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Ella, Rosario Candia viuda de Arenas, era la única persona capaz de arreglar el asunto. No iba a permitir que ese sinvergüenza de Segundo, que le debía su puesto en el Emporio a Fructuoso, despidiera injustamente al pobre Ángel con el único propósito de hacer sentir su autoridad. A ella no le contaban cuentos, a los Fornino, al fin y al cabo, los había conocido naranjos, cuando el almacén era un despacho como el de cualquier esquina y don Narciso chismorreaba en una jerigonza ininteligible, de igual a igual, con todas las sirvientas del barrio, mientras su señora ahuyentaba a los gatos que en verano tenían la costumbre de dormitar sobre el frescor del montón de lechugas. Ahora que uno de los nietos de don Narciso había modernizado el local, transformando el Emporio en una institución comercial de prestigio e importancia, Segundo, claro, se sentía con derecho a mirar en menos a todo el mundo. Por eso quería despedir a Ángel, sí, sí, a ella no la engañaba. Iba a ponerle las peras a cuarto y le tendría que hacer caso. Era verdad que hacía mucho tiempo que ningún Fornino le daba la mano a Rosario al verla llegar de compras, porque en el Emporio ahora sólo Segundo sabía quién era. Pero que Segundo García no se engañara, ella no le tenía miedo…

Rosario no había salido de la casa desde la partida de Lourdes, casi un mes atrás, así es que ya estaba notando necesidad de hacer una escapadita al Emporio. Se sacó su delantal y tomó un bolsón, por si acaso. Ella siempre contemplaba el por si acaso de las cosas, no como Lourdes, a la que cualquier eventualidad encontraba desprevenida. ¡Así le había ido en la vida a la pobre!

Muy alta y cuadrada de hombros, la cocinera caminaba con paso marcial rumbo a la plazuela que era necesario atravesar antes de llegar al Emporio. Varias personas la saludaron, los mayores con respeto, los niños con algo de miedo. Y no era para menos. Su rostro era caballuno, surcado, oscuro como vieja madera sin barnizar, y la única concesión que hacía al ornato de su persona era la espiral del moño apretado en la nuca.

En otros tiempos, estando Rosario y Fructuoso recién casados, Segundo solía ir a comer a la casa de los Ábalos invitado por el jardinero y su mujer. A menudo permanecían hasta pasadas las doce de la noche en la cocina tibia, olorosa de especias y guisos y misteriosas tisanas aromáticas, acompañados por Lourdes, comentando los acontecimientos del Emporio y todo lo que sucedía en casa de los Fornino y de los Ábalos. A pesar de que rara vez iba allí, Lourdes comenzó a interesarse por todo lo del Emporio, preguntando tanto detalle acerca del precio de la mercadería y de la parentela de los almaceneros, que pronto fue claro que estaba dispuesta a casarse con Segundo. Pero como ambos eran tímidos, jamás llegó a hablarse del asunto. Rosario sabía que Segundo no se atrevía a hablarle a Lourdes porque era un cochino, como decía misiá Elisita que eran todos los hombres. No tardó en ser claro que las intenciones más serias de Segundo no consultaban la presencia de Lourdes, y después de la viudez de Rosario la única relación que se mantuvo con él era el llamado por teléfono, una vez a la semana, para encargar las provisiones.

Rosario iba atravesando la plazuela cuando, detrás de unos arbustos, muy tranquilos en un banco, sorprendió a Ángel y a Mario comiendo uvas que sacaban de un cucurucho de papel de diario. Mario, que era fornido y de largos miembros, tenía las piernas estiradas y los brazos en el respaldo del banco, como si no conociera la menor preocupación. Su cabello era un jopo castaño suelto sobre la frente.

—Nos echaron, señora Rosario, nos echaron… —exclamó Mario al verla.

—¿Y qué están haciendo aquí?

Ángel, cabizbajo, tenía el ceño fruncido.

—¿Cómo voy a llegar a la casa así? La vieja no pudo salir a lavar esta semana… y ando planchado…

—¿Qué importa, hombre, qué importa? —dijo Mario—. Aquí se lo ha llevado este… este gallina toda la mañana, y no se quiere mover. Y yo por no correrme le digo que vamos a pescarnos un cortecito por ahí, para llenarnos el buche que sea… Ya, no seái leso… vámosle…

Mientras hablaba, el sol hacía reír sus ojos castaños.

