La comida funeraria en honor de Jud comenzó a las dos de la tarde un día antes del entierro. Prudie había sumergido su dolor en los preparativos, y en el más espacioso de los dos cuartos se había dispuesto una larga mesa formada por viejas cajas unidas entre sí. Afuera, otras cajas cumplían la función de sillas y mesas para los que no habían podido entrar. Y acudieron muchos más, hasta que la lluvia intensa del anochecer los obligó a retirarse.
En su condición de principal deudo, Prudie había logrado reunir ropas negras suficientes para impresionar a todos. Su prima le había prestado medias negras, y ella misma se había confeccionado una falda con un retazo de sarga comprado en la tienda de la tía Mary Rogers. Una vieja blusa negra de la propia Prudie estaba adornada con cuentas y un pedazo de encaje deshilachado, y Char Nanfan le había conseguido un velo negro. Casi irreconocible con ese atuendo, ocupaba el lugar de honor a la cabecera de la mesa, inconmovible durante toda la comida, y atendida por la prima Tina, Char Nanfan, la señora Zacky Martin y algunas mujeres más jóvenes.
El reverendo señor Odgers había sido invitado a la comida, pero había declinado discretamente; de modo que el lugar de honor al lado de la agobiada viuda correspondió a Paul Daniel, que era el amigo más antiguo de Jud Paynter. Del otro lado estaba el condestable Vage, que dirigía la investigación del crimen, y entre los presentes se contaban Zacky Martin, Charlie Kempthorne, Whitehead y Jinny Scoble. Ned Bottrell, el tío Ben y la tía Sara Tregeagle, Jack Cobbledick, los hermanos Curnow, la tía Betsie Triggs, y quince o veinte agregados que formaban un grupo heterogéneo.
Poco después de las dos se inició la comida con una generosa copa de brandy, y después todos se dedicaron a comer y beber con mucha prisa, como si no hubiese un minuto que perder. Al comienzo la espléndida viuda comió con más parsimonia que el resto, introduciendo el alimento bajo el pesado velo como quien lo desliza bajo un visor. Pero cuando el brandy calentó sus entrañas recogió el emblema del duelo y engulló lo mismo que el resto.
Alrededor de las cinco había concluido la primera parte del festín, y cuando comenzaba a ponerse el sol, muchas de las mujeres iniciaron la retirada, pues tenían que atender a sus familias o sus hogares, y el número de personas en la habitación se redujo a una veintena. Era el doble de los que hubieran podido respirar decentemente en un espacio muy estrecho y que ya estaba lleno de humo, vapor y olor de tabaco. Ahora circulaban los porrones de brandy, ron y gin, con agregados de agua caliente y azúcar según el gusto. En ese momento comenzaron los himnos. Se permitió que los dirigiese el tío Ben Tregeagle, en su condición de decano del coro de la iglesia; y Joe Permewan trajo su violón y le arrancó sonidos que parecían de metal oxidado. Cantaron todos los himnos conocidos y algunos desconocidos, y después pasaron a los cantos patrióticos. Cantaron cuatro veces «Dios salve al Rey» y dos «Y Trelewney morirá», y unas pocas cantinelas que no eran demasiado audaces desde el punto de vista más formal.
Pero nadie se sentía formal, y Prudie menos que nadie; con la nariz brillante como una lámpara de tormenta, dejó que la persuadieran y se puso de pie y entonó una canción cuyo coro decía:
«Y cuando murió, cerró los ojos, y nunca más vio el dinero».
Después, la tía Betsie Triggs se puso de pie y ejecutó su famosa danza, y concluyó sentada en las rodillas del condestable Vage. El rugido que saludó la hazaña se convirtió en un silencio avergonzado, porque de pronto todos advirtieron que estaban pasando el límite.
Prudie enfundó los pies en desharrapadas chinelas de tela de alfombra, y con movimientos lentos volvió a incorporarse.
