La tarde siguiente Verity estaba de pie frente a la ventana de su casa, ante la Bahía de Falmouth, atenta a la llegada de la diligencia de Plymouth. Habría temido el encuentro que se avecinaba incluso en la compañía de Andrew. Pero ausente su marido, en los momentos ocasionales de pánico, la situación le parecía insostenible. Después, trataba de reaccionar y se preguntaba qué podía temer, salvo cierto embarazo, de dos jóvenes que aún no eran más que adolescentes.
Aunque James seguramente estaba en la ciudad desde hacía varias horas, aún no había aparecido. Verity miró el reloj que estaba detrás, y en ese momento el cuerno de la diligencia sonó claramente. Desde allí no podía ver el vehículo, pero lo imaginaba entrando en el patio de la posada, los caballos ensillados, los pasajeros que descendían, las campanillas que sonaban, los marineros que bostezaban en la puerta, el hombre a quien ella había enviado para que encontrase a Esther explorando los rostros; y la propia Esther, la joven, medio mujer, el rostro que había visto en esa miniatura, pero ahora cinco años mayor.
Verity se volvió hacia el pequeño espejo circular y se miró. La joven la vería vieja, desaliñada: la usurpadora. La juventud emitía juicios implacables; tenía sus propias normas inflexibles, y aún no había aprendido lo suficiente para saber que el tiempo demostraría que eran arbitrarias. Permaneció de pie, inmóvil, hasta que sonó la campanilla de la puerta; después, respiró hondo y bajó. Masters estaba en la puerta, con una muchacha delgada, bastante alta.
—¿Tú eres Esther? Entra, querida. Estaba esperándote. Seguramente estás cansada. Masters, lleve arriba la caja; ¿conoce la habitación? Entra, querida.
La mejilla estaba fría. El rostro un poco ancho en los pómulos, los ojos grises atractivos, sinceros pero reservados, levemente hostiles.
—La señora Stevens está acostada, tiene algo en el estómago —explicó Verity—. Hace varias semanas que no se siente bien. Te preparé comida.
—Gracias, señora. ¿Puedo ir primero a mi habitación?
—Por supuesto. Baja cuando lo desees.
De nuevo en el salón del primer piso, Verity se acercó a la ventana. No había demostrado el más mínimo calor. ¿Quizá su propia bienvenida sonaba a falso?
Un buque correo de tres mástiles desplegaba sus velas mientras se desplazaba lentamente entre otras naves, hacia el mar abierto, aprovechando la primera marea. El Percuil, del capitán Buckingham, con destino a las Indias Occidentales. Con un esfuerzo, Verity se sentó, y retomó su bordado. Una amistad serena y sin reservas. Ella era la adulta, y debía determinar el ritmo de la relación.
Esther estuvo ausente largo rato, pero cuando entró, sin la cofia, parecía tener más edad. Verity se puso de pie.
—Esther, te serví aquí la comida. Cuando estoy sola siempre tomo mis comidas en esta habitación, porque me encanta mirar los barcos.
—Sí, señora.
—Esos ojos. Tan pequeños y tan directos. ¿Quizás era temor, y no hostilidad?
—Tu padre se sintió muy decepcionado porque tuvo que zarpar. Durante mucho tiempo esperó con ansia este momento.
—No me dijeron que no estaría aquí… hasta que ocupé mi asiento en la diligencia.
Durante la comida la joven tomó con desgana su alimento. Algunas leves marcas de viruela en las mejillas afeaban la pureza de su piel clara.
—Esther, ¿sabes que tu hermano está en el puerto?
—Sabía que debía venir. Ignoraba que estaba aquí.
—Esta mañana el Thunderer echó anclas. Tu padre recibió una nota de James el mes pasado, cuando llegó una fragata con correspondencia.
—Sí, lo sabía.
De modo que había escrito a su hermana.
—Creo que estuvo con la Flota de las Indias Orientales… ¿Eres feliz en la escuela?
—Sí, señora. La abandono a fines de este año.
Conversaron un rato, pero no hubo progresos. La joven rechazaba las preguntas del mismo modo que un espadachín rechaza los asaltos peligrosos. Era imposible acercarse a ella. Con un sentimiento de desánimo en el corazón, Verity se puso de pie y se acercó a la mesa para trinchar la carne. Preveía un fin de semana de pesadilla que concluiría en un fracaso total. Esther se marcharía, y cuando Andrew regresara sabría que ella había fracasado.
