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El hombre bajó su máscara, aplicó el soplete eléctrico, e instantáneamente un destello violento lo azuló entero, así como a los curiosos reunidos a distancia prudente de la reja de hierro que el enmascarado soldaba. En el momento mismo en que surgió la llamarada oscura, algunos se retiraron un poco y un niño, al que su madre dijo que si miraba la llama azul quedaría ciego, sólo se atrevió a contemplar sus reflejos en el pecho de ese semidiós o semidemonio que controlaba tanta potencia peligrosa.

—¿Y nunca había visto? —preguntó Mario, apoyándose indolente en su bicicleta.

—No… —respondió Estela.

Hacía un buen rato que contemplaban al enmascarado. Estela, amedrentada en un comienzo, no osó levantar los ojos hasta que Mario, burlón pero propiciador, logró convencerla de que se aproximara. Sólo entonces, como si le costara un esfuerzo, la muchacha levantó sus párpados para observar la llamarada azul y sus reflejos vencedores de la claridad del día en los árboles y la gente, y en el rostro de Mario, ufano de enseñarle tanta maravilla. Estela sonrió un poco, y su placer era tan débil que escasamente tuvo fuerza para impulsar sus labios espesos hasta una sonrisa. Mario la vio tonificada por ese primer atisbo de alegría descubierto en ella, viva ahora y vibrante, despojada de esa seriedad que parecía velarla cuando la conoció la semana anterior en la cocina de la casa de misiá Elisa. ¡Estas huasitas! ¡Qué ignorantes eran estas huasitas, si hasta algo tan sencillo como una soldadura eléctrica las dejaba boquiabiertas!

—¿Le da miedo?

—Sí…

El temor confesado con demasiada simpleza hizo reír a Mario. Rió suavemente al principio. Pero al ver la expresión de desconcierto de Estela, sin saber por qué y sin poder controlarse, comenzó a reír a mandíbula batiente, con la cabeza inclinada hacia atrás —y el repentino destello azul hurgó en su paladar y en los pequeños surcos alrededor de sus ojos enturbiados por la risa—. Viéndolo, Estela también rió, sincronizando el aumento de su alegría a la risa del muchacho. Rieron hasta que las lágrimas pesaron en sus párpados y se agotaron las energías de sus carcajadas.

—Y apuesto que nunca ha ido al teatro… —dijo Mario.

Al oír la palabra teatro, las facciones de la muchacha se inundaron de una alegría distinta, como si por fin se hubiera pronunciado el nombre mágico que tanto ansiara escuchar. En su casa, en el campo, su cuñada había relatado tantas veces la película que su marido en cierta ocasión la llevó a ver en el pueblo… decía que era en colores, que las actrices con cabelleras como nubes rubias hablaban y hasta cantaban, pero que, misteriosamente, no estaban allí…

—No…

—¿Y le gustaría ir?

—El otro día no más le pregunté a mi tía Lourdes que si me podía llevar, pero no quiso…

—Apuesto que dijo que era pecado. Todas las veteranas dicen que es pecado. Todo porque el teatro es oscuro…

—¡Oscuro! Cómo no… ¿Y cómo se ven las artistas, entonces?

—¡Bah! —dijo él, riendo de nuevo—. Yo…

Su risa y su respuesta quedaron suspendidas al darse cuenta de que, en realidad, no sabía explicar por qué se veía dentro de un cine oscuro. Mario se sintió arrinconado por la huasita, que lo miraba esperando una explicación. Era necesario sustituirla por algo mejor, inmediatamente, para salir del paso con algo de honra:

—La convido al teatro este sábado para que vea, si no me cree…

Estela se estremeció. A la luz de un nuevo fulgor azul, Mario vio como las facciones de la muchacha volvían a cerrarse: sus párpados bajaron de nuevo; todo rastro de sonrisa fue absorbido por su seriedad; el rubor subió hasta sus pómulos altos y sus labios apretados. Entonces Mario, como si adivinara un compromiso del cual él formaba parte, o como sorprendido en una flaqueza vergonzosa, también se sonrojó, apartándose un poco de su compañera.

—Quiubo, vamos el sábado… —repitió muy despacio.

Concentrado en limpiar el barro de la rueda de su bicicleta, Mario insistió suavemente y a pesar suyo, como si supiera que si sus amigos lo veían con esta mocosa huasa que ni se pintaba, se iban a reír de él. No la encontraba bonita. ¡Cómo, si él estaba acostumbrado a salir con chiquillas que se arreglaban elegantes y contaban chistes, y que conocían los nombres de todos los actores! Y tenía una amiga que hasta entendía un poco de inglés…

—Es que no me dejan…

—Bah, qué importa. Apuesto que en esa casa todas las veteranas se acuestan a la hora de las gallinas. Se podía arrancar después…

—Es que tengo que cuidar a la señora, pues.

—¿Y qué tanto le tiene que cuidar? Apuesto que se queda dormida a las ocho y no despierta en toda la noche.

