III

El barrigudo director de ojos saltones le decía a otro barrigudo y de ojos saltones, miembro del Parlamento, que estaba sentado junto a la idiota barriguda y de ojos saltones de su mujer que yo era su única esperanza para ganar la Copa con Cinta Azul de Carreras de Campo a Través (de toda Inglaterra), lo que era verdad y casi me hizo soltar una carcajada para mis adentros, y yo no decía nada a ningún barrigón de ojos saltones borde al que pudiera dar alguna esperanza de verdad, aunque yo sabía que de todos modos el director tomaba mi silencio por aceptación de que iba a conseguir la copa de marras y que podía considerar que ya la tenía en la estantería de su oficina entre otros roñosos trofeos.

—Quizá pueda correr como profesional cuando salga —y no fue sino hasta que dijo eso y yo lo oí con mis orejas cuando me di cuenta de que a lo mejor era posible hacerlo, correr por dinero, trotar cobrando por cada actuación a un chelín por resoplido subiendo poco a poco hasta una guinea por cada boqueada, y jubilarme a los treinta y dos años con los pulmones hechos cortinas de encaje, el corazón como un balón de fútbol y unas piernas como tallos de judías con varices. Pero entonces ya tendría mujer y coche y mi cara de corredor de fondo estaría en los periódicos y una secretaria contestaría pilas de cartas mandadas por un montón de chiquillas que se apiñarían alrededor mío cuando fuera abriéndome paso a empujones hasta el Woolworth a comprarme un paquete de hojas de afeitar y tomarme una taza de té. Era algo que me tenía que poner a pensar ya mismo, y el director seguro que sabía que me había impresionado cuando lo dijo, y se volvió hacia mí como si de todos modos me tuvieran que consultar algo sobre ello:

—Entonces, ¿qué piensas de este asunto, Smith, muchacho?

Una hilera de ojos saltones barrigudos me miró y una fila de bocas de caballa se abrió y vi un montón de dientes de oro, así que les respondí lo que ellos querían oír porque prefería reservar mi as de triunfos para después.

—Me suena bien, señor —contesté.

—Buen chico. Buena respuesta. Espíritu adecuado. Espléndido.

—Bien —dijo el director—, gánanos esa copa hoy y yo haré por ti todo lo que pueda. Haré que te entrenen para que seas capaz de derrotar a cualquier hombre del Mundo Libre.

Y en el cerebro tuve una imagen mía corriendo y ganando a todo el mundo, dejándolos a todos detrás hasta que me quedaba yo solo, trotando por una enorme llanura muy ancha, a una velocidad tremenda, mientras me escabullía entre pedruscos y cañaverales, cuando de repente: ¡BANG! ¡BANG!… y las balas que van más rápidas que cualquier hombre, por mucho que corra, llegaban del fusil de un guarda plantado en un árbol, volaban hacia mí y me desgarraban el buche a pesar de mi estilo perfecto, y yo me caía al suelo.

Los barrigudos esperaban a que yo dijera algo más.

—Gracias, señor —dije.

Dijeron que me fuera, bajé trotando los escalones del pabellón y salí al campo porque la gran carrera de campo a través estaba a punto de empezar y los dos inscritos de Gunthorpe se habían instalado temprano en la línea de salida y estaban listos para salir pitando como canguros blancos. El campo parecía un banquete, con grandes puestos de té todo alrededor y banderas al viento y asientos para los familiares —vacíos porque ninguna mamá ni ningún papá habían sabido lo que significaba día de apertura— y chicos que todavía corrían acalorados los cien metros, lores y ladies paseando de un puesto a otro, y la banda Chicos del reformatorio con sus uniformes azules; y arriba en las tribunas, las chaquetas marrones de Hucknall, y también nuestras chaquetas grises, y luego la basca de Gunthorpe con las mangas de las camisas remangadas. El cielo azul estaba inundado de sol y no podía hacer un día mejor y todo aquel gran espectáculo parecía el de Ivanhoe que había visto en el cine unos cuantos días antes.

—Ven, Smith —me llamó Roach, el profesor de deportes—, no queremos que llegues tarde a la gran carrera. Aunque apuesto a que aun llegando tarde los alcanzarías, ¿no crees?