—Déjelo pensar, oiga, no sea revoltoso —mandó Rosario—. Usted en vez de ayudar lo molesta. Usted es el ladrón y por culpa suya lo echaron a él…

Al oírla, Mario se incorporó y el sol huyó de sus ojos.

—¿Yo? ¿Yo, ladrón?

Rosario iba a reprenderlo, pero, atemorizado y vivo, Ángel interrumpió:

—Váyase, señora Rosario, váyase por favor…

—No, no se vaya nada, mejor —dijo Mario—. ¿Qué hai estado contando de mí por ahí, mierda?

Ángel permaneció mudo.

—¿Qué hai estado contando de mí? —repitió Mario. Las sombras del fondo de sus ojos se hicieron agudas, amenazadoras.

—Nada… —respondió Ángel débilmente.

—Que usted es un ladrón, así es que tenga cuidado —terció Rosario.

Mario dio a Ángel un manotazo furioso que casi lo botó del banco.

—¿Yo? ¿Yo, ladrón? ¡Desgraciado de mierda! ¿Quién fue el que no devolvió el paquete que iba de más en el pedido del 213, ah? ¿Ah? Contesta… ¿Quién fue el que me lo dio a mí para que lo escondiera, y a mí, por no desteñir, me pillaron, ah? ¿Ah? ¡Contesta…!

Se había puesto de pie. Tenía los hombros cuadrados y las caderas chicas, firmes. En el momento en que iba a agarrar a Ángel para pegarle, Rosario tomó a Mario de la chomba para impedírselo.

—Oiga, oiga, mire, no le pegue, no sea cobarde, mire que es más chico que usted…

Mario zamarreaba a Ángel.

—¿Así que yo soy ladrón, ah? ¿Ah? A mí me pescaron pero el ladrón sois vos, sí, vos, yo no he sido nunca ladrón. Déjeme tranquilo, señora —dijo a Rosario, que le había dado un golpe con su bolsón—. Déjeme, si no le voy a hacer nada a este maricón. Ladrón no he sido nunca, nunca, vos sois el ladrón, vos no más. Párate, mejor, si no querís que te saque la mugre por bocón, ya, ándate, ligerito… Ya, andando…

Ángel se puso de pie. Metiéndose las manos en los bolsillos, se alejó rápidamente, como si quisiera huir pero no se atreviera a emprender la carrera. Mario, hostil aún, se quedó vigilándolo hasta que desapareció detrás de una esquina. Se sentó en el banco. Parecía haber olvidado la presencia de Rosario junto a él, y musitó entre dientes mientras daba vueltas y vueltas el reloj de oro en su muñeca:

—Culpa mía… Diciendo cosas de uno por ahí, cuando lo único que tiene el pobre es la fama…

Rosario lo miró sorprendida, como si lo viera por primera vez.

—Eso… eso es lo mismito que decía mi pobre Fructuoso…

¡Tan mal que había interpretado a Mario, que era un chiquillo de lo más bueno, cumplido y todo, y que tenía las mismas ideas que su Fructuoso! ¡Así es que el tal Ángel no era más que un mosquita muerta! Los desengaños que se llevaba una… de puro buena le pasaba. Tenía que ir sin tardanza donde Segundo para explicarle la verdad de las cosas. Lo obligaría a tomar de nuevo a este pobre chiquillo, aunque tuviera que sacar a don Narciso de la tumba. Mario murmuraba:

—¡… y yo que no le conté nada a don Segundo y por no ser poco hombre fui a perder mi pega! ¡A ver si otro no se corría! Es más llorón el Ángel, se lo pasa quejándose no más. ¡Como si él fuera el único que tiene cosas! ¡Uno también tiene sus cuestiones, pero no se lo lleva quejándose! Y yo que lo convidaba al teatro cuando no tenía plata… Yo tampoco tenía, ah, pero un cabro amigo de allá del barrio, que es acomodador de la galería del Baquedano, me deja entrar…

Hablaba vorazmente, como si quisiera botar todo su veneno. A medida que iba hablando, su furia pareció agotarse, hasta que terminó en la misma actitud lacia, indolente, en que Rosario lo había encontrado, la luz comenzando a bailar de nuevo en el fondo de sus ojos amarillentos.

