La súbita gresca con George Warleggan había dejado a Ross en un torbellino de pensamientos coléricos. No recordaba ninguna ocasión de su vida en que hubiese perdido así los estribos. El rostro de George, las burlas de George, la influencia opresora de los Warleggan sobre toda su vida, habían estallado repentinamente en un momento de furia incontrolable. Había existido por lo menos una ocasión anterior en la cual hubiera sido más razonable entregarse a la cólera; pero así ocurrían las cosas. Ahora, había sobrevenido el estallido, y con más fuerza.
(Comprendió que había tenido suerte porque George no había muerto, es decir, porque él no lo había matado. Por el modo en que estaba incorporándose entre las ruinas de la mesa, podía deducirse que no se encontraba gravemente herido). Pero la noticia de la pelea se difundiría como el fuego en el matorral seco. Al cabo de una hora estaría en los labios de todos los habitantes de Truro; y un día después… No era que eso importase, lo que importaba era el tema de la disputa. Ahí estaba la ponzoña. Y era ponzoña no sólo en los labios de la gente, sino en la mente de Ross; y una simple gresca no podía exorcizarla. Mientras se lavaba y compraba una camisa nueva, trató de considerar razonablemente el asunto.
Que en cierto sentido Francis había revelado el plan de la empresa fundidora era una circunstancia que Ross más o menos había logrado aceptar. Había ocurrido algo, y era necesario no hacerle caso y olvidarlo. Para todos los que lo habían visto durante los últimos doce meses era evidente que Francis soportaba remordimientos de conciencia. Bien, todo eso había concluido. Nadie podía estar seguro de que la empresa no habría fracasado igualmente sin la ayuda de Francis; y si en efecto había existido traición, el episodio era fruto de un acceso súbito de cólera durante la disputa acerca de la fuga de Verity. A Ross jamás se le hubiera ocurrido que Francis podía venderlos deliberadamente por dinero: incluso ahora, basado en su conocimiento del carácter de Francis, rechazaba esa hipótesis; y el impulso que lo movía a rechazarla era el factor que había desencadenado la pelea; precisamente porque la insinuación no podía negarse con palabras, había sido necesario apelar a la violencia.
De modo que había disputado en defensa del carácter de Francis, y sin embargo el defensor no sabía muy bien qué defendía. Una situación incómoda. Los menudos e ingratos detalles confirmatorios se agrupaban y persistían. Era evidente que los Warleggan habían entregado el dinero a Francis. ¿Podía suponerse que la explicación de Elizabeth —presumiblemente obtenida de Francis— era razonable? ¿Los Warleggan habrían estado dispuestos a perder seiscientas libras en mérito a un principio? ¿Qué razón, fuera de la repugnancia ante su propia traición, podía tener Francis para negarse a gastar el dinero mejorando sus comodidades y en relación con su propia conveniencia? ¿Por qué la ventana principal de Trenwith no había sido objeto de reparaciones elementales?
¿Y qué si todo eso era verdad? Si era verdad, más valía ir al estudio de Pearce y decirle que no perdiese el tiempo redactando un documento que a nadie serviría. Pero ¿cómo podía estar seguro? Sólo preguntando directamente a Francis. Y de todos modos, la pregunta misma, que indicaba que el propio Ross lo creía capaz de traicionar por dinero, significaba el fin de la asociación. Conocía bastante bien a Francis, y sabía a qué atenerse.
A pesar del incidente, debía realizar algunas compras triviales. Ross las hizo envuelto en una suerte de rojiza bruma de cólera, que lo convirtió en una tribulación para los tenderos. Mientras le mostraban sus mercancías los comerciantes miraban con curiosidad la frente lastimada y el rostro contraído. A veces pensaba que George era un mentiroso y que merecía lo que le había ocurrido; y otras las dudas ponzoñosas volvían a insinuarse. ¿Esa enormidad era lo que Francis había querido confesar en Trenwith el mes anterior?
Si llegaba a conocerse la causa de la pelea y la gente creía en lo que George podía decirles, Francis se encontraría en una situación imposible. Ross había entrevisto la expresión de Tomkin. Si la gente creía a George, Francis no podría volver a mostrar la cara en Truro.
