Ross no podía apartar de su mente la idea. Durante mucho tiempo no habló del asunto a nadie, ni siquiera a Demelza, cuya mente ágil tal vez le hubiese ayudado a adoptar una decisión. Pero se trataba de un asunto de tal consecuencia que en verdad no podía pedir a nadie que compartiese la responsabilidad. Además, y pese a su inteligencia, Demelza era mujer, y probablemente se dejaría influir por consideraciones que no guardaban verdadera relación con el asunto.
Dedicó bastante más tiempo que antes a leer el Mercurio de Sherborne y otros periódicos que consiguió prestados y compró siempre que pudo. Antes de dar ningún paso concreto, también leyó el libro de Pryce, Mineralogía Cornubiensis, y otros tratados acerca de la historia y la práctica de la minería.
Henshawe debía ser su primer interlocutor, un hombre honesto, astuto, el mejor conocedor de la región, y reservado como una ostra.
Cierto día de principios de marzo, después de conversar una hora en la deprimente biblioteca de Nampara, y de revisar antiguas muestras y explorar viejos mapas, Henshawe y Ross, con velas en los sombreros y algunas piezas de equipo en los hombros, caminaron tranquilamente y subieron la pendiente de la colina en dirección a la deteriorada chimenea de piedra de la Wheal Grace; y durante tres horas no volvió a vérselos. Cuando regresaron a la casa, cubiertos de lodo y cansados, Demelza, que se había sentido ansiosa durante los últimos noventa minutos, contuvo el impulso de reprenderlos y les ofreció té con brandy, mientras escudriñaba los rostros de los dos hombres tratando de hallar un indicio. A Demelza le parecía extraño que la gente considerase impenetrable a Ross. Demelza no podía adivinar lo que él pensaba, del mismo modo que uno no podía decir lo que en realidad pensaban detrás de sus sonrisas muchas de esas personas de rostro jovial; pero generalmente sabía qué sentía. Y ahora sabía que no le había desagradado el resultado de la exploración de esa tarde.
Cuando Henshawe se retiró, Ross se mostró más animado que en cualquier momento de los últimos meses, mucho más parecido a su antigua manera de ser. Demelza comprendió, con más claridad que nunca que Ross necesitaba una suerte de actividad permanente del espíritu y del cuerpo. En esencia, era una persona que deseaba planear y avanzar, y por grata que le pareciese la vida de un caballero rural cuando las condiciones eran muy favorables, en medio de la pobreza y la frustración la vida se le hacía intolerable. Además, la influencia invisible pero opresora de los Warleggan era algo que más tarde o más temprano debía provocar una explosión. Si esta actividad que ahora comenzaba a perfilarse representaba una especie de válvula de escape, Demelza se sentiría agradecida.
Al día siguiente y al subsiguiente, Ross trabajó más horas en la vieja biblioteca plagada de corrientes de aire. Una tarde llamaron a Zacky Martin, y durante los días siguientes pareció que el hombre estaba casi constantemente en la casa. Después, Ross y Henshawe fueron a caballo a Cambóme, y otro día a Redruth, para discutir ciertos problemas con determinadas personas. Pero ningún forastero visitó Nampara. El veintitrés de marzo, que era miércoles, Ross fue a Truro y visitó a Harris Pascoe para comunicarle que había decidido vender la mitad de su participación en la Wheal Leisure.
El banquero se quitó los lentes y lo miró cautelosamente antes de formular un comentario.
—Creo que es una actitud discreta. Hay una etapa en la cual uno tiene que afrontar los hechos y reducir las pérdidas. Por supuesto, en cierto sentido no se trata de una pérdida sino de un beneficio considerable; y eso es satisfactorio. De todos modos, usted cuenta con mi simpatía más sincera; sé lo que esa empresa ha significado para usted. Supongo que desea reembolsar la mitad de la deuda que contrajo con Pearce. Considero que es una actitud sumamente razonable.
Ross miró preocupado el reloj nuevo, sobre el mostrador.
—Es la única cara nueva que veo por aquí. ¿Es el señor Tresize o el señor Spry? —dijo irónicamente.
Pascoe sonrió.
—El cambio aún no es completo. Pero esté seguro que, cuando los conozca mis nuevos socios le agradarán. Ahora, dígame una cosa: ¿cuánto desea por sus acciones en la Wheal Leisure?
—Veinte libras por acción.
El banquero silbó por lo bajo.
—¿Alguien las pagará? Es un precio muy elevado. Y ya sabe que en estos tiempos la gente invierte con mucha prudencia.
—No si se trata de una empresa lucrativa.