—Oiga, Mario, yo voy a contarle la verdad a Segundo, al tiro. Es amigo mío y en el Emporio siempre me hacen caso. Vaya mañana en la tarde a la casa y le tengo contesta…

Sin despedirse, Rosario partió repleta de su proyecto. Mario la miró alejarse mientras picoteaba los restos de uva. De pronto, como si recordara algo, la luz huyó de nuevo de sus ojos. Dijo en voz baja:

—¡Qué te van a estar haciendo caso a vos, vieja de mierda!

Una nube desolada tiñó su rostro.

—Ladrón… —se dijo.

Al oírse pronunciar esas sílabas apretó los ojos, los apretó hasta que sus facciones jóvenes quedaron convertidas en un mapa de arrugas, como si con eso quisiera borrar el perjuicio causado por la palabra. Después relajó sus músculos, quedando con la misma expresión vacía y la actitud indolente de un rato antes.

Mario erró toda la tarde por las aceras y los parques. Si algo pasaba, no sabía qué exactamente, toda la tensión que estaba manteniendo a raya para alejar el desaliento completo y el llanto se quebraría. Cuando el frío de la noche otoñal bajó hasta las calles y el hambre comenzó a quemarle el estómago, se dirigió a su casa.

La Dora, mujer de su hermano René, estaba pelando papas. Tenía un pañuelo anudado a la cara. Iba echando una a una las papas dentro de la olla, que tardaba en hervir sobre la llama débil del anafe. Mario retiró el montón de trapos multicolores listados, escoceses, a cuadros, colocó sobre ellos el conejo a medio recubrir de percala a lunares verdes, y se sentó a la mesa para hojear una revista ilustrada.

—Me duele más este diente de porquería… —murmuró la Dora.

—¿Qué te pasa?

—Es que se me estaba soltando y para que no me doliera le di un buen tirón y me lo saqué. Y como hace frío aquí y me lo paso al lado del fuego y después salgo al aire para llamar a los chiquillos…

No era raro que hiciera frío en la pieza. Los dos cuartos que René ocupaba al fondo del pasadizo estrecho y oscuro —con la Dora, sus dos chiquillos y Mario— eran de madera mal ajustada. La Dora los había empapelado con diarios viejos, pero los chiquillos pronto descubrieron el entretenimiento de rajarlos con la uña o con un peso justamente en las hendijas, y como la puerta no cerraba bien, el aire circulaba libremente. Además, el piso era en parte de tierra y la construcción estaba adosada a un muro desnudo, de ladrillos y cemento.

—Hace frío y ese anafe de mierda no da nada de calor —murmuró Mario. Sin levantar los ojos de la revista, enrolló su chalina alrededor de su pescuezo—. A ti no más se te ocurre sacarte el diente con este frío. Ya no te quedan más que los dos de adelante.

—Y las dos muelas de abajo. ¿Qué importa uno menos?

Mario recordó que cuando la Dora se juntó con René tenía tan lindos dientes que él, un mocoso, se había enamorado de tal manera de ella que no era raro que llorara de vergüenza si los dejaban solos en la misma pieza. De eso hacía ya muchos años, y la mujer de René, ahora, era un espectro. El escaso pelo grasiento le colgaba tieso detrás de las orejas. Su cara era como si alguien hubiera abandonado un trapo lacio encima de alambres torcidos en la forma de sus facciones de antes y el trapo se hubiera quedado allí, un remedo colgante de su antigua cara.

—¡Y tan relindos dientes que tenía yo de chiquilla! ¡Y tantos! Si parecía que tuviera más que todas las otras cabras de la fábrica. Como mi pobre mamacita, que tuvo toda su dentadura hasta que Dios se la llevó…

Ya había comenzado a hablar la Dora. Cuando hablaba, nadie era capaz de detenerla. Mario la miró de reojo y después trató de concentrarse en su revista. Sólo esas historietas y chistes lograrían hacerlo olvidar su tensión; si escuchaba a la Dora, su desaliento por haber perdido el trabajo y por haber sido acusado de ladrón iba a estallar.

