3

Cuando Andrés llegó a casa de su abuela esa mañana, Rosario y Lourdes se hallaban en la cocina escuchando una comedia radial mientras desplumaban un pollo. Lourdes le hizo señas para que se estuviera callado, que esperara un segundo porque la comedia estaba a punto de terminar.

«… entonces el joven conde se acercó al diván junto a la ventana donde la bella Corina lo aguardaba exangüe entre pieles. Sus miradas se cruzaron a la luz del pálido atardecer de mayo, y con esa mirada ambos supieron que todos los dolores pasados, todas las injusticias tramadas para mantenerlos tantos años angustiosamente separados, quedaban borrados para siempre porque sólo la verdad podía ahora existir entre ellos…».

Las últimas frases fueron envueltas en violines que se prolongaron llorosamente más allá de las palabras. Lourdes cortó la transmisión y, dejando caer el pollo dentro del balde, exclamó:

—Pobrecita. ¡Sufrió tanto la pobre Corina!

—¿Cómo ha estado mi abuelita, Lourdes?

—Bien, de lo más bien. Usted debía oír esta comedia, don Andresito, es tan linda y tan triste, y el papá de la Corina es tan malo, viera. Si oyera estas comedias tan lindas se enamoraría y se casaría, sí, aprendería a querer…

—¡Ya estás con tonterías otra vez! ¿Hay novedad?

—¿Novedad? ¿Le parece poca novedad que a las once de la mañana yo pueda estar muy tranquila aquí en la cocina, oyendo la comedia? Viera lo bien que ha estado la señora. No nos da nadita que hacer, es como si se hubiera enamorado de la Estela. Fíjese que no hemos tenido ni un solo enojo en toda la semana. La chiquilla parece que la tiene embrujada, no sé cómo, porque lo que es con nosotras… ¿no es cierto, Rosario? La Estela es tan huasa que no abre la boca ni para decir mu…; se lo pasa ahí sentada no más. Ahora lo único que misiá Elisita habla es de que la Estela es una niña tan buena, tan inocente y todo. Le tiene prometido enseñarle muchas cosas, un punto de bordado, creo, no sé cómo. ¡Imagínese! Si hace más de veinte años que la señora no enhebra una aguja, pero usted sabe cómo es cuando cree que las cosas que pasaron hace tiempo pasaron ayer. ¡Qué sé yo qué cosas serán las que le va a enseñar!

Andrés vio encima de la mesa de la cocina un conejo de trapo con lunares verdes.

—¿Y eso tan raro? —preguntó.

—Un regalo que me trajeron —respondió Rosario—, por un favor que hice…

—Las cosas de locos que se les ocurren. Un conejo con lunares verdes…

—Feazo es —dijo Rosario—. Pero las intenciones valen.

—Y no es fino —agregó Lourdes—. Parece que es nacional.

Al percibir que Rosario se disponía a relatarle la procedencia del juguete, Andrés salió de la cocina dejándolas en su tarea de desplumar el pollo. Lourdes comentó:

—Se me hace que el joven conde debe de parecerse a don Andresito…

—¡Conde con anteojos! Si los condes no usan anteojos.

—Ah, de veras…

—Bueno, ya está listo el pollo, váyase mientras le corto el cogote, a usted no le gusta ver.

Lourdes salió al lado afuera de la puerta de la cocina. Rosario puso el pollo en el mármol de la mesa, y asestándole un golpe formidable con el cuchillo separó la cabeza del cuerpo. Luego hizo una incisión entre los tutos y, metiendo la mano por el hueco, extrajo un puñado de vísceras que dejaron un rastro sanguinolento en la mesa.

—Ya, entre —llamó Rosario.

Lourdes entró. Siempre mínima de estatura, los años la habían cebado de tal modo que al caminar parecía más bien que rodara lentamente. Lentamente no sólo a causa de sus buenos setenta años, sino porque las várices le impedían toda clase de agitación. Esto no lograba restarle gusto por la vida. Los mofletes, donde la alta presión había dibujado mapas de venas rojas con la salud de antaño, se agitaban con risas frecuentes y con un incesante cotorreo amistoso. Y al ver una fuente de pastel de choclo, por ejemplo, o una empanada fragante, olvidaba de inmediato las serias reconvenciones del doctor Gros respecto de su salud.

