Nunca me digo: «Si no hubiese hecho aquello, no habrías venido a parar al reformatorio». No, lo que intento meterme en mi cabeza de corredor es que la suerte no tenía derecho a largarse justo cuando estaba a punto de conseguir que los de la poli creyesen que, después de todo, yo no había dado el golpe. Era en otoño y aquella noche había niebla suficiente como para que yo y Mike, mi compinche, saliéramos a callejear cuando debíamos habernos quedado clavados delante de la tele o atornillados en una cómoda butaca del cine, pero después de mes y medio lejos de cualquier tipo de faena me sentía inquieto, y bueno, podrían preguntarme por qué había tenido el esqueleto quieto durante tanto tiempo, pues normalmente acababa muerto de cansancio en una fresadora con los demás tipos, pero ya ven, mi padre se murió de cáncer de garganta, y mamá reunió unas quinientas libras entre seguro y primas que le dieron en la fábrica donde trabajaba él, «para aliviar su desgracia», dijeron ellos, o algo parecido.
Ahora creo, y mi madre debe de pensar lo mismo, que un fajo de crujientes billetes negro-azulados de cinco libras no son cosa buena de ver por un alma viviente a no ser que pasen volando de tus manos al cajón de alguna tienda, y el de la tienda te dé en seguida a cambio cosas de primera clase por encima del mostrador; así que en cuanto tuvo el dinero, madre nos llevó a mí y a mis cinco hermanos a la ciudad y nos vistió con ropa nueva como si fuéramos maniquíes. Luego encargó una tele de veintiuna pulgadas, una alfombra nueva porque la vieja estaba llena de la sangre que soltó padre al morir y no se quería marchar, y cogió un taxi para volver a casa con bolsas llenas de comida y un abrigo de pieles nuevo. ¿Y saben? —no se lo van a creer cuando se lo cuente—, al día siguiente todavía le quedaban cerca de trescientas libras en el bolso abarrotado de cosas, conque, ¿a quién de nosotros se le iba a ocurrir ir a trabajar después de todo aquello? Pobre viejo, ni siquiera lo pudo ver, y eso que tuvo que sufrir tanto y morirse para que tuviéramos aquel montón de pasta.
Noche tras noche nos sentábamos delante de la tele con un bocadillo de jamón en una mano, una tableta de chocolate en la otra y una botella de limonada entre las piernas, mientras madre estaba arriba con algún tipo en la cama nueva que se había comprado, y les digo que en la vida conocí a una familia más contenta que la nuestra durante aquellos dos meses en que tuvimos todo el dinero que necesitábamos. Y cuando la pasta se acabó, no me quedé pensando mucho tiempo, sino que cogí y salí a la calle —a buscar otro trabajo, le dije a madre— esperando, supongo yo, echarle mano a otras quinientas libras para que aquella vida tan agradable a la que nos habíamos acostumbrado siguiera y siguiera para siempre. Porque es increíble lo pronto que uno se acostumbra a una vida diferente. Para empezar, los anuncios de la tele nos habían enseñado que en el mundo había muchas más cosas que comprar de las que habíamos soñado cuando mirábamos los escaparates de las tiendas, pero no habíamos visto todo lo que había que ver porque, en cualquier caso, no teníamos dinero para comprarlo. Y la tele hizo que todas las cosas nos parecieran veinte veces mejor de lo que habíamos creído que eran. Hasta los anuncios del cine eran fríos y sosos, porque ahora los veíamos en casa privadamente. Solíamos pegar la nariz ante las cosas de las tiendas que no se movían, y de repente veíamos su auténtico valor porque saltaban y brillaban en la pantalla y allí teníamos a una tía de cara pintarrajeada perdiendo la cabeza por echar sobre ellas sus zarpas de uñas pintadas o sus labios también muy pintados, no como en los miserables anuncios que se veían en los carteles o en el periódico, muertos como fiambres; estos otros andaban revoloteando por allí tranquilamente, paquetes y botes a medio abrir, que te hacían pensar que todo lo que tenías que hacer era terminar de abrirlos antes de que fueran tuyos, lo mismo que si vieras una caja de caudales abierta por el escaparate de una tienda y el dueño se hubiera ido a tomar una taza de té sin acordarse de dejar encerrada su pasta. Las películas que ponían eran también buenas, en ese sentido, porque no podíamos despegar los ojos de los policías que perseguían a los ladrones que llevaban maletas llenas de dinero y parecían que iban a conseguir escaparse para gastárselo… hasta el último momento. Siempre deseaba que los tíos terminaran libres para quemar la pasta como les diera la gana y casi nunca conseguía no querer estirar la mano y hundirla en la pantalla (parecía un trozo de trapo como en el cine) para coger al de la poli y hacerle una llave y que dejase de seguir al tipo de las maletas llenas de dinero. Hasta cuando se había cargado a un par de empleados del banco esperaba que no lo cogieran. De hecho, entonces deseaba más que nunca que no lo pescaran, porque eso significaba la silla eléctrica, y yo no se la deseaba a nadie por