Felizmente, Trencrom había pagado, y en ese momento decisivo Ross no estaba tan escaso de dinero. Cuatro yardas de cinta rosada, cuatro yardas de cinta azul, a seis peniques la yarda. Siete yardas de festón de encaje a cinco chelines. Era muy probable que cuando regresara a su casa descubriese que había equivocado las medidas y los colores, pero Demelza se arreglaría, como siempre se arreglaba. Más tela de toalla. La propia Demelza hubiera comprado todo eso cuando aún podía montar, pero en ese momento no disponían de dinero. Un par de mantas. Había un par a dieciséis chelines, y otro a doce. En un súbito impulso de economía compró las más baratas, y después despilfarró la diferencia en varias yardas de terciopelo carmesí, destinado a un vestido que Demelza usaría cuando su cuerpo recuperase la forma normal.
Ya estaba acercándose la fecha. Cuanto antes mejor. Un peine nuevo. Era su motivo usual de queja. Los rompía peinándose los largos cabellos.
¿Qué diría Demelza cuando le comunicara la novedad? Siempre se había inclinado por la reconciliación… pero ¿lo habría exhortado a perdonar y olvidar si esto era cierto? Quizá dijese: ¿Por qué dar oídos a una absurda acusación de George? Que los primos riñeran era exactamente lo que él deseaba.
Eso era mero sentido común. Y si se enemistaban, ¿quién podía financiar la mina? Su propio dinero no alcanzaría para mucho. ¿Quizá todos los planes de los dos últimos meses acabarían en nada, sin intentar siquiera el esfuerzo? Era exactamente lo que George deseaba.
Cuando estaba terminando sus compras, Ross advirtió que había convenido encontrarse con Francis en la posada. Ahora no podía ser. Lamentaba haber derribado al pequeño posadero —debería ocuparse de compensarle los daños y el insulto— pero ahora no podía volver. (Quizá George decidiera que la querella debía tener repercusiones formales, pero Ross lo dudaba: tal vez George hubiera deseado encontrarse con Ross en una pelea a puñetazos, y en un lugar con más espacio para maniobrar que una escalera, pero era improbable que arriesgase el pellejo apelando a las armas contra un soldado. De todos modos, podía preverse que en el futuro se libraría entre ambos una guerra franca).
Se dirigió a la taberna de las «Siete Estrellas» y despachó a un mensajero que conocía de vista a Francis, ordenándole que lo esperase a la entrada del «León Rojo». Después se instaló en un rincón oscuro, pidió brandy y trató de definir su propia actitud antes de la llegada de su primo. De lo que ahora decidiese, del fruto de su razonamiento, obtenido con absoluta libertad de elección, debía derivar el esquema general del futuro. Todo se haría o desharía, podría desarrollarse o frustrarse, ser fecundo o estéril de acuerdo con esa decisión. Mañana, ya sería tarde. Se le ofrecían dos alternativas, no tres. Podía rechazar la palabra de George, y aceptar la de Francis. O reclamaba una aclaración de Francis —con su inevitable resultado— o confiaba en la integridad de su primo. Incluso un compromiso podía ser fatal. No hacer caso de todo lo que George había dicho y permitir que su versión le envenenase la mente era peor que una ruptura clara y tajante.
En el rincón, el reloj de pie emitía su tic-tac. Fuera, en la calle estrecha, el viento tibio agitaba el polvo en remolinos de arena; alzaba los faldones de las levitas y desordenaba la peluca de un caballero anciano y grueso que, apoyado en un bastón, las piernas inseguras, pasó caminando penosamente frente a la posada; empujó una pelota de papel tentadoramente cerca del hocico de un gato que miraba. A unos quince kilómetros de distancia, el bote movió su ancla unos pocos centímetros, y los cabellos oscuros cubrieron el rostro de Demelza, mientras ella tiraba de la línea vacía. En la posada, saliendo del rincón oscuro frente a Ross, un hombre se puso de pie y se acercó. Era Andrew Blamey, el marido de Verity.