Mientras Rosario concluía de lavarse las manos, Lourdes tomó el pollo pelado y sacándole una última pluma lo metió en la olla.

—¿Irá a venir el doctor para el sábado? —preguntó Rosario.

—Las preguntas suyas. ¿Que no sabe que nunca deja de venir, ni para el santo ni para el cumpleaños de misiá Elisita? Pueda ser que no traiga a la señora. ¿Se acuerda el año pasado? Tantas cosas que se encargaron y tan poca gente que vino. No sé cómo fue que quedaron tan pocos conchos. Pero le diré que yo vi a la señora del doctor comiéndoselo todo. ¿Y sabe? Después vino y me dijo que le hiciera un paquete de confites para llevarles a los niños. Él, claro, no hubiera importado. Pero ella es antipática. Se cree. Y el doctor es tan bueno, un caballero que una ha conocido toda la vida, desde que venía a jugar aquí cuando chico con don Andresito. Usted sabe que la familia de ella… bueno, es gente bien, claro, pero… no sé, se me ocurre que algo anda mal, el papá de ella, creo, o el abuelo. ¿Cuántas personas vinieron para el último santo? ¿Seis?

—Ahora para el cumpleaños irán a venir menos.

—Todos los años vienen menos. La gente es tan ingrata que se olvida de la pobre señora, que es tan buena…

—Es que tanta gente se muere…

—La pura verdad. Este año don Dionisio, que era tan creyente.

—Y la señora Matilde…

—Ah, sí, de veras. También ella, pobrecita. Y era muchísimo más joven que la señora. Poca gente irá a venir…

—Poca.

—¿Se acuerda de antes?

—¡Cómo no!

—¡Qué lindas eran las fiestas de misiá Elisita, con tanta gente y tanto regalo, y ella arreglada que parecía una reina! Si no le faltaba más que la corona…

—Mm, antes que don Ramón la hiciera sufrir tanto.

—Mm, pobre señora. ¡Tanto que ha sufrido! ¿Noventa y cuatro cumple?

—Mm, noventa y cuatro. Ella, como se quita la edad, dice que noventa.

—Pobre…

—Son años…

—Mm…

Andrés, entretanto, había subido lentamente, como si a cada uno de sus pasos sus pies quedaran adheridos a la alfombra roja de la escalera. Subir a visitar a su abuela era una lotería. A veces la encontraba tierna y encantadora como una abuela de cuento, otras enfurecida como una bestia que hería a todos alrededor suyo. Hoy, quizás debido a esa acidez que lo mantuvo desvelado cerca de una hora la noche anterior, su aprensión era mayor que de costumbre. Sin embargo, al entrar en el dormitorio y ver que las cortinas abiertas daban paso a la inundación de luz, tuvo la certeza de que por lo menos hoy todo andaría bien. La cama, el ropero inmenso, la cómoda, no eran zonas de oscuridad más densa dentro de la oscuridad, sino que la luz dibujaba el torneado preciso de las patas, se dejaba curvar en los tiradores de bronce, señalaba la calidad de la caoba como diferente a la calidad del nogal. En el sinnúmero de cromos de santos y de fotografías de familia, los rostros eran individualizados, unos importantísimos detrás de sus barbas, otros tiernos a la sombra de un encaje o de una manteleta descolorida. Los floripondios del empapelado, que cuando el sol pasara volverían a asimilarse a la penumbra de los muros, se destacaban nítidos a esta hora en que todo era claridad.

El lecho de misiá Elisa Grey de Ábalos era una gran embarcación de madera reluciente y oscura. La anciana se hallaba incorporada, blanca entre las sábanas. Con un espejo en una mano temblorosa —era increíble que esos ojos de párpados como harapos fueran capaces de recoger su imagen en el óvalo minúsculo de la luna— y armada de una pinza, se estaba sacando los pelos del mentón. Cerca de la cama, de uniforme blanco y muy almidonada, Estela tejía sentada en un pouf.

