I

Nada más llegar al reformatorio me hicieron corredor de fondo de campo a través. Supongo que los tíos pensaron que estaba hecho para ello porque era alto y delgado para mi edad (y todavía lo soy) y, de todos modos, no me importó demasiado, para decir la verdad, porque correr ha sido algo que en nuestra familia se ha hecho mucho, en especial correr para escapar de la policía. Siempre he sido buen corredor, rápido y de zancada larga además; el único problema es que por más rápido que corriera, y aunque sea yo mismo el que lo diga, hiciera un buen esfuerzo, no conseguí evitar que los polis me agarraran después del asunto aquel de la panadería.

A lo mejor les parece un poco raro que en el reformatorio haya corredores de fondo de campo a través y se imaginen que lo primero que hará un corredor de fondo de campo a través cuando lo dejan suelto por campos y bosques será largarse lo más lejos que pueda llevarle su tripa llena de la bazofia del reformatorio… pero están equivocados, y les voy a decir por qué. Primero, los bastardos que están encima de nosotros no son tan tontos como parecen la mayor parte del tiempo; y después, yo tampoco soy tan tonto como parecería si tratara de largarme durante mi carrera de fondo, porque eso de esconderse para que luego le agarren a uno no es más que un juego de idiotas, y a mí no me va. La zorrería es lo que cuenta en esta vida, y hasta esa zorrería hay que usarla con la mayor malicia posible; se lo digo en plan absolutamente legal: si ellos son zorros, yo también. Sólo con que «ellos» y «nosotros» tuviéramos las mismas ideas nos lo pasaríamos de coña, pero ellos no ven el mundo con nuestros ojos y nosotros no lo vemos con los suyos, conque las cosas están así y siempre seguirán estándolo. Lo único que pasa es que todos nosotros somos unos zorros, y por eso no perdemos el tiempo queriéndonos mucho unos a otros. La cosa, en definitiva, es que ellos saben que no voy a intentar largarme; se quedan esperando como arañas en aquella casa de campo en ruinas lo mismo que cornejas subidas al tejado, vigilando caminos y campos como generales alemanes en las torretas de los tanques. Y hasta cuando mi trote me lleva detrás de un bosque y no me pueden seguir viendo, saben que mi cabeza de estopa asomará por encima de la valla antes de una hora y me presentaré al tío de la puerta. Porque cuando una mañana helada y con niebla me levanto a las cinco y me quedo temblando de pie sobre el suelo de piedra y a todos los demás les queda todavía otra hora de roncar antes de que suene la campana, voy escaleras abajo y cruzo los pasillos hasta la enorme puerta con el permiso para salir a correr en la mano, me siento como el primero y el último hombre de la tierra, los dos a la vez, sí creen lo que estoy tratando de contar. Me siento igual que el primer hombre porque casi sin nada de ropa encima, sólo con una camiseta y unos pantalones cortos, me mandan a los bosques helados… hasta el primer pobre imbécil arrojado a la tierra en mitad del invierno sabía hacerse un traje de hojas, o cómo despellejar a un pterodáctilo para abrigarse. Pero yo aquí estoy, tieso de frío, sin nada para calentarme, a no ser las dos horas de carrera de fondo antes de desayunar, sin ni siquiera una rebanada de pan y algo con que untarlo. Me están entrenando a tope para el día de las competiciones importantes, cuando todos esos duques y señoras de cara de cerdo y narices llenas de mocos —que no saben sumar dos y dos y se liarían de mala manera si no tuvieran esclavos que mandar— vienen y nos sueltan discursos sobre que los deportes son lo adecuado para que empecemos a llevar una vida honrada y mantengamos las puntas de los dedos lejos de las cerraduras de las tiendas y las cajas de caudales, y de las horquillas de abrir contadores de gas. Luego nos dan una cinta azul y una copa de premio después de que hemos reventado corriendo o saltando, como caballos de carrera; sólo que a nosotros no nos cuidan tan bien como a los caballos de carrera y ésa es la diferencia.

