La semana siguiente debía celebrarse una de las reuniones trimestrales de los socios de la Wheal Leisure, y, tocaba al señor Treneglos recibir en Mingoose. Un dividendo que representaba el quince por ciento de la inversión equivalía al sesenta por ciento anual, y era algo de lo cual bien podían estar satisfechos. Tres años antes, la mina tenía cincuenta y seis hombres. Ahora sobrepasaba el centenar, y representaba un poco de prosperidad en una región agobiada por la necesidad.
Sin embargo, Ross de ningún modo se sorprendió cuando el señor Renfrew volvió a proponer que el túnel exploratorio que estaba excavándose hacia las antiguas galerías de Trevorgie se suspendiera, y la fuerza de trabajo correspondiente se consagrara a propósitos más productivos. Ya habían escuchado esas propuestas, formuladas principalmente por el señor Pearce, pero habían conseguido derrotarlas. Hacía cierto tiempo que Ross advertía que algunos de sus colegas comenzaban a adoptar el criterio del señor Pearce, de modo que ahora esperó y se abstuvo de obedecer a su primer impulso, que había sido tomar la palabra. El señor Pearce también guardó silencio, y fue como si ambos estuvieran esperando que los votantes neutrales manifestasen su opinión.
Aquí, Henshawe dijo:
—Creo que deberíamos insistir un mes o dos más. Hemos llegado tan lejos que es una lástima abandonar ahora.
—Me parece que hemos dejado atrás las antiguas galerías —dijo Renfrew—. Equivocamos el rumbo. Podríamos continuar durante años, sin alcanzarlas nunca.
—No es lo que dice el viejo mapa —gritó el señor Treneglos, tratando de hacerse oír sobre los ruidos que resonaban en su propia cabeza—. Recuerden que el viejo mapa indicaba que las galerías de Trevorgie doblan y se ramifican hacia Marasanvose, y todavía no hemos llegado a la bifurcación. De todos modos, estoy decepcionado. Nunca creí que sería una tarea tan prolongada. Y disminuye constantemente nuestras ganancias.
Ross dijo:
—Gracias a esos trabajos encontramos la segunda veta. No ha sido una labor completamente inútil.
—No —dijo el señor Pearce, interviniendo a su vez en la discusión—. Pero encontramos la mejor veta en dirección contraria. Creo que obtendríamos mejores resultados si apuntamos hacia el noreste, donde el terreno es más blando, y la calidad más promisoria. —Se rascó.
El señor Treneglos aflojó el botón superior de sus pantalones.
—Bien, que sea como dice la mayoría. Sin duda, podemos permitirnos el gasto, ¿eh? Obtenemos una excelente ganancia y la perspectiva de mejorar. Pero condenación, estoy casi inclinándome a opinar lo contrario de lo que sostuve hasta ahora. No parece que estemos abriendo un socavón que ayude a desaguar la mina. Hemos excavado bajo el valle, y ahora estamos bajo la colina. ¿Qué dijo, Pearce? ¿Qué? Pearce movió la cabeza cubierta por la peluca, negando que deseara hablar.
Ross dijo:
—Dos veces persuadí a la compañía de la necesidad de continuar; pero no deseo insistir si la mayoría se opone. Aún creo que nos conviene perseverar; pero yo fui el primero que propuso la idea, y cuando se suman los salarios incurridos todos estos meses, se obtiene una cifra importante. De modo que no diré más y dejaré el asunto librado a la votación.
Se votó. Noventa partes (las de Ross y Henshawe) se inclinaron por continuar los trabajos, y ciento cincuenta por suspenderlos.
Ross dijo:
—Habría sido necesario aclarar previamente un problema. Entiendo que los hombres que trabajan en ese sector no serán despedidos… que se les asignarán otras tareas.
El señor Renfrew frunció el ceño.
—Me gustaría ensanchar el tubo principal. La atmósfera aún está viciada, y podríamos usarlos con provecho para mejorar las condiciones.
Los accionistas discutieron algunos minutos este asunto, se adoptó una decisión, y pareció que se levantaba la asamblea.