—¡Tan rebién que cantaba en la guitarra mi mamacita! Por eso es que yo aprendí. Pero ahora hace más tiempo que no canto… Al René antes le gustaba, pero ahora no. De todas las casas del barrio mandaban llamar a mi mamacita para que cantara en los bautismos y en los casamientos, y a nosotras nos llevaba y nos servíamos de todito. Era gorda mi mamá, bien gordita, como yo antes, y cuando cantaba se le ponían bien colorados los cachetes y se reía para lucir sus dientes. Por eso es que nosotras éramos tan queridas en el barrio; las chiquillas de la cantora, nos decían. Y cuando mi mamacita entonaba, le brillaba la tapadura de oro que tenía aquí, entremedio de los dos dientes de adelante. Cuando yo era cabrita bien chica, lo que más quería era parecerme a ella, y como por ahí decían que tenía la misma boca que ella, con un palito no más me lo llevaba escarbando entremedio de los dos dientes de adelante para que se me picaran y me pusieran una tapadurita de oro…

—¡Córtala, mierda! ¡Ya está bueno! ¡No hablís más como loca! ¿Que no vis que estoy leyendo? —gritó Mario.

Con la mano buscó el conejo cubierto de percala a lunares verdes que la Dora estaba haciendo para vender. Sus dedos lo apretaron como para estrangularlo.

—Deja ese conejo… deja mi conejo, te digo, cabro de porquería. Mírame…

Mario apartó la vista del rostro de la Dora. La paseó por los demás juguetes sin terminar que había en la pieza: un burro a cuadros rojos, a horcajadas en la cabecera del catre de hierro, un pollito amarillo rodeado de un papel limpio, entre los tarros de comestibles de la repisa, y luego la volvió a la revista. La Dora se había acercado a él.

—¡Mírame, te digo! —aulló la mujer—. A ver, mierda. ¿Por quién estoy así, ah? ¿Por causa de quién estoy así para que me vengai a hacer callar vos, mocoso desgraciado, ah? Mírame… —volvió a gritar, arrancándose el pañuelo de la cara y aproximándola a la de Mario. Abrió la boca inmensa. Mario cerró los ojos para borrarlo todo, para borrar esa cavidad donde aún sangraba el diente mal extraído—. ¿No fue por criarte a vos? ¿Ah? ¿Y por tener más chiquillos, qué sé yo para qué? Ah, muy rebién lo íbamos a pasar, dijo el René cuando nos juntamos, íbamos a vivir aquí por mientras no más, hasta que le entregaran la casita que le tenían prometida. ¿Quién se la tenía prometida? ¿Sus amigos del billar y de la compraventa donde dice que trabaja? ¡Cómo no! ¡Corriendo le iba a creer yo ahora! Y yo la tonta que tenía mi buena pega de fabricana fui a dejarlo que me engatusara. ¡Cómo no que le iban a dar casa! ¿Quién? ¿La caja de previsión de los ladrones pelusas?

Mario sepultó la cabeza en sus brazos cruzados sobre la mesa. No podía soportar que dijeran que René era ladrón… era como si el peor de los peligros se estuviera aproximando. Apretó los ojos para ver estrellas, puntitos, círculos, conejos a cuadros verdes, pollitos a listas coloradas, para no pensar en lo que la Dora estaba gritando.

La Dora calló pronto. Siempre se callaba pronto. Se limpió las manos en el delantal, se sentó en un cajón de azúcar vacío junto a un envoltorio lleno de animalitos trozados, orejas, patas, colas, cuerpos sin cabeza, y comenzó a ordenar los miembros sueltos y a limpiarlos. Después de un rato, Mario dijo:

—Oye. Me echaron de la pega. No le digai nada al René, mira que me mata a patadas…

La Dora movió la cabeza tristemente:

—Bueno, cabro. ¿Y por qué te echaron?

—Cosas de don Segundo no más. Está más mañoso ese viejo…

La Dora estaba sentada detrás de Mario. No vio que en lugar de leer el muchacho tenía los ojos apretados. Los apretaba y en vez de colores y estrellas veía la palabra ladrón, ladrón, ladrón, que se encendía y flotaba. La Dora volvió a amarrarse la cara con el pañuelo. Las dos puntas tiesas encima de la cabeza la hacían parecer una caricatura del conejo que estaba revistiendo de percala con lunares verdes.

