Capítulo 7

Al día siguiente, Ross se levantó antes del alba y pasó la mañana en la mina, disponiendo con Zacky Martin la redistribución de los hombres que habían trabajado en el túnel dirigido hacia la Wheal Trevorgie. Se entretuvo en su tarea más tiempo que el necesario, y bajó a ver cómo estaban las cosas en las galerías. Tenía la sensación de que la mano adquisitiva de los Warleggan ya estaba cerrándose sobre la Wheal Leisure. No había dormido bien durante la noche; su cerebro estaba excitado por todas las novedades del día anterior.

Aún no podía evaluar sus propios sentimientos ante la noticia que Demelza le había comunicado; pero la reflexión no calmaba el sentimiento de que haberlo mantenido ignorante tanto tiempo era un insulto. Le parecía que esa actitud implicaba una interpretación caprichosamente perversa de sus opiniones… o por lo menos una lamentable falta de confianza en su buen sentido. Poco después de mediodía regresó caminando con Zacky, que volvía a su casa para comer un bocado antes de retornar a la mina con el propósito de atender el cambio de turnos. Por lo menos ahora parecía que estaba cambiando el tiempo; la espesa masa de nubes que había cubierto el cielo tanto tiempo comenzaba a disiparse, se dividía y se alejaba impulsada por una brisa del noreste. Los perfiles de la tierra se destacaban inequívocos, limitando el cielo más claro y más frío.

—Es una lástima que hayamos interrumpido la excavación —dijo Zacky—. Creo que nos acercábamos a una veta muy rica. Aunque quizá mi opinión no sea más que un sueño fantástico.

—¿Hasta dónde calcula que hemos llegado?

Zacky se detuvo y se acarició el mentón.

—No sería difícil tomar medidas exactas, pero sí lo es tener cierta seguridad a ojo. Como simple conjetura, yo diría que estamos cerca de ese grupo de árboles.

Ross abarcó la distancia desde el lugar donde las construcciones de la Wheal Leisure interrumpían el horizonte hasta la pared semiderruida y la chimenea de la Wheal Grace, que se alzaban sobre el terreno en pendiente, cerca de Mellin.

—¿Más o menos la mitad de la distancia?

—Creo que sí. Por lo que sé, no hay mapas de las viejas galerías de la Trevorgie.

—Ninguno es exacto. Pero hace siete años bajé con mi primo, y se prolongaban bastante hasta aquí. Este socavón de ventilación es el único signo, pero creo que otros fueron taponados. Mi padre trabajó el más reciente, la Wheal Grace, en parte hacia el suroeste. ¿Usted nunca estuvo en la Wheal Grace?

—Cuando vine a este lugar ya tenía veinte años, y fui directa mente a trabajar a la Grambler. Por supuesto, a menudo he pensado que a nadie perjudicaría revisar mejor la Trevorgie entrando por allí. Es decir, si alguien puede respirar el aire viciado.

—No era tan desagradable cuando bajamos. Pero no llegamos muy lejos. Lo único que vimos fue una veta agotada de estaño, y bastante pobre. Naturalmente, Mark Daniel…

—¿Mark Daniel? —preguntó Zacky con expresión cautelosa.

Continuaron caminando. Estaban apenas a unos centenares de metros de la casa que Mark había levantado. Una parte del techo ya había caído. Parecía impropio mencionar su nombre precisamente allí, tan cerca del lugar en que había matado a su pequeña e infiel esposa de un día.

—No sé si Paul se lo dijo —continuó Ross—, pero la víspera del día en que Mark huyó a Francia, se escondió en la Grace. Antes de que se alejara yo… en fin, lo vi, y me dijo que en la mina había una veta muy rica.

—… Paul nunca me habló del asunto. Pero puedo sumar dos más dos. ¿Dijo dónde estaba el mineral?

—No… por lo menos, creo que mencionó la cara del este.

—Es decir, Trevorgie. Parece lógico… pues su padre jamás habría abandonado una buena veta. Mientras trabajaron la Trevorgie, hubo seguramente muchas sorpresas.

—Sí —dijo Ross, los ojos fijos en la chimenea de la Wheal Grace. Se separaron poco después del cottage de Reath, y Ross subió hasta las construcciones de la vieja mina. Quedaba muy poco. La habían abandonado veinte años antes, y hacía mucho que habían retirado las piezas de las máquinas; después, la naturaleza había tendido su manto sobre las cicatrices. Ross se sentó y apoyó el mentón en la mano.