—Mis queridos, queridos amigos —dijo—, os ruego que no me prestéis atención. No hagáis caso de mi dolor. Y tampoco del viejo que está allí, y que mañana enterrarán. No es más que un asunto personal entre él y yo. No hay motivo que os obligue a estar quietos como ratoncitos sólo por eso. Comed, bebed y haced lo que queráis, porque a él no le importa lo que yo haga con su dinero, ahora que comienza su largo descanso. —Encogió los grandes hombros y sus ojos resplandecieron—. Maldición, no sé cómo pudo hacer para ocultarme durante tantos años el oro. Lo escondió a su propia esposa, sí, eso hizo. O quizá no soy su esposa, pero estoy tan cerca de serlo que a nadie le importa.
Charlie Kempthorne emitió una risita, pero el condestable Vage le dio solemnemente un codazo en las costillas, y movió la cabeza; ese no era lugar apropiado para divertirse.
—Dios mío —dijo Prudie, e hipó—. Si queréis saber la verdad, mi viejo era un sepulcro blanqueado. Un viejo gato salvaje, que siempre andaba por los tejados. Y astuto como un zorro. Antes hubiera confiado en una comadreja. Pero ahí está, así son las cosas, y nadie lo negará. Sí, era mi viejo.
Paul Daniel gruñó. Después de la diversión, todos se sentían sentimentales y llenos de licor.
—Y cuando bebía, sabía hablar. Hablaba. Mejor que muchos predicadores, e incluso que los predicadores dominicales. Pero durante meses lo vi decaído. Y no por lo que le hicieron esos ladrones y asesinos. Es que estaba muy viejo. Eso era. Había vivido una vida difícil, y al final sentía los efectos.
Se sentó bruscamente antes de concluir, porque las rodillas ya no la sostenían. El condestable Vage se puso de pie. Fuera de sus funciones policiales, desempeñaba el oficio de carpintero de carretas.
—Hermanos y hermanas —dijo—. Como todos saben muy bien, no soy muy dado a los discursos; pero no sería justo que termináramos este festín sin dedicar algunos pensamientos a nuestro querido hermano Jud, que acaba de partir para los campos floridos y los verdes prados del paraíso. Hombres perversos lo abatieron, pero no duden de que la ley los descubrirá. —Entrelazó las manos sobre el estómago.
—Atención, atención —dijo Prudie.
—De modo que no debemos olvidar la silla que aquí quedó vacía. —Vage paseó la vista por la habitación, pero no pudo encontrar ni siquiera un cajón vacío—. La silla vacía —repitió—. Y es justo y propio que hagamos un brindis por nuestro querido hermano que ya no está.
—Sí-i-i —dijo Tina.
—Por nuestro querido hermano —dijo Prudie, alzando su vaso.
Todos ofrecieron el brindis.
—Que descanse en paz —dijo Joe Permewan.
—Amén —dijo el tío Ben Tregeagle, sacudiendo sus aros.
—Es una vida miserable —dijo la tía Sara—. De la cuna a la tumba en un abrir y cerrar de ojos. Así lo veo todo. Salimos y entramos. Es mi trabajo, pero me hace pensar.
—Amén —dijo el tío Ben.
—Preferiría dedicarme a limpiar pescado —dijo Betsy.
—Muchos darían bastante más trabajo que Jud —dijo Sara—. Tiene el cuerpo grande, pero alrededor del vientre no era tan redondo como yo sospechaba.
—Amén —dijo el tío Ben.
—Acaba con tus «amén» —dijo Prudie—. Todavía no estamos en la iglesia. Mañana podrás decir tus rezos.
Charlie Kempthorne comenzó a reírse. Se reía y se reía, hasta que al fin, todos trataron de acallarlo, por temor de que despertase a los invitados que ya dormían en el suelo.
—No me preocupa mucho lo que hago por los vivos —dijo Betsy—. Pero cuando ya no viven me impresionan. Ni siquiera me atreví a tocar al pobre Joe… y fue mi propio hermano más de cincuenta años. —Comenzó a llorar suavemente.
—Vamos, Ned —dijo Prudie—, quita la espita de ese barrilito de brandy. Tengo tanta sed como una gata con nueve cachorros. Todavía es temprano.