mucho que hubiera hecho, porque una vez leí en un libro que en la silla eléctrica uno no se muere en seguida, ni mucho menos, sino que se va asando allí poco a poco hasta que la palma. Y cuando la poli andaba persiguiendo a los bandidos hacíamos los mejores trucos con la tele, porque cuando uno de ellos abría la bocaza para soltar que iban a coger al tío, yo quitaba el sonido y le veía mover la boca como una carpa, una caballa o un ciprino que imitara el papel que se suponía que tenía que interpretar… era tan divertido que la familia entera se revolcaba casi muerta de risa por encima de la alfombra nueva que todavía no había encontrado el camino del dormitorio. Con todo, lo mejor era cuando hacíamos lo mismo con algún conservador que nos decía lo bueno que sería su gobierno si seguíamos votándoles… y siempre meneando, abriendo y agitando sus colgantes quijadas, levantando las manos para retorcerse el bigote y luego tocándose los ojales para asegurarse de que la flor no se le había estropeado, así que te podías dar perfecta cuenta de que no se creía ni una de las palabras que estaba diciendo, especialmente si no salía ni un murmullo del aparato porque habíamos quitado el sonido. Cuando el director del reformatorio me habló por primera vez, me acordé tanto de aquellas veces que casi me muero tratando de no reír. Sí, jugábamos a tantas cosas con la caja de las mentiras, que madre solía llamarnos Los Chicos de la Tele, pues éramos hábiles de verdad con ella.
Mi amigo, Mike, salió con la condicional porque era su primer asunto —por lo menos, el primero del que se enteraron— y porque dijeron que nunca lo habría hecho si no hubiera sido por mí que lo metí en aquello. Dijeron que yo era una amenaza para los chavales honrados como Mike —tenía las manos en los bolsillos para que pareciera que estaban limpios de polvo y paja, la cabeza inclinada como si anduviera buscando medias coronas para llenarlos, un jersey todo él roto y el pelo cayéndole encima de los ojos para poder acercarse a las mujeres y pedirles un chelín porque tenía hambre—, y que yo era el cerebro que estaba detrás de todo y el cabecilla siempre que había que conseguir convencer a alguien, pero juro por Dios que de eso nada, porque la verdad es que no tengo más seso que un mosquito, pues escondí el dinero en aquel sitio. Y a mí —aunque estoy tan chiflado— me mandaron al reformatorio por decir la verdad de la buena y porque ya había estado detenido antes… aunque ésa es otra historia y supongo que si la cuento alguna vez resultará tan latosa como ésta. Con todo, me alegró que Mike saliera limpio, y sólo deseo que siga siempre así, no como un imbécil hijoputa como yo.
Así que aquella noche de niebla dejamos la tele y cerramos la puerta delantera de un portazo, y enfilamos por nuestra ancha calle arriba como lentos remolcadores subiendo el río con la sirena estropeada, porque no sabíamos dónde empezaban las fachadas de las casas con toda aquella niebla alrededor. Yo temblaba de frío sin abrigo, pues madre se había olvidado de comprarme uno durante la fiebre de las compras, y cuando se me ocurrió recordárselo, toda la pasta se había ido. Así que silbábamos. «La fiesta de los teddy boys» para entrar en calor y yo me decía que tenía que conseguirme un abrigo en seguida aunque fuera lo último que hiciera en toda mi vida. Mike dijo que pensaba en lo mismo, añadiendo que quería conseguir también unas gafas nuevas con montura de oro para llevarlas en lugar de las de aros de alambre que le habían dado en la clínica de la escuela años atrás. Al principio, el tío no se percataba de la niebla y se limpiaba las gafas sin parar cada vez que yo le empujaba para que no chocase contra una farola o un coche, pero cuando vio que las luces de Alfreton Road parecían los ojos de un pulpo se las metió en el bolsillo y no se las volvió a poner hasta que terminamos el asunto. No juntábamos ni dos medios peniques entre los dos, y aunque no teníamos hambre, cuando pasábamos por delante de las freidurías de pescado y patatas nos hubiera gustado tener un chelín o dos porque el delicioso olor a sal y vinagre y grasa de freír nos hacía la boca agua. No me importa contarles que anduvimos por la ciudad de uno al otro extremo, y cuando no teníamos los ojos pegados al suelo buscando carteras y relojes perdidos, nuestras miradas rondaban las ventanas de las casas y las puertas de las tiendas para ver si encontrábamos algo interesante y fácil de coger.
Ninguno de los dos le dijo al otro tantas cosas como las que yo pongo aquí, pero sé que no hay duda de que íbamos pensando en esto. Lo que no sé —y tan seguro como que estoy sentado aquí que no lo sabré nunca— es quién de los dos le echó primero el ojo a aquel patio trasero de una panadería. Sí, claro, queda muy bien decir que fui yo, pero la verdad es que nunca llegué a saber si fue Mike o yo, porque sé que yo no vi aquella ventana abierta hasta que él me dio un codazo en las costillas y me la señaló.
