Capítulo 9

La taberna de la viuda Tregothnan estaba atestada.

Dos signos inequívocos de que un cargamento había llegado a la población eran el relajamiento de la tensión y el aumento de la embriaguez. Por el momento circulaba más dinero, y el gin y el ron eran baratos. El superficial movimiento de prosperidad recorría las aldeas, a partir de los hombres que habían participado en el contrabando, y perdía altura e impulso a medida que se difundía.

Sally Tregothnan —una mujer estrepitosa y jovial de cuarenta y tantos años de edad— estaba detrás del mostrador que cumplía las funciones de bar, y escuchaba observaciones y las contestaba. Las cuatro tabernas de la aldea se beneficiaban con una parte del negocio, pero el local de la viuda Tregothnan era el sitio de reunión del grupo más selecto. A menudo se llamaba a la viuda Sally Calentamiento. Oficialmente no podía vender nada más fuerte que cerveza, pero en cierto momento de la historia de la aldea se había caracterizado por su costumbre de agregar algo a la cerveza «para calentarse», y eso incluso cuando los clientes ya estaban más que transpirados. Por lo tanto, la prosperidad acrecentaba considerablemente sus ventas. Entre los presentes esa noche estaban Ned Bottrell, Jud Paynter, Charlie Kepthorne, Paul Daniel, Jacka Hoblin y Ted Carkeek. Ciertos hombres, por ejemplo Pally Rogers y Will Nanfan, a pesar de que representaban un papel destacado en el negocio, miraban con malos ojos a los bebedores, porque entendían que el alcoholismo contrariaba los principios metodistas.

Jud Paynter se sentía profundamente feliz. Tenía un vaso lleno de gin frente a sí, gin en el estómago y público.

—Y bien —dijo—, bien, si quieren saber qué siente uno cuando está en el tribunal y habla con la voz de la verdad, y el juez, el jurado y todos los abogados escuchan con la boca abierta, lo diré. Ahí está el jurado formando hileras, como gorriones en una rama, y los abogados con sus camisones negros, que cualquiera hubiera dicho que se habían preparado para ir a la cama, y mujeres con sombrillas, todo el grupo charlando, riéndose y moviéndose, unos junto a otros, mejilla contra mejilla. Y les aseguro que era un hermoso espectáculo.

—Adelante —dijo Sally Tregothnan—. Adelante.

—Y es cierto. Ni una sola palabra de lo que digo es mentira. Cuando me puse de pie y miré a la sala, transpiraba como estiércol recién puesto. Pero cuando me animé les mostré cómo se habla, como si yo hubiera sido el pastor y ellos las ovejas. Por Dios, a todos ustedes les hubiese gustado oírme.

—Creo que debiste ser predicador —dijo Charlie Kempthorne, que hizo un guiño a Ned Bottrell.

Jacka Hoblin vació el vaso y miró a Jud con el ceño fruncido.

—Estoy harto y enfermo de oír lo mismo. Repite siempre la misma historia, ya van varios meses, y nunca la cambia. ¿Quién sabe cómo hablaste ante el tribunal, si el único que puede decirlo eres tú?

—Yo te lo digo —afirmó Jud, mostrando indignado sus dos dientes—. Si tienes orejas para oír, yo te lo digo. Ahí estaba yo, como este jarro, y al lado el juez, donde está por ejemplo Paul Daniel, pero no sonriendo como un gato que se comió al ratón; y ahí estaba Ross Poldark, en el banquillo de los acusados, como Jacka Hoblin, pero no agachado como una gallina que pone huevos; y el juez me dice: «Señor Paynter», eso me dice, «¿este hombre procedió mal o no?», y yo le contesto: «Juez», le digo «este hombre una vez me perjudicó, pero yo no voy a presentar mi protesta donde no corresponde presentarla, porque quién mejor que Jud Paynter sabe lo que dice el Libro Santo, que es que si el Señor te pega en un ojo tienes que mostrar el otro y dejar que también allí te dé un buen puñetazo. Por eso, es justo decir que digo la pura verdad, y ni una sola mentira, como que digo que este hombre Jacka Hoblin, quiero decir Ross Poldark, es tan inocente como un niño recién nacido con sus primeros pañales. Rencor» le digo, «no tengo rencor contra ningún hombre vivo o muerto. Creo en lo que está escrito para que todos lo lean. No cambiarás los mojones de tu vecino. No codiciarás a la esposa de tu vecino, ni a su amiga, ni su caballo, ni su hacha, ni nada que sea suyo».