Los otros, ante esto, soltaron maullidos y gruñidos, pero yo no hice caso y me coloqué entre los de Gunthorpe y uno del equipo de Aylesham, me apoyé en las rodillas y cogí unas cuantas briznas de hierba para chuparlas durante el recorrido. Así que la gran carrera era eso, para ellos que nos miraban desde la tribuna principal debajo de una Union Jack agitada por el viento, una carrera para el director, que había estado esperándola, y yo esperaba que él y todos los demás de su banda de ojos saltones estuvieran muy ocupados apostando muchísimo por mí, cien a uno ganador, todo el dinero que tenían los bolsillos, todos los sueldos que iban a cobrar en los próximos cinco años, y cuanto más apostasen más contento me sentiría. Porque aquí había un tipo totalmente seguro de que iba a morirse de risa ante la gran fama que le habían estado dando, sí, iba a morirse de risa aunque cayera asfixiado. Mis rodillas notaban la tierra fría presionando como si quisiera entrar en ellas y con el rabillo del ojo vi a Roach que levantaba la mano. El chico de Gunthorpe salió disparado antes de que dieran la señal; alguien se puso a animarle demasiado pronto; los de Medway se echaron hacia delante; luego se disparó la pistola y yo eché a correr.

Dimos una vuelta alrededor del campo y luego seguimos como unos quinientos metros por un paseo de olmos, animados todo el rato por los espectadores, y me pareció notar que yo iba en cabeza cuando salimos por la verja y cogimos el camino, aunque no me molesté en comprobarlo. La carrera era de ocho kilómetros y el recorrido estaba marcado con rociadas de cal que brillaban en los postes de las puertas y en los troncos de los árboles y en las piedras, y un chico con una botella de agua y un botiquín esperaba cada quinientos metros por si alguno se caía o se desmayaba. Pasando el primer portillo, y sin proponérmelo, casi iba en cabeza, con sólo uno delante; y si alguien quiere que le dé consejos sobre el correr, que no tenga prisa nunca, pero sobre todo que los demás nunca se den cuenta de que tienes prisa, aunque de verdad la tengas. Uno siempre puede adelantar a los demás en las carreras de fondo sin que se huelan que uno se esfuerza por correr más, y cuando uno ha usado esta treta para alcanzar a los dos o tres que van delante, después puede lanzarse a correr dejando en la sombra a la prisa de los demás pues no ha tenido que hacer demasiados esfuerzos hasta entonces. Yo me acompasé a un trote corto, y pronto se hizo tan suelto que se me olvidó que estaba corriendo, y casi no era capaz de darme cuenta de que las piernas me subían y bajaban y que los brazos iban alante y atrás, y los pulmones no parecía que trabajasen nada de nada; y el corazón interrumpió aquel molesto martilleo que siempre tengo al principio de una carrera. Porque, ¿saben?, yo nunca hago carreras para nada; sólo corro, y en cierto modo sé que si me olvido de que estoy corriendo y me limito a trotar sin prisa hasta que ni siquiera me entero de que estoy corriendo, siempre gano la carrera. Porque cuando mis ojos reconocen que estoy llegando al final del recorrido —al ver un portillo o la esquina de una casa— me lanzó con tal furia porque tengo la sensación de que hasta entonces no he estado corriendo y que no he consumido ninguna de mis energías. Y si he sido capaz de hacer eso es porque he estado pensando; y me pregunto si soy el único en esto del correr con este sistema de olvidar que está corriendo porque está demasiado ocupado pensando; y me pregunto si algunos de los otros chavales andan en lo mismo, aunque estoy seguro de que no. Como el viento me lanzo por el camino de guijarros y el sendero trillado, más liso que la pista de hierba de campo y mejor para pensar porque me encontraba en mi elemento sabiendo que nadie me podría ganar corriendo aunque me proponía vencerme a mí mismo antes de que se acabara el día. Porque cuando el director me habló de ser honrados cuando llegué aquí por primera vez, él no sabía lo que significaba esa palabra o no me habría metido en esta carrera, trotando bajo el sol en camiseta y pantalón corto. Me habría puesto donde yo le hubiera puesto a él si hubiera estado en su lugar: en una cantera partiendo piedras hasta romperse el espinazo. Por lo menos aquel agente con cara de Hitler era más honrado que el director, porque él la tenía tomada conmigo y yo con él, y cuando mi caso pasó al juzgado uno de la poli llamó a la puerta principal de nuestra casa a las cuatro en punto de la madrugada y sacó a mi madre de la cama un día que estaba baldada de cansancio, recordándole que tenía que estar en el juzgado a las nueve en punto sin falta. Fue la mejor demostración de despecho que he oído en mi vida, pero yo la llamaría honradez, lo mismo que fueron honradas, o mejor sinceras, las palabras de mi madre cuando le dijo de verdad a aquel agente lo que pensaba de él y le soltó todos los insultos más marranos que sabía, lo que le llevó su buena media hora y despertó a todo el barrio.