—¿Ves eso? —dijo él.
—Sí —le respondí—, así que vamos allá.
—Pero ¿qué hacemos con la pared? —me susurró acercándose para mirar.
—Encima de tus hombros —dije yo.
Ya tenía los ojos fijos arriba.
—¿Conseguirás llegar?
Fue la única vez que se mostró algo animado.
—Déjame a mí —dije, siempre preparado—. Puedo llegar a cualquier parte subido a tus hombros.
Mike era pequeñajo comparado conmigo, pero debajo de su jersey de cuello alto a cuadros, tenía unos músculos duros como el hierro, y al verle caminar calle abajo con sus gafas y las manos en los bolsillos uno nunca le hubiera creído capaz de matar a una mosca, pero a mí nunca me ha gustado estar en el bando opuesto al suyo en una pelea porque es de esa clase de gente que se pasa semanas sin decir ni una palabra —clavado delante de la tele o leyendo una novela de vaqueros, o simplemente dormitando—, cuando de repente… ¡PLAFF!… y casi se carga a alguien por una tontería, como por ejemplo el haberle ganado en una carrera para conseguir el Football Post del sábado por la noche, haberse colado delante de él en una parada del autobús o haberle molestado cuando estaba pensando en la Sirena de la bañera de la puerta de al lado. Una vez le vi ponerse hecho una fiera con un tipo sólo porque le había mirado de mala manera, y luego resultó que el tipo era bizco y nadie lo sabía porque justamente aquel mismo día había venido a vivir a nuestra calle. Otras veces ninguna de estas cosas le importaba un carajo, y supongo que éramos amigos porque yo tampoco solía hablar demasiado en todo un mes.
Así que Mike levantó las manos como si le estuvieran apuntando con una ametralladora Gatling y se acercó a la pared como si fueran a borrarle del mapa y yo trepé encima de él como si fuera una escalera de mano, y él seguía allí, con las palmas de las manos boca arriba para que yo pudiera subirme a ellas como si fueran la palanca elevadora de un coche y sin que se escapara ni un sonido al respirar, ni el estremecimiento de una vacilación. En cualquier caso, no perdí tiempo, cogí la chaqueta que llevaba entre los dientes, la extendí encima del cristal (donde los cristales no cortaban demasiado porque sus filos habían quedado rebajados por las pedradas ocasionales recibidas durante años) y me senté a horcajadas casi antes de darme cuenta de donde estaba. Luego bajé por el otro lado, y las piernas se me clavaron en la garganta cuando llegué al suelo, pues el salto resultó tan duro como cuando uno baja en paracaídas desde gran altura, pues uno de mis amigos me dijo que era igual que saltar desde una pared de cuatro metros, y aquélla debía de tenerlos. Luego recogí los cachos de mi cuerpo y abrí la puerta para que entrara Mike, que seguía haciendo muecas de burla y estaba muy animado porque ya habíamos hecho lo más difícil del asunto.
—Llegué, abrí y entré —como dice una divertida canción del reformatorio.
Yo no pensaba en nada de nada, como de costumbre, porque nunca pienso cuando estoy ocupado, cuando vacío tuberías, afano sacos, salto cerraduras o levanto pestillos, obligando a mis descarnadas manos y a mis piernas tan flacas a moverse un poco, casi sin notar que mis pulmones tragan el aire hacia dentro y luego lo sueltan para fuera iffff-fuuuu, ni darme cuenta de si tengo la boca cerrada y los dientes apretados, o de si está abierta, de si tengo hambre o me pica la miseria, o de si tengo el hocico abierto y suelto tacos y escupo a la niebla de última hora de la noche. Y si no me entero de ninguna de esas cosas, ¿cómo voy a atreverme a decir que estoy pensando en algo? Cuando estoy considerando cuál será la manera mejor de abrir una ventana o forzar una puerta, ¿cómo voy a pensar en algo o tener ocupada la mente? Eso fue lo que el tipo de los cuatro ojos y bata blanca del cuaderno de notas no conseguía entender cuando me hacía preguntas durante días y días al llegar al reformatorio; y aunque entonces hubiera sabido explicárselo como ahora, seguro que no lo habría entendido, porque ni siquiera yo mismo sé si lo entiendo en este momento, aunque pueden apostar que estoy haciendo todo lo posible.
Conque antes de que supiera dónde estaba, ya me encontraba dentro de la oficina del panadero viendo a Mike coger la caja del dinero después de haber encendido una cerilla para ver dónde estaba y llevando estampada en la cara, bajo el pelo al rape, una sonrisa de las buenas y muy apropiada mientras cerraba las zarpas sobre la caja como si quisiera estrujarla para hacerla desaparecer.
—Fuera de aquí —dijo de repente, sacudiendo la caja, y sonaron las monedas—. Larguémonos.
—A lo mejor hay algo más —sugerí yo, abriendo media docena de cajones de un escritorio.