—¡Eh, cuidado, vas a volcar los jarros con tus manos! —dijo Sally Tregothnan.

—Y así seguí, hasta que toda la gente del salón se derritió y comenzó a derramar lágrimas calientes, y lo mismo hacían los pecadores endurecidos y las señoritas. Y entonces el juez mira a la gente y abre los brazos como un centinela que vio la sardina y dice: «Amigos, amigos, amigos, amigos amigos». —Jud hizo una pausa y tanteó en busca de su vaso, lo encontró y con un gesto amplio se lo llevó a los labios.

—Qué tontería —dijo Jacka Hoblin con voz desagradable—. Ningún juez habla así.

—Espera un poco amigo —murmuró Paul Daniel—. Dale un poco de cuerda y se ahorcará solo.

Pero Jud había perdido el hilo de sus observaciones. Trató de dejar el vaso sobre el mostrador, hasta que al fin Sally se lo quitó. Se enjugó la frente con la manga de la chaqueta y miró alrededor con ojos vidriosos. Comenzó a cantar con voz quebrada y temblona de tenor.

—Eran dos viejos y vivían pobres. Twidle, twidle, twid twidle. Vivían en un corral de ovejas, sin puertas. Al lado de un olmo.

—Por Dios, ya no puedo soportarlo —dijo Hoblin—. Se cree una tía Sally en la feria de Navidad.

Charlie Kempthorne tosió y se acercó subrepticiamente a Jacka. A veces el humo y la bebida todavía le afectaban el pecho.

—Esta mañana vi a Rosina —dijo confidencialmente—. Ya es muy buena moza.

—¿Eh? —dijo Jacka, y lo miró suspicazmente.

—Pronto se casará, ¿verdad? Aunque algunos se desanimarán por esa pierna, como que cojea.

Jacka gruñó y concluyó su copa. Charlie parpadeó y miró el ceño fruncido de su interlocutor.

—No es justo que viva y muera doncella sólo porque tiene una pierna mal.

—Apenas cumplió diecisiete —dijo Jacka mientras llenaba su pipa—. No pasará mucho tiempo sin que muchos jóvenes vengan a buscarla.

—Tal vez un hombre mayor le convenga más —dijo Kempthorne, y se lamió los labios.

—Y esos dos viejos —cantaba Jud— no tenían oro. Twidle, twidle, twid. De modo que se sentían muy mal. A la sombra del olmo.

—Ahora bien, yo —dijo Kempthorne—, solamente como ejemplo, por así decirlo. No me va tan mal fabricando velas y cosas así. Estoy ahorrando un poco. Claro que tengo dos hijas, una de…

—Sí —dijo Jacka—, pobres niñas.

—No tienen nada que no se cure cuando crezcan. Lo que necesitan sobre todo es el cuidado de una mujer. Estuve pensando en Mary Ann Tregaskis, pero…

—Si te acepta. —Cuando estaba en la primera copa Jacka Hoblin no era particularmente amable.

—Bien, quizás es así. No se lo pregunté. Pero muchas aceptarán la oportunidad. Tengo un poco de tierra en Andrewartha, para cultivar nabos, y el mes próximo tendré una carnada de lechones. Y quizá no use la aguja solamente para hacer velas. La semana pasada compré diez yardas de pana negra en Redruth, a dos chelines la yarda, y pienso cortar la tela y fabricar pantalones como usan los señores; puedo venderlo a la gente que quiere parecerse a los señores, aunque no tenga nada que ver con ellos. Y estoy pensando hacer otras cosas, aquí y allá, y si lo supieras te sorprenderías.

—¿Sí? —dijo Jacka, y se sirvió otra copa.

—Sí. Y se me ocurre también que a una muchacha que es diestra con la aguja le vendría muy bien casarse con un hombre que es diestro en lo mismo. Se me ocurrió la idea.