—Buenos días, abuelita. ¿Cómo ha amanecido?

—¡Ay, tan vieja y tan fea, mi hijito! Yo no sé por qué me habrán salido todos estos pelos. Antes nunca tenía. Ahora estoy como los cadáveres, dicen que el pelo les sigue creciendo después que los entierran…

Esta familiaridad con la idea de la muerte era lo que más turbaba a Andrés en su abuela. Oírla hablar de la muerte le parecía aún más grosero que todas las obscenidades que tan a menudo ensuciaban los labios de la anciana, y lo asaltaba una profunda y oscura incomodidad. Pero sólo incomodidad, porque dejarse arrastrar por temores era morboso, propio de vidas devastadas por una sensibilidad a la que no se ha sabido refrenar ni dar forma, de mentes desequilibradas, en fin, y él precisamente se enorgullecía del magnífico equilibrio de la suya, de su sentir armónico y ordenado. Que uno moría, era indudable. Pero en el fondo de Andrés, en algún rincón oculto e infantil —quizás un resabio de la fe religiosa que descartó de una vez y para siempre al finalizar su adolescencia—, existía una certeza fiera, arraigada tenaz y hondamente en sus temores más inconfesados, de que él jamás moriría, de que la muerte era para otros, no para él. Y Andrés, tan ducho en examinar sus propias sensaciones, para no derribarla no osaba analizar el contenido de esta absurda confianza apenas vislumbrada. Entretanto, bastaba decirse que la vida y la muerte eran flujo y reflujo, día y noche, cada una el corolario de la otra en el inmenso sistema del universo. ¿Para qué ir más allá?

Oír a su abuela hablando de la muerte en la forma más natural del mundo era como levantar la tapa hacia una siniestra posibilidad de horror. No había que ceder a la tentación de asomarse por el resquicio, era necesario mirar a otra parte, huir, huir de esa voz que quería obligar brutalmente a Andrés a enfrentar algo que sabía que alguna vez iba a tener que enfrentar. Pero no aún. Cincuenta y cuatro años no eran tantos, sobre todo tomando en cuenta su salud ejemplar. Por lo menos cuatro veces al año se hacía examinar de pies a cabeza por Carlos Gros.

—¿Cómo me encuentras?

—Como un chiquillo.

—¿Y estas acideces tan raras, entonces?

—Pero si comes como un animal, qué quieres. Debes fijarte.

—Ah, entonces no estoy tan bien…

—Hombre, no tienes nada, no seas solterón maniático.

Y la satisfacción de su salud admirable lograba ahogar la porfiada llamita de terror. Por lo menos por un tiempo. Además, existían tantas cosas con las que hacer del olvido una preocupación delectable: ese tomo de las memorias del general Caulincourt, con las páginas aún sin cortar, aguardando su lectura encima del velador; esos paseos lentos y largos por las calles y los parques, observando y pensando; ese curiosísimo bastón chino que le habían dicho se hallaba en poder de una dama empobrecida que vivía en la Avenida Recoleta, a la que tenía intención de asediar desvergonzadamente. Todo eso era suficiente, más que suficiente.