Trotaba junto a un prado bordeado por un sendero hondo, oliendo la hierba verde y la madreselva, y sentí como si descendiera de una larga estirpe de galgos de carrera entrenados para correr a dos patas, sólo que no conseguía ver a un conejo de juguete allí delante ni tampoco tenía detrás un palo que me obligara a mantener el paso. Adelanté al corredor de Gunthorpe que tenía la camiseta negra de sudor, y empezaba a ver la esquina del matorral de delante, donde el único tío al que me faltaba por adelantar para ganar la carrera iba a toda leche para llegar a la señal de la mitad de recorrido. Luego dobló metiéndose por una lengua de árboles y matojos donde ya no le pude ver, ni pude ver a nadie, y entonces conocí la soledad que siente el corredor de fondo corriendo campo a través y me di cuenta que por lo que a mí se refiere esta sensación era lo único honrado y verdadero que hay en el mundo, y comprendí que nunca cambiaría, sin importar para nada lo que sienta en algunos momentos raros, y sin importar tampoco lo que me digan los demás. El corredor que venía detrás debía de estar muy lejos porque había mucho silencio, y se notaba menos ruido y movimiento incluso que el que se nota una fría madrugada de invierno a las cinco. Era difícil de entender, y lo único que sabía era que uno tenía que correr, correr, correr, sin saber por qué está corriendo, pero uno seguía adelante atravesando campos que no entendía y metiéndose en bosques que le asustaban, subiendo lomas sin saber cómo había subido o bajado, y atravesando corrientes de agua que le habrían arrancado el corazón a uno de haber caído en ellas. Y el poste de la meta no era el final de eso, aunque un montón de gente le anime a uno, porque hay que seguir antes de haber recuperado el aliento, y la única vez en que uno se paraba de verdad era cuando tropezaba con el tronco de un árbol y se rompía la crisma o caía en un pozo abandonado y se quedaba muerto en la oscuridad para siempre. Así que pensaba: no me van a cazar con esta trampa de las carreras, con esto del correr tratando de ganar, con esto de trotar por un trozo de cinta azul, pues no es para nada un modo de pasárselo bien, aunque me juren por lo más sagrado que sí. No hay que hacer caso de nadie y seguir el propio camino, y no el que señale una hilera de gente con cubos de agua y frascos de yodo por si te caes y te cortas y ellos te ayudan a levantarte —aunque desees quedarte donde estás—, a ponerte en marcha otra vez.

Seguí, salí del bosque, dejé atrás al que iba delante sin saber que lo adelantaría. Flip-flap, flip-flap, yog-trot, yog-trot, crunchslap, crunchslap de nuevo atravesando un campo por la mitad, corriendo rítmicamente sin esfuerzo, con mi estilo de galgo, sabiendo que había ganado la carrera aunque no hubiéramos llegado ni a la mitad, que ganaría si quisiera, que podría seguir durante otros diez, quince o veinte kilómetros aunque tuviera que caerme muerto al final, lo que en definitiva sería lo mismo que llevar una vida honrada como el director quería que llevase. Se resumía en esto: ganar la carrera y ser honrado; y seguí con mi trote-trote, viviendo uno de los grandes momentos de mi vida, contento de avanzar porque me sentaba bien y me hacía pensar lo que de momento me gustaba, pero sin importarme para nada cuando recordaba que tenía que ganar la carrera además de correr en ella. Una de dos, había que ganar la carrera o correrla hasta el final, y sabía que podía hacer las dos cosas porque mis piernas me habían llevado bien hasta entonces —ahora salía al atajo de la orilla con zarzas y subía al camino hondo— y seguirían llevándome más allá porque parecían hechas de cables eléctricos y perfectamente vivas para continuar golpeando las rodadas y las raíces, pero no voy a ganar porque el único modo de llegar el primero es tener que escapar de la poli después de hacer el mayor atraco de toda mi vida a un banco, pues ganar significa exactamente lo opuesto, sin importar de qué modo intenten matarme o engañarme: significa correr a echarme entre sus brazos, entre sus manos de guantes blancos y caras sonrientes, y quedarme allí para el resto de mi vida, una vida de partir piedras, a fin de cuentas, pero partirlas del modo en que yo quiera y no como ellos me digan.

