Capítulo 14

En la casa de Nampara se había reunido un pequeño grupo: Francis y Elizabeth y Andrew Blamey y Verity —y también Dwight Enys, que ahora era casi un miembro de la familia. No era una fiesta de bautizo, porque parecía natural abstenerse de repetir lo que se había hecho en vida de Julia. Se celebraba la inauguración de la Wheal Grace— se había empleado a los primeros operarios, y habían comenzado las primeras excavaciones. Demelza, disminuida por la debilidad y la necesidad de atender a un bebé delicado, había dejado todo en manos de los Gimlett, y estos se habían desempeñado bastante bien. Bacalao hervido con salsa de ostras, un trozo de carne vacuna hervida, cerdo asado, dos pavos pequeños con jamón, conejos fritos, un budín de ciruelas, tartas y pasteles —y también de postre, manzanas y aceitunas, almendras y uvas. Demelza contempló el festín y pensó: «Es mucho más de lo que podemos permitirnos, pero por supuesto, en una ocasión así no hay que ahorrar gastos».

Había transcurrido casi un mes desde el día en que llegó a la casa empapada y exhausta; no había encontrado a nadie, y la vigilancia que tanto la molestaba se hallaba ausente cuando más la necesitaba; la casa parecía un lugar terrible porque estaba vacía, y en el jardín y entre los árboles soplaba el viento, y había casi un kilómetro de distancia hasta la casa más próxima. Tenía la sensación de que había transcurrido un año entero desde aquel momento en que caminó penosamente de la cocina al salón, en las manos pedazos de papel y astillas, para encender un fuego. Algunos minutos después Jane Gimlett la había encontrado acurrucada en un sillón, incapaz de moverse, en una habitación llena de humo; Cobbledick había salido corriendo sobre sus largas piernas en busca del doctor Enys, y afortunadamente lo había encontrado en casa. Ross volvió a las siete, y Jeremy acababa de nacer, y Dwight desesperaba de la vida de la madre y del hijo.

Y bien, eso había pasado, y los dos habían sobrevivido, aunque Jeremy no parecía totalmente fuera de peligro. Muy diferente de Julia, que casi desde el primer momento había afirmado vigorosamente sus derechos. Quizás era un presagio, pensó Demelza, y significaba que ese niño frágil lograría sobrevivir donde el ser más robusto había perecido.

Durante la comida los hombres habían hablado de un libro llamado Los derechos del hombre, en cuyas páginas un ateo, Tom Paine, proponía un parlamento de naciones que impidiese la guerra, y muchas otras reformas importantes; pero Demelza apenas había prestado atención. Pensó: «De modo que al fin Francis y Andrew Blamey se sientan a la misma mesa; no es la reconciliación total, pero a eso llegarán si se conocen un poco, más o menos como han hecho Ross y Francis. Y Verity ya no se verá excluida de Trenwith, y se disiparán todos los rencores.

»Y Elizabeth… Elizabeth florece como un cuadro; ha tenido un año más propicio. En cambio, yo me veo desaliñada y raída, pálida como una hoja porque he pasado muchos días encerrada; y no soy eficaz como anfitriona, ni atractiva como mujer. No me extraña que Ross la mire con interés. Ella no ama a Francis, pero se la ve más contenta.

»¿Y Dwight? Parece feliz de encontrarse aquí. Me alegro de que Carolina Penvenen se haya ido, porque había algo entre ellos. Dwight debería desposar a Joan Pascoe, que tendrá muchísimo dinero, y sin embargo no se creerá superior a él.

»¿Y yo…?».

Brindaron por la nueva mina, y cuando volvieron a sentarse se hizo otra vez el silencio. Ahora, la supervivencia financiera de todos los Poldark dependería de lo que produjese la Wheal Grace. Era un pensamiento que movía a la meditación. «Bien, pensó Demelza, por lo menos esta vez nos hemos reunido todos. Y Jeremy está en la habitación contigua, esperándome, y ya me conoce. Y Ross al menos parece provisionalmente satisfecho, porque se iniciaron los trabajos de la mina». ¿Era el momento de abandonar el comedor, de manera que los hombres pudiesen conversar y beber solos? Y en ese caso, ¿debía ponerse de pie y hablar, o hablar antes de hacer algún movimiento?

Anticipándose a ella, Francis se puso de pie.

—Los brindis —dijo— en el mejor de los casos son un fastidio. Pero ahora deseo proponer uno, y confieso que nunca fui bueno para oponerme a mis propios deseos. Quiero brindar por nuestra anfitriona, Demelza.

Tomada totalmente por sorpresa, por una vez en su vida Demelza enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

—¡Oh, no! —dijo—. Sería completamente inmerecido.