Conque aquí estoy, de pie ante la puerta del reformatorio, sólo en camiseta y pantalones cortos, sin tener siquiera una corteza de pan duro en la tripa, mirando las flores cubiertas de escarcha en el suelo. ¿A lo mejor se figuran que es para llorar? Nada de eso. Sólo porque me sienta como el primer fulano del mundo no me entran ganas de llorar. Hace que me sienta cincuenta veces mejor que cuando estoy encerrado en ese dormitorio con otros trescientos tíos. No, cuando no me siento tan bien es cuando a veces me quedo allí sintiéndome el último hombre del mundo. Y me siento el último hombre del mundo porque pienso que esos trescientos tíos que dejo allí detrás están muertos. Duermen tan bien que pienso que cada uno de esos torpes ha estirado la pata por la noche y soy yo el único que queda, y cuando miro hacia fuera, la maleza y los estanques helados, tengo la sensación de que todo se irá poniendo cada vez más frío, empezando por mis brazos colorados, y quedará cubierto por mil kilómetros de hielo: todo, la tierra entera, hasta el mismo cielo, y por encima de toda la tierra y el mar. Así que trato de no sentirlo y hacer como si fuera el primer hombre de la tierra. Y eso hace que me sienta bien, de modo que cuando consigo la presión necesaria para tener esa sensación, cruzo la puerta de un salto y salgo al trote.

Estoy en Essex. Se supone que es un buen reformatorio, o por lo menos eso fue lo que me dijo el director cuando llegué aquí desde Nottingham.

—Queremos confiar en ti mientras estés en este establecimiento —dijo, alisando su periódico con manos blancas y finas de quien no pega golpe, mientras yo leía las letras enormes que veía cabeza abajo: Daily Telegraph—. Si tú juegas limpio con nosotros, nosotros jugaremos limpio contigo. —(Lo dijo de verdad, parecía como si se tratara de un partido de tenis)—. Queremos que se trabaje duro y bien y queremos buenos atletas. —Y dijo también—: Si haces esas dos cosas puedes estar seguro de que nos portaremos bien contigo y te devolveremos al mundo convertido en un hombre honrado.