—No —dijo él, como si llevara más de veinte años en el oficio—, esto es todo, no hay nada más.
Y dio unas palmaditas a la caja.
Yo abrí algunos cajones más, llenos de facturas, libros y cartas.
—¿Y cómo lo sabes tú, so listo?
Pasó delante de mí como un toro por delante de una cerca.
—Porque lo sé.
Verdad o no, lo cierto es que los dos teníamos que ir juntos y hacer lo mismo. Yo le eché el ojo a una máquina de escribir completamente nueva, una maravilla, pero me di cuenta de que era demasiado fácil seguirle la pista, así que le eché un beso y salí detrás de Mike.
—Espera —dije yo, cerrando la puerta—, no tenemos prisa.
—Lo que no tenemos es tiempo —dijo él por encima del hombro.
—Tenemos meses para ir tirando de esa pasta —susurré yo mientras cruzábamos el patio—, pero ten cuidado de que esa puerta no haga demasiado ruido o los chivatos se nos echarán encima.
—¿Crees que soy idiota? —dijo él, cerrando la puerta con tal ruido que lo oyó toda la calle.
No sé lo que haría Mike, pero yo me puse a pensar en cómo conseguiríamos llegar a casa sanos y salvos con la caja encima de mi barriga y teniendo que cruzar todas aquellas calles. Porque Mike me la había puesto en las manos en cuanto llegamos a la calle principal, lo que a lo mejor significa que también él se había puesto a pensar, y esto sólo sirve para mostrar que uno nunca sabe lo que está pensando otro a no ser que se ponga a pensar él también. Pero lo que yo estaba pensando en aquel momento no era gran cosa; sólo tenía algo de miedo, que ni lo hubiera derretido un soplete, al pensar en lo que diríamos a uno de la poli que nos preguntara adonde íbamos con aquella chepa en mi barriga.
—¿Qué es eso? —preguntaría.
Y yo voy y digo:
—Es un tumor.
—¿Y qué quieres decir con eso de un tumor, amigo mío? —me respondería él, interesado.
Yo tosería y me apretaría el vientre como si me dolieran las tripas muchísimo, y levantaría la vista haciendo como que iba camino del hospital, y Mike me cogería del brazo como si fuera mi mejor amigo.
—Cáncer —conseguiría decirle al cabrón, lo que haría que su maldito cerebro de borracho sospechara un par de cosas.
—¿Un chaval de tu edad?
Así que yo volvería a gemir esperando que el muy idiota comprendiera que se estaba pasando, lo que de hecho sería imposible, pero de todos modos añadiría:
—Es cosa de familia. Mi madre murió el mes pasado, y yo me siento tan mal que seguramente moriré el mes que viene.
—¿Qué, y lo tenía en las tripas?
—No, en la garganta. Pero yo lo tengo en el estómago.
Gemido y tos.
—Bueno, pues si tiene cáncer no deberías de andar por la calle, deberías estar en un hospital.
Ahora yo me mostraría nervioso.
—Allí es adonde trato de llegar si usted me deja en paz y termina de hacerme preguntas. ¿Verdad, Mike?
Gruñido afirmativo de Mike que se pondría a charlar sin parar.
Entonces, y en buena hora, el de la poli nos diría que siguiéramos, añadiendo que el departamento de recepción de pacientes del hospital cerraba a las doce, así que ¿por qué no nos conseguía un taxi? Diría que si queríamos lo haría, y además nos lo pagaría. Pero nosotros le responderíamos que no se molestase, que aunque era de la poli era un buen tipo, pero que sabíamos de un atajo por el que llegar a tiempo. Entonces, justo cuando doblábamos la esquina, su puñetero cerebro se daría cuenta de que íbamos en dirección contraria al hospital, y nos gritaría que volviéramos. Así que echaríamos a correr… si puede llamarse pensar a todo esto…
Arriba, en mi cuarto, Mike abrió la caja de la pasta con un martillo y un escoplo, y antes de que nos diéramos cuenta de donde estábamos, teníamos setenta y ocho libras, quince chelines y cuatro peniques y medio para cada uno allí desparramados encima de mi cama, como si fueran hojas de té sembradas por el suelo el día de Navidad: pasteles y crema, ensalada y emparedados, tarros de mermelada y tabletas de chocolate, todo compartido entre Mike y yo a partes iguales porque nosotros creíamos que a igual trabajo igual paga, justo como los compañeros que tenía padre hasta que ya no pudo dar ni golpe y se quedó sin aliento para discutir. Yo pensé en lo bueno que era que los tipos como aquel pobre panadero no amontonasen todo su dinero en uno de esos bancos con fachada de mármol que están en todas las esquinas de la ciudad, y en la suerte que teníamos nosotros de que no les confiaran la pasta por muchos millones de toneladas de cemento armado o de rejas de hierro y cajas de caudales que tuvieran, ni por muchos tipos de la poli que hubiera con sus ojos azules clavados en ellos, y en lo bueno que era que confiaran todavía en las cajas de metal cuando había tantos tenderos que las consideraban pasadas de moda y procuraban modernizarse utilizando un banco, lo que dejaba sin oportunidades a una pareja de tipos sinceros, honrados, trabajadores y conscientes como Mike y yo.