Ross lo miró fijamente, tratando de ordenar sus pensamientos; y luego, más por instinto que en un gesto consciente, se puso de pie y aceptó la mano extendida.
Blamey dijo hoscamente:
—Bien, señor, creo que no nos vemos desde hace más de dos años.
—Sin duda bastante más que eso. —Hubo una vacilación perceptible—. ¿Quiere tomar asiento?
—Ahora rara vez vengo a Truro, pero debí traer la goleta de un amigo que no conoce bien el río, y ahora estoy esperando la diligencia de las cinco para regresar a casa.
Conversaron varios minutos, aunque ninguno de los dos se sentía del todo cómodo. Andrew Blamey preguntó con real interés por la salud de Demelza. A Ross siempre lo sorprendía el hecho de que Demelza parecía gozar del respeto de tantos hombres de carácter muy difícil. Francis estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Sir John Trevaunance le había enviado la semana anterior algunos duraznos de invernadero. Estos hombres no pertenecían a la categoría de individuos como Bodrugan y Treneglos, que le prodigaban atenciones porque Demelza los excitaba físicamente y era ingeniosa.
A su vez, Ross preguntó cortésmente por Verity, y advirtió una sombra en el rostro de Andrew.
—¿Acaso no está bien?
—No, gozaba de excelente salud cuando la dejé esta mañana. —Se aclaró la garganta—. Hay un problemita… aunque seguramente, para una persona ajena a mi familia… Mañana mis dos hijos vendrán por primera vez a visitarnos, y yo estaré en el mar.
Ross desvió los ojos hacia la puerta. Mientras su dilema personal se desplazaba del centro exacto de su atención, trató de concentrarse en lo que decía el marino.
—El H. M. S. Thunderer llegará a Falmouth esta noche o mañana temprano. Hace dos años que no veo a James; por mi parte, creí que estaría en casa toda la semana, de modo que ordené a mi hija, que hasta ahora se había negado a venir —creo que sencillamente por timidez— que nos hiciera una visita. Pero anoche el Arwenack chocó con una nave hundida, de modo que tuvo que entrar a puerto para ser reparado. En definitiva, mañana sale el Carolina en lugar del Arwenack.
El tiempo se le acababa… Y Ross aún no se había decidido. Tardíamente, la mirada y el pensamiento inquietos, tratando de abarcar todos los problemas con un solo movimiento, advirtió que lo amenazaba otra situación explosiva. Durante los últimos siete años Francis y Blamey habían disputado violentamente cada vez que se habían encontrado. Era necesario advertir a Blamey, pedirle que se alejase. Y sin embargo… si a él se le reclamaba un gesto de confianza, perdón y comprensión, ¿por qué los demás no debían hacer lo mismo?
Dijo bruscamente, con voz un tanto áspera:
—En sus viajes ve algo de Europa. ¿Cuáles son a su juicio las perspectivas de paz?
Blamey se sorprendió un poco ante el nuevo sesgo de la conversación.
—¿Qué? Bien, fuera de Lisboa no veo gran cosa de Europa. Pero oigo muchas cosas. Esa ciudad es como una caja de resonancia. En todas partes la gente está muy nerviosa.
—¿A causa de Francia?
—A causa de los partidos revolucionarios. Brotan por doquier, fomentados por los franceses. Me refiero a las minorías de Alemania, Austria y Portugal, que en realidad son fieles sólo a París. Ahí está el peligro, porque si estalla la guerra es probable que hagan causa común con los franceses, y contra sus propios compatriotas.
—Hay grupos parecidos en Inglaterra, pero creo que hacen más ruido que el que corresponde a su verdadera fuerza.
—Sí, en Inglaterra. En otros lugares no estoy tan seguro de ello.
—¿Y el humor de los franceses?
Blamey se encogió de hombros.
—Por supuesto, uno oye la versión de los emigrados. Pero si las condiciones del país llegaran a ser intolerables, me inclinaría a pensar…
Se interrumpió. Francis había entrado.