Otro pensamiento honrado que se me ocurre es que podría doblar a la izquierda en el próximo seto del campo y, bajo el abrigo de ese seto, emprender una retirada lenta apartándome del campo de deportes y de la meta que hay allí. Podría hacer tres o seis o una docena de kilómetros a través de la hierba y seguir unos cuantos caminos para dejarlos atrás y que nunca pudieran saber cuál era el que había tomado; y quizá en el último, cuando hubiera oscurecido, podría pedir al chófer de un camión que me cogiese y viajar gratis hacia el norte con alguien que a lo mejor no me la jugaba. Pero no, he dicho que no era un idiota, ¿verdad? No quiero fugarme cuando sólo me quedan seis meses, y además no quiero evitarme nada, no quiero huir de nada; lo único que quiero es darles un susto a los de dentro de la ley, a los estúpidos barrigudos, que seguirán allá arriba sentados en sus blandos asientos mirando como pierdo la carrera, aunque tan seguro como Dios me hizo que sé que cuando pierda, y durante los meses que me quedan, me echarán encima todos los trabajos de limpieza y de cocina más asquerosos. Y a nadie de los que están aquí les importará ni tres peniques y medio lo que me pase, y ésas serán las únicas gracias que me darán por ser honrado del único modo que sé serlo. Pues cuando el director me dijo que fuera honrado estaba hablando de su modo de serlo y no del mío, y si me empeño en ser honrado del modo que él quiere y le gano la carrera procurará que pase los seis meses que me quedan lo más cómodamente posible; pero desde mi punto de vista, bueno, eso no está permitido, y si encuentro el modo de resolver un caso como el que ahora me ocupa, me tocará aguantar todas las putadas que se le ocurran. Pero si uno considera la cosa como yo, ¿quién puede reprochárselo? Porque esto es una guerra —¿no lo he dicho ya?— y cuando le golpee en el único sitio que él entiende, seguro que me las hará pasar canutas por no haberle conseguido esa maldita copa que lleva años deseando encontrarse en las manos al terminar la tarde, y entonces darme palmaditas en la espalda cuando yo la reciba de manos de lord Pelotas o de cualquier otro estúpido de nombre parecido. Así que voy a herirle donde más le duela, y él hará todo lo que pueda por vengarse, ojo por ojo y diente por diente, aunque yo la gozaré más porque fui el primero en pegar y porque llevo más tiempo planeándolo. No sé por qué pienso que estas cosas son mejores que las que se me han ocurrido hasta ahora, pero creo que sí, y no me importa por qué. Supongo que si me ha llevado un montón de tiempo ponerme a pensar en ellas es porque no había tenido tiempo ni tranquilidad en toda mi puñetera vida, y que ahora los pensamientos vienen por sí solos y el único problema consiste en que muchas veces no me puedo parar, ni siquiera cuando mi cerebro nota que le va a dar un calambre, uniéndose la dentellada del frío y una parálisis creciente, y entonces tengo que darle un descanso lanzándome por entre las zarzas del sendero hondo. Pero todo esto es un gancho que lanzaré el primero a la gente como el director, para enseñarles —si puedo— que sus carreras nunca las gana nadie, aunque un tipo llegue el primero alguna vez sin saberlo, y que al final el director será el condenado mientras los chavales como yo recogeremos lo que quede de sus huesos chamuscados y bailaremos como locos alrededor de las ruinas de su reformatorio. Y así este relato es igual que la carrera, y digo una vez más que no la ganaré, no le daré ese gusto al director; no, yo no soy honrado como él dice que hay que serlo sin saber lo que quiere decir, aunque supongo que yo nunca saldré en un relato escrito por él, ni que él lea este mío y sepa de quién hablo.