Bottrell le dirigió un guiño y pasó al cuarto contiguo, que ese día había servido de cocina. Prudie se recostó en el asiento, los brazos macizos cruzados, examinando la escena con expresión satisfecha. Hasta ahí todo había funcionado bien. La mayoría de los invitados que habían permanecido en la casa dormirían allí toda la noche, y al día siguiente, grato pensamiento, todo recomenzaría. El entierro sería al mediodía, de modo que si hacía buen tiempo sacarían temprano el ataúd para depositarlo frente a la puerta sobre sostenes formados por sillas y cajones. Los restantes participantes del duelo volverían después del desayuno, y todos comenzarían a cantar himnos. Un himno y un vaso, otro himno y otro vaso, hasta más o menos las once de la mañana. Después, los portadores levantarían el ataúd para llevarlo unos cien metros, y Ned Bottrell debía marchar atrás con un jarrón de brandy, y todos cantarían un himno y beberían un trago, y después otros cien metros, y más tragos, hasta que llegaran a la iglesia. Debían llegar hacia las doce, si es que lo lograban. Prudie recordaba el notable funeral de Tommy Job, en que los portadores habían caído al suelo, inconscientes, cuando todavía les faltaba casi un kilómetro.
La tía Sara Tregeagle dijo:
—Vean, cuando comencé a preparar muertos, solía impresionarme, y entonces recitaba un pequeño encantamiento que había aprendido de la abuela Nanpusker, que practicaba la magia blanca: «Dios nos salve de mistificaciones, conjuraciones, toxificaciones, encantaciones, fumigaciones, manchaciones, demoniaciones, y condenaciones. Amén. Romero, hierba lombriguera, agavanzo, hierba de gracia». Y así nunca sufrí ningún daño.
—Bendito sea el Parlamento —dijo Prudie.
—Amén —hizo eco soñoliento el tío Ben.
Pero el modo en que Ned Bottrell irrumpió en el cuarto nada tenía de adormilado. No traía el barrilito de brandy, y tenía el rostro demudado.
—Desapareció —gritó.
—¡El brandy! —exclamó Prudie, poniéndose bruscamente de pie—. ¡Caray! ¿Quién lo robó? Hace una hora estaba ahí…
—¡No pueden ser los tres barrilitos! —dijo el condestable Vage, instantáneamente alerta—: Los hubiéramos oído. No pueden mover tres barrilitos sin que…
—No —exclamó Ned Bottrell, imponiéndose a las voces—. No la bebida, ¡el cadáver!
Poco a poco, en un clamor de voces cada vez más estridentes, consiguieron que hablase. Inducido por la curiosidad mórbida y el orgullo profesional, había llevado la linterna de la cocina para echar una ojeada en el cobertizo, solamente, como él mismo había dicho, para ver si el viejo estaba cómodo en su bonita caja nueva. Y ahí estaba el ataúd pero el cuerpo había desaparecido.
Algunos se mostraron tan impresionados como Ned, pero Prudie tomó firmemente las riendas del asunto. Primero dijo que Ned estaba borracho como una cuba y no podía ver con claridad, y que apostaba una guinea a que el viejo aún estaba allí. Pero cuando Ned la invitó a ver personalmente, Prudie dijo que le dolían los pies, y envió al condestable Vage. Cuando Vage, aclarándose bastante la garganta y palmeándose el estómago, regresó para confirmar la versión, Prudie vació otro vaso y se puso de pie.
—Son esos ladrones de cadáveres —dijo con voz retumbante—. Ya saben cómo es. Y creo que los mismos que lo robaron lo hicieron cadáver el lunes por la noche. Vamos, hijos míos.
Con movimientos decididos y enérgicos, una docena de personas, dirigidas ahora por la viuda, pasaron al cobertizo y miraron fijamente la caja fabricada por Ned Bottrell. Parecía una excelente muestra de artesanía, e incluso en ese momento de crisis Ned no pudo abstenerse de dirigirle una mirada admirativa. Pero estaba absolutamente vacía.
Prudie casi la vuelca, porque se sentó bruscamente sobre el borde, y rompió a llorar.