Reinaba la oscuridad en la posada de techo bajo, sobre todo si uno venía de la calle luminosa; de modo que sólo vio a Ross. Se acercó sonriente a la mesa.
—Bien, oí decir que estuviste jugando ciertos juegos de salón con George. Te ha dejado sus señales. Pero según afirman, él tiene un hombro dislocado, y apenas puede sostenerse. ¿Cuál fue la chispa que…?
Francis vio a Blamey y se interrumpió. Blamey se puso bruscamente de pie, como un perro dispuesto a la pelea.
Y de pronto Ross vio perfilarse claramente la situación. Los segmentos dispersos de su propio problema se ordenaron gracias a esta nueva situación, en la cual era apenas más que un espectador. Si hubiera tenido tiempo para reflexionar, el resultado que le ofrecía su mente tal vez le habría parecido una esquematización; pero ya no disponía de tiempo. Aquí estaba la prueba de fuego para Francis. Perdónanos nuestras deudas…
Francis dijo:
—Usted…
Ross se puso de pie.
—Siéntate, Francis. Pediré una copa para ti. En el rostro de Francis se dibujaba de nuevo la antigua arrogancia.
—Gracias, no te molestaré si estás con esta compañía…
Ross dijo:
—Es la última oportunidad de olvidar el pasado.
Algo en su voz llamó la atención de Francis. Miró a Ross, y Ross lo miraba. Francis se sonrojó y vaciló.
Incómodo, con el ceño fruncido, Blamey también miró a Ross. Aunque no sabía muy bien por qué, ambos alcanzaron a percibir el significado especial del momento. Ninguno de los tres habló durante unos instantes, mientras el mensajero que había traído a Francis se paseaba cerca, esperando su propina. Ross se la dio y ordenó brandy para todos. El muchacho se alejó y los tres hombres quedaron de nuevo solos.
Blamey dijo:
—Por mi parte, jamás quise reñir.
Francis se quitó el polvo del puño de la camisa, y tragó algo.
—Parece que mi hermana considera agradable su nueva vida —dijo con acritud.
—Así debe ser —dijo Ross—. Es natural que una mujer se case, y no podemos pasarnos la vida peleando como gallos en un estercolero.
—En todo caso, no tiene en cuenta mi aprobación o desaprobación…
—Se sentiría mucho más feliz con una reconciliación —dijo Blamey—. Por eso la deseo.
Lo había dicho bien. Francis desvió los ojos hacia el centro de la taberna, y al muchacho que regresaba, y metió las manos en los bolsillos como si buscase algo.
—Si es así…
El muchacho dejó las bebidas y se retiró. Ross miró con severidad a los dos hombres, y la nueva herida en la frente formaba un trazo rojizo y colérico sobre el blanco de la cicatriz. No pensaba decir una sola palabra más. Ahora era el turno de Blamey y Francis. Si no podían hallar la forma apropiada, él se desentendía del asunto.
Tuvo cierta lógica que Francis hiciera el gesto decisivo. Se sentó sobre el brazo de la silla y recogió su vaso.
—Ross, después de esta gresca los Warleggan perderán los estribos. Yo mismo estuve varias veces a punto de pelear con George, pero nunca encontré la oportunidad. —Miró a Blamey, pareció que hablaba con esfuerzo—. Quizá ya conoce la novedad. Ross y George Warleggan se encontraron en la escalera del «León Rojo» esta tarde, y Ross levantó en el aire a George y lo arrojó a la planta baja. Ya se comenta en toda la ciudad. —Miró a Ross—. ¿Supongo que es verdad?
—Un tanto exagerado, pero en esencia fue así.
Blamey había vuelto a ocupar su asiento. Con los dedos imprimía un movimiento giratorio a su vaso, pero no bebía.
—Verity me habló de una pelea cada vez más agria. Pero ¿cuál fue la causa de lo que ocurrió hoy?
Ross desvió los ojos hacia el gran reloj de pie. Eran casi las cinco.
—No me gustó su corbata.