—No… quizás usted esté en lo cierto. Bien, difundiré la noticia de que están en venta. —Harris Pascoe miró de nuevo a su cliente, y recordó un suceso que había ocurrido no mucho antes—. ¿Supongo que no le importa quién compra esos valores?
Ross tomó una pluma y lentamente pasó los dedos sobre el canuto.
—Los mendigos no pueden mostrarse exigentes, ¿no cree?
—No.
—Excepto respecto del precio. Naturalmente, no quiero que nadie sepa que tengo mucha necesidad de vender, porque también pueden comenzar a bajar las ofertas.
—Capitán Poldark, esta actitud significa un cambio de frente. Pero creo que es un movimiento sensato.
Poco después, se realizó en la caleta de Nampara el primer desembarco.
Bien entrada la tarde de un día húmedo y sereno, nada menos que Jud Paynter salió del bosquecillo caminando sobre sus piernas arqueadas; traía una carta del señor Trencrom, y cuando vio a Ross se llevó la mano a la corona de cabellos, como hacía otrora, al mismo tiempo que silbaba casi sin emitir sonido entre los dos dientes, y miraba con expresión perruna e inquisitiva la casa donde había pasado tantos años de su vida.
Ross leyó la nota y dijo:
—Me parece bien. ¿El señor Trencrom espera respuesta?
—No por escrito. Le diré que todo está bien. En estos tiempos el señor Trencrom depende mucho de mí. Diría que soy su brazo derecho. No puede hacer nada sin mí. He conseguido un buen empleo.
—Sabes maniobrar una goleta —convino Ross—. Por otra parte, siempre fuiste bueno para capear temporales, ¿verdad Jud?
—Tiempo malo o tiempo bueno, para mí es lo mismo —dijo Jud, pestañeando. Nunca se sentía del todo cómodo en presencia de Ross; experimentaba una mezcla de desafío y resentimiento, y deseaba mostrarse atrevido y confiado, pero nunca tenía el valor de adoptar esa actitud. Mientras viviese, jamás perdonaría a Ross, que lo había expulsado de la casa; pero su resentimiento estaba más cerca de la indignación que del despecho.
Tal vez un pensamiento parecido cruzó la mente de Ross, porque dijo:
—No te agradecí tu original testimonio ante el tribunal. No sé qué pensabas decir cuando subiste al estrado, pero en definitiva nadie supo si estabas por mí o contra mí, e incluso el juez había comenzado a discutir. No es poca cosa confundir a la ley.
La naturaleza no había creado el rostro de Jud para que expresara placer, pero el modo en que se limpió la nariz con el dorso de la mano sugería su profunda satisfacción.
—Oh… siempre digo a Prudie que cuando un hombre está en dificultades, es el momento de conocer a sus vecinos. No negaré que para mí fue duro presentarme ante ese juez, ni más ni menos que si yo hubiera sido el delincuente. Pero yo lo conozco a usted desde que era un niñito que no levantaba dos palmos del suelo, de modo que no podía hacer más que lo que hice.
—Lo que me asombra es cómo llegaste a esa situación. Corre el rumor de que te pagaron para que atestiguaras contra mí. Naturalmente, eso no puede ser verdad.
—¡Ni una palabra! No es verdad, no es justo, no es propio. Por todas partes hay lenguas perversas que tratan de enemistarnos.
No les crea una palabra. A decir verdad…
Jud hizo una pausa, y se pasó la lengua por los labios.
—A decir verdad —lo acicateó Ross.
—A decir verdad, todo se debe a mi buen carácter. Vea, no me gusta decir que no. La gente viene y me pide una cosa, y yo digo que sí, y todo por ser amable. Y entonces me tratan bien, y me ofrecen una gota de gin, y antes de que uno pueda decir esta boca es mía, me hacen decir cosas que yo no pensé ni siquiera dormido. Así ocurrió todo. Lo juro por mi madre, que fue una santa. Y después, cuando llega el momento de presentarse ante el juez, ¿qué puedo hacer? Solamente lo que usted vio que hice; y entonces todos creen que yo quiero estar bien con Dios y con el diablo. Esa es la verdad, la pura y santa verdad.
Ross contempló el rostro de bulldog. No creía una palabra de lo que había dicho Jud, pero no pudo menos que reírse.
—Ve y dile a tu nuevo amo que estoy dispuesto a correr mis cortinas.