Ahora pensarán, y yo pensaría, y lo pensaría cualquiera con un poco de imaginación, que habíamos dado un golpe de lo más limpio posible, que, con la panadería a casi dos kilómetros de donde vivíamos y sin alma alguna que nos hubiera visto, con la niebla y el hecho de que no habíamos estado más de cinco minutos en el sitio, la poli nunca sería capaz de seguirnos la pista. Pero se equivocarían, me equivocaría yo, y se equivocarían todos los demás, sin importar cuánta imaginación hubiéramos puesto en juego entre todos.
Con todo, Mike y yo no empezamos a gastar el dinero por ahí, porque eso habría hecho pensar inmediatamente a la gente que habíamos dado un golpe o algo así y que habíamos conseguido algo que no nos pertenecía. Lo que para nada nos convenía, porque hasta en una calle como la nuestra hay gente a la que le gusta hacer favores a la poli, aunque nunca he comprendido por qué. Hay gente con tan mala leche que aunque sólo tengan dos peniques más que tú y piensen que se los vas a quitar en cuanto se te presente la más mínima oportunidad, harían que te metieran en la cárcel en cuanto te vieran arrancando el plomo de las tuberías de un meadero público, que ni siquiera es suyo… sólo para mantener sus dos peniques fuera de tu alcance. Así que no hicimos nada que delatara lo ricos que éramos, nada como ir a la ciudad y volver vestidos con trajes nuevos de teddy-boys todos flamantes y llevando una batería para tocar skiffle como hizo otro amiguete nuestro que había dado un golpe en la oficina de una fábrica seis meses antes.
No, nosotros cogimos los chelines y los peniques y envolvimos los billetes en fajos y los metimos en el canalón del desagüe que había justo a la puerta del patio trasero.
—A nadie se le ocurrirá mirar ahí —le dije a Mike—. Lo tendremos escondido una semana o dos, luego iremos sacando unas cuantas libras por semana hasta que lo hayamos liquidado todo. Podemos ser unos malditos ladrones, pero no unos novatos.
Unos días después un agente de paisano llamó a la puerta preguntando por mí. Yo todavía estaba en la cama, eran las once, y tuve que despegarme de aquellas cómodas mantas cuando oí que madre me llamaba.
—Hay un hombre que te quiere ver —me dijo—. Date prisa o se irá.
Yo la oía haciéndole esperar en la puerta de atrás charlando sobre el buen tiempo que habíamos tenido, pero de cómo parecía que iba a llover desde primeras horas de la mañana… y él sin contestarle nada, a no ser algún que otro sí o no de presumido. Me metí en los pantalones y me pregunté a qué habría venido —sabía que era de la poli porque «un hombre que te quiere ver» en nuestra casa siempre significa eso— y si hubiera sabido que al mismo tiempo había ido otro a ver a Mike, habría barruntado que era por aquellas ciento cincuenta libras metidas en el canalón junto a la puerta de atrás a menos de medio metro del zapato de aquel agente de paisano, con el que madre seguía hablando creyendo que me estaba haciendo un favor, y yo pidiendo que por amor de Dios le dijera que entrase, aunque pensándolo bien me di cuenta de que eso le parecería más sospechoso que tenerle fuera, porque ellos saben que les odiamos y se huelen que hay gato encerrado si tratamos de parecer amables. Madre no había nacido ayer, pensé yo, bajando con seguridad los escalones que rechinaban.
Lo conocía de antes: Bernard, del reformatorio, con sombrero; Ronald, del juzgado, con botas de pescador; Pete, de libertad condicional, con impermeable de cavador; la pasta de tres meses en cuello y corbata (todo esto es de una canción de skiffle que compuso un amigo mío del reformatorio, y que contaría entera si no fuera porque no pertenece a esta historia), un agente que nunca tuvo en los bolsillos una cantidad como la que el tubo del desagüe guardaba en sus tripas. De cara, se parecía a Hitler, hasta en el bigote con forma de pincel, a no ser que al medir más de un metro ochenta parecía todavía peor. Pero yo me estiré para mirar directamente a los ojos azules de aquel analfabeto… como hago siempre con todos los de la poli.
Entonces se puso a hacerme preguntas, y mi madre decía desde detrás:
—Lleva tres meses sin separarse del aparato de televisión, conque no puede tener usted nada contra él, amigo. Mejor sería que buscara en otra parte, porque ahí plantado está malgastando lo que cobra de sus impuestos que pago sobre mi sueldo…
Lo que era para reírse porque ella jamás había pagado impuestos, que yo sepa, y nunca los pagará, espero.
—Bueno, ¿verdad que sabes dónde está la calle Papplewick? —me preguntó el agente, sin prestar atención a madre.