—Vamos, vamos —dijo Paul Daniel, a quien habían despertado de un profundo sueño y llevado allí sin ofrecerle mayores explicaciones—. Nadie dirá que murió súbitamente. Todos estábamos preparados para lo peor.
—Claro que se lo llevaron súbitamente —dijo Joe Permewan—. Lo que quisiera saber es adónde lo llevaron
—No podemos hacer un funeral si no hay a quién enterrar —dijo Betsy Triggs—. No sería decente.
—Bueno, bueno —dijo Paul Daniel, palmeando los largos cabellos de Prudie—. Querida, debes tener valor. Más tarde o más temprano todos llegamos a lo mismo. Ricos y pobres, caballeros y pueblo, santos y pecadores. Debemos tener valor.
—¡Qué cuelguen el valor! —gritó Prudie, reaccionando con ingratitud—. ¡Tócate tu cabeza! ¡Quiero saber qué hicieron con mi viejo!
Hubo un breve silencio.
—Debemos mirar —dijo el condestable Vage—. Quizá no esté muy lejos.
Esta sugerencia pareció más promisoria que no hacer nada, de modo que se encendieron otras dos linternas. Cuando abrieron la puerta vieron que llovía intensamente, y la noche era muy oscura; pero después de algunos comentarios y vacilaciones se organizaron tres pequeños grupos de búsqueda, mientras las mujeres regresaban a la habitación principal para consolar a Prudie.
Prudie se mostraba inconsolable. Era una verdadera vergüenza, afirmó. Tener marido y después no tenerlo, así veía ella el asunto, y sostenía que no podría sobrevivir a tanta indignidad. Betsy Triggs estaba en lo cierto, no era posible organizar un entierro si no había a quien enterrar. Los malditos ladrones y asesinos no sólo le habían arrebatado al viejo, sino que incluso la habían privado del placer de enterrarlo decentemente. Al día siguiente vendrían todos para presenciar un buen funeral, y había tres jarros de brandy todavía intactos, y todos esos pasteles y esas tortas, y el predicador a quien habían comprometido, y la fosa para depositar el ataúd, y no había qué poner allí. Era más de lo que un ser humano podía soportar.
La tía Sara Tregeagle pensó que podía ayudar a matar el tiempo relatando algunas anécdotas de los muertos a quienes había preparado, y el caso de un hombre que había fallecido con las rodillas flexionadas; pero aparentemente nadie deseaba escuchar, de modo que en definitiva decidió callarse, y reinó el silencio. Comprobaron que ese silencio era casi tan insoportable como la situación anterior, de modo que el tío Ben, a quien se había disculpado de participar en la búsqueda a causa de la edad, se volvió hacia Joe Permewan, a quien se había disculpado de la búsqueda a causa del reumatismo, y le pidió que tocara algo. Joe dijo que de acuerdo, era precisamente lo que había pensado proponer, y se apoderó de su violón, pero estaba tan saturado de bebida que cuando llegó el momento de tocar el ruido que produjo era incluso peor que el silencio. Según dijo Prudie, era exactamente como si estuviese pasando el arco sobre sus propias tripas.
Entonces Ben sugirió que entonaran a coro alguna cancioncilla, pero nadie estaba dispuesto a ello, y Prudie comenzó a irritarse ante los ronquidos de Jack Cobbledick, tumbado en un rincón, bajo la ventana. Afirmó que era agregar el insulto al insulto. De todos modos, parecía imposible despertarlo, y por lo tanto los ronquidos continuaron impertérritos.
Y entonces, Betsy Triggs oyó pasos que se acercaban a la puerta y todos esperaron ansiosos, para ver qué noticias traían los hombres que habían salido a buscar.
Jud Paynter entró cojeando. Vestía su mejor ropa interior y estaba muy mojado y muy contrariado. El mantel que había tomado prestado de la taberna que se levantaba del otro lado del camino no lo había protegido mucho de la lluvia.
—Veamos —dijo pomposamente—. ¿Qué significa todo esto? ¿Y dónde está mi pipa?