Demelza había pescado dos pequeñas barbadas, que evidentemente eran muy ingenuas, porque en general los peces no picaban. No los censuraba. La carnada olía demasiado, incluso para la caballa. Después de un rato decidió renunciar a su intento; y devolvió al agua los peces que había obtenido, ya que su valor como alimento no justificaba todas las preguntas y las inquietudes, y lo que sería casi una reprensión.
Volvió los ojos hacia la costa por primera vez en los últimos minutos, y advirtió que el ancla seguramente se había movido un poco, porque estaba casi fuera de la boca de la caverna, y la tierra parecía más lejana que de costumbre. Era una visión agradable, los peñascos oscuros y bajos, la curva de la arena, los guijarros y la vegetación rala donde el Mellingey desembocaba en el mar. Uno podía sentir y ver el movimiento de las olas que dejaban atrás las rocas y se dirigían hacia playa Hendrawna.
Se acercó al extremo del bote y recogió el ancla. Después, volvió a su asiento, empuñó los remos y se puso de cara al mar. Unos pocos golpes de remo y estaría en la playa.
Le hubiera gustado saber cómo le había ido a Ross en Truro. Esa aventura de la Wheal Grace se había iniciado sin que ella lo supiera, y aunque de ningún modo se proponía criticar el hecho consumado, el proyecto nunca había conquistado su aprobación sin reservas. La Grace era el disparo en la oscuridad, la conjetura que podía resultar errada. Era el tipo de riesgo en el cual uno podía incurrir cuando estaba en condiciones de perder un millar de libras, no cuando vivía al borde de la insolvencia.
Aquí, la brisa soplaba con bastante intensidad, y el bote era tan liviano, casi sin quilla, que tendía a desviarse de su curso. Varias veces Demelza corrigió el rumbo después de mirar atrás, y la tercera vez se sintió un poco alarmada cuando comprobó que no estaba más cerca que antes de los arrecifes. Hasta ahora había impulsado los remos sólo con los brazos, sin utilizar para nada el cuerpo, pues sabía que en eso debía tener cuidado; pero ahora comenzó a imprimir más fuerza a los remos, y la reconfortó ver que el bote respondía sobre el mar que se balanceaba.
Aunque su propio pensamiento le parecía un tanto desleal, a veces sospechaba que con su plan de explotación de una nueva mina Ross había permitido que su juicio se deformase a causa de su hostilidad a los Warleggan, de modo que su deseo de liberarse de la interferencia de esta familia lo había inducido a una actitud excesivamente optimista acerca de la Wheal Grace. Demelza sabía que Francis era también un jugador, pero mucho menos astuto que Ross, de modo que su participación en el plan no servía para tranquilizarla. En cuanto a los demás, la actitud que adoptaban era lógica. Henshawe arriesgaba un centenar de libras, de las que podía prescindir sin preocupación. Los dos jóvenes mecánicos de Redruth recibirían el pago por su máquina a medida que la montaran. Los mineros y los paleadores tenían sus salarios mensuales; los tributarios invertían únicamente su tiempo y su paciencia; los Poldark arriesgaban todo lo demás.
Había estado remando dos o tres minutos, confiada en que ganaba terreno, pero cuando volvió la cabeza advirtió que había avanzado en diagonal, y que el bote se dirigía hacia las peligrosas rocas de Punta Damsel. Estaban apenas a seis o siete metros de distancia, y el mar se deslizaba entre las rocas y las golpeaba, sin mucho estrépito, pero elevándose y bajando lo suficiente para desfondar un bote. Demelza desvió prontamente el rumbo, y al hacerlo perdió la mayor parte del terreno ganado. Cuando estaba corrigiendo otra vez el curso, comenzó a experimentar una sensación extraña. Al principio creyó que era un poco de mareo. Y después comprendió que no se trataba de eso.
En la cima del arrecife, medio en sombras, medio al sol, algunos grajos y algunas chovas estaban peleando. El movimiento de las alas negras que chocaban unas con otras producía destellos como azabache. El cielo era un manto de un celeste indefinido, con débiles hilos de nubes iluminadas por el sol que se desplazaba desde el sur. Demelza comenzó a remar con más fuerza, poniendo en ello todo su empeño, y consciente ahora del riesgo que corría. En las raíces de sus cabellos oscuros, a los costados de las sienes, comenzaron a formarse minúsculas gotitas de sudor. Se mordía el labio inferior, y tenía los ojos ensombrecidos.