Entonces, el señor Pearce tosió y dijo, con una sonrisa de disculpa:
—Hay otro asunto, y hubiera debido abordarlo antes. En realidad, esperaba la oportunidad apropiada. Quiero decir que uno de los accionistas —ya me entienden, uno de los que yo represento—, el señor Benjamín Aukett, ha vendido su participación en la mina a cierto señor Henry Coke. Todavía no sé de cierto si el señor Coke querrá asistir a las reuniones, pero más bien… hum… creo que querrá que yo represente sus intereses, exactamente como hice con el señor Aukett. Sea como fuere, acaba de realizarse la venta, y sobre este punto podré ofrecer una información más completa en abril.
Continuó hablando, acomodando el vientre de tanto en tanto, y evitando cuidadosamente la mirada de Ross.
—¿Quién? —gritó el señor Treneglos—. ¿Quién? Jamás oí hablar de él. Supongo que es whig. ¿Dónde vive? ¿Cuál es su profesión? Oh, un caballero. Bien, eso es buen signo. Confío en que se mostrará tan dócil como Aukett. Tráigalo una vez, si acepta. No tenemos nada que ocultar. Creo que todos pensamos lo mismo, ¿no?
Los otros concordaron.
El capataz Henshawe dijo:
—Me gustaría saber si conoce el precio que se pagó por esas acciones.
—No, mi estimado señor —dijo el abogado—. No tengo la menor idea.
Renfrew dijo:
—El mes pasado me ofrecieron ciento cincuenta libras por mi parte. Es decir, quince libras por cada acción de cinco. Es decir, una ganancia tentadora. Además, muestra que en estos tiempos la gente está muy interesada en hacer buenas inversiones.
—¿Cómo se llama el hombre que lo abordó? —preguntó Ross.
—Garth. No lo conocía. Un individuo muy cortés, pero no lo que llamaríamos un caballero.
—Supongo que no piensa vender.
—No —dijo Renfrew, observando con cierta sorpresa la expresión de Ross—. Me conviene más permanecer aquí, y no sólo por las herramientas y los materiales que proveo.
La reunión terminó poco después y, como solían hacer, el capataz Henshawe y Ross se alejaron juntos, en medio de la tarde cada vez más brumosa.
—Bien —dijo Henshawe, que trataba de mostrarse animoso—. Hace casi tres años ofreció cuatro libras y media por cada acción del doctor Choake. Como recordará, entonces opiné que había pagado mucho más de lo que valían. Pero su confianza se ha visto justificada. A mi juicio, el viejo Aukett recibió más de quinientas libras por su parte, y por eso se mostró dispuesto a vender.
—Lo mismo pienso.
A Henshawe nunca le agradaba tener frente a sí el lado de la cara de Ross que exhibía la cicatriz. Más de la mitad de la cicatriz estaba oculta por la larga patilla, pero de todos modos su extremo inferior adornaba la mejilla como un símbolo de aspereza e irritabilidad, cualidades que Henshawe deploraba, porque era un hombre pacífico y tolerante.
—No creo —dijo—, que esta novedad origine cambios en la administración de la mina. Más aún, no puede haberlos, porque el señor Fulano de Tal tendrá que someterse a la mayoría. De todos modos, no hay motivo de preocupación mientras los beneficios sean tan elevados.
—No —dijo Ros.
—Es una lástima que se suspenda la galería orientada hacia la Trevorgie, pero quizá podamos recomenzar en pocos meses.
—Tal vez —dijo Ross.
Continuaron caminando en silencio. Ross dijo:
—Me gustaría saber si la señora Trenwith se mantendrá firme.
—¿La señora Trenwith? ¿Si querrá desprenderse de sus acciones? Lo dudo. Creo que le gustan demasiado las ganancias como para separarse fácilmente de su participación.
—Hay dos clases de ganancias.
—Y bien, si ella vendiera no sería tan grave, ¿verdad? Las participaciones en otras minas cambian de manos todos los días… si hay interesados en comprarlas. Concuerdo en que ahora nos sentimos muy cómodos, pero no creo que uno o dos socios nuevos modifiquen la situación.