—Creo que no te pareces a tu padre, ¿verdad, querida?
La falta de respuesta de Esther la había obligado a decir eso. Sentía que los ojos de la joven le perforaban la espalda.
—No, señora. Me parezco a mi madre.
—Oh, no lo sabía… Bien, creo que serás muy atractiva.
—Mamá era muy bella —dijo Esther—. Ojalá me le parezca en eso.
Verity alzó los ojos y de pronto descubrió que el espejo oval de superficie convexa reflejaba la mesa. La muchacha estaba sentada, muy erguida en su silla, y el vestido blanco con volantes caía en una cascada desde los hombros estrechos. Su rostro tenía una extraña expresión de orgullo y resentimiento. El cuchillo que Verity sostenía vaciló, y se deslizó sobre la carne. Bajó los ojos.
—Por supuesto —dijo Verity—, no pretendo reemplazar a tu propia madre, pero confío en que siempre me considerarás una amiga cariñosa y bien intencionada.
—Usted sabe que mi padre la mató, ¿verdad? —dijo Esther.
Las dos mujeres callaron.
Verity se volvió.
—Sé todo lo que deseo saber. —Depositó el plato frente a su hijastra—. Que hubo un terrible accidente y…
—Él la mató. Después, la gente siempre quiso inculcarme una idea diferente, ¡pero yo lo sé! Lo encarcelaron, ¿no es verdad? Ella no tenía parientes cercanos. Y me enviaron con los parientes de mi padre. Ellos trataron de envenenar el recuerdo de mi madre, pero nunca lo conseguirán. Sé que era buena y una santa. ¡Lo sé!
Verity acercó su propio plato y se sentó. El dolor y el resentimiento confirieron cierta aspereza a su voz.
—Sé que no es un tema apropiado para que lo discutamos. Por favor, concluye tu comida.
—De modo que también usted, señora, me prohíbe hablar de mi madre.
—Claro que no. A menos que hablar de tu madre signifique hablar contra tu padre.
—El puede hablar, y hablar mucho, por sí mismo. Ella sólo me tiene a mí.
A Verity le latía aceleradamente el corazón.
—Está muy bien —dijo— que pienses y hables de tu madre. Pero no está bien que caviles constantemente acerca de su muerte. Recuerda la felicidad que ella tuvo, no la…
—Jamás fue feliz.
Las miradas de ambas se encontraron.
—¿Cómo lo sabes? —dijo irritada Verity—. Creo que es necesario que nos entendamos, Esther…
Verity se interrumpió, y escuchó fuertes golpes en la puerta de la calle. Pensó: «No puedo enfrentar ahora al otro. Entre ellos lograrán… No puedo. No puedo».
Finalmente, Esther bajó los ojos.
—Es James —dijo.
Permanecieron sumidas en mortal silencio, y oyeron la puerta principal que se abría y ruidos de pasos que subían la escalera. Los pasos vacilaron un momento, y después se oyó un golpe en la puerta, y esta se abrió y entró un muchacho de robusta contextura. Más moreno que su hermana, ataviado con el elegante uniforme de un alférez naval, los cabellos rizados, los ojos pardos.
—Caramba, me preguntaba si había alguien a bordo —dijo con voz innecesariamente resonante—. Como la puerta estaba sin llave, supuse que por lo menos encontraría una guardia. Buenos días, Essie. Has crecido. —Sus ojos se volvieron hacia Verity—. Sospecho que usted es…
Con gran esfuerzo, Verity se puso de pie.
—Entra, James. Estuve esperándote todo el día.
El joven cerró la puerta con un fuerte golpe.
—¿Es usted la señorita Verity? —Bien, lo era. Ahora soy…
—¡Ah! Lo sé. ¿Puedo llamarla tía? De ese modo partimos por el medio la diferencia, por así decirlo. Lamento no haber coincidido con mi padre. De haber sabido que zarpaba, le habría cantado cuatro frescas al capitán, para obligarlo a que se diese prisa. Él y yo estamos en buenos términos, a pesar de que él dicta la mayoría de los términos.
