Capítulo 11

La recuperación de Jud fue durante nueve días la maravilla y el escándalo del distrito. Los médicos y los farmacéuticos que no se habían molestado con él cuando presuntamente estaba muerto, ahora recorrían a caballo largas distancias para ver la rareza que había sanado. Lo escudriñaban y auscultaban, y tomaban muestras, y aludían a largos nombres en latín. Recetaban febrífugos y antimonios, y le insertaban sedales y le administraban enemas, y uno de ellos incluso pretendió disparar una pistola junto a la oreja de Jud, con el propósito de ayudar a disipar una posible fiebre. Pero el lenguaje de Jud frustró todas las maniobras. Después del primer impulso de su recuperación volvió a estar enfermo, y yació en el lecho con una venda sucia alrededor de la cabeza, mirando hostil a sus torturadores.

La gente común del distrito también acudió a verlo, pero cuando comenzó a mejorar, la presencia de los visitantes lo irritaba tanto que Prudie ya no pudo permitirles que entraran en la choza. Pese a todo, se reunían junto a la ventana y espiaban entre las tablas rotas; y cuando Jud los veía gritaba y maldecía, y les arrojaba cuanto proyectil tenía a mano, de modo que Prudie se vio obligada a ocultar incluso sus mejores botas. No se sentía excesivamente agradecido de su retorno al mundo de los vivos; su principal sentimiento era la cólera ante la actitud de Prudie.

—Condenada estúpida —dijo a Ross cuando este fue a visitarlo—. Condenada estúpida. Gasta todo mi dinero en el funeral, y yo ni siquiera estoy muerto. ¡Todo mi dinero! Se lo bebieron, ni más ni menos que si lo hubiesen echado a la acequia. ¡Tanto hubiera valido regalárselo a las cornejas!

—¿Cuándo recuperaste el sentido?

Jud explicó con dignidad que había yacido inmóvil en su ataúd, y de pronto la lluvia que se filtraba a través del techo había comenzado a caerle en la cara, y eso lo había despertado. Explicó que en ese momento soñaba con gin, pero el sabor no era apropiado, y cuando se sentó la primera vez en el ataúd había creído que estaba en el mar, navegando en la One and All. Había llegado a la conclusión de que había tormenta, y por lo tanto decidió abandonar su camastro y subir a cubierta, pero cuando llegó allí llovía más intensamente que nunca, y vio árboles, y comprendió que en definitiva estaba en casa.

—Tenía sed, y crucé el camino y entré en la taberna de Jake, y pedí una gota de licor para calmar la sed, y maldición, no podía creerlo, todos echan a correr y gritan como conejos ensartados, y se atropellan unos a otros para salir por la puerta del fondo… y me dejan solo. Así que yo vacío todas las copas que ellos abandonaron, me pongo el mantel sobre la cabeza y vuelvo a casa, para ver a Prudie.

—Ella pensó que el dinero era suyo —dijo Ross—. Todos te creían muerto. Prudie quería que tuvieses un buen funeral.

—Lo que ella quería era pescarse una buena borrachera, eso quería. Y estaban todos bebidos, borrachos como hormigas junto a un jarro de mermelada. Y con mi dinero. Cuando me golpearon tenía quince soberanos de oro. Y ahora qué tengo, ¿eh? ¡Tres soberanos y dos barrilitos de brandy, y un ataúd de madera apoyado contra la pared, como un gran reloj sin reloj! ¡Le digo que no es justo!

Durante las semanas siguientes Jud se recuperó lentamente. Cojeaba apoyado en un bastón, arrastrando un poco la pierna, y no quería hablar con nadie. Tampoco recibió de buen talante las preguntas de los amigos. Era casi imposible ir a beber una copa sin que le preguntaran cómo era el Paraíso, o si el Arcángel Gabriel había respondido a su llamado, y si ahí arriba había o no gin o brandy. Toda su vida había sido un hombre irritable, pero su situación actual era casi intolerable porque no podía expresar en palabras lo peor del asunto. Se había arriesgado a sufrir represalias para conseguir el dinero, y ahora había soportado la represalia y también perdido las guineas. Si alguna vez llegaba a ver al Arcángel Gabriel, sin duda los espectadores tendrían mucho que contar.