Acabo de salir del camino hondo, codos y rodillas doblados, golpeado y arañado por las zarzas, y la carrera ya ha llegado a sus dos tercios, y una voz como la de la radio dentro de mi mente me dice que cuando te has sentido de coña al ser el primer hombre de la tierra una mañana de frío, y has conocido lo mal que es sentirse el último hombre de la tierra una tarde de verano, entonces a fin de cuentas te sientes como el único hombre de la tierra y no te importa un comino ni lo bueno ni lo malo, sólo te importa trotar con las zapatillas golpeando en el suelo seco tan agradable, que por lo menos nunca te jugará una mala pasada. Ahora es como si las palabras salieran de un aparato de cristal que está roto y algo pasa dentro del armazón de mis tripas que me fastidia y no sé a qué echar la culpa ni por qué; es un embotamiento cerca del corazón parecido a un despertador que estuviera suelto dentro del cuerpo lo mismo que un saco de tuercas oxidadas y que sacudo cada vez que doy un paso adelante. De vez en cuando rompo el ritmo al notar un cuchillo clavado en mi hombro izquierdo y doblo el brazo derecho para tratar de arrancármelo, aunque no sé ni cómo se me ha clavado allí. Pero sé que no es nada que deba preocuparme que lo más probable es que lo provoque el pensar demasiado, ese pensar que de vez en cuando tomo por preocupación. Porque a veces soy el hombre más angustiado del mundo, me parece (como habrán adivinado al ver que he escrito este relato), lo que de todos modos es raro porque mi madre no sabe lo que significa esa palabra, por lo que no pude aprenderla de ella; en cambio, papá las pasó moradas, toda su vida angustiado hasta que llenó todo su dormitorio de sangre caliente y murió aquella mañana cuando estaba solo en casa. Nunca olvidaré eso, seguro que no, porque fui yo el que lo encontró, y muchas veces he deseado no habérmelo encontrado así. Volvía de una sesión de máquinas tragaperras de la freiduría, con mis ganancias sonándome en el bolsillo y me encontré con la casa toda silenciosa y como muerta, y nada más entrar me di cuenta de que algo iba mal; me quedé allí de pie con la cabeza apoyada contra el frío espejo de encima de la chimenea tratando de no abrir los ojos y verme la cara pálida como el mármol… porque sabía que nada más entrar se me había puesto tan blanca como un trozo de yeso lo mismo que si me hubiera atrapado Drácula el vampiro, y hasta los peniques que tenía en el bolsillo se quedaron quietos de repente.

El de Gunthorpe casi me alcanzaba. En los brezos del seto cantaban pájaros, y un par de tordos se metieron como relámpagos entre unos arbustos espinosos. El trigo había crecido en el campo de al lado y pronto lo segarían con guadañas y segadoras mecánicas; pero no quería fijarme en muchas cosas mientras corría, por si acaso eso alteraba mi ritmo de marcha, conque al pasar junto a un montón de heno decidí dejarlo todo a mis espaldas y me lancé a toda leche, a pesar de los clavos que se me clavaban en las tripas, y poco después había dejado al de Gunthorpe y a los pájaros un buen trecho atrás; no me faltaba mucho para entrar en los últimos dos kilómetros como un cuchillo cortando margarina, pero el silencio en el que de repente me encontré trotando entre dos estacas en punta era igual que abrir los ojos debajo del agua y mirar los guijarros del fondo de un río y me recordó otra vez aquella mañana en que entré en la casa donde el viejo la había palmado, lo que es raro porque no había pensado en ello para nada desde que pasó y ni siquiera entonces había pensado mucho en la cosa aquella. Me pregunto que por qué. Supongo que desde que me he puesto a pensar durante estas carreras de fondo me expongo a que me crezca cualquier cosa en las tripas y me las revuelva, y ahora que veo a papá todo cubierto de sangre detrás de cada brizna de hierba dentro de mi puñetero cerebro de corredor, no estoy seguro de que me guste pensar ni de que, a fin de cuentas, la cosa merezca la pena. Me trago la flema y sigo corriendo a pesar de todo y maldigo los que construyeron el reformatorio y sus pruebas de atletismo —flapiti-flap, slop-slop crunchslap-crunchslap-crunchslap— pues a lo mejor me han estado fastidiando desde el principio metiéndome en la cabeza diapositivas de linterna mágica que nunca habían tenido la oportunidad de entrar en ella. Sólo si acepto todo lo que pase bajo mi zancada de corredor, podré seguir siendo como era antes y les volveré a derrotar; y ahora que con mis pensamientos he llegado tan lejos, sé que al final de todo este crunchslap ganaré. Así que, con todo, al rato subí los peldaños uno a uno sin pensar en nada de nada de cómo iba a encontrarme con papá ni en lo que haría cuando me lo encontrase. Pero ahora lo compenso pensando en la maldita vida que le dio madre desde que me alcanza la memoria, siempre liada con tipos distintos incluso cuando papá estaba vivo y en forma, y a ella sin importarle de si se enteraba o no, y la mayor parte del tiempo él no estaba tan ciego como ella creía, y maldecía y bramaba y la amenazaba con partirle la cara, y yo tenía que levantarme e impedírselo aunque supiera que ella se lo merecía. ¡Vaya una vida para todos nosotros! Bueno, no voy a refunfuñar, porque si lo hiciera a lo mejor gano esta estúpida carrera, cosa que no voy a hacer, aunque si no pierdo velocidad ganaré antes de darme cuenta de dónde estoy, y entonces ¿en qué situación quedo?