—No —dijo Ross.
Llegaron a la bifurcación de los senderos.
—¿Quiere beber una copa conmigo antes de seguir?
—No, gracias, señor. Ya he bebido demasiado. Trataré de llegar a casa antes de que anochezca.
Ross atravesó el manzanar en dirección a su casa. Cuando llegó a la vista de la puerta principal, advirtió que allí esperaba el caballo de un visitante.
Jane Gimlett lo recibió en el vestíbulo.
—Señor, vino a verlo un caballero. Hace una media hora. Se llama Trencrom. Usted me ordenó que le avisara, para saber si entraba o no en el salón.
—… ¿Dónde está la señora Poldark?
—Con el señor Trencrom.
Ross se quitó el sombrero y se alisó los cabellos. La presencia del señor Trencrom explicaba el caballo de gran alzada que esperaba fuera; pero ¿cómo se explicaba la visita del señor Trencrom? No estaba de humor para visitas. Sólo la compañía de Demelza, quizá. Nadie más. Entró en la sala.
Su esposa, ataviada con uno de sus vestidos de muselina blanca, estaba de espaldas a la puerta y servía té. El visitante lo miró desde su lugar, el más grande de los sillones.
El señor Trencrom era una de esas personas peculiares que poseen múltiples intereses. A semejanza de los Warleggan, tenía el talento de emprender toda suerte de actividades lucrativas; pero a diferencia de aquellos, no ambicionaba elevarse socialmente. Era hijo de un comerciante de lanas, y siempre pertenecería a la misma clase social. Tenía participación en empresas pesqueras, en fábricas textiles, en estamperías de hojalata, en pequeños talleres de localidades sin importancia. Y por doquier el dinero se sumaba al dinero y volvía a acrecentarse. Su inversión en la Compañía Fundidora Carnmore había sido casi la única pérdida importante de su carrera, y Ross no había vuelto a verlo desde el fracaso de la empresa. Por supuesto todo el mundo, y sin duda todos los magistrados, sabían muy bien cuál era su principal actividad.
En apariencia era un hombre muy robusto. En el mundo tenía sólo dos enemigos: los guardias aduaneros y sus propios bronquios.
—Bien, capitán Poldark —dijo casi sin aliento—. Disculpe que no me ponga de pie. Estuve muy enfermo este invierno. El aire húmedo no me sienta bien. Su encantadora esposa. Le dije que yo no bebo. Y preparó té. Delicioso. ¿Cómo está, mi estimado señor?
—Considero que el clima es duro —dijo Ross.
Demelza lo miró, y comprendió inmediatamente que había dificultades.
—Ross, ¿beberás algo?
—Algo más fuerte —respondió él—. Señor Trencrom, ha cabalgado mucho en una tarde poco propicia.
—Sí, como usted dice, hace algunos años que no vengo por estos lados. Capitán Poldark, qué inquietantes las noticias de Francia. Dicen que Mirabeau de nuevo está gravemente enfermo, y casi ciego. Si muriese…
—En los últimos tiempos no he seguido muy de cerca la política francesa.
—Si estoy enterado, no es porque me agrade el tema. Pero cuando uno se encuentra… en contacto permanente. Según dicen, si Mirabeau muere… estallará una tormenta. La posición del Rey. Muy peligroso. Inglaterra no puede mirar con indiferencia.
—No creo que nos incumba el destino de Luis.
—Bien, hasta cierto punto… es verdad. Pero hay límites.
—Límites por ambas partes. Pues no tenemos ejército ni armada.
—Sí, sí, por supuesto, usted está en lo cierto. De todos modos… el futuro me inspira graves temores.
Ross se sentó en una silla y apoyó los codos sobre los brazos de madera.
Se hizo el silencio.