Bueno, podía haberme muerto de risa, sobre todo cuando nada más decir esto oigo el ladrido del sargento mayor mandándonos a mí y a otros dos «firmes» y haciéndonos salir de allí marcando el paso como si fuéramos granaderos de la guardia. Y mientras el director seguía diciendo que queremos que hagas esto, que queremos que hagas lo de más allá, yo buscaba con la mirada a los otros tipos y me preguntaba cuántos habría. Claro que sabía que había miles, pero que yo sepa, en aquella habitación sólo había uno. Y había miles, por todo este puñetero país, en tiendas, oficinas, estaciones, coches, casas, bares… gente dentro de la ley, ustedes y ellos, todos vigilando a los fuera de la ley como yo y nosotros… y esperando el momento de llamar por teléfono a la poli en cuanto hagamos un movimiento en falso. Y siempre será así, lo digo desde ahora, porque todavía no he terminado de hacer movimientos en falso, y aseguro que no dejaré de hacerlos hasta que estire la pata. Si los que están dentro de la ley esperan que vayan a prohibirme que haga movimientos en falso, ya se pueden sentar a esperar. Mejor me ponía contra un paredón y me disparaban con una docena de fusiles. Es la única manera que tienen de mantenerme a raya, y lo mismo a otros millones de tíos como yo. Porque he estado pensando en muchas cosas desde que llegué aquí. Ellos pueden pasarse el día entero espiándonos para ver si hacemos de las nuestras y si trabajamos bien o hacemos «atletismo» pero no pueden hacer una radiografía de nuestras tripas para saber lo que nos contamos. Me he estado haciendo todo tipo de preguntas, y pensando en mi vida hasta ahora. Y me gusta hacerlo. Es una distracción. Hace que pase el tiempo y que el reformatorio no parezca ni la mitad de malo de lo que los chicos de nuestra calle decían que era. Y la pijada esta de las carreras de fondo es lo mejor de todo, porque hace que piense tan a gusto que aprendo cosas todavía mejor que cuando estoy en la cama por la noche. Y aparte de eso, con lo de pensar tanto mientras corro, me estoy convirtiendo en uno de los mejores corredores del reformatorio. Y puedo hacer mi recorrido de seis kilómetros mejor que nadie. En cuanto me digo que soy el primer hombre que ha caído en el mundo, y en cuanto doy un salto tremendo y piso la hierba helada de primera hora de la mañana, cuando ni siquiera los pájaros tienen ganas de cantar, me pongo a pensar, qué es lo que me gusta. Hago el recorrido en sueños, doblando los recodos de un sendero o una pista sin darme cuenta de que los doblo, saltando arroyos sin saber que están allí, y gritándole los buenos días a un ordeñador de vacas madrugador sin verle siquiera. Es estupendo ser corredor de fondo, encontrarse solo en el mundo sin un alma que te ponga de mala leche o te diga lo que tienes que hacer o que hay una tienda que descerrajar en la calle de al lado. A veces pienso que nunca he sido tan libre como durante este par de horas en que troto por el sendero de más allá de la puerta y doblo por el roble aquel de tronco pelado y enorme barriga del final del camino. Todo está muerto, pero bien, pues ha muerto antes de haber vivido; no ha muerto después de haber vivido. Así es como yo lo veo. Se lo digo, muchas veces al principio estoy tieso de frío. No siento ni las manos ni los pies ni la carne, nada de nada; es como si fuera un fantasma que ni siquiera se enterase de que hay una tierra debajo de él si de vez en cuando no la ve entre la bruma. Pero aunque algunas personas, si escribieran a sus madres dirían que hacía un frío horrible, yo no lo digo, porque sé que dentro de media hora tendré calor, que cuando llegue a la carretera y doble hacia el camino de los trigales, junto a la parada del autobús me sentiré tan caliente como una estufa panzuda y tan contento como un perro con un rabo de hojalata.

Es una buena vida, me digo a mí mismo, si uno no se da por vencido ante la poli y los amos del reformatorio y todos los demás desgraciados de dentro de la ley. Trot-trot-trot. Paf-paf-paf. Slap-slap-slap hacen mis pies en el duro suelo. Fiss-fiss-fiss, cuando los brazos y los costados rozan contra las ramas desnudas de los arbustos. Porque ya tengo diecisiete años, y cuando me den rienda suelta —si me decido y trato de que las cosas sean de otro modo— querrán meterme en el ejército, ¿y qué diferencia hay entre el ejército y este sitio donde estoy ahora? No me van a engañar, los muy desgraciados, he visto el cuartel que hay cerca de donde vivo, y si no hubiera tíos de uniforme haciendo guardia a la puerta con fusiles, uno no notaría la diferencia entre sus paredes tan altas y el sitio donde estoy ahora. Y aunque ésos salgan alguna vez entre semana a tomarse una pinta de cerveza, ¿qué? ¿No salgo yo tres mañanas por semana a correr, y no es mucho mejor eso que darle a la botella? Cuando me dijeron por primera vez que iba a correr sin un guardia pedaleando a mi lado en una bici, no me lo podía creer; pero dijeron que era un establecimiento progresista y moderado, y a mí no me las dan porque sé que es igual que los demás reformatorios, según lo que me contaron, excepto que aquí me dejan trotar por el campo. Un reformatorio es un reformatorio, hagan lo que hagan, pero de todos modos yo protesté un poco diciendo que era demasiado que me soltaran así tan temprano a correr seis kilómetros con el estómago vacío, hasta que a fuerza de palabras me convencieron de que no estaba tan mal —cosa que yo ya sabía desde un principio—, y me dijeron que era un buen deportista y me dieron palmaditas en la espalda cuando dije que muy bien, que correría y que trataría de ganarles la Copa con Cinta Azul de Carreras de Campo a Través de los Reformatorios (de toda Inglaterra). Y ahora, cada vez que me ve, el director me habla casi como si hablara con su caballo de carreras, si lo tuviera.