Ahora ya oigo el ruido y la música del campo de deportes mientras enfilo de vuelta hacia las banderas y el paseo de la entrada, y noto la nueva sensación de la gravilla bajo mis pies chocando con los músculos de hierro de mis piernas. No estoy sin aliento a pesar de que el saco de clavos se agita más que nunca, y todavía puedo dar, si quiero un último salto tremendo como la racha de un huracán pues todo está bajo control y ahora sé que no hay ningún corredor de fondo de campo a través en toda Inglaterra capaz de desafiar mi velocidad y estilo. El muy borde de nuestro director, nuestro semimuerto y gangrenado abuelete, está hueco como un barril de petróleo vacío, y quiere que yo y mi vida de corredor le demos gloria, le proporcionemos una sangre y unas venas palpitantes que nunca ha tenido, quiere que sus tripudos compinches sean testigos de cómo me ahogo y me tambaleo camino de la meta, para que él pueda decir:

—Mi reformatorio consigue esa copa, ya ven. Gano la apuesta porque siempre da fruto el ser honrado y tratar de ganar los premios que ofrezco a mis chicos, y ellos lo saben y lo han sabido siempre. Y desde ahora serán honrados siempre porque yo he hecho que lo sean.

Y sus compinches pensarán:

«Después de todo, entrena a sus chicos para que vivan honradamente; merece una medalla y conseguiremos que lo hagan sir».

…Y en ese mismo momento, mientras los pájaros vuelven a cantar de nuevo, me digo que me importa un rábano lo que piensen o digan esos tipos dentro de la ley sin nervios ni huesos. Ya me han visto y me están animando y los altavoces de alrededor del campo, como orejas de elefante, están difundiendo la buena nueva de que voy en cabeza con mucha ventaja y que no puedo evitar seguir en ese puesto. Pero yo sigo pensando en la muerte de fuera de la ley que tuvo mi padre, echando de casa a los médicos que se empeñaron en que fuera a morirse en un hospital (como un desgraciado conejillo de Indias, les gritaba). Se levantó de la cama para echarlos y hasta les siguió escaleras abajo en camisa, aunque no era más que piel y huesos. Trataron de convencerle de que necesitaba unos medicamentos, pero él no los escuchó, y sólo tomó el analgésico que madre y yo le compramos en el herbolario de la calle de al lado. Hasta ahora no me había dado cuenta de las narices que tenía mi padre, y cuando entró en el cuarto aquella mañana estaba caído boca abajo con la ropa tirada en cualquier parte, con pinta de conejo despellejado, la cabeza gris descansando en el mismo borde de la cama, y en el suelo estaba sin duda toda la sangre que tenía en el cuerpo, desde las mismas uñas de los pies hasta arriba, pues casi todo el linóleo y la alfombra estaban cubiertos de una capa rosada y fina.