—En fin —dijo el señor Trencrom—, no vine de visita sólo para comentar la situación exterior. Como usted habrá adivinado. Sin duda. —Tosió. Era un sonido extraordinario, por tratarse de un hombre tan corpulento; el enorme cuerpo se estremeció, y finalmente produjo un breve ruido, fino y estrangulado, como si en lo profundo de su ser un perro muy pequeño estuviera asfixiándose. Después, Trencrom se limpió la boca y continuó—: Primer propósito. Renovar nuestra relación. Ya lo hice. Segundo propósito. Preguntar por sus asuntos. Si prosperan. Tercer propósito. Hablar de los míos. Ahora bien, si…
—¿Qué le parece —preguntó Ross— si hablamos primero de los suyos? De ese modo podemos alcanzar un entendimiento más rápido y quizá tratemos de pasada mis propios problemas.
El señor Trencrom sonrió a Demelza.
—Su esposo siempre se distinguió por su capacidad para ir al grano. Me encanta la gente franca. Por supuesto. Pero el asunto hasta cierto punto depende, en caso de que sus asuntos prosperen, de que le interesen los míos. Sin embargo…
—La mitad del condado tiene interés en sus asuntos, señor Trencrom —dijo Ross.
La sonrisa del hombre corpulento se acentuó, y estalló en una tos minúscula y comprimida.
—Capitán Poldark, bien podría ocurrir… que tengan motivos para interesarse en mi propio bienestar. Las cosas del negocio no marchan demasiado bien. Y no sé… cuánto tiempo podré continuar, si todo sigue así.
—Yo hubiera dicho que los negocios nunca prosperaron tanto como ahora.
—Ah. Lejos de ello, los negocios no prosperan. Permítame explicarle.
El señor Trencrom pasó a explicar el asunto, con su voz jadeante, como si en ese mismo momento estuviese trepando una pendiente empinada. Dominada por una horrible premonición acerca del desenlace, Demelza sirvió una taza de té a Ross, y este la bebió, olvidando lo que había dicho un momento antes. Los negocios, afirmó el señor Trencrom, marchaban bastante bien desde el punto de vista de la demanda. La gente bebía tanto como siempre, y si bien el dinero escaseaba, siempre había mercado para el licor barato de buena calidad. Ellos debían considerar que les estaba hablando con una franqueza que jamás demostraba con todos. Hablaba en confianza, y sabía que ellos la respetarían.
La luz disminuyó en la habitación, pero nadie pareció advertirlo. En algún lugar, detrás de la casa, Gimlett cortaba leña; cada serie de ruidos comenzaba con un tap-tap de tanteo, que se hacía más firme e intenso, y también más lento, hasta que se oía el chirrido de la leña que se partía. Por la ventana, el cielo nublado y cada vez más oscuro exhibía un color gris ferroso.
El señor Trencrom explicó que la única dificultad importante del negocio era la fatigosa tarea de desembarcar la mercadería. Vercoe, el aduanero de Santa Ana, y su ayudante Coppard, eran hombres tenaces, siempre vigilantes y dispuestos a actuar. Se había intentado ablandarlos, llevarlos a un estado de ánimo más razonable, pero su única respuesta había sido pedir más ayudantes. Y corría el rumor de que quizá los obtendrían. Todo hubiera sido mucho más fácil, decía el señor Trencrom, si se hubieran mostrado comprensivos como los aduaneros de Newquay y Falmouth, donde los funcionarios recibían un porcentaje de las ganancias obtenidas con el contrabando, y nadie los molestaba.
El señor Trencrom concluyó su té y sonrió aprobatoriamente cuando Demelza se puso de pie para servirle otra taza. Eso ya era bastante desagradable; pero de todos modos era la situación que había prevalecido desde el día en que Vercoe llegó al distrito, cuatro años antes. Lo que ahora venía a agravar el problema era la presencia de un informante o quizá de varios informantes entre los propios aldeanos. Había comenzado en Santa Ana el año anterior, y por eso habían llevado las cargas a Sawle, donde el desembarco era mucho más difícil. Pero durante los últimos seis meses había ocurrido lo mismo en Sawle, y ahora el negocio estaba casi paralizado. Y eso, decía el señor Trencrom, era bastante desagradable en el sur, donde habían muchas bahías y entradas navegables. Pero en esa costa septentrional significaba la ruina, y quizás algo peor. Apenas el mes anterior, en medio del súbito mal tiempo que se había abatido sobre la costa, la goleta One and All debió alejarse apresuradamente de la costa, porque los aduaneros estaban en el sitio; y entonces tuvo que acercarse hacia un sector sembrado de arrecifes, que no tenía una sola entrada, ni una caleta, ni una bahía, de modo que había corrido grave riesgo de destrucción. La nave había puesto rumbo a las islas Scilly, para regresar a la noche siguiente; pero hubiera podido perderse con todos sus tripulantes y una valiosa carga. No era posible arriesgarse de ese modo.