En vista de la ansiedad de Demelza y de su estado, durante esa primera operación, Ross respetó todas las prohibiciones, pese a que esa actitud implicaba contrariar su propio carácter. Cuando comenzó a anochecer, ordenó encender las velas y correr las cortinas, y los dos esposos se sentaron a leer hasta que oyeron el primer repiqueteo de los cascos de los caballos, junto al arroyo. Después, Demelza se puso de pie y tocó la espineta; tarareó y cantó un poco. Más tarde cenaron, y poco después los caballos volvieron a pasar, aunque esta vez pareció que los cascos se apoyaban más pesadamente en el suelo. A veces podía oírse una voz ronca, un breve ruido de pasos o el tintineo del metal.
A pesar de todas las precauciones, el corazón de Demelza latía aceleradamente; y apenas concluyó la cena la joven regresó a la espineta y trató de cubrir los ruidos que venían del exterior. Se había suministrado a los Gimlett información suficiente para que adivinasen el resto, y así, la pareja se instaló tranquilamente en la cocina y no puso el pie fuera de la casa. Una o dos veces sus pensamientos se centraron en los informantes, y en la posibilidad de que toda la operación se ejecutara sin tropiezos. El señor Trencrom le había asegurado que se harían todos los esfuerzos posibles para mantener secreto el desembarco, y que se utilizaría sólo a veinte cargadores, cuando generalmente se empleaba un número más elevado. Pensaba apostar vigías en los arrecifes y el valle, de modo que llegara aviso con tiempo suficiente si se advertía la presencia de aduaneros. Aun así, muchas personas estaban al tanto de la operación. Si había un informante, debía saber que la goleta había partido varios días antes, y que estaba próxima a regresar. ¿Conocería el lugar elegido para desembarcar?
A las diez, los ruidos comenzaron a atenuarse, y hacia las once todo estaba tranquilo otra vez. A medianoche fueron a acostarse, pero ambos durmieron inquietos, y de tanto en tanto les parecía oír ruidos alrededor de la casa. Sin embargo, nadie vino a perturbar el descanso, y poco antes del alba Ross se levantó y se dirigió a la caleta.
Sobre la tierra se desplazaba una inquieta bruma blanca, y Ross pensó que había sido afortunado de que no se hubiese formado la noche anterior, porque en ese caso habría estorbado la actividad de los contrabandistas. Se había puesto mucho cuidado en borrar los rastros de la operación. En el sector de la playa adonde no llegaba el agua se había alisado la arena con varias tablas, de modo que nadie podía adivinar qué se había hecho allí. No era tan fácil ocultar las huellas de los caballos que se habían acercado a la caleta pisando terreno blando, pero sería suficiente un día de lluvia para borrar los rastros. En el aire había olor a lluvia. En algunos lugares aparecían arbustos aplastados. En la luz incolora del alba cantaba un chorlito.
Se acercó a la caleta, donde guardaba su bote. Era una embarcación pequeña y ágil que había comprado en Santa Ana poco antes del desastre del año anterior, para reemplazar la que había utilizado Mark Daniel en su fuga. Cuando se inclinaba sobre la embarcación, oyó ruido de pasos sobre las algas marinas secas, detrás; se volvió rápidamente y descubrió que Demelza lo había seguido. El rostro de la joven parecía empequeñecido y lejano, como una escultura enmarcada por los cabellos oscuros, sobre el pedestal de su manto negro.
Ross dijo:
—No debiste salir tan temprano. Hace frío.
—Me agrada. Tengo la sensación de que estuve una semana entera detrás de esas cortinas corridas.
—Nuestros visitantes se mostraron muy cuidadosos. No se ve casi nada. Creo que movieron este bote… ellos, u otra persona. El jueves, cuando lo dejé, estaba más alejado del mar.
—¿De veras, Ross? —«¿Por qué no le digo que yo misma lo usé ayer, que por primera vez conseguí arreglarme sin Gimlett, y pesqué ocho caballas y una barbada? Porque sé que me prohibiría volver a salir, y no quiero que me detenga».
Ross se mostraba sumamente considerado con ella, pero a veces tantas restricciones y prohibiciones la agobiaban, de modo que se sentía enjaulada y constreñida. Los Gimlett eran una pareja de fieles perros guardianes; demasiado fieles. Oh, la consideración que Ross le dispensaba suscitaba en ella una sensación de confortamiento y calor… y sin embargo, no acababa de convencerla. A Demelza le parecía que la noche que habían regresado a casa después del juicio él había dicho lo que realmente sentía. Cuando supo que había un niño en camino, había hablado movido por la confusión de sus sentimientos y por su disposición bondadosa. Quizás ella se equivocaba, pero en todo caso así lo creía.
—Me alegro de que haya pasado la noche —dijo Demelza.
—Me alegra saber que ahora estamos en mejor situación.
—Aún temo. Prométeme que no continuarás esto un minuto más de lo necesario.