—¡… y estas músicas de ahora! ¡Son infernales! —declaraba misiá Elisita—. Pecaminosas. Tú que eres una chiquilla buena, Estela, no debes salir a oír esas cosas. ¡Vieras las músicas de antes! Ésa sí que era música linda. Y los bailes. Había que saber hacer todas las figuras y además tener gracia, no estos saltitos de loco que dan ahora. Las cuadrillas y los lanceros… ¿No sabes bailar lanceros? Mañana, cuando me levante, te voy a enseñar, vas a ver. Me acuerdo cuando vivíamos en el Cerro Alegre, en Valparaíso, y mi papá nos llevaba a la Filarmónica. Iba toda la mejor gente, y muy elegante, las señoras con sus alhajas y sus lindos escotes, los caballeros de pechera dura. Daba gusto. Iba con nosotros un caballero amigo de mi papá, inglés también, un sportsman. Le había hablado a mi papá que quería casarse conmigo, como se hacía antes y como debe ser. Yo sabía. No sé cómo, porque ninguno de los dos me dijo nada a mí, pero tú sabes cómo es una cuando es niña. A mí me encantaba bailar con él porque era el mejor bailarín de Valparaíso, y aunque todas se desesperaban por bailar con él, siempre me prefería a mí. Pero yo, la muy tonta, ya tenía a tu abuelo Ramón metido entre ceja y ceja, pues hijito. Él era muy serio y no iba a las fiestas. George Lang se llamaba ese caballero que te digo. ¿Qué será de él? Estará casado ya, y con niños… Me gustaría verlo…

—¡Pero si don Jorge Lang era amigo de su papá y de la edad de él! Los nietos son todos mayores que yo, cómo va a estar vivo…

—¡Eso no tiene nada que ver! Tenía los guantes más lindos del mundo. Lo deben haber enterrado con todos sus guantes puestos. ¡Je, je, je! ¡Pobre George Lang! De todas maneras vas a llamarlo por teléfono y le vas a decir que estoy sumamente enojada con él, porque no me viene a ver.

La anciana continuó rememorando, feliz. Mientras hablaba, Andrés observó que Estela, que la había estado escuchando mansa y con las manos plegadas sobre la falda, separó una mano de la otra. Andrés desvió la vista de esas palmas descubiertas, presa de la incomodidad y de un inexplicable pudor, como si hubiera sorprendido alguna intimidad de la muchacha. En esa ligera variación de color, del cobre opaco del dorso al rosa mullido y sin duda tibio de la palma desnuda, inconvenientemente desnuda, Andrés se vio acechado por algo instintivo, algo casi salvaje, inadmisible en su mundo donde todo era civilización, en ese cuarto donde lo único que lucía sin recato era la proximidad de la muerte.

Andrés desechó esa sensación incómoda fácilmente. No en vano fue siempre el lema de su vida apartarse de todo lo que pudiera causar dolor. Negativo, es cierto, reflexionaba a veces, pero era un hecho que él jamás causó daño a nadie, manteniendo un contentamiento, modesto si se quiere, pero que bien mirado era una realización bastante más apreciable que la de la mayoría de la gente.

Observar las facciones de Estela era divertido, y a Andrés le gustaban las cosas divertidas. Observar, por ejemplo, que su rostro habitualmente hermético parecía haber despertado, adquirido vida al reflejar como un espejo las expresiones del rostro de la anciana, siguiéndola a los mundos y momentos que su voz antiquísima evocaba. Andrés no logró adivinar en esos ojos abiertos por el asombro, en esos labios separados, cuánto del monólogo de su abuela era entendido por la muchacha; desde luego, no podía creer que todo, y era posible que muy poco. Sin embargo, viendo la estupefacción tan sencilla de Estela, Andrés se atrevió a creer que por fin, con esta campesina inocentona, había llegado por lo menos una dosis de tranquilidad para la enferma. No sólo porque desempeñaba con eficiencia sus funciones de sirvienta, sino por el regalo que era esa atención maravillada ante el mundo de experiencias muertas de misiá Elisita. Al pensar en ese mundo, al imaginarlo, no importaba cuán erróneamente, Estela lo rejuvenecía, y a él, Andrés, dentro de ese mundo, también. Si la pobre Estela era capaz de imaginar y de pensar…

Misiá Elisita seguía charlando. Sus ojos, de ordinario secos y borrosos, se hallaban iluminados por dos gotas de inteligencia. Andrés reflexionó que su abuela no tenía la lucidez de hoy desde hacía varios años. La casa entera se le antojó, como en su juventud, risueña y colmada de ese orden que era la esencia misma de la vida. ¿Era posible que a través de las ventanas abiertas entraran no sólo luz y aire, sino la fragancia del jardín y el ruido de los pájaros al agitar el ramaje? Ni siquiera la frescura de Estela parecía una incongruencia.