Se acercó, depositó su capa sobre el escaño de la ventana, palmeó la cabeza de Esther, se aproximó a Verity, y la miró de arriba a abajo. Era más alto que ella.
—Tía, he oído hablar mucho de usted.
Apoyó las manos sobre los hombros de Verity, y la besó debajo de la oreja. Después, le dio un abrazo que la dejó sin aliento.
—Me disculpará estas libertades —dijo, hablando como si estuviese al aire libre, en un lugar azotado por el viento—, pero no todos los días de la semana uno consigue una nueva madre. Cuando recibí la carta estábamos en Penang, así que dije: «Vamos, muchachos, brindemos, porque tengo una nueva madre, eso es siempre mejor que conseguirse una esposa, ya que significa más comodidad y menos responsabilidad». No escribí nunca porque no soy bueno con la pluma, pero le aseguro que bebimos mucho a su salud.
—Gracias —dijo Verity, que de pronto sintió una súbita oleada de calor—. Ha sido muy amable de tu parte.
—Bien —miró alrededor—, me alegro de volver a casa. Aunque debo decir que las paredes tienen una incómoda fijeza. Sabe, creo sinceramente que esa es la razón por la cual los marinos se emborrachan apenas llegan a tierra; de ese modo el puente se mueve otra vez, que es lo que están acostumbrados a sentir. Querida Esther, no me mires con esa cara.
—No has cambiado nada —dijo Esther.
El muchacho se volvió y rio de buena gana mirando a Verity.
—Señora, eso no fue un cumplido. ¿Me guardó la cena?
—¡Sí, por supuesto! —dijo Verity—. La señora Stevens está acostada, de modo que yo la traeré.
—¡Nada de eso! Yo mismo bajaré. Es decir, si confía en mí lo suficiente para dejarme ir a la cocina. La señora Stevens no me lo permitiría.
—Baja y trae lo que desees —dijo Verity.
Comieron en un silencio inconmovible hasta que James regresó.
—Señora, ¿nunca estuvo a bordo de un buque de línea? —dijo James, estirando, las piernas satisfecho—. Quizá pueda arreglarlo. Claro que me gustaría saber si aceptarán que es mi verdadera madre. No, es demasiado joven. De todos modos, las madrastras tienen derechos. ¡Ah! Creo que podré organizar algo.
—Quizás Esther quiera venir.
—No, gracias, señora.
—A Essie no le agrada el mar. Peor para ella. Pero creo que usted habría sido un buen marinero.
—Falta verlo, porque jamás navegué. ¿Quieres azúcar, James?
—Mucho azúcar. Que la cucharita no se hunda. Y con respecto a navegar con mal tiempo, nunca supe lo que era una tempestad hasta que nos pescó un huracán frente a las islas Nicobar…
—¿Azúcar, Esther?
—Gracias.
—Habíamos iniciado una expedición contra los piratas malayos, cuando comenzó la borrasca… —Firmemente embarcado en su relato, James hablaba y bebía, bebía y hablaba. Esther no había demostrado ninguna cordialidad hacia su hermano, y se mantenía inflexible. Sus ojos aún exhibían una expresión ofendida y hostil, como si acabase de presenciar algo vergonzoso, como si el mundo estuviese contra ella, y ella supiera que sólo esperaba la oportunidad de aplastarla.
—… Desplegamos la botavara, aseguramos los botes, atamos mejor los cañones, y cerramos todas las compuertas de los puentes inferiores, después afirmamos sobre cubierta las cuerdas del mástil principal; en resumen, todo lo que podía aumentar la seguridad y la resistencia del barco. ¿Me entiende, o las palabras la confunden?
—Bastante —dijo Verity—, pero continúa.
—¡Ah! Bien, con las cuatro campanadas estalló el huracán, y el mar era un infierno; una cosa terrible. Después de una hora, o cosa así, quise entrar, pero mi camastro estaba completamente empapado, de modo que pensé que estaría más seco sobre cubierta. —James rio, e hizo vibrar los adornos de la habitación. Su risa contagiosa indujo a reír también a Verity—. Ahora que lo recuerdo parece cómico, pero esa vez, entre olas que hubieran podido inundar una isla y el huracán que chillaba como cien loros hambrientos, otro gallo nos cantaba.