—¿Todo bien, Smith? —me pregunta.

—Sí, señor —respondo.

Se retuerce su bigote gris.

—¿Cómo van esas carreras?

—Me dedico a correr por ahí después de cenar, sólo para mantenerme en forma, señor —le digo.

Al oír esto, el muy idiota barrigón de ojos saltones queda encantado.

—Bien hecho. Sé que nos ganarás la copa —dice.

Y yo suelto entre dientes:

—Mierda, ganaré.

No, no les conseguiré la copa, aunque ese estúpido bastardo de mierda tenga todas sus esperanzas puestas en mí. Porque, ¿qué significa su asquerosa esperanza?, me pregunto. Tro-trot-trot, slap-slap-slap, por encima del arroyo y bosque adentro donde casi está a oscuras y las ramitas heladas me pinchan las piernas. Porque eso para mí no es más que un latazo, y para él significa tanto como significaría para mí coger un boleto de las carreras y apostar por un caballo que no conociese, que nunca he visto, y que me importara un rábano ver alguna vez. Eso es lo que significa para él. Pero yo perderé esa carrera, porque nada de ser un caballo de carreras, y se lo diré poco antes de que empiece… esto, suponiendo que no me largue de aquí antes incluso de la carrera. Juro por Dios que lo haré. Soy un ser humano y tengo pensamientos y secretos, y una maldita vida en el cuerpo que él ni sospecha que está ahí, y nunca lo sabrá porque es un idiota. Supongo que esto les dará risa, yo diciéndole al director que es un estúpido bastardo, cuando apenas sé escribir y él puede leer y escribir y sumar como un maestro. Pero lo que digo es verdad de la buena. Es un borde, y yo no, porque yo puedo ver mejor dentro de los que son como él, que él dentro de los que son como yo. Admitámoslo: los dos somos unos zorros, pero yo lo soy más y al final ganaré aunque me muera en un calabozo a los ochenta y dos años, porque yo le sacaré más diversión y más fuego a mi vida que él a la suya. El ha leído mil libros, lo acepto, y que yo sepa hasta podría haber escrito unos cuantos, pero yo también sé seguro, tan seguro como que estoy sentado aquí, que lo que estoy garabateando vale un millón más de lo que él pueda garabatear nunca. No me importa lo que digan, pero es la verdad y no puede negarse. Cuando me habla y miro su jeta de militar, sé que estoy vivo y que él está muerto. Si corriese quince metros se quedaría fiambre. Y si entrase quince metros dentro de lo que me pasa en las tripas, también… del susto. De momento, los tipos muertos como él tienen el látigo en la mano para pegarnos a los que son como yo, y estoy casi completamente seguro de que siempre será así; pero a pesar de eso, juro por Dios que me gusta más ser como soy —siempre corriendo y descerrajando tiendas por un paquete de pitillos y un bote de mermelada— que tener el látigo en la mano para descargarlo encima de los demás y estar muerto desde las uñas de los pies hasta arriba de todo. A lo mejor, lo que pasa es que en cuanto uno tiene poder sobre los demás queda muerto. Juro por Dios que decir esta última frase me ha costado unos cuantos cientos de kilómetros de campo a través. Al principio haber dicho una cosa así me habría resultado más difícil que sacar un billete de un millón de libras del bolsillo trasero del pantalón. Pero es verdad, como saben, y ahora que lo vuelvo a pensar, sé que siempre ha sido verdad y que siempre lo será, y cada vez estoy más seguro de ello cuando veo al director abrir la puerta aquella y decir:

—Buenos días, muchachos.