Mario preguntó de pronto:

—Oye, ¿será cierto que el René es ladrón?

Hizo la pregunta muy despacio, como si temiera oírla. Era la primera vez que se atrevía a hacerla, aunque en el barrio varias veces se había visto obligado a pelear para defender la reputación de su hermano. No porque quisiera o admirara a René. Pero defendiéndolo con sus puños, golpeando y haciéndose golpear, era como si se castigara, como si él mismo se defendiera, no tanto de la mala fama sino de un peligro, de voces vagas y malignas, de un frío que lo quisiera envolver para hacerle imposible la existencia en el plano en que la conocía y la aceptaba.

La Dora dijo:

—¡Y yo qué voy a saber! A mí no me cuenta nada, vos soi testigo, casi no me habla. A veces guarda cuestiones aquí, en la maleta debajo del catre, ésa que usaba cuando era falte. Pero no me deja verlas. Dice que las compra por ahí para revenderlas…

Afuera, en el angosto pasadizo completamente oscuro, los chiquillos de las vecinas armaron un griterío de los demonios jugando con un perro que ladraba sin cesar. Mario observó a la Dora que cosía canturreando por lo bajo. Cosía con entusiasmo y destreza, como inspirada, como si en esa actividad de hacer juguetes de trapo para vender fuera a encontrar una solución maravillosa para todos los problemas de su vida. Concluyó de recubrir el animalito con su pelaje de lunares verdes. Eligió dos botones idénticos en una caja de lata, y con unas cuantas puntadas certeras los pegó a modo de ojos, justo donde debían estar. Lo alejó para admirarlo. Era el mejor conejo que había hecho. Mario le preguntó repentinamente:

—Oye. Tú lo querís al René, ¿no es cierto?

La Dora se puso de pie. Se dirigió al anafe para revolver la sopa. Después, en silencio, peló una cebolla. Iba tirando las cáscaras en la tierra, junto a las cáscaras de las papas. Sólo cuando tapó la comida, respondió:

—Claro.

Los juegos de los chiquillos, afuera, cesaron. Salió un tropel bullicioso a la calle, el perro ladrando detrás, ladrando, ladrando, ladrando, hasta que el ruido y los ladridos se perdieron en la distancia. Entonces todo quedó en silencio.

—Claro… —repitió la Dora en voz más baja.

Mario tuvo frío en la nuca. Se envolvió con la chalina una vez más.

—Si tuviera un poquito de plata, un poquitito no más, algo podría hacer. Pero el sinvergüenza del René se anda gastando lo poco que gana qué sabe una cómo, qué sé yo con quiénes. Si tuviera un poquito de plata, si me diera algo siquiera, no nada más que para porotos y para pan, sé que yo le volvería a gustar. ¿Crees que es muy divertido dormir en la misma cama con un gallo que ni te mira, que pasa diciéndote que estai flaca, que tenís olor a cebolla, que no tenís dientes? Y yo qué voy a hacerle, no tengo ni una tira que ponerme. Me compraría uno de esos chalcitos largos que se usan ahora, uno colorado, con hartos flecos. Y me pondría los dientes. Estoy segura que si me pusiera los dientes yo le gustaría al René otra vez, segura, segura. ¡Pero así cómo me va a estar queriendo el otro, si parezco espantapájaros! Qué le costaría darme un poco de plata cada mes. La señora de la panadería tiene una prima que estudia en la Escuela Dental y dice que me haría el trabajo. Antes creía que estos monos de trapo me iban a dar algo, pero ahora no tengo ni tiempo para hacerlos de lo mal que me siento… como floja, no sé cómo… parece que me estoy poniendo vieja. ¡Pero a las otras sí que les dará plata, eso sí, y andará convidando tragos por ahí para que lo crean macanudo…!

Tomó aliento. Con el aire que entró a sus pulmones pareció adquirir bríos para enfurecerse de nuevo:

—¡Lo voy a obligar que me ponga los dientes! ¡Lo voy a obligar! En la calle Sierra Bella vi la plancha de un abogado… Lo voy a obligar que me ponga toditos los dientes, todos…

—¿No te podís quedar callada? —aulló Mario.

Y levantándose dio un portazo para salir de la pieza a llorar en el largo pasadizo helado.