—Tiene toda mi simpatía —dijo Ross—. Pero ¿cuál es la moraleja de su relato?
—La moraleja, capitán Poldark. Es que debemos hallar otra caleta navegable. Y usted posee la única en muchos kilómetros.
Demelza se detuvo con la taza en las manos, los ojos que iban de un rostro al otro.
—Creo —dijo Ross tranquilamente— que usted sobrestima las ventajas de la caleta de Nampara. El agua no es muy profunda, y a la entrada hay varias rocas peligrosas.
«Si lo sabré, pensó Demelza; casi naufrago ayer en una de ellas».
El señor Trencrom volvió a estrangular a su perrito.
—Capitán Poldark, no sobrestimo nada. No es ideal. Pero en las noches tranquilas podríamos desembarcar muy cómodamente. No está demasiado lejos de nuestro lugar de distribución. Y yo diría que no hay vigilancia excesiva. Todo podría hacerse discretamente.
—Hasta que el informante se entere del cambio.
—Bien, podríamos organizar… un sistema más seguro de protección. Y venir aquí solamente dos o tres veces al año. Por otra parte, usted no tendría por qué saber nada.
Ross se puso de pie y se acercó a la ventana. Demelza aún no se había movido, con la taza en la mano.
—Con respecto a mí mismo —dijo Ross—, es evidente que estaría al tanto. Pero por el momento dejemos eso. A su juicio, ¿qué interés puede hacerme sensible a este plan?
—Ross —dijo Demelza; pero él no la miró.
—Oh —dijo el señor Trencrom—, podemos arreglarlo amistosamente, de eso estoy seguro. Un porcentaje de la ganancia. O una suma fija por cada desembarco. Otras veces ya hicimos negocios. No pelearemos por eso.
Había cierto brillo en los ojos de Ross cuando desvió la cara hacia el jardín, pero procuró que su visitante no lo advirtiera.
—Me temo —dijo— que necesito una propuesta más concreta. Uno puede considerar la idea solamente comparando los riesgos con los beneficios. Por ahora, conozco únicamente los riesgos…
—Hum… Ah. Bien. —El señor Trencrom extendió la mano regordeta, para recibir la taza de té que Demelza aún sostenía—. Gracias, señora. Delicioso. Es una situación muy difícil entre amigos. Uno desea ser justo. Pero las cosas no son lo que eran.
Todo es más difícil que antaño. ¿En qué había pensado? ¿Le parecería justo el cinco por ciento de las ganancias?
—¿Puede sugerir una suma global por cada carga? —Bien… ¿digamos cincuenta libras?
—Creí —dijo Ross—, señor Trencrom, que había venido a hablar de negocios.
El hombre corpulento resopló sobre su té, y su aliento originó burbujas en la superficie.
—¿Le parece una oferta muy pobre? No lo creo. Cincuenta libras es una suma considerable. Y usted… ¿qué propone?
—Doscientas cincuenta libras por carga.
—¡Mi estimado señor! ¡Imposible! Usted no comprende.
—Ross había herido los sentimientos del señor Trencrom. —Si le concediéramos esa suma, el viaje carecería prácticamente de…
Ross dijo:
—Carezco de experiencia en el asunto. Hace quince años, cuando yo era un niño, mi padre y yo viajábamos una o dos veces por año a Guernsey. Cargábamos nuestra minúscula balandra con brandy, gin y té por valor de unas cien libras. Si lo hubiéramos deseado, a veces era el caso, hubiéramos podido vender la carga apenas desembarcada por el doble del dinero. Su navío, el One and All, lleva una carga diez veces mayor, y de valor más elevado, porque los precios han aumentado. No es difícil calcular la ganancia.