—Tuviste esa idea, ¿eh? —dijo Jacka y miró apreciativamente a Kempthorne. Caviló un momento—. Charlie, ¿cuántos años tienes? Creo que casi tantos como yo.

—Sólo treinta y nueve —dijo Charlie.

—¿Y todavía escupes sangre?

—No, hace casi dos años que no escupo sangre. Mira, Jacka, te digo que me arreglo bien, y que muchas doncellas se verían peor que…

—Tal vez la doncella tenga algo que decir en esto.

—No, Rosina es una muchacha de buen natural, parecida a su madre. Y por supuesto, también a ti, Jacka. También a ti. Estoy seguro que hará lo que su papá le diga.

—Sí —gruñó Jacka—, tal vez así sea. Tal vez la criamos de ese modo. Pero no me gusta apresurar las cosas… excepto cuando es necesario, y parece que ahora no lo es.

—¡No quiero apresurar nada! Piensa todo lo que quieras en esto. Y tal vez de tanto en tanto vaya a ver a Rosina, si no te opones, nada más que para ver cómo lo toma…

—Y esos dos viejos —cantaba Jud—, iban y venían. Twidle, twidle, twid, twidle; y entonces vieron salir del suelo a tu tullido. Y debajo del olmo…

Más tarde, esa misma noche, Jud volvió trastabillando a su casa en Grambler, bajo la tenue luz de una media luna a veces escondida tras las nubes altas y blancas. La temperatura había descendido. Y si abril no hubiera estado tan avanzado habría podido preverse una helada. Jud aún se sentía jovial, si bien no del todo a salvo de presentimientos acerca de la condenación eterna del mundo. De tanto en tanto olvidaba el asunto y continuaba su canción interminable, para la cual siempre parecía haber un verso nuevo; de vez en cuando tropezaba en un surco o una piedra, y remitía al mundo al fuego y las llamas del infierno, del que durante tanto tiempo había tratado de salvarlo.

Pero después de uno de sus raros períodos de silencio oyó pasos detrás.

El tiempo había calmado parcialmente los temores del otoño y la Navidad, y esa noche la bebida lo había calentado e infundido valor; se volvió prontamente, sintiendo que se le erizaban los cabellos al mismo tiempo que echaba mano de su cuchillo. Era el trecho solitario que se extendía poco antes de llegar al primer cottage de Grambler; zarzas y matorrales, y unos pocos árboles deformados por el viento.

Eran dos hombres, y en la semioscuridad comprendió con una sensación de desmayo que eran desconocidos; uno era alto, y llevaba un viejo sombrero echado sobre los ojos.

—Señor Paynter —dijo el hombre más bajo, y Jud tuvo la sensación de que había oído antes esa voz.

—¿Qué desean?

—Nada especial. Solamente conversar un poco.

—No quiero conversar. Mantengan la distancia, o les clavo el cuchillo.

—Oh, claro. Ahora es muy valiente, ¿no? Más valiente que en septiembre pasado.

—No sé de qué hablan —dijo ansiosamente Jud, y retrocedió—. No sé una palabra de todo eso.

—¡Cómo, no recuerda que recibió buen dinero! ¿Eh? Creyó que podía mentir y salir bien librado, ¿eh? Es muy astuto, ¿no? Muy astuto. Muy bien, Joe, adelante.

El hombre más bajo dio un salto hacia adelante, y el cuchillo de Jud centelleó a la luz de la luna, pero antes de que pudiese volverse, el hombre alto alzó un pesado garrote que sostenía en las manos y lo descargó violentamente sobre la cabeza de Jud. Hubo un relámpago de luz de luna, y luego se le aflojaron las rodillas y se hundió en la oscuridad.

