguna persona por último. Andrés, sin agitarse ni poco ni mucho, resolvió que todo lo que Carlos decía estaba muy bien para él mismo pero que no tenía ninguna importancia, puesto que esa fe de Carlos también era Omsk, la calle vulgar anocheciéndose, el paseante solitario que trata de encender un cigarrillo en la esquina donde tropiezan todos los vientos del mundo.

Andrés no volvió a soñar, olvidando el abismo al final del puente.

Y después de un tiempo olvidó también la idea de Omsk, debido a que su vida se estableció tan cómodamente dentro de la idea. Sin embargo, la palabra Omsk, despojada de su significado más hondo, persistió en el vocabulario de sus conversaciones con Carlos, como una clave para aludir a ciertas cosas de la ciudad que ambos amigos encontraban dotadas de una peculiar tristeza, de una peculiar hermosura. Un organillero, un domingo, con un ruedo de niños escépticos y aburridos escuchándolo, era Omsk. Lo era un hombre haciendo el amor a una sirvienta bajo los árboles, en el desamparo de una noche fría en la calle. Lo eran… en fin, mil cosas más…

Tiempo después, un domingo asoleado de principios de invierno, Andrés y Carlos caminaban junto al río, frente al Parque Forestal. Sobre ellos la red seca de las ramas entretejidas pescaba en la luz de un cielo tan limpio que parecía no existir. Sentado junto a un árbol, en el cauce vacío de una acequia, un mendigo anciano remendaba una camisa increíblemente parchada. Su barba gris era sucia, y su torso desnudo, magro y oscuro como el cuero. En torno a él unos cuantos tarros y paquetes contenían su comida y, sin duda, todas sus pertenencias.

—Mira… —dijo Carlos al pasar junto a él—. Omsk…

—Mm… —respondió Andrés.

Pero no entendió con claridad lo que su amigo quiso decirle.