—Creo que iré a acostarme —dijo Esther—, si me disculpan. Verity dijo:
—Seguramente estás cansada después del viaje. ¿Quieres permanecer acostada toda la mañana?
—Gracias, siempre me despierto temprano. Buenas noches, James. Buenas noches, señora.
De nuevo Verity tocó la fría mejilla, y la joven salió de la habitación. James dijo:
—¿Tiene inconveniente en que fume, señora? Es una fea costumbre que uno contrae.
—No, claro que no.
—Pues bien, el capitán me llamó a la toldilla de popa, y cuando estaba llegando oí que le decía al teniente: «La nave está trabajando muy bien en esta tormenta», dice el hombre, «pero debemos capear el temporal. Llame a toda la tripulación, y que cada uno ocupe su puesto». «Las velas no soportarán la fuerza del viento», dice el teniente. Y el capitán responde: «Debemos correr el riesgo», dice, «porque el viento cambió de rumbo, y estamos acercándonos a Sumatra». Señora, yo no me preocuparía por Essie. No es tan inflexible como quiere aparentar.
El cambio de tema fue tan brusco que Verity medio sonrió. Pero no habló.
—Dios mío, todos creen que tiene mal carácter; pero la mitad de la cosa es pura apariencia. En realidad, diferentes personas reaccionan de distintos modos frente a la misma cosa. Por supuesto, usted sabe lo de mi madre. ¡Ah! Pues bien, puede decirse que el asunto fue tan malo para ella como para mí; y sin embargo se equivocaría. Cuando ocurrió eso yo tenía ocho años y Essie nueve. Al año siguiente, cuando cumplí los nueve, levé anclas y empecé a navegar; me desprendí de todo el asunto como una pequeña fragata desprende el agua de mar que embarcó cuando estaba distraída. Pero Esther… Esther ha sido como un barco sin velas. Se quedó varada a causa de la impresión, y desde entonces navega sin timón. No trató de olvidar el asunto, y en cambio caviló y caviló, y convirtió a su madre en una santa. Y ella no era una santa ni nada parecido; Dios me perdone por decirlo. Y cuando conoce a una persona, y sobre todo a alguien que se une a la familia como usted, ese rasgo de su carácter sale a la luz, y ella parece un caso sin remedio. Ya le dije a mi padre que hay que mandarla a dique seco; nadie puede navegar bien con la quilla rota… le ruego que me perdone, tía, si parece indelicado, pero es la verdad. En fin, a medida que pasen los días mejorará. Recuerde lo que le digo.
Verity levantó su copa y volvió a dejarla, y se miró las manos.
—Oh, James, cuánto me alegro de que hayas venido. Y de que podamos ser amigos. Me alegro tanto de que… —Se interrumpió, sofocada.
El rio, con una risa brusca e infantil.
—Tía, me parece que pasaré la mayor parte de mi licencia cuidándola.
Se oyó otro golpe en la puerta de la calle.
Verity dijo:
—No hay más hermanos o hermanas, ¿verdad?
—No, que yo sepa. Aunque si los hubiera, sería interesante verlo, ¿verdad? Quédese en el puente, señora. Veré quién es.
Cuando él bajó, Verity se acercó a la ventana. El día tocaba a su fin, y sobre la bahía el cielo estaba cubierto de nubes. Tres pesqueros, uno con las velas color cobre y dos con velamen blanco, se desplazaban serenamente como cisnes que vuelven a su lugar de descanso. Verity no conocía al hombre que estaba en la puerta. Había venido a caballo.
James subió los peldaños de cuatro en cuatro.
—Es un hombre con una carta para usted, y tiene que entregársela en propias manos. Dice que se llama Gimlett.
Gimlett. El criado de Ross. Demelza…
—Oh —dijo Verity, y bajó a escape la escalera.
—¿La señora Blamey?
—Sí. ¿Tiene un mensaje para mí?
—Una carta, señora. El capitán Poldark me pidió que se la entregase personalmente.
Con movimientos excitados y aprensivos, Verity manipuló el sello, y al fin consiguió abrirlo. La carta era muy breve.
Querida Verity:
Tenemos un hijo. Nació ayer por la noche, después que pasamos algunos momentos de ansiedad; pero hasta ahora ambos están bien. Se llamará Jeremy. Queríamos que fueses la primera en saberlo.
Ross