Y seguí paseo abajo con el corazón bloqueado como si tuviera una presa en las arterias, y el saco de clavos cada vez más y más encastrado abajo, como en un armazón de madera, y sin embargo con unos pies igual que alas de pájaros y unos brazos como garras listas para cruzar el campo volando, si no fuera porque no quería proporcionar ese espectáculo a nadie ni ganar la carrera por casualidad. Siento el olor del día tan seco ahora que me acerco corriendo al final, subiendo un montículo de hierba que las segadoras de césped empujadas por los compañeros han limpiado de botes vacíos; arranco un trozo de corteza de árbol con los dedos y me lo meto en la boca, masticando madera y polvo y quizá cresas mientras corro hasta que estoy casi mareado, y tragando sin embargo todo lo que puedo de esa mezcla porque un pajarillo me cantó que todavía tengo que seguir vivo por lo menos una temporada bastante larga, aunque me voy a pasar seis meses sin oler la hierba ni probar esa corteza polvorienta ni trotar por este agradable camino. Me fastidia tener que decirlo, pero un puñetero no sé qué me hizo llorar, y llorar es una cosa torpe que no había hecho desde que tenía dos o tres años. Porque ahora estoy disminuyendo la marcha para que me coja el de Gunthorpe, y lo hago aquí, en el sitio preciso donde el paseo dobla al entrar en el campo de deportes… donde puedan ver lo que hago, especialmente el director y su pandilla de la tribuna principal, y voy tan despacio que casi establezco una marca. Los de los asientos de más cerca todavía no entienden lo que pasa y siguen animándome como locos preparados para cuando llegue a la meta, y yo sigo preguntándome cuándo plantará el pie en el campo ese jodido de Gunthorpe que viene detrás, porque no puedo alargar esto todo el día, y pienso:

«Dios mío, sería muy mala suerte que ese de Gunthorpe se hubiese caído y tuviera que quedarme media hora aquí esperando a que aparezca el siguiente».

Pero a pesar de eso, me digo, no me moveré, no voy a correr esos últimos cien metros aunque tenga que sentarme encima de la hierba con las piernas cruzadas y obligar a que el director y sus muñecos de trapo tengan que cogerme y llevarme allí, lo que va contra el reglamento, conque ya pueden apostar a que jamás se atreverán a hacerlo porque no son lo suficientemente listos para transgredir las reglas —como yo haría si estuviese en su lugar— por mucho que las hayan inventado ellos mismos. No, les enseñaré lo que significa la honradez, aunque eso sea la última cosa que haga en mi vida, y eso que estoy seguro de que el director nunca lo entenderá, pues si él y todos los que son como él lo entendiesen, significaría que estaban de mi parte, lo que es imposible. Y juro por Dios que aguantaré todo esto como mi padre aguantó los dolores y echó a los médicos escaleras abajo a patadas; y si él tuvo narices para hacer eso, yo las tendré para esto y me quedaré aquí esperando a que el de Gunthorpe o el de Aylesham pateen esta hierba y corran slap-slap hasta aquel trozo de tela extendido por encima de la cinta de llegada. En cuanto a mí, la única vez que cruzaré esa cinta será cuando esté muerto y me espere al otro lado un ataúd bien cómodo. Hasta entonces soy un corredor de fondo que cruzo los campos completamente solo sin importarme lo mal que me sienta.

Los chicos de Essex gritaban y la cara se les ponía morada de tanto chillarme que corriera, agitando los brazos, poniéndose de pie y haciendo como si fueran a correr ellos mismos hacia la cinta aquella porque sólo estaba a unos pocos metros de ella. Pandilla de estúpidos, pensé, ya os podéis quedar ahí en la meta, y sin embargo sabía que no querían decirme lo que me chillaban, que ellos estarían siempre de verdad de parte mía, sin tener las garras quietas nunca, entrando y saliendo indefinidamente de comisarías y cárceles. Pero ahí estaban ahora pasándoselo en grande, dedicados a pegar gritos para animarme, con lo que el director creía que estaban de cuerpo y alma de parte suya cuando, si hubiera tenido una pizca de sentido común, jamás se habría figurado una cosa así. Ahora oía también a los lores y las ladies de la tribuna principal, y los veía ponerse de pie haciéndome gestos de que entrase.

—¡Corre! —me gritaban con sus delicadas voces—. ¡Corre!

Pero yo estaba sordo, tonto y ciego, y me quedé donde estaba, chupando todavía la corteza que tenía en la boca y berreando sin parar como un niño, pero ahora berreando de alegría porque al final les había vencido.