Era bastante agradable sentarse allí, entre los pastos acariciados por el viento, y apenas se movió durante media hora. Había cierta comunión espiritual entre el hombre y la escena. Lo asaltaban ideas extrañas, y por lo menos dos de ellas habían cobrado forma a partir de su conversación con el señor Trencrom. Todas se originaban en los hechos del día anterior, y al mismo tiempo todas le impulsaban hacia un objetivo. Finalmente, se puso de pie y caminó con paso lento, sin un rumbo muy definido; regresó hacia el cottage de Reath, empujó la puerta y entró. Estaba oscuro, como siempre después de mediodía; Mark lo había orientado mal. La gente no quería pasar cerca después de anochecer; decían que a veces el cuerpo de Keren aparecía colgado, con su carita destrozada asomando por la ventana. El suelo de tierra estaba cubierto de zarzas y malezas; entre las piedras brotaba el pasto claro y áspero, predatorio y enfermizo. En un rincón estaba un viejo taburete, y al lado del hogar yacían varios pedazos de leña. Salió de nuevo al aire libre, burlándose de sí mismo porque se alegraba de abandonar aquel lugar.

Desde aquí podía verse claramente la pendiente que conducía a la casa de Dwight Enys. Cada vez que el joven médico salía, montado en su caballo, para realizar la ronda de visitas a sus pacientes, ese cottage en ruinas sin duda lo miraba y lo veía alejarse. No era extraño que Enys aún exhibiese las cicatrices de aquel episodio; para él no era muy fácil olvidar. Ross comenzó a caminar hacia la casa del médico. Cuando se acercó, vio a Dwight en la puerta, y su caballo estaba frente a la entrada, ensillado. Dwight lo vio, sonrió y se acercó para recibirlo.

—¿Confío en que no se trata de una visita profesional? Viene tan rara vez que me inquietó verlo.

Ross dijo:

—De mí pueden obtenerse tantas cortesías como jugo de un limón seco. Pero de tanto en tanto es bueno mostrarse amable, para variar.

Dwight se echó a reír.

—Será mejor que no exagere. Supongo que usted no es el responsable del asombroso regalo que he recibido, ¿verdad? La alusión al limón le vino muy fácilmente a los labios.

—En este momento ruego al cielo que alguien me envíe regalos, y no estoy en condiciones de hacerlos. ¿Qué ha ocurrido?

—Esos sacos. Están llenos de naranjas. Llegaron esta mañana, doce sacos descargados de tres mulas por un individuo hosco que apenas habló… Los trajeron desde Falmouth. Estoy asombrado.

—En su lugar me ocurriría lo mismo.

—No, no son para mí. Están destinados a los enfermos de Sawle; por lo menos, eso imagino. Estoy tratando de recordar a cuántos mencioné la necesidad de este alimento. Usted fue uno de ellos.

—Lo siento. Dwight, usted debe buscar entre sus amigos ricos.

—Ignoraba que los tenía —replicó Dwight, aunque sabía muy bien que había por lo menos uno—. Aquí debe haber al menos un centenar de docenas de naranjas. Alcanza en todo caso para contener la epidemia de escorbuto, si se las utiliza con inteligencia. Envié a Bone a pedir prestadas dos mulas viejas de los Nanfan. Espero que regrese antes de iniciar mi ronda. Tendremos que distribuir esta misma tarde parte de la fruta.

Ross miró el rostro animado del joven. Era fácil comprender lo que Enys sentía: había combatido sin armas a su enemigo, y de pronto descubría que alguien le facilitaba instrumentos de lucha…

Dijo:

—Vine a preguntarle si casualmente recibe periódicos de Londres. Las noticias del Mercurio de Sherborne son un poco limitadas.

—Nada… excepto Hechos y Observaciones de la medicina, del doctor Simmons. Me lo envían mensualmente. A veces veo un periódico londinense en casa de los Pascoe.

—Con ese proceso que me amenazó durante seis meses, y luego las dificultades de retornar a la vida normal, he prestado poca atención a los hechos generales. ¿Qué piensa de las noticias de Europa?

La pregunta pareció sorprendente a Dwight, porque generalmente consideraba a Ross mucho mejor informado que él mismo.

—¿Se refiere a Francia? ¿Ha leído Reflexiones acerca de la Revolución Francesa?

—No.

—Tampoco yo. Pero se vende muchísimo… aunque eso sin duda ya lo sabe. Por lo que oí decir, Burke sostiene que los revolucionarios son en realidad los enemigos de la libertad, pese a que todo lo hacen en su nombre.