—Bien, en realidad no me interesa demasiado comercializar nuestra pequeña caleta. Esta mañana te levantaste muy temprano… ¿porque estás bien o porque estás mal?
—Estoy bien si otras cosas marchan bien. Mira, está levantándose la bruma.
La niebla poco densa comenzaba a disiparse a medida que se acentuaba la luz, como si alguien hubiese encendido un fuego que abarcara uno o dos kilómetros frente al mar. Entre la niebla más oscura el sol ya filtraba rayos premonitorios; y a mayor altura, en el cielo limpio y despejado, una sola nube reflejaba los brillantes rayos amarillo cadmio. Vieron que la niebla cobraba cierta luminosidad en sus capas superiores; después, los accidentes conocidos comenzaron a perfilarse con sorprendente claridad, como el decorado de una escena que se descubre. El mar lamía despaciosamente la arena, en una actitud poco comunicativa que nada decía de lo que había ocurrido durante la noche.
Ross se movió.
—¿Sabías que ayer temprano Ruth Treneglos tuvo una hija, y que está bien?
—¡No! Al fin. ¿Las dos están sanas y salvas?
—Bien, excepto que hay cierto malhumor. Oí decir que están terriblemente decepcionados, porque después de esta espera ha sido una niña. Afirman que el viejo Horace está tan furioso porque no nació un varón, que desde entonces rehúsa hablar con John.
—¡Pobre Ruth!
—Yo reservaría la compasión para la niña, que quizá la merezca.
Demelza miró a su marido.
—¿Quién te lo dijo, Ross?
—Dwight. Por supuesto, no estuvo en la casa, pero como su vivienda está tan cerca…
Había amanecido del todo casi sin que ellos lo advirtieran, de modo que súbitamente, en lugar de ser figuras semiocultas que comentaban los episodios de la noche, se habían convertido en dos individuos claramente perfilados por la ausencia de sombras, bien destacados bajo el cielo rosado. Impulsados por el mismo instinto, se retiraron hacia el interior de la caverna.
Ross dijo:
—Estuve hablando con Dwight acerca de Francis.
—¿Cómo?
—Dwight me dijo que la pelea de Francis con George Warleggan tuvo que ver conmigo.
—¿Cómo lo sabe?
—Compartieron un dormitorio en Bodmin. Francis quiso suicidarse. Lo cual confirma lo que Verity escribió en su carta… y muchas cosas más.
Demelza observó:
—Me alegro de haber hecho las paces en Navidad.
—Yo también… ahora.
Cuando se volvieron para desandar camino sobre la arena, Demelza dijo:
—Me gustaría hundir los pies en el agua.
—A esta hora te congelarías las entrañas.
—Mis entrañas experimentan sensaciones bastante raras —dijo Demelza—. Quizá será mejor que las deje en paz.
Ese día Ross fue a Truro y se enteró de que se habían vendido las acciones. Las había comprado el señor Coke, y habían obtenido el precio deseado. El nuevo accionista, el desconocido señor Coke, se había convertido en el principal accionista de la mina. Ahora que no tenía remedio, le dolía haberse separado irrevocablemente de su propiedad.
En el camino de regreso a su casa hizo un desvío para detenerse en Trenwith.
Encontró a Francis junto al lago, aserrando un árbol. La ocupación le pareció extraña.
El destino jamás cambiaría la naturaleza con la cual Francis había nacido.
—Siempre me desagrada quemar el fresno —dijo Ross mientras desmontaba—. Uno tiene la sensación de que ha crecido para un destino mejor.
—Quizá por eso se resiste a la sierra —dijo Francis, cuyo rostro se había coloreado más por ver a Ross que por el esfuerzo. Ninguno de los dos lograba sentirse cómodo todavía—. Creo que Elizabeth está en casa, y que le alegrará recibir a un visitante. Me reuniré con vosotros dentro de dos o tres minutos.
—No, vine a verte a ti. Podemos conversar aquí.
—Cualquier excusa es buena para interrumpir esta tarea.
—Francis se limpió la mano. —¿Cómo está Demelza?
—Bastante bien, gracias. Mejor que la última vez.
—¿Qué puedo hacer por ti, Ross?
Ross ató a Morena a un retoño, y se sentó sobre un rollizo del árbol caído. Recogió una rama delgada y comenzó a dibujar distraídamente cuadrados y círculos sobre la grava arenosa del sendero.
—¿Ellery y Pendarves aún no encontraron tu tesoro escondido?
—… Nada demasiado satisfactorio. Hay un lugar probable, donde mi propiedad toca el bosque de Sawle. Pero va a parar a la puerta principal de Choake y seguramente protestará. También hay signos de estaño, pero aún siento una preferencia particular por el cobre.