El primer viernes de mayo Ross y Francis cabalgaron hacia Truro, para adoptar las decisiones definitivas acerca de la inauguración de la mina. Explicaron parte de sus planes a Harris Pascoe, en la trastienda del banco, y Pascoe miró atentamente a los primos y se preguntó cuánto duraría la sociedad. Conocía únicamente los aspectos más superficiales de los malentendidos entre ambos, nada sabía de la amistad que los había unido en la juventud, y se sentía agradecido porque se le evitaba la necesidad de negarles un préstamo para apuntalar la iniciativa. Francis dijo:

—Hay un punto sobre el cual yo tengo el acuerdo de Ross. Deseo poner a nombre de mi hijo mis intereses en esta mina.

—¿A nombre de su hijito? Es apenas un niño, ¿verdad?

—Debo mucho a los Warleggan, y hace poco disputé con la familia. Debo reconocer que hasta ahora no ejercieron presión sobre mí; pero usted sabe cómo se llevan Ross y los Warleggan, y si se enteran de que nos hemos asociado quizás intenten perjudicarlo atacándome. Si estos intereses pertenecen a Geoffrey Charles nadie podrá tocarlos.

—Podemos arreglarlo. Por supuesto, la posesión de este tipo de propiedad por un niño menor puede determinar algunas dificultades especiales. ¿No preferiría poner todo a nombre de su esposa?

Francis se miró los dedos.

—No. No deseo eso.

—Muy bien. Así lo haremos. ¿Cuándo piensan iniciar los trabajos?

—El primero de junio —dijo Ross—. Las máquinas ya están casi totalmente listas, pero por supuesto al comienzo no necesitaremos equipo de bombeo.

—¿Has comprado una Boulton y Watt?

—En realidad, no. Henshawe nos ha recomendado mucho a dos jóvenes mecánicos de Redruth, y creemos que pueden construir una máquina más eficiente y de menor costo.

—En todo caso, procuren no enredarse en litigios. Watt tiene la patente principal, y creo que seguirá siendo válida varios años.

Poco después visitaron a Nat Pearce, quien debía redactar el contrato de sociedad; más tarde comieron en la posada del «León Rojo». Francis debía realizar gestiones, de modo que dejó a Ross en compañía de Richard Tomkin, que se les había unido durante la comida. Tomkin tenía noticias de muchos de los ex socios, pero Ross habría recibido de buena gana las novedades en otra ocasión y no ahora, cuando hacía lo posible por olvidar las circunstancias que habían prevalecido doce meses antes.

Tomkin continuó diciendo que había oído que Margaret Vosper, antes Cartland, antes nadie sabía qué, había abandonado a su marido y que ahora conversaba con sir Hugh Bodrugan.

—Está claro, está claro —dijo Ross, mientras pensaba: «Santo y bueno si evita que él venga a olfatear mi hogar como un viejo gato sarnoso».

Abandonaron la mesa y se dispusieron a descender. Desde lo alto de la escalera vieron a George Warleggan que subía.

Tomkin vaciló, miró a Ross, advirtió que su expresión no variaba, y continuó bajando un peldaño detrás. Ahora George los había visto, pero no hizo ningún esfuerzo por excitarlos. En realidad hubiera sido imposible rehuir el encuentro; tenían que cruzarse en el recodo de la escalera. Ross había continuado descendiendo como si el otro no hubiese existido, pero George apoyó su largo bastón de caña contra la baranda a la altura de la cintura, impidiéndole seguir. Era un gesto peligroso.

—Bien, Ross —dijo—. Un encuentro afortunado. Hace mucho que no nos vemos.

Ross lo miró.

—En efecto, así es.

Un rubí grande como una arveja despedía destellos orientales sobre la corbata de fina tela de George. En comparación, Ross tenía un atuendo más que modesto.

George dijo:

—No tienes tan buen aspecto como la última vez que te vi. ¿Quizá la angustia del proceso?

—Tú tampoco —dijo Ross—. ¿Quizás alguna decepción?

—Por Dios —George golpeó la baranda con el bastón—, no sé qué podría decepcionarme. Mis empresas me dan muchas satisfacciones. A propósito, oí decir que inicias una nueva.

—Como de costumbre, tienes la oreja bien pegada al suelo —dijo Ross—. ¿O quizás al agujero de la cerradura?