—No es improbable que diga eso. En este país el tema suscita sentimientos muy profundos; por mi parte, si bien no elogio de un modo extravagante a los revolucionarios, no puedo dejar de alimentar cierta simpatía por sus propósitos originales.

Dwight miró a Ross.

—Lo sé. Al comienzo había muchos como usted, pero han venido modificando paulatinamente su actitud.

A lo lejos apareció la figura de Bone. Esperaron a que llegase a la casa. Will Nanfan podía prestar las mulas, y las enviaría a primera hora de la tarde. Ross se volvió para desandar camino. No había dicho a Dwight uno de los motivos de su visita; pero el impulso se había desvanecido apenas llegó a la vivienda del joven médico. Dwight lo adivinaría muy pronto, y por lo demás no se le necesitaría hasta el mes de mayo.

Cuando Dwight pasó la entrada de Killewarren, el sol resplandecía y el viento agitaba las hojas secas de los árboles jóvenes. La grava frente a la casa estaba sembrada de ramitas de abeto, cortadas por los dientes de las ardillas que se paseaban sobre las ramas más altas. Dwight golpeó a la puerta y preguntó si la señorita Penvenen estaba en casa, y fue introducido en un cuartito contiguo al vestíbulo. Poco después, la doncella regresó y dijo que la señorita Penvenen lo recibiría.

La joven se hallaba en la misma sala de estar donde la había visto la primera vez, pero ahora vestía un traje de montar negro, sobre cuyos hombros los cabellos cobrizos formaban como una mancha de fuego. Cuando él entró, la joven estaba de pie frente al hogar, y se servía de un plato de sandwiches y tenía un vaso de vino sobre el reborde de la chimenea. Se echó a reír cuando lo vio.

—Buenos días, señor farmacéutico. ¿A quién viene a sangrar? Mi tío está en Redruth y no volverá hasta las cuatro.

Dwight replicó:

—Señorita Penvenen, he venido a visitarla. Discúlpeme si la incomodo, pero no la retendré mucho tiempo.

Carolina miró el reloj.

—Puedo concederle cinco minutos, o lo que necesite para comer estos sandwiches. Este excelente viento del este no durará, y hasta ahora hemos tenido una hermosa mañana. Nos levantamos al alba, y poco después conseguimos cazar un zorro. Una verdadera belleza, y corrió en línea recta hasta más allá de Ponsanooth. Llegué segunda, sobre terreno bastante accidentado. A eso de las doce entramos en el bosque de Killevreth, y encontramos otro; pero mi caballo se lastimó una pata cuando salíamos, y por eso vine aquí a comer algo mientras ensillan a Thresher. ¿Nunca sale de caza, señor Cara Seria?

Dwight replicó:

—¿Usted ordenó que me entregaran hoy una carga de naranjas?

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Naranjas? ¿Dijo naranjas? Si le hiciera un regalo, sería un instrumento más apropiado para retirar espinas de pescado. ¿Recuerda que me lastimó los labios con los dedos?

—Sí —dijo él—, lo recuerdo.

Se miraron uno al otro. Dwight estaba tan cerca que alcanzaba a percibir el extraño y suave perfume que ella usaba; las ropas de corte masculino le conferían un aire aún más femenil.

—De modo que fue usted —dijo él—. Ya me parecía que no podía ser otra persona.

—¿De veras?

—Le estoy… muy agradecido. Servirá para salvar vidas.

—No creerá que a mí me interesa el destino de unas pocas pescaderas, ¿verdad? ¡Cielos, qué tontería!

—Entonces, ¿por qué lo hizo?

Ella lo examinó atentamente; pareció próxima a negarlo, y de pronto cambio de idea.

—Sólo para burlarme de usted.

Dwight se sonrojó.

—Una forma costosa de burla, ¿no le parece?

Carolina concluyó su vino.

—No deseo sentirme obligada, y especialmente con un hombre… y más especialmente con usted. No quiso aceptar mi dinero. Me lo arrojó a la cara.

—No quiero su dinero…

—Por lo tanto llegué a la conclusión de que su conciencia no le permitiría mostrarse excesivamente orgulloso y rechazar un regalo para sus pobres muertos de hambre. Y no lo rechazó. Ahora, quien está obligado es usted mismo.

—Me siento muy obligado… por su bondad.

—Usted me divierte mucho —dijo ella.

—Y usted también me parece muy simpática.

Por primera vez Dwight advirtió un leve sonrojo en las mejillas de la joven.

—No sea impertinente.

—¿No dijo que admiraba la impertinencia? No he olvidado su afirmación.