El señor Trencrom curvó levemente los labios.
—Oh, esas pequeñas correrías privadas. Siempre sugieren… Elevadas ganancias. Es una falsa impresión. No hay gastos generales. Ni necesidad de mantener una organización. Es muy distinto del caso de una empresa comercial. Tengo que mantener la goleta. Hay que pagar salarios… generalmente una parte de la carga. Hay que entregar sobornos. Organizar la distribución. Comisionistas que recogen los pedidos. Almacenamiento. Mulas. Cuerdas. Redes. Aparejos. Mi querido señor, todo es muy distinto. ¿Sabe cuánto pago a los cargadores, solamente… por retirar de la costa la mercadería? ¡Media guinea por noche, además de todos los gastos del alimento y bebida! Más medio saco de té que pesa cuarenta libras, o el equivalente, y que pueden revender, si así lo desean, por veinticinco chelines. ¡O más! Y todo tengo que extraerlo de las ganancias. En verdad, sería imposible pagarle más de cien libras por vez. Después de todo, usted no haría nada. A lo sumo, permanecería sentado tranquilamente en su hogar, aquí. Detrás de las cortinas cerradas. Otros lo harán todo. El pago es simplemente por el privilegio de usar su caleta.
Ross movió la cabeza.
—Discúlpeme. No estoy dispuesto a hacerlo por esa suma.
—Ross, no aceptes de ningún modo —dijo Demelza.
—Pero ¿por qué? —preguntó el señor Trencrom, volviéndose hacia ella—. Seguramente usted convendrá en que no es un tráfico inmoral. Las leyes humanas. No las divinas. Es irrazonable que deba pagarse impuesto por las necesidades de la vida. Y ganarían doscientas o trescientas libras anuales. Que sin duda les vendrán muy bien.
—La caleta de Nampara está en mi propiedad —dijo Ross—. Si usted desembarca en Santa Ana, o Sawle o playa Hendrawna, los únicos responsables son los tripulantes de la embarcación. Si lo hace aquí y lo sorprenden, difícilmente podré poner cara de inocencia: sobre todo si un tren de mulas pasa prácticamente bajo mi ventana. Ya comparecí una vez ante el juez y no deseo hacerlo de nuevo. La recompensa debe ser tan elevada que me induzca a afrontar el riesgo. Ya le he sugerido la cifra que me parece atractiva.
—No, Ross —exclamó Demelza—. ¡No!
Ross volvió los ojos hacia ella.
—No ocultaré al señor Trencrom que en este momento el dinero me sería particularmente útil. Si no fuera así, ni siquiera consideraría el asunto. A él le toca decidir.
Aproximadamente media hora después, se alejó de la casa, valle arriba, un caballo castaño de gran alzada, montado por un hombre corpulento envuelto en una gran capa parda. Había caído la noche, pero detrás de las nubes la luna aparecía de tanto en tanto y permitía ver la huella. El camino a Santa Ana era solitario, y muchas personas nerviosas no habrían visto con buenos ojos la posibilidad de recorrerlo; pero el señor Trencrom no era una persona tan delicada como él quería dar a entender. Además, llevaba un par de pistolas. Mientras se alejaba entre los árboles, los hombros caídos sugerían una expresión de derrota y desmoralización.
Cuando desapareció de la vista, Ross cerró la puerta y permaneció indeciso un momento en el vestíbulo; después, regresó a la sala.
La espalda de Demelza, mientras la joven encendía las velas, parecía tensa. Ross se acercó a la alacena y se sirvió una copa.
—Los Warleggan —dijo— han conseguido al fin poner un pie en la Wheal Leisure. Hoy vino Pearce con la noticia de que Benjamín Aukett vendió su participación. El testaferro es un hombre llamado Coke.
Demelza no contestó.