En la confusión de voces oyó que Andrew Blamey hacía causa común con su antiguo enemigo, y decía:

—Es lo más oportuno que he oído.

El resto lo apoyaba, Elizabeth un segundo más tarde que los demás. Después, pareció que todos miraban a Ross, y Ross alzó los ojos y sonrió.

—Demelza se equivoca; hace mucho que lo merece. Gracias, Francis.

Alentado, Francis jugó con su vaso, y miró a Demelza, un poco embarazado pero decidido.

—Nunca serví para pronunciar discursos, pero de todos modos ahí va. Demelza vino a vivir entre nosotros casi sin que lo advirtiéramos. Pero a su tiempo todos tomamos buena nota del hecho. Ninguno de nosotros, salvo quizás el joven Enys, ha dejado de beneficiarse especialmente con su presencia. Por Dios, esa es la pura verdad, y al respecto poco más puedo agregar. Pero si no fuese por ella hoy no estaríamos reunidos aquí… y si formar una familia unida tiene cierto mérito, el mérito no corresponde a la familia sino a ella. No es importante en qué parte de este mundo uno nace, sino lo que hace. Ella tiene méritos, porque sus actos son meritorios. Por eso afirmo que debemos brindar en honor de Demelza, una dama de calidad…

Para Francis era un discurso largo. Terriblemente conmovida, Demelza permaneció sentada mientras ellos bebían. Cuando los presentes dejaron las copas, reinó el silencio, más difícil que el anterior, porque ahora todos esperaban que ella dijese algo.

Pestañeó para disipar la bruma que le cubría los ojos y miró el vino color magenta de su copa. Dijo en voz baja:

—Si yo hice bien a la familia… vean lo que ustedes hicieron por mí.

Afuera, Garrick ladraba, y trataba de espantar a una gaviota marina. Podía despertar a Jeremy. Parecía que todos esperaban que ella dijese más. En su desesperación, recordó algunas palabras del servicio religioso que ella había oído en Bodmin. Agregó:

—No he hecho más que seguir las inclinaciones y los deseos de mi corazón.

Verity le palmeó la mano.

—Por eso precisamente te queremos.

Cuando concluyó la reunión, Ross caminó un trecho, valle arriba, para despedir a sus invitados. Demelza estaba convaleciente, y no los acompañó; y cuando el grupo cruzó el arroyo, iluminado por los rayos del sol poniente, ella regresó a la casa y contempló a Jeremy, que dormía.

A diferencia de Julia, era un bebé pequeño, moreno y activo, de rasgos finos y complexión delicada. Qué extraña diferencia. Quizás en cierto modo reflejaba las circunstancias distintas en las cuales había sido concebido y había nacido. Demelza pensó: «Estoy satisfecha». Quizá no era la felicidad que había sentido dos años antes, porque Ross aún mostraba un humor cambiante; pero de todos modos estaba contenta. ¿Podría pretender más? Todos habían soportado muchas dificultades. Por supuesto, el futuro era incierto, y estaba colmado de peligros. Tal vez la mina fracasara, o Jeremy muriese en medio de convulsiones, como el último de los niños Martin, o Ross huyese con Elizabeth, o los aduaneros sorprendiesen el próximo desembarco en la caleta de Nampara. Pero ¿acaso el futuro, el futuro de un ser humano, estaba a salvo de todos los riesgos? La única seguridad era la muerte. Mientras uno quisiera seguir viviendo, tenía que aceptar los riesgos. Pues bien, ella los aceptaba…

En el campo, Ross acompañó un trecho a los visitantes y después regresó con paso lento. El arroyo burbujeaba y murmuraba descendiendo por el valle, a pocos metros de distancia, y allegaba su comentario satírico a los pensamientos que asaltaban al propio Ross.

Se había iniciado la partida. Comenzaba la lucha. Iniciaban esta empresa en circunstancias desfavorables y contra toda la oposición que los Warleggan podían oponer. Después de la pelea, George no había salido de su casa durante una semana, y se había hablado de una denuncia por agresión. Pero el asunto no había prosperado. George no había hecho un papel demasiado digno, y quizá no deseaba que el asunto se ventilara en público. Por otra parte, la causa de la disputa no había llegado a difundirse tanto como Ross temiera. Lo que al principio él no había comprendido era que los Warleggan debían aparecer en una actitud moralmente muy dudosa si acusaban a Francis de una transacción como la que en efecto habían celebrado con él; y en beneficio de su reputación comercial sin duda no deseaban nada por el estilo. Además, era evidente que también George había perdido los estribos ese día tratando de emponzoñar la renovada amistad entre los primos con la acusación más venenosa que se le había pasado por la mente. (Y casi lo había logrado).