—¿No está por donde Alfreton Road? —le pregunté yo, servicial y animado.
—A que también sabes que a medio camino, a mano izquierda, hay una panadería, ¿verdad?
—¿No está en la puerta de al lado de un pub? —quise saber yo.
El me respondió, cortante:
—No, maldita sea, no está allí.
Los de la poli siempre pierden la paciencia en seguida, y las más de las veces no ganan nada con ello.
—Entonces no la conozco —le dije, salvado por el gong.
Se puso a trazar círculos cada vez mayores en la entrada con su enorme zapato.
—¿Dónde estuviste el viernes pasado por la noche?
Otra vez en el ring, pero ahora era peor que en un combate de boxeo.
No me gustaba que tratara de acusarme de algo que no estaba seguro de que hubiera hecho yo.
—¿Estuve en la panadería que decía usted? ¿O en el pub de la puerta de al lado?
—Te vas a ganar cinco años en el reformatorio como no me respondas sin rodeos —dijo, desabrochándose el impermeable aunque allí afuera, donde seguía de pie, hacía frío.
—Estaba pegado a la tele como ha dicho mi madre —juré sin dudarlo.
Pero él siguió con sus estúpidas preguntas:
—¿Tenéis aparato de televisión?
Con las cosas que me preguntaba no hubiera engañado ni a un chaval de cada dos, y qué podía contestarle yo a esto último sino:
—¿Acaso se ha caído la antena? ¿O es que quiere entrar a verla?
Al contestarle así, todavía le gusté mucho menos.
—Sabemos que el viernes pasado no estuviste escuchando la televisión, y tú también lo sabes, ¿a que sí?
—A lo mejor no la escuchaba, pero la estaba mirando, porque a veces quitamos el sonido para divertirnos un rato.
Oía que madre se estaba riendo en la cocina, y esperaba que la madre de Mike hiciera lo mismo si la poli también le había visitado a él.
—Sabemos que no estabas en casa —dijo empezando otra vez, y muy mosca.
Siempre dicen «nosotros», «nosotros» y nunca «yo», «yo»… como si se sintieran más valientes y mejores sabiendo que son un montón contra uno solo.
—Tengo testigos —le aseguré—. Mi madre es uno; su querido es otro. ¿Son bastantes? Puedo conseguirme una docena más, y hasta trece, si quiere.
—No quiero mentiras —respondió enfadado—. Lo único que quiero saber es dónde pusiste aquel dinero.
No pierdas la cabeza, me repetía para mis adentros, no pierdas la cabeza… oyendo como mamá preparaba platos y tazas y ponía la sartén en el fuego para freír el tocino. Di un paso atrás y, con el gesto, como si fuera un mayordomo, le invité a entrar.
—Entre y registre la casa. Si tiene una orden judicial, claro.
—Oye, chico —dijo él como el asqueroso e idiota de camorrista que era—. Basta ya de charlas, porque si te llevamos al cuartelillo te ganarás unos cuantos moretones y saldrás con los ojos negros. —Y yo sabía que no estaba bromeando, porque he oído hablar de todos los procedimientos que usan. Sin embargo, esperaba que algún día fueran él y todos sus compinches los que tuvieran los ojos morados y recibieran las coces; uno nunca sabe. Podría pasar antes de lo que la gente cree, como en Hungría—. Dime dónde está el dinero, y saldrás con la condicional.
—¿Qué dinero? —le pregunté, porque también me habían hablado antes de esa treta.
—Ya sabes qué dinero.
—¿Tengo cara de saber algo sobre dinero? —dije, haciendo pasar el puño por un roto de la camisa.
—El dinero que robaron, lo sabes perfectamente —insistió él—. No podrás engañarme, así que será mejor que no lo intentes.
—¿Eran tres chelines y ocho peniques y medio? —pregunté yo.
—¡So bastardo ladrón! Ya te enseñaré yo a robar el dinero que no te pertenece.
Yo volví la cabeza.
—Mamá —grité—, llama a mi abogado y que se ponga al aparato, ¿quieres?
—Te crees muy listo, ¿verdad? —me dijo de un modo muy poco amistoso—, pero no descansaremos hasta que lo aclaremos todo.
—Oiga —supliqué, como si se me fueran a saltar los ojos a fuerza de sollozos porque sospechaba de mí—, está muy bien que hablemos así, casi es igual que un juego, pero me gustaría saber de qué se trata, porque le juro por Dios que acabo de levantarme de la cama y me lo encuentro a usted aquí en la puerta diciéndome que he robado un montón de dinero, un dinero del que yo no sé nada de nada.
El tipo se pavoneó como si me hubiera atrapado, aunque no comprendí por qué lo creía.
—¿Quién dijo nada de dinero? Yo, desde luego no. ¿Por qué has sacado a relucir el dinero en esta conversación que mantenemos?
—Fue usted —le contesté, pensando que se había vuelto idiota y empezaría a echar espuma por la boca—; usted tiene el dinero metido en la mollera, lo mismo que todos los demás policías. Y, además, panaderías.