Pensó: «Bien, la culpa es mía, solamente mía. De modo que llego a la playa o me hundo. Será una hermosa noticia para Ross». Después, durante un instante le pareció que debía renunciar al esfuerzo, que durante dos minutos necesitaba sacrificar su propia vida hundiendo la cabeza entre las rodillas; pero cuando advirtió que el horizonte se desdibujaba y oyó el ruido del mar que le asaltaba por todas partes, decidió insistir. Una bestia, un demonio, se había apoderado de ella, y era renunciar o morir.
Después, cuando le pareció que era imposible seguir respirando, el dolor se alivió bruscamente. La playa estaba ahora visiblemente más cerca. La distancia era mínima. Como un espejismo, bailoteaba sobre el hombro de Demelza, seduciéndola con su arena segura y seca y su promesa de hogar.
Las chovas se alejaron volando, a escasa altura sobre la cabeza de la joven, con pintas rojas en las patas; estaban derrotadas; los grajos se instalaban triunfantes en los huecos del arrecife. Ahora los veía más lejanos. Estaba progresando. Pero la Bestia volvió a acercarse, acechando la oportunidad de golpear. Demelza pensó: «Ross volverá a casa a las siete; y yo no estaré allí, y jamás volveré. Pero tengo que arreglármelas para llegar. No tendrá con quien hablar de la mina. La Wheal Grace. Llamada así por su madre. Quizá la suerte lo favorezca. Por una vez». Se había levantado la casa con el producto de la explotación de la mina. Otrora la minería había aportado buenos beneficios. Trenwith se había construido gracias a la Grambler. Tehidy gracias a Dolcoath; la mitad de las grandes residencias de Cornwall reconocían ese origen. Pero también se había perdido bastante dinero.
Como deseoso de frustrar sus esfuerzos, perversamente, el viento había cobrado más intensidad, y la marea impulsaba el liviano bote hacia el mar abierto. Quizás alguien la vería, algún poblador que se paseara sobre el arrecife. O si ella dejaba que el bote derivase, uno de los pesqueros de Santa Ana seguramente podría verla. Mientras tuviera vida…
Inesperadamente una ola rompió bajo el bote, y Demelza falló el golpe de remo; el bote se movió, como si un brazo seis veces más fuerte que el de la joven hubiese impulsado el remo. Ella miró hacia atrás y vio que estaba casi en la playa. Era el extremo menos apropiado de la pequeña caleta, junto al río, un lugar poco protegido, donde rompían las olas; pero ahora podía servir. Trató de guiar la embarcación, pero una segunda ola la desequilibró y casi arrojó al mar a su ocupante. Después, el bote cayó sobre la playa, y golpeó las piedras, y el agua se retiró de nuevo con ruido de succión, y un repiqueteo y un rugido. Demelza cruzó el borde del bote, y cuando otra ola rompió en la playa la joven saltó al agua y aferró el bote, tratando instintivamente de llevarlo hacia la costa. El esfuerzo la agotó, y ella jadeó y renunció al intento. Se había lastimado. Después, se abrió paso entre las aguas que retornaban al mar, y se encontró apoyada con las manos y las rodillas sobre la arena seca. La Bestia había regresado, y Demelza permaneció allí, acurrucada, e incapaz de moverse, bajo el dominio de su enemigo.
Transcurrieron tres minutos. Las olas continuaron marcando su ritmo; pero el sol se había ocultado tras una minúscula nube. Despojada de su color, la caverna pareció súbitamente sórdida y fría, y el mar cobró un aire peligroso. Casi en el interior de la caleta, las aguas depositaron el bote volcado, los remos perdidos y una plancha desfondada.
Demelza consiguió moverse y se puso de pie. Estaba empapada, y apenas podía sostenerse. Se estrujó el frente de la falda y la blusa, y penosamente comenzó a subir el valle en dirección a la casa.