—Sí, duerme tranquila toda la noche. Yo duermo en la pieza del lado. A veces habla en la noche, dice cosas sola, pero parece que nunca despierta. A veces despierto yo porque se me pone que me está llamando, pero no. Duerme toda la noche.

—¿Y qué le cuesta salir, entonces?

—No, no puedo. Tengo que cuidar a la señora.

Mario iba a seguir insistiendo pero, desconcertado ante sí mismo, calló. ¿Con qué fin estaba rogando a esta mocosa tonta, a esta huasita? ¿Para qué insistir, si las mujeres le sobraban, mujeres divertidas y chistosas de veras? A él le gustaban las chiquillas alegres y aficionadas a dar tanda; andar con una y después andar con otra, reírse, hacer observaciones en voz alta en las galerías de los cines para que los que se hallaban alrededor suyo también rieran. En el club El Cóndor, Mario era el que daba más tanda, todos celebraban sus salidas y sus andanzas. Le decían el Picaflor Grande —siempre de flor en flor—, y había un Picaflor Chico, el Washington Troncoso. Pero de los dos, él, Mario, era el más querido. En las tardes, con las manos en los bolsillos y fumando con un grupo de amigos en una esquina, después de haber jugado al fútbol en la calzada con una bola de papel atada con cáñamo, cada mujer que pasaba era acreedora, si no a piropos, por lo menos a silbidos de admiración de parte de todos los muchachos, especialmente de Mario. A veces seguía a una y, como era alegre y fachoso, las mujeres le resultaban fáciles. Más tarde, en el club, en torno a cervezas, sus comentarios bastante aumentados y adornados acerca de la aventura reciente dejaban a los demás con los ojos brillantes de admiración.

¡Si lo vieran con esta huasa! ¡Él sabía que bastaba un solo paso en falso para que su reputación se viniera al suelo! Y nadie que lo viera con Estela —tan chica y tan asustada— creería que él andaba con ella para conseguir lo único que un hombre verdaderamente macho desea conseguir de una mujer. Por lo menos a los diecinueve años, cuando no se tiene la menor intención, ni posibilidad económica, de perder la libertad.

—Debe ser tan lindo… —oyó que Estela murmuraba muy bajito, como para sí misma.

Entonces Mario la vio entera iluminada, como si fuera el centro mismo de la gran llamarada azul y peligrosa. Se había acercado mucho a él, instalándose dentro del radio de su protección. ¡Era tan chiquitita y tan morena! En sus mejillas una curva de pelusa levísima atrapaba el contraluz y quizás también la caricia del aire. Mario apartó la vista con el ceño fruncido. De alguna manera, su labia y sus técnicas de Don Juan de barrio resultaban inaplicables con Estela, y se vio desarmado, incómodo. Miró su reloj y exclamó:

—Puchas, se me hizo tarde. Don Segundo me va a descuerar, me tengo que ir. Bueno, anímese pues, Estelita, y vamos el sábado. Oiga, a las nueve y media la espero en esa esquina; acuérdese, a las nueve y media, no me eche al olvido…

Montó en su bicicleta y partió sin mirar atrás.

Esa noche, a la hora de comida, Estela insinuó que deseaba ir al cine. Pero Lourdes se apoyó en razones tanto económicas como morales para convencer a su sobrina de que no debía ir. Estela se convenció rápidamente, pero sus deseos de ir al cine no disminuyeron ni un ápice. En casa de su padre, en el campo, era tanto lo que debía obedecer, tanto lo que debía vivir según reglas impuestas por los demás, que dentro de ella se había ido gestando la facultad de entregarse, manteniendo, sin embargo, vivo y oculto el germen de su voluntad y de sus gustos, los que de una manera o de otra, y sin que nadie lo supiera, terminaba por cumplir. La tía Lourdes, como su padre y su hermano, tenía razón y había que acatarla. Para algo había sido regalada a ella por su madre al morir. Pero eso no cambiaba nada. Lo que más deseaba Estela en el mundo era ir al cine, con o sin razones en contra, ir al cine con Mario. Cuando Lourdes opinó que una niña no podía ir sola al cine, que ni ella ni Rosario se hallaban en condiciones de salir de noche para acompañarla —de día era imposible porque en la casa siempre había que hacer—, Estela estuvo a punto de decir que ya tenía compañero. Pero se lo calló.

En la noche, con la luz apagada y escuchando el respirar acompasado de misiá Elisita en el cuarto vecino, su secreto relució en su imaginación como aclarado por uno de los misteriosos relámpagos azules. Permaneció quieta entre las sábanas caldeadas por su cuerpo, como si en la oscuridad quisiera entibiar el secreto junto a sí misma. Era cierto que no debía ir al cine, muy cierto. Pero podría ir. Sí, si quisiera, podría ir. Y Mario le gustaba… le gustaba mucho. ¡Oh, ella sabía muy bien lo que era que alguien le gustara! Y Mario la iba a llevar al cine. Se sentaría junto a ella en la oscuridad, explicándole todo, porque Mario sabía todo lo de esta ciudad en la que ella no conocía más que un par de calles.