El tío levantó la jeta.
—Quiero que me contestes. ¿Dónde está el dinero?
Pero yo empezaba a estar harto de todo aquello.
—Le propongo un trato.
A juzgar por su cara, que se encendió como una bombilla, el de la poli pensó que iba a conseguir algo de utilidad.
—¿Qué tipo de trato?
Entonces se lo solté:
—Le daré todo el dinero que tengo, o sea un chelín y cuatro peniques y medio, si termina usted con este interrogatorio de tercer grado y me deja desayunar. Legal; es que me estoy muriendo de hambre. No he probado bocado desde ayer. ¿No oye cómo me hacen ruido las tripas?
Abrió la boca molesto, pero siguió sonsacándome durante otra media hora. Una investigación de rutina, como dicen en las películas. Pero me di cuenta de que el que iba ganando a los puntos era yo.
Luego se marchó, pero por la tarde volvió a registrar la casa. No encontró nada de nada. Volvió a hacerme preguntas y yo no le dije más que mentiras, mentiras y mentiras, porque soy capaz de contarlas todo el rato sin pestañear. No encontró nada en contra mía y los dos lo sabíamos, pues en caso contrario me habría llevado al cuartelillo sin perder ni un segundo, pero siguió y siguió con que yo antes ya había estado detenido por entrar en una casa; y Mike también había hecho lo mismo porque todos los de la poli de la zona sabían que era mi mejor amigo.
Cuando se hizo de noche, yo y Mike estábamos en el cuarto de estar de nuestra casa casi a oscuras y con la tele puesta; Mike encantado en la mecedora y yo acurrucado en un sofá, los dos fumándonos un paquete de Woods. Con la puerta cerrada y las cortinas corridas hablábamos de la pasta que habíamos metido en el canalón. Mike opinaba que debíamos cogerla y meternos en un camarote hasta Skegness o Cleethorpes para pasárnoslo a base de bien con las máquinas, viviendo como duques en una pensión junto al muelle, así por lo menos pasaríamos un verano estupendo hasta que nos metieran en la cárcel.
—Oye, idiota —le dije—, no nos van a atrapar para nada, ya nos divertiremos después.
Éramos tan listos que ni siquiera íbamos al cine, aunque teníamos muchas ganas.
Por la mañana el tipo con cara de Hitler volvió a interrogarme, esta vez con uno de sus compinches, y al día siguiente también volvieron, tratando de sacarme algo, pero yo no cedí ni una pulgada. Ya sé que al decir esto me estoy pasando, pero el tipo se había dado cuenta de que yo era un buen contrincante y que jamás me vencería con sus preguntas por más que siguiera interrogándome. Registraron la casa un par de veces, además, lo que me hizo pensar que creían que tenían de verdad algo a lo que agarrarse, pero ahora sé que no lo tenían y que todo aquello era pura especulación sin fundamento. Pusieron la casa patas arriba y le dieron la vuelta como a un calcetín viejo, yendo de arriba abajo y de alante atrás, pero, claro, no encontraron nada. El de la poli incluso metió las narices en la chimenea de la habitación de alante (que llevaba años sin usar y sin limpiar) y salió con pinta de Al Jolson, por lo que tuvo que ir a lavarse al fregadero. No se cansaron de dar golpecitos ni de hurgar alrededor de la enorme planta de aspidistra que la abuela le había dejado como herencia a mamá, y hasta la levantaron de la mesa para mirar debajo del tapete, y luego la dejaron a un lado para poder mover la mesa y levantar las tablas debajo de la alfombra, pero a los estúpidos cabezotas hijoputas no se les ocurrió vaciar la tierra del tiesto de la planta donde habrían encontrado la caja del dinero que habíamos enterrado allí la noche que dimos el golpe. Supongo que todavía debe de seguir allí, ahora que lo pienso, y supongo que de vez en cuando madre se preguntará por qué la planta no crece ya como crecía antes… como si pudiera crecer con un montón de hojalata negra muy gorda alrededor de las raíces.
La última vez que llamaron a nuestra puerta fue una mañana lluviosa a las nueve menos cinco y yo estaba en mi asquerosa cama durmiendo como un tronco. Mamá se había ido a trabajar aquel día, así que, le grité que esperara un poco, y luego bajé a ver quién era. Allí estaba, uno ochenta de alto y empapado, y por primera vez en mi vida hice una cosa idiota que nunca olvidaré: no le dije que entrara a guarecerse de la lluvia, porque quería que cogiese una pulmonía doble y se muriera. Supongo que si hubiera querido me habría dado un empujón para entrar, pero a lo mejor le gustaba hacer preguntas en las puertas de las casas y no quería quedar en inferioridad al cambiar de tercio ni siquiera cuando estaba lloviendo. Si no me gusta ser rencoroso no es por ningún principio que tenga, pero aquella muestra de rencor, según se demostraría, no me vino nada bien. Debería de haberle tratado como a un hermano al que llevaba veinte años sin ver y arrastrarle dentro de casa para que tomara una taza de té y se fumara un pitillo, contarle la película que había visto la tarde anterior, preguntarle cómo estaba su mujer después de la operación y si le habían afeitado los pelos de la tripa para hacérsela, y luego despedirle feliz y satisfecho junto a la puerta de delante. Pero no, pensé, vamos a ver con lo que me viene ahora.