Nadie como Ross era capaz de evocar el sentimiento de inferioridad que anidaba en la profundidad de la conciencia de George. Era tanto el factor más firme en su búsqueda de poder como el ingrediente más importante de su odio a Ross; por cierto un elemento mucho más destacado que cualquiera de las razones más obvias. Retiró el bastón.

—Me gustan los jugadores. Especialmente los que se arriesgan cuando la suerte no los favorece.

—Un buen jugador —dijo Ross—, siempre sabe antes que otros cuándo la suerte comienza a volverle la espalda.

—Y un mal jugador lo cree aunque no sea cierto. —George rio—. Debo confesar que me divirtió un poco el socio que elegiste. ¡Nada menos que Francis! ¿Olvidaste lo que hizo a la Compañía Fundidora Carnmore?

Ross sabía bien que Richard Tomkin escuchaba con profunda atención. Dijo:

—A propósito, uno de los testigos que compareció en mi proceso fue atacado hace apenas tres semanas, y casi murió como consecuencia de las heridas que le infligieron matones a sueldo. No me gustaría pensar que esta clase de represalia tiende a convertirse en práctica corriente.

La expresión de sorpresa en los ojos de George pareció auténtica. Se apoyó contra la pared para permitir que dos personas subieran la escalera.

—Debe tener mucho tiempo libre la criatura dispuesta a ejecutar venganzas personales con la chusma aldeana. Pero ¿por qué crees que tuve algo que ver con ese asunto?

—Quienquiera que esté manejando los hilos, se equivoca si piensa que la intimidación puede provenir de un solo lado. Como sabes, los mineros tienen su propio modo de manifestar el desagrado que sienten.

—Todos tenemos nuestro propio modo —dijo cortésmente George—. Oh, oí decir que vendes parte de tus acciones en la Wheal Leisure… una de las pocas empresas realmente lucrativas del condado. Estoy seguro de que es un grave error.

Ross tenía entornados los gruesos párpados.

—El tiempo lo dirá.

George agregó:

—De cuarenta y cuatro empresas organizadas en Cambóme e Illuggan durante los últimos diez años, ahora sólo funcionan cuatro. En la Leisure tenías una rara combinación de mineral abundante y drenaje fácil. En la Grace ciertamente no dispondrás del mismo drenado. ¿Qué buscas, oro?

—No —dijo Ross—, la libertad de considerarme dueño de mi alma.

George enrojeció y respondió prontamente, con desprecio:

—Supongo que sabes dónde consiguió Francis el dinero que invierte en tu mina, ¿verdad?

—Tengo cierta idea. Fue muy amable de tu parte.

—Sí, nosotros los Warleggan le pagamos… por servicios prestados. Seiscientas libras… o treinta monedas de plata.

En la taberna los hombres discutían acerca de un jarro de cerveza: las voces ásperas y sordas parecieron a Tomkin semejantes a la reverberación de un gastado mecanismo de relojería que no alcanzaba a impulsar a las figuras inmovilizadas en la escalera. Y entonces, antes de que él pudiese hacer nada, comenzaron a moverse.

Ross extendió una mano y aferró la corbata de George. Lo había irritado desde el momento en que la vio. Atrajo a George hacia sí y lo sacudió. Durante un instante de sorpresa George nada hizo, y sintió que se ahogaba cuando la corbata comenzó a apretársele alrededor del cuello; entonces levantó el bastón para golpear a Ross en la cabeza. Ross aferró la mano en la muñeca y consiguió doblarla. George alzó el otro puño y aplicó a Ross un golpe terrible sobre el costado de la cabeza. Perdieron el equilibrio y cayeron sobre la baranda, que como era bastante sólida no cedió. Tomkin se acercó y trató de apelar al sentido común de ambos, pero no le hicieron caso; durante un momento estuvieron más allá del sentido común; en la taberna, un hombre los había visto y llamaba al tabernero.