Cruzó la mente de Andrés la idea de volver a vivir en la casa de su abuela para gozar de esa paz, de la armonía que era hoy aparente en todo, acercándose de este modo a la anciana, su única fuente de afecto real.

Pero de pronto recordó la última vez que había sucumbido a la tentación de dormir allí. Misiá Elisita se hallaba muy enferma de una pulmonía que claramente estaba destinada a ser su última dolencia. Con el fin de hallarse próximo a esa vida que se iba a extinguir, consintió que Lourdes arreglara para él su antigua habitación de muchacho, justamente encima del dormitorio de su abuela. Resultó que la nonagenaria pudo aferrarse a la vida con una tenacidad tan tenue pero tan firme que, contra todo lo que los médicos predijeron, convaleció, y su organismo pronto estuvo restablecido. Sólo el mecanismo de su cerebro permaneció descompuesto.

La última noche que estuvo ahí, Andrés subió finalmente a su cuarto. Había traído un libro, libro muy querido, leído muchas veces, en el cual siempre encontraba apoyos nuevos para su deleite. Apagó todas las luces menos la del velador. Allí, en la isla de claridad que la lámpara separaba de la gran habitación de techo bajo, se dispuso a abrir el volumen amigo. Pero antes de comenzar a leer, y más allá de las hermosas realidades detalladas por la luz —el monograma de su abuela en las sábanas, sus propios dedos sosteniendo el rico empaste—, creyó que la oscuridad en que nada podía distinguir estaba como… como animada por algo, por una presencia, aunque quizás no fue más que un ruido. En las ventanas divisó el blancor quieto, perfectamente quieto, de las cortinas. Sí, era un ruido, una especie de runruneo. Andrés cerró las Memorias de Saint-Simon. Escuchó.

¿Qué era?

Ah, sí, no era más que la voz de su abuela charlando sola en la habitación de abajo. Y cuando Andrés abrió el libro nuevamente, creyó que su inquietud se desvanecería por haber puesto en claro el origen del ruido. Sin embargo, no pudo leer; el ruido permanecía adherido a sus tímpanos. Desalentado, cerró a Saint-Simon. Su atención descontrolada se apretó en torno al monólogo que venía desde abajo, haciendo vibrar imperceptiblemente todos los objetos de la habitación. El rumor creció y Andrés, bastante molesto, trató de descifrar lo que su abuela decía. Pero al filtrarse por el viejo entablado del caserón, las palabras perdían su significado, la madera las despojaba de su contenido, dejándolas convertidas en espectros de palabras, sólo en ruido, en ese runruneo exasperante. Andrés volvió a su libro. A pesar de que sus ojos leían, su mente permaneció impermeable al significado de la página porque su atención estaba alerta a lo que su abuela iba diciendo. Las palabras eran sólo tono —violencia, sorna, cólera, desesperación—. Era imposible leer. Apagó la luz, decidiendo por lo menos dormir. En la oscuridad el runruneo continuó más alto, y también esa vibración de todos los objetos del cuarto, aun de la almohada en que Andrés trató de pegar la oreja para no oír. De pronto el ruido cesó. Golosamente, Andrés quiso aprovechar la tregua para dormirse. En vano. La anciana comenzó de nuevo a recitar esas palabras desnudas de significación.

Andrés no logró leer ni dormir en toda la noche. Su cuerpo entero transpiró, su calva y su cuello y sus manos, de ordinario secas. Se levantó varias veces. Todo inútil. La locura de su abuela se había clavado firme en su mente, expulsando todo otro pensamiento, toda otra sensación, impidiéndole encontrar su orden.

El recuerdo de aquella noche le dio fuerza para resistirse a volver. Estaba mucho mejor en su departamento, que era sin misterios, cómodo más que nada, e intensamente suyo, el marco perfecto para su independencia de solterón que ha adquirido hábitos inconmovibles. Esta casa, en cambio, de viejas maderas impregnadas de la voz de la enferma, era la peor amenaza para la cordura de Andrés.