Mientras corro y veo el humo de mi aliento levantándose en el aire como si tuviera diez puros clavados en distintas partes del cuerpo, cada vez pienso más en el sermón que me soltó el director cuando llegué por primera vez. Honradez. Sé honrado. Una mañana me reí tanto que tardé diez minutos más en hacer el recorrido porque tuve que pararme hasta que se me pasaron las punzadas en el costado. Llegué tarde y el director se preocupó tanto que me mandó al médico para que me mirara por rayos X y me examinara el corazón. Sé honrado. Es como decir: sé un muerto, como yo, y luego ya no te dará pena dejar tu agradable casa de los barrios bajos para ir al reformatorio o a la cárcel. Sé honrado y confórmate con una porquería de empleo de seis libras a la semana. Bueno, pues a pesar de todas estas carreras de fondo, todavía no he sido capaz de entenderlo… y lo que quiere decir no me gusta. Porque después de todo lo que he pensado, me doy cuenta de que habla de algo que no me sirve, sobre todo teniendo en cuenta dónde nací y me crié. Porque otra cosa que la gente como el director no entenderá jamás es que yo soy honrado, que nunca he sido más que honrado, y que siempre seré honrado. Parece raro, pero es verdad, pues yo sé lo que para mí significa ser honrado y él sólo sabe lo que significa para él. Creo que mi honradez es la única que hay en el mundo, y él cree que la única que hay en el mundo es la suya. Por eso se han inventado esta casa tan grande y tan asquerosa rodeada de muros y vallas en medio de ninguna parte, para meter a los chavales como yo. Pero si el que tuviera un látigo en la mano fuera yo, ni siquiera me molestaría en construir un sitio como éste para meter dentro a todos los de la poli, a los directores, a las prostitutas de lujo, a los empleadillos, a los militares, a los miembros del Parlamento; no, los pondría delante de un paredón y terminaría con ellos, lo mismo que ellos habrían hecho con los tipos como yo hace muchos años; es decir, lo habrían hecho si supieran lo que significa ser honrado, cosa que no saben ni sabrán, así que Dios me ayude.

Estuve unos dieciocho meses en el reformatorio antes de que pensara en largarme. No puedo contar cómo era aquello porque no tengo mano para describir edificios o para contar cuántas sillas cojas y cuántas ventanas hay en una habitación. Tampoco me puedo quejar demasiado, pues, para decirles la verdad, en el reformatorio no sufrí nada de nada. Respondería lo mismo que un compinche mío que, cuando le preguntaron si odiaba mucho al ejército el tío respondió:

—No lo odio —dijo—. Me dan de comer, me dan ropa y algo de dinero para gastar, o sea mucho más de lo que tuve hasta ahora en toda mi vida, a no ser que me matara trabajando, y la mayoría del tiempo no me dejaban ni trabajar, sino que me mandaban a la oficina del paro un par de veces por semana.

Bueno, pues esto es más o menos lo que yo digo. El reformatorio no me hizo daño en ese sentido, así que como no tengo queja tampoco necesito describir lo que nos daban de comer, o cómo eran los dormitorios o cómo nos trataban. Pero en otras cosas el reformatorio sí que me hizo algo. No, no me hizo sacar las uñas, porque las he tenido sacadas desde el mismo momento de nacer. Lo que hizo fue enseñarme lo que utilizaban para asustarme. También tiene otras cosas, como la cárcel y, al final, la soga. Es como si me lanzara con la idea de pegar a un tipo para quitarle la chaqueta que lleva puesta, y de repente tuviera que parar porque el tipo acababa de sacar una navaja y la levanta dispuesto a degollarme como a un cerdo si me acerco demasiado. Esa navaja es el reformatorio, la cárcel, la soga. Pero en cuanto uno ha visto la navaja aprende a pelear sin armas. Y hay que hacerlo, porque uno no va a tener nunca en la mano una navaja como ésa, y la lucha sin armas no servirá de mucho. Con todo, es lo único que hay, así que uno sigue corriendo hacia aquel tipo, con navaja o sin ella, esperando agarrarle la muñeca con una mano y el codo con la otra, todo al mismo tiempo, y doblarle el brazo hasta que suelte la navaja.