—En cambio, olvida muchas otras cosas.

—No olvidaré este generoso regalo, por mucho que trate de disimularlo…

Carolina se apartó de Dwight cuando se abrió la puerta y entro Unwin Trevaunance.

—Oh, estás aquí. Por Dios, te busqué por todas partes. Por lo menos hubieras podido… —Se interrumpió al ver a Dwight.

—¿Lo alcanzaste? —preguntó ella.

—No… Se desvió y el rastro se perdió. ¿Qué pasó?

Luciérnaga se lastimó la pata. Otra vez la articulación… de modo que volví a casa. Saldremos otra vez en medio minuto.

—No he comido nada desde el desayuno. Estoy hambriento.

—Ponte algo en el bolsillo. Si nos demoramos no cazaremos nada. Oh… ¿Conoces al doctor Enys?

Unwin inclinó su cabeza leonina. No parecía muy complacido de que lo hubieran abandonado en el campo de la acción, ni de haber regresado a casa para encontrar a Carolina en animada conversación con un joven sonrojado pero apuesto, que quizá no era más que un médico rural, pero exhibía un aire atrevido.

—No creo haber tenido el placer de serle presentado.

—Placer es palabra muy adecuada —dijo Carolina, al mismo tiempo que se abotonaba la chaqueta—. Sabe curar a los perros que padecen inquietantes convulsiones. Doctor Enys, Horace mejoró muchísimo desde que tomó esa mezcla que usted le recetó. Ahora tiene una manchita en la oreja, y usted podría mirarlo después que nos hayamos ido.

Dwight rehusó dejarse provocar.

—Señora, por doce sacos de naranjas le dispensaré la mejor atención posible.

Unwin parecía irritado. Comenzó a retirar algunas cosas de la mesa, y Carolina se las envolvió en una servilleta.

—Entonces, será mejor que lo atienda esta mañana —dijo Carolina señalando a Horace, que describía círculos en su canasto para hallar el lugar más cómodo—. La semana próxima nos vamos.

—¿Se irán? —preguntó Unwin, mirándola—. ¿Adónde?

—Oh, ¿no te lo había dicho? Querido Unwin, cuánto lo lamento. El tío William me dijo que debía volver en febrero. Después de todo, he estado aquí desde septiembre, y la caza es mucho más abundante en Oxfordshire.

—Ciertamente, nada me dijiste. Yo… —Unwin miró fijamente a Dwight, sin duda deseando que el joven estuviera a varios kilómetros de ahí.

—Señorita Penvenen, ¿piensa ausentarse mucho tiempo? —preguntó Dwight.

—Eso dependerá de las diversiones que me ofrezcan allá. Generalmente abundan. Pero no se preocupe: he ordenado que la semana próxima le entreguen más naranjas.

—¿Naranjas, naranjas? —dijo impaciente Trevaunance—. ¿Se trata de una diversión que yo desconozco? Vamos, Carolina, quizá pueda persuadirte de que retrases tu partida… pero entretanto debemos aprovechar lo mejor posible un día tan hermoso. —Se dirigió a la puerta y la abrió para dar paso a Carolina.

—No, no, tú no puedes venir, querido —dijo con voz meliflua Carolina a Horace, que había descendido velozmente de su canasta—. Te asustarán esos perros enormes. Te quedarás en casa con este buen médico que te curará la oreja, y los ataques, y que quizá te extraiga los huesos que puedas llegar a tragarte. Vamos, vamos. —Depositó el perro en los brazos de Dwight y sonrió al joven. Las miradas de ambos se cruzaron, y por malignidad, y sabiéndose doblemente segura en presencia de Unwin, ella dejó entrever todo su interés en Dwight. En las pupilas se veían puntitos color ámbar; las largas pestañas, a menudo entrecerradas, permitieron ver durante un segundo la profundidad verde grisácea.

Después, Carolina dejó oír su risa sonora.

—Adiós, Dwight. ¿Puedo llamarlo Dwight? Es un nombre extraño. Uno piensa en una persona tímida, y un tanto conservadora. Su madre sin duda pensó en algo distinto, ¿verdad? ¿Y quién acertó? Vaya, no lo sé. Quizás un día volvamos a vernos.

—Así lo espero —dijo Dwight.

La joven salió, y Dwight permaneció en la sala, con el perro que se debatía. Antes de seguirla, Unwin le dirigió un mirada calculadora y hostil. Dwight los oyó alejarse por el corredor, y hablar, y oyó la risa de Carolina antes de que el ruido de los pasos se acallase.