Sin duda, Francis aún ignoraba la causa de la gresca, si bien la semana anterior se había quejado de que varias personas con las cuales había tenido tratos en Truro le demostraban una particular frialdad. Una vez que comenzara a circular, el rumor perverso no se acallaría fácilmente. Era probable que llevase una vida latente y secreta, y que volviese a cobrar fuerza cuando menos se lo esperase. Si el asunto llegaba finalmente a oídos de Francis, podía convertirse en una amenaza a la renovada asociación de los dos primos.

Ross contempló los primeros signos de actividad cerca de las ruinas de la Wheal Grace: unos cobertizos muy feos, un montón de piedras, una pila de malezas cortadas, una carretilla, una nueva huella que cruzaba la ladera. Nada particularmente atractivo; después de doce meses de trabajo toda la colina quedaría desfigurada. Pero la propia desfiguración tendría un peculiar atractivo para un hombre que llevaba la minería en la sangre. El problema era: ¿Qué obtendrían al cabo de doce meses? ¿Otra chimenea apagada, cobertizos vacíos y silenciosos, el pasto que volvía a cubrir las huellas de las mulas, una máquina herrumbrosa y arruinada? Todo parecía apuntar en esa dirección.

Dos cosas podrían salvarlos, es decir, salvar a los Poldark y sus casas. La primera era la aparición de cobre abundante en un nivel que pudiera trabajarse fácilmente. La segunda era que el precio de mercado del mineral no sólo mantuviera la tendencia ascendente que ahora manifestaba, sino que aumentara en treinta o cuarenta libras la tonelada. Ross apuntaba a ambas cosas. Respecto de la primera, se basaba sobre todo en los comentarios de Mark Daniel esa noche de agosto, dos años atrás. Mark no podía haberse sentido tan impresionado, y en tales circunstancias, sin buenas razones.

En relación con el segundo asunto, Ross corría riesgos mucho más graves. Al otro lado del Canal, un país vecino estaba poseído por el fervor revolucionario. ¿Cuánto tiempo mantendría su energía dentro de los límites de su propio territorio? Si sobrevenía la guerra en Europa, era muy posible que Inglaterra se mantuviese neutral. El canal era su mejor defensa. Pero no podía continuar desarmada. Un país indefenso era un país impotente. Si se rearmaba, necesitaría cobre para fabricar sus armas.

Esa era una posibilidad.

La luz del atardecer iluminaba suavemente el aire brumoso y denso. De la tierra se desprendían fuertes olores; un mirlo piaba incansable sobre un tronco caído; y el humo de una chimenea de la casa se elevaba como un gusano de movimientos lentos, por una vez sin la prisa que solía imprimirle el viento. A lo lejos, una multitud gris de gaviotas marinas describía círculos y chillaba sobre la playa Hendrawna.

Aminoró aún más el paso cuando se acercó al jardín que estaba frente a la casa. En la puerta se detuvo para oler las lilas que un día o dos más tarde florecerían del todo. Los seres humanos eran criaturas ciegas y absurdas, siempre caminando sobre la cuerda floja del presente, condenados a variar sus tácticas y sus experiencias para mantener el equilibrio de la existencia, sin saber siquiera qué resultados producirán mañana los actos que se ejecutan hoy. ¿Cómo podía planearse con un año de anticipación, cómo influir sobre los imponderables?

Una mariposa se posó sobre el árbol y permaneció un momento, alzadas las alas temblorosas. Las circunstancias exteriores no variarían ni una fracción de milímetro para adaptarse a su persona y sus planes, bien lo sabía. Tanto hubiera valido reclamar, en beneficio de la mariposa, que se retrasara la puesta del sol o la ventisca del día siguiente. Las cosas eran así, y no tenían remedio. En el marco de su propia actividad, Ross aceptaba el desafío. Quizás, un tiempo después volviese los ojos hacia ese día, que habría sido el comienzo de su prosperidad o el último gesto que debía llevarlo a la ruina definitiva. Ahí estaba la cuerda floja. Nadie podía ver más allá del paso siguiente.

En la casa había movimiento, y desde donde él estaba vio a Demelza que entraba en el salón llevando algunas cosas de Jeremy, para desplegarlas frente al fuego. El rostro de la joven mostraba una expresión concentrada, reflexiva, atenta, pero sin relación con lo que estaba haciendo. Ross comprendió que las luchas y los sentimientos de ansiedad de los próximos meses no recaerían sólo sobre él mismo. Ella soportaría su parte de la carga. Ya estaba soportándola.

Fue a reunirse con ella.