Así que ya ven, al mandarme al reformatorio me han enseñado la navaja, y de ahora en adelante sé algo que antes no sabía, o sea que ellos y yo estamos en guerra. Siempre lo supe, claro, porque estuve detenido antes y los chicos que conocí allí me contaron un montón de cosas de sus hermanos del reformatorio, pero entonces aquello era como de poca importancia, como un juego, como hacer guantes, como una tontería. Pero ahora que me han enseñado la navaja, tanto si vuelvo a afanar otra cosa como si no, sé quienes son mis enemigos y lo que es la guerra. Por mí, pueden tirar todas las bombas atómicas que quieran; yo nunca llamaré guerra a eso ni me pondré un uniforme de soldado, pues mi guerra es de otro tipo, y a ellos les parece un juego de niños. Lo que ellos creen que es la guerra es un suicidio, y a los que van a esa guerra y los matan deberían meterlos en la cárcel por intento de suicidio, pues eso es lo que piensan por dentro cuando corren a alistarse o dejan que los alisten. Lo sé, porque a veces he pensado en lo bueno que sería terminar conmigo mismo, y el modo más fácil de hacerlo que se me ocurrió fue esperar a que hubiera una guerra de las grandes y así poder alistarme y que me mataran. Pero se me pasó cuando me di cuenta de que ya estaba haciendo una guerra por mi propia cuenta, que había nacido metido en una, que había crecido oyendo hablar de los «veteranos» que habían saltado de la trinchera en Dartmoor, habían quedado medio muertos en Lincoln, atrapados en la tierra de nadie del reformatorio… eso hacía más ruido que ninguna de las bombas de los alemanes. Las guerras del gobierno no son mis guerras; no tienen nada que ver conmigo, porque nunca me preocuparé más que de mi propia guerra. Recuerdo que cuando tenía catorce años, fui al campo con tres primos míos, todos más o menos de mi misma edad, y después fueron a parar a distintos reformatorios, y luego a regimientos distintos, de los que desertaron en seguida, y luego a cárceles distintas, donde todavía siguen, que yo sepa. Pero, de todos modos, entonces todos éramos unos chavales y queríamos salir al bosque para variar, para alejarnos de las carreteras que aquel verano apestaban a alquitrán caliente. Saltábamos vallas y cruzábamos campos agarrando de paso unas cuantas manzanas ácidas, hasta que vimos el bosque como a un par de kilómetros. Collier Pad arriba oímos a otros grupos de chavales hablando con voz de estudiantes detrás de un seto. Nos acercamos a ellos a rastras, atisbamos entre las zarzas y vimos que estaban merendando; era un verdadero banquete que sacaban de cestas y botellas y manteles. Serían como unos siete, chavalas y chavales, a los que sus papas y sus mamas les habían dado vía libre aquella tarde. Así que seguimos arrastrándonos junto al seto con la barriga pegada al suelo igual que cocodrilos y los rodeamos, y luego nos lanzamos hacia el centro, dispersando la hoguera y dando patadas a las hojas de periódicos y haciéndonos con todo lo que había de comer. Luego echamos a correr por Cherry Orchard hasta el bosque, con un tipo detrás de nosotros que había aparecido mientras les quitábamos la merienda. Nos largamos sin problemas, y de paso nos dimos un buen atracón, pues estábamos muriéndonos de hambre y nos faltaba tiempo para clavar los dientes en las hojas de lechuga y los bocadillos de jamón y los pasteles de nata.