Cuando Prudie supo que habían asesinado a su marido lanzo un grito penetrante y corrió en la luz de la mañana temprana para recibir al cortejo que atravesaba la aldea en dirección a la choza de los Paynter. Dos viejos vagabundos, Ezekiel Scawen y Sid Bunt, habían encontrado el cuerpo en la zanja a un costado del camino, y varios mineros habían traído una tabla y lo llevaban en su último viaje de regreso al hogar. Nadie sabría jamás si los atacantes se habían propuesto matarlo, o si el golpe despiadado y la exposición al aire frío de la noche habían sido demasiado para una constitución debilitada por años de alcoholismo. En general, se creía que el robo había sido el motivo, y dos marineros tullidos que a lo largo de la costa se dirigían a Saint Ivés fueron detenidos, y se los hubiera maltratado si no hubieran podido demostrar que habían pasado toda la noche en la humilde casa del reverendo Clarence Odgers.

Ross no permitió que Demelza fuese al velorio, pero él mismo se presentó y dio el pésame a Prudie. En cierto modo Jud se había convertido en una institución, no sólo en el vecindario sino en la vida del propio Ross. Aunque en los últimos tiempos se veían poco, Ross siempre había tenido conciencia de que Jud existía, con sus gruñidos, su afición a la bebida y sus manifestaciones de virtud, por cierto torpes y tramposas. El distrito ya no sería el mismo sin él. Expresó algo de todo esto a Prudie, que sollozaba medio cubriéndose la cara con un pañuelo rojo que había pertenecido a Jud, y que confesó a Ross sus sospechas de que la muerte de Jud era resultado de algo que había ocurrido en Bodmin, porque desde entonces él nunca se había tranquilizado, se hubiera dicho que siempre esperaba algo. Y ahora había ocurrido, y de qué modo. Ross no habló, pero permaneció un momento mirando pensativamente por la ventana, y considerando la posibilidad. Después de esperar una respuesta, Prudie renunció y dijo que, en fin, la vida era así, y que ella no sabía cómo se las arreglaría sin su marido. Y la prima de Marasanvose, que había venido a hacerle compañía, lloraba en un rincón y se limpiaba la nariz con la manga.

Habían depositado el cuerpo en el pequeño cobertizo anexo que se comunicaba por la puerta del fondo con la choza de dos cuartos y una sola planta, y después de contemplar unos instantes a su antiguo criado, Ross retornó a las dos mujeres que lloraban, y les preguntó si podía prestarles alguna forma de ayuda.

—Lo enterramos el jueves —dijo Prudie, los cabellos sobre el rostro como una cola de caballo—, y quiero que tenga el mejor entierro. Siempre le gustaron las cosas buenas, y le daremos lo mejor, ¿verdad, Tina?

—Sí —dijo Tina.

—Jud fue un buen hombre —afirmó Prudie—. Tuvimos juntos momentos buenos y momentos malos, ¿eh? Claro que a veces era un hombre difícil, pero eso nunca me importó. Vea, era mi viejo, y ahora que está muerto y se fue, ahora que le pegaron por la espalda en la noche… ¡Es horrible, horrible pensar en eso!

—Si me informa la hora del funeral, iré a la iglesia —dijo Ross.

—Ned Bottrell está fabricando la caja para él. Quiero que todo se haga bien, como si hubiera sido un caballero, ¿sabe? Tendremos himnos, y todo eso. Amo Ross…

—¿Sí?

—Quiero que me diga si hago bien. Esta mañana, cuando lo adecentamos, fui a vaciar su bolsa de tabaco, la que llevaba casi siempre, cuando salía, y fue una suerte que no la tuviese el martes, porque cuando fui a vaciarla, que me cuelguen si no se desparramaron por todo el suelo muchos soberanos de oro, como ratones que olieron al gato. Había quince, y él nunca me habló de eso. Cómo los consiguió, el cielo lo sabe, supongo que con el tráfico, pero lo que me preocupa es saber si está bien gastar el oro en su entierro.

Ross miró a través de la puerta abierta.

—Prudie, ahora el dinero es suyo, y usted puede hacer lo que quiera. Todo lo que él tenía ahora es suyo; pero creo que podría usarlo mejor, en lugar de malgastarlo en un gran funeral. Quince libras es una buena suma, y pueden alimentarla y vestirla mucho tiempo.

Prudie se rascó.

—Jud habría querido un funeral respetable. Amo Ross, se trata de ser respetable. Y no me perdonaré si no lo hago. Debemos organizar una comida de despedida para el viejo. ¿No te parece, Tina?

Sí-i-i —dijo Tina.