Se quedó allí junto a la puerta, a lo mejor porque allí se mojaba menos, o porque quería mirarme desde un ángulo diferente; a lo mejor sólo era porque encontraba aburrido ver cómo un tipo le contaba mentiras sin parar siempre desde el mismo ángulo.
—Te han identificado —dijo, quitándose unas gotas de lluvia al retorcerse el bigote—. Una mujer os vio a ti y a tu compinche ayer y jura por lo más sagrado que sois los mismos tipos que vio entrar en la panadería.
Yo estaba totalmente seguro de que seguía con sus embustes, porque Mike y yo no nos habíamos visto el día anterior, pero puse cara de preocupado.
—Esa mujer, sea la que sea, es una amenaza para la gente inocente, porque la única panadería en la que estuve últimamente es la que hay en nuestra calle cuando fui a comprar de fiado un poco de pan para mi madre.
El tío no se lo tragó.
—Así que ahora quiero saber dónde está el dinero… —dijo, como si yo no le hubiera contestado nada de nada.
—Creo que mamá se lo ha llevado esta mañana al trabajo para tomar un poco de té en la cantina. —La lluvia caía con tanta fuerza que pensé que, como no entrara se llevaría al de la poli arrastrando. Pero eso no me importó demasiado y seguí—: Recuerdo que ayer por la noche lo puse en el florero de encima de la tele, sólo eran un chelín y tres peniques que había ahorrado para comprarme un paquete de pitillos, esta mañana, y estuve a punto de sufrir un ataque epiléptico cuando vi que había volado. Contaba con aquel dinero para gastármelo hoy, porque para mí la vida sin un pitillo no merece la pena, ¿no le parece?
Comprendí que las cosas estaban saliéndome bien y empezaba a sentirme a gusto, imaginándome que aquél iba a ser el último cargamento de mentiras y que si seguía manteniendo la cara lo suficiente esta vez vencería a esos bordes; Mike y yo saldríamos para la costa dentro de unas semanas a corrernos la gran juerga de nuestra vida, jugaríamos al futbolín y nos ligaríamos a un par de chiquillas que nos lo harían pasar en grande.
—Y con este tiempo no voy a andar cogiendo colillas por la calle —seguí—, porque estarán empapadas de lluvia. Claro que sé que se pueden secar poniéndolas junto al fuego, pero no tienen el mismo sabor, ya sabe, por decirlo pronto y claro. La lluvia hace que cambies, así que no se puede pensar en fumarlas; las convierte en una asquerosidad que sabe muy mal.
Empezaba a preguntarme, detrás de mis ojos de idiota, por qué el tipo de la poli no me cortaba en seco diciéndome que no tenía tiempo para seguir oyendo todo aquello, pero ya no me miraba, y todos mis pensamientos sobre Skegness se hicieron pedazos dentro de mi maldita mollera. Quise que me tragara la tierra cuando vi en lo que había clavado la vista el tío.
Lo que estaba mirando era un maravilloso billete de cinco libras, y sólo pude farfullar:
—Lo importante es tener pitillos de verdad porque hasta los más baratos siempre son mejores que los mojados por la lluvia y puestos luego a secar, y sé cómo se debe de sentir usted al no ser capaz de encontrar el dinero porque un chelín y tres peniques no son más que un chelín y tres peniques en el bolsillo de cualquiera, y, claro está, que si mañana veo algo de dinero por ahí le llamaré por teléfono para decirle donde lo puede encontrar.
Creí que me iba a caer seco de un ataque: tres de los verdes habían sido arrastrados por el agua, y los seguían más; al principio quedaban planos en el suelo, luego con el viento y la lluvia se les levantaban las puntas como si estuvieran vivos y quisieran volver al seco canalón para escapar de aquel tiempo terrible, y no se pueden ni imaginar cómo deseé que pudieran hacerlo. El de la cara de Hitler no sabía qué hacer y se limitaba a mirar y volver a mirar el suelo, y yo pensé que lo mejor sería seguir hablando aunque sabía que ya no iba a servirme de mucho.
—Es un dato seguro, lo sé, que el dinero no se consigue con facilidad y que uno no encuentra nunca medias coronas en los asientos del autobús ni en los cubos de basura, y anoche no vi ninguna en la cama porque me habría dado cuenta, ¿no cree? Uno no puede dormir con cosas así en la cama porque son demasiado duras, por lo menos al principio y…
Al Hitler le llevó tiempo entender lo que pasaba; los billetes empezaron a desparramarse por el patio, reforzados por un billete de diez chelines, antes de que su mano se cerrara sobre mi hombro.