Bueno, pues siempre he vivido todos los instantes de mi vida como aquellos chavales debían de vivir antes de que cayéramos sobre ellos. Pero ellos ni soñaban que les iba a pasar lo que pasó, justo como el director de este reformatorio que nos suelta cosas sobre la honradez y todas esas pijadas de las que no tiene ni idea, mientras que yo no olvido ni por un momento que hay una bota enorme siempre dispuesta a aplastar cualquier merienda agradable que tuviera la idiotez y falta de honradez de prepararme. Admito que ha habido veces en que pensé contárselo todo al director para que se pusiera en guardia, pero en cuanto me encuentro delante de él y lo veo, cambio de parecer, pensando que vale más dejarle que lo descubra por sí mismo o que pase por las mismas cosas que pasé yo. No soy un tipo de corazón duro (de hecho he ayudado en mis tiempos a unos cuantos fulanos dándoles comida o pitillos, o cama o refugio cuando andaban por ahí), pero que me ahorquen si voy a arriesgarme a que me lleven a celdas sólo por tratar de darle un consejo que no se merece al director. Si tengo el corazón blando, sé para qué tipo de gente lo debo guardar. Y ningún consejo que le diese al director le serviría de nada; sólo serviría para que tropezara antes que si no se lo hubiera dado, lo que supongo que es lo que quiero que pase. Pero de momento dejo que las cosas sigan tal y como están, que es algo que he aprendido también estos dos últimos años. (Es bueno que sólo pueda pensar en estas cosas a la misma velocidad con que escribo con este trozo de lápiz que tengo en la manaza; en caso contrario, hubiera dejado todo el asunto hace semanas).

Cuando llego a la mitad de mi recorrido de cada mañana, cuando después de un amanecer congelador veo un moco de sol colgando de las ramas desnudas de hayas y sicómoros, y cuando sé que he llegado a la mitad de mi camino porque el atajo empieza a bajar hacia la orilla cubierta de matorrales y luego sigue por el camino hondo, cuando todavía no hay ni un alma a la vista ni se oye nada, a no ser el relincho de un potrillo en el establo de una granja que no puedo ver, me pongo a pensar las cosas más profundas y alocadas de todas. Al director le daría un ataque si viera cómo me deslizo por la orilla porque me puedo desnucar o romper una pierna, pero no consigo evitarlo, pues es el único riesgo que corro y el único momento emocionante que vivo, este de volar planeando como uno de aquellos pterodáctilos del «Mundo perdido» que oí una vez por la radio, loco como un pollo recién salido del cascarón, arañándome hasta hacerme pedazos y abandonándome casi, pero no del todo. Es el momento más maravilloso, porque mientras voy bajando en la cabeza no tengo nada, ni una idea, ni una palabra, ni una imagen de nada. Estoy vacío, tan vacío como estaba antes de nacer, y no me dejo ir, supongo, porque sea lo que sea lo que hay dentro de mí no me deja morir ni que me haga daño. Y es una idiotez pensar profundamente, ya saben, porque así no se consigue nada aunque me vuelvo profundo cuando paso la señal de la mitad del recorrido, porque las carreras de fondo a primera hora de la mañana me hacen pensar que cada una de ellas es una vida —una vida pequeña, lo sé—, pero una vida tan llena de desgracias y de felicidad y de cosas que pasan como la que uno puede tener a su alrededor… y me acuerdo que después de un montón de estas carreras se me ocurrió pensar en que no se necesita saber demasiadas cosas para decir cómo va a terminar una vida una vez ha empezado. Pero, como siempre, me equivoqué; ligado primero por la poli y luego por mi mala cabeza, y no podía fiarme de mí mismo para volar tranquilo por encima de aquellas trampas y antes o después terminar por caerme sin que importe a cuántos hubiera salvado sin saberlo siquiera. Mirando hacia atrás supongo que los árboles se ponían las ramas encima de los morros y se guiñaban el ojo unos a otros, y yo bajaba por la orilla zumbando y sin ver una puñetera cosa.