Con el rostro púrpura, George alzó de nuevo su enorme puño, pero no estaba bien afirmado y parte de la fuerza del golpe se perdió. El bastón cayó a la planta baja, y Ross, que no podía sostener el peso, golpeó a George en la boca. Después, soltó la corbata y aferró por la cintura a George. Como dos toros se balancearon en la escalera, apartando de un empujón a Tomkin. No había espacio suficiente para desplegar la fuerza que cada uno poseía, pero Ross había llevado una vida más dura. George sintió que sus pies perdían contacto con la escalera. Cada vez más encolerizado por esa exhibición, buscó los ojos de Ross con los pulgares; pero ya era demasiado tarde. Se sintió alzado por el aire y pasó sobre la baranda. En el último momento trató de aferrarse a algo, y sólo consiguió desgarrar la pechera de la camisa de Ross. Con gran estrépito cayó sobre el piso de la taberna, aterrizando sobre una silla y una mesita, y destrozándolas como si hubieran sido cerillas.

Ross trastabilló, jadeó y escupió, y comenzó a descender la escalera. Le sangraba la frente, y la sangre le empapaba una ceja y le corría por la mejilla. George se retorcía y gemía sobre el suelo. El tabernero llegó corriendo y se detuvo desconcertado ante el espectáculo; después, se acercó al pie de la escalera.

—Capitán Poldark, señor… ¡Qué vergüenza! ¿Qué significa todo esto…? Señor Warleggan, ¿qué ocurrió…? ¿Está herido, señor? Capitán Poldark, quiero una explicación… Señor Tomkin, por favor deme una explicación. Es inconcebible que dos caballeros… una mesa y dos buenas sillas… y quizá dañaron la baranda. Capitán Poldark…

Cuando Ross llegó al último peldaño, el pequeño posadero se interpuso en su camino; Ross vio el chaleco rojo, y con el último destello de una cólera tal como no la había sentido durante años, lo apartó de su camino. Había querido hacer sólo un gesto, pero el hombrecito trastabilló y se sentó bruscamente contra el entarimado, y de la pared cayó un plato y se rompió a su lado. Cuando Ross salió de la posada, George Warleggan estaba incorporándose.

En Nampara estaban cortando heno. Ese año la cosecha era buena, y John y Jane Gimlett y Jack Cobbledick trabajaban con la ayuda de dos de los niños Martin más pequeños, supervisados con cierta irritación por Demelza, a quien se había prohibido participar directamente en la tarea. En esos tiempos se le prohibían muchas cosas, y a ella no le agradaba. Se sentía muy bien, y era una pena holgazanear cuando había tanto que hacer.

Era un día luminoso, con una fuerte brisa del sureste, y después de comer no retornó al campo con los cosechadores de heno, sino que alimentó a su pequeño grupo de aves de corral y realizó algunas tareas menudas de la casa, todo eso con un aire inquieto, como si la mera actividad no le aportase en sí misma ninguna satisfacción. Verity le había escrito la semana anterior, informando con visible aprensión que sus dos hijastros al fin irían a visitarla, pero la mayor parte de la carta era una demostración de cariñosa inquietud con su acompañamiento de consejos. Demelza pensó: «Por cierto que no me fatigo demasiado; no se me ofrece la oportunidad de hacerlo; Ross azuza a los Gimlett, y me vigilan como perros guardianes. En nada me asombraría que ahora mismo dejaran las hoces y vinieran corriendo a ver si todo está bien».

Se acercó a la puerta principal y paseó la vista sobre el jardín. El invierno benigno lo había favorecido, y las flores prosperaban. Se le ocurrió que era extraño que las mujeres se parecieran a un jardín, florecían con el tiempo cálido y el frío las amustiaba. El viento agitaba los tulipanes; arrancó uno o dos, deshojados, y después volvió a atravesar la casa y se dirigió a la pequeña caseta donde los quesos estaban madurando; levantó los lienzos para comprobar que no se formaba moho, y se paseó entre los cobertizos. Desde allí, el sendero avanzaba hacia el Campo Largo y el promontorio, más lejos.

Ese día el mar estaba bastante agitado; las olas rompían en la playa Hendrawna como novias que acuden presurosas a sus bodas, formando un velo de espuma. Cerca de las rocas la marejada se suavizaba, y los velos se rezagaban y hundían, y el encaje blanco primero se combinaba con el verde superficial, y luego se disipaba en una nube abigarrada y luminosa que se hundía más profundamente. Pasando las rompientes había dos botes pesqueros que venían de Santa Ana. Se volvió y comenzó a bajar, abriéndose paso entre la sinuosa hojarasca de los nuevos matorrales, en dirección a la caleta de Nampara.