Porque oí un rugido y vi a la basca de Gunthorpe lanzando sus chaquetas al aire y oí a mis espaldas el pat-pat de unos pies en el paseo que se acercaban más y más, y de repente olí a sudor y un par de pulmones en sus últimas boqueadas me adelantaron y continuaron acercándose a la meta; el tío iba todo encorvado y balanceándose de un lado a otro, gruñendo como un zulú que no supiera hacer otra cosa, como mi propio espíritu a los noventa años cuando me dirija al ataúd tapizado. Hubiera sido capaz de animarle yo mismo.

—¡Sigue! ¡Sigue y revienta! Átate a ese trozo de cinta.

Pero él ya había llegado a la meta, conque yo seguí trotando detrás de él hasta que estuve junto a la línea de llegada, y llegaba un rugido asesino que me atravesaba los oídos mientras yo seguía en la parte de acá de la cinta.

Ya casi es tiempo de que me pare para que no crean que no sigo corriendo, porque sí corro, de un modo u otro. El director del reformatorio demostró que la razón la tenía yo; no respetó para nada mi honradez; no es que yo esperara que lo hiciera, ni tan siquiera había tratado de explicársela, pero sí se supone que un tipo educado debería de haberla más o menos comprendido. Se desquitó, o al menos eso creyó, pues me puso a carretar sacos de basura todas las mañanas desde la cocina, que funcionaban a tope, hasta las zanjas del huerto donde tenía que vaciarlos; y por la tarde tenía que regar las patatas y las zanahorias que crecían en las parcelas. Por la noche fregaba el suelo, kilómetros y kilómetros de suelo. Pero no era una vida mala para seis meses, lo que era otra cosa que él no conseguía entender y le hubiera puesto de mal humor si lo hubiera entendido, y cuando miro hacia atrás veo que merecía la pena, considerando todo lo que había pensado, y el hecho de que los chicos se dieran cuenta de que perdía la carrera adrede y no encontraban palabras lo suficientemente agradables que decirme, ni maldiciones y tacos que soltar (para sus adentros) contra el director.

El trabajo no me hundió; en todo caso me hizo más fuerte en muchos sentidos y cuando me fui, el director supo que su despacho no le había servido de nada. Porque en cuanto salí del reformatorio trataron de alistarme en el ejército, pero no pasé el examen médico y les voy a decir por qué. Nada más salir, después de aquella carrera final y los seis meses de trabajo duro, caí enfermo de pleuresía, lo que significa, en lo que a mí se refiere, que hice muy bien en perder la carrera del director y ganar la mía dos veces, porque sé seguro que si no hubiera participado en la carrera no habría cogido esa pleuresía, lo que me libra del uniforme, pero no me impide hacer el tipo de trabajo que les gusta hacer a mis nerviosos dedos.

Ahora he salido y las cosas siguen igual, pero los polis no me han cogido por la última faena gorda que hice. Me valió seiscientas veintiocho libras y todavía sigo viviendo de ellas porque hice el trabajo totalmente solo, y luego he tenido tranquilidad para escribir todo esto, y habrá dinero suficiente para aguantar hasta que termine mis planes para dar un golpe todavía mayor, algo que mantengo en secreto y que no explicaría a ningún alma viviente. Preparé los planes y el escondite mientras le daba a la escoba por los suelos del reformatorio, y planeé mi vida aparente de trabajo honrado e inocente al tiempo que perfeccionaba los detalles del golpe que iba a dar en cuanto estuviese libre; y lo que volvería a hacer si los de la poli me echaban la mano encima otra vez.

En el ínterin (como dice en un par de libros que he leído desde entonces, unos libros inútiles, sin embargo, porque los dos terminaban bien y no me enseñaron nada de nada) voy a darle este relato a un compinche mío y le diré que si la poli me vuelve a coger intente que salga en un libro o en algo así, porque me gustaría muchísimo ver la cara que pone el director cuando lea esto, si lo lee, claro, que no creo que lo haga; y aunque lo leyese me parece que no sabría de qué se trata. Y si no me cogen, el fulano al que le daré este relato no me venderá jamás; ha vivido en nuestra calle desde que yo recuerdo, y es mi amigo. Lo sé seguro.