—Voy a abrir la Wheal Grace —dijo Ross.
—¿Qué? ¿Hablas en serio? ¡Qué buena noticia! ¿Por qué cambiaste de idea?
—Circunstancias. Proyectamos comenzar dentro de tres meses. Por supuesto, es un juego de azar.
Francis se puso la chaqueta.
—¿Piensas seguir las galerías de la Trevorgie?
—Henshawe y yo descendimos varias veces. Dios sabe quién hizo todo ese trabajo, pero el lugar parece un panal de abejas. Son galerías que casi siempre están cerca de la superficie, pero aún así el nivel inferior está inundado, y no pudimos explorarlo. De modo que proyectamos instalar una máquina. Creemos que en los niveles superficiales hay mineral suficiente para compensar la inversión.
—¿Quién invierte el dinero?
—Yo. Vendí la mitad de mis acciones en la Wheal Leisure y conseguí seiscientas libras.
Ross comenzó a quitarse los guantes. Ambos habían sido cuidadosamente remendados por Demelza, y durante un momento los miró con desagrado ante la idea de que ella necesitaba realizar esas tareas.
—¿Sueles ver a George? —preguntó.
—Desde septiembre no volví a encontrarlo. Nuestra disputa no fue de las que se olvidan fácilmente.
—¿Definitiva?
Francis lo miró.
—No respondo por lo que pueda ocurrir en el cielo.
—Este entredicho —dijo con cautela Ross— entre George y yo no es de tal naturaleza que a nadie aproveche mezclarse en el asunto. Y sobre todo a ti te perjudicaría adoptar una actitud que no fuera… en fin… neutral. Aunque hasta ahora nada hizo para molestarte, en cualquier momento puede cambiar de idea.
—Mi querido Ross, mi actitud ha sobrepasado con mucho la neutralidad. Quizá no me aceptes como abanderado de tu tropa, pero me temo que ya no hay muchas alternativas.
Morena coceó el suelo y relinchó.
—Más de una vez me hablaste —dijo Ross— del dinero que guardas para invertir en una mina. ¿Cuánto es? ¿Unas seiscientas libras?
Se hizo un silencio tenso.
—Aproximadamente.
—Con mil doscientas libras podríamos hacer mucho.
—¿Sí?
—Quizá.
—Sugieres… que nos asociemos.
—Sí.
—Nada me agradaría más. Pero… casi me has cortado el aliento. ¿Estás seguro de que lo deseas?
—Si no lo deseara, no lo habría propuesto.
—No… Dios mío, qué mundo extraño. —Francis volvió a enjugarse la frente, guardó el pañuelo y retiró la tierra del tronco medio cortado.
—Quizás haya que luchar —dijo Ross—. Es posible que te convenga mantenerte al margen. George tiene el brazo largo.
—Al demonio con George.
—Si esto prospera, no quiero que participen extraños que puedan vender sus acciones cuando y como les plazca. Pero también puedes perder tu dinero.
—Me gusta apostar… Pero si alguien me hubiese dicho hace seis meses que tú y yo…
—Uno puede apostar a un hombre tanto como a una mina.
Francis movió las astillas con el pie.
—No puedo garantizar la mina…
—Si eso piensas, es lo único que importa.
—Eso pienso… y gracias.
—Olvida el pasado —dijo Ross—. Toma o rechaza esta propuesta por su interés.
—Por supuesto, la acepto. Ven a casa y sellaremos el acuerdo con un vaso de buen brandy.
Mientras caminaban no hablaron. La propuesta de Ross había sorprendido y excitado a Francis, pero no se sentía tranquilo. Dos o tres veces miró a su primo, que casi a la puerta de la casa se detuvo.
—Mira, Ross, yo…
—¿Qué?
—No creas que no deseo esto. Podría… significar mucho para mí. Pero antes de que… de que sigamos adelante, creo necesario decirte algo. Si no fuera por esta oferta… no sentiría tan profundamente el apremio de decirte algo. Pero ahora… no debemos dar un paso más en este asunto mientras no sepas…
Ross miró el rostro avergonzado.
—¿Es algo del pasado?
—Oh, Dios mío, sí. Pero aun así…
—Si es cosa del pasado, olvídala. No creo que desee oír lo que te propones decirme.
Francis se sonrojó.
—Si ese es el caso, creo que tampoco yo deseo oírlo.
Se miraron.
Francis dijo:
—De nuevo los Poldark.
Ross asintió lentamente. Sentía que esta vez no había juzgado mal a su hombre.
—Los Poldark.