—Sospechaba que a lo sumo sería cuestión de tiempo —agregó Ross—. Cuando hay siete accionistas, más tarde o más temprano uno u otro cede a la tentación de obtener una ganancia importante. No me sorprendería que el propio Pearce vendiera su parte. De modo que ahora tendremos a George en la empresa.
Demelza dijo:
—¿Qué importa?
—¿Cómo? —Ross miró caviloso la espalda de su esposa.
—¿Qué importa? Oh, los Warleggan me desagradan tanto como a ti; pero si llegan a tener intereses en tu mina nada podemos hacer por evitarlo. Y no pueden robarte tu parte. Es lo único que importa. ¡Y eso no es excusa para permitir que los contrabandistas usen nuestra tierra!
Ross dijo ásperamente:
—Doscientas libras es excusa suficiente. No necesito otra.
—Con esa suma no saldrás de la cárcel.
—Te aseguro que no volveré allí.
—No tendrás alternativa, si descubren el contrabando.
—Tonterías. Sé que es un riesgo… pero no tan grave como di a entender a Trencrom. En realidad, bien puedo alegar ignorancia. Tal vez no me crean, pero no tendrán pruebas en contra.
Ella apoyó la mano sobre el borde de la chimenea.
—¡No puedo volver a soportar todo eso! La ansiedad y la preocupación del juicio… y los días anteriores, la falta de sueño, vivir todo el día como bajo una nube. Imaginarme esto y aquello. Deportado, ahorcado, pudriéndote en la cárcel. Los días que pasé en Bodmin, y todo lo que hice o intenté hacer. No es justo. No quiero volver a eso, cuando todavía aquello está fresco. No es justo contigo mismo… ¡ni con nadie!
Él volvió a mirarla, y percibió que estaba muy conmovida. Dijo con expresión más amable:
—Ahora estás viendo fantasmas en la oscuridad. Un poco de contrabando no debe atemorizarte. Por mi parte, sólo temía haber pedido demasiado. Por eso rebajé cincuenta libras. Hoy, después de la novedad acerca de los Warleggan, el señor Trencrom fue un ángel disfrazado.
—¡Un demonio! —dijo ella con vehemencia—. Ni más ni menos.
—Quizá deba someterme sumisamente a la última de las maniobras de George; pero no está en mi carácter proceder así. Además… tal vez lo olvidaste, pero hace poco vendimos todo nuestro ganado, tu broche y el caballo, el reloj y los objetos nuevos de la casa. Y recuerda que no fue para cancelar nuestras deudas, sino para postergarlas apenas doce meses. No saldremos del aprieto si nos quedamos sentados en una especie de bucólica felicidad, y nos dedicamos a tejer guirnaldas de flores. De ese modo, es mucho más probable que vaya a la cárcel.
Demelza dijo:
—No puedo evitarlo. Quiero que tu hijo viva libre de temor.
Ross depositó la copa.
—¿Qué?
Se oyó un golpe en la puerta, y Jane Gimlett entró.
—Por favor, ¿sirvo la cena a la hora de costumbre? Por las dudas, puse el pastel a calentar.
—A la hora de costumbre —dijo Demelza.
—¿Y el jamón?
—Todavía hay un buen pedazo, aunque la mayor parte es grasa.
—También el jamón —dijo Demelza.
—Señora, los bollos salieron muy bien. Quería que usted lo supiera. —La mujer abandonó la habitación.
Uno extrañaba la ausencia del tic-tac del reloj. En el fuego ardía un pedazo de leña, no del todo seca. En un extremo se habían formado burbujitas de humedad, que intentaban evitar la acción de las llamas.
Ross dijo:
—¿Cuándo lo supiste?
—En septiembre.
Él esbozó un gesto.
—¡Santo Dios! ¡Y no me dijiste una palabra…!
—Tú no lo querías.
—¿Qué?
—Dijiste que no querías otro hijo… después de Julia.
—Y así era, y no lo quiero… —Recogió su copa, y volvió a dejarla sin beber. Después de un minuto agregó—: Creció en nuestros corazones, y después murió. Pero si hay uno en camino… es distinto.
—¿Por qué es distinto?
—Bien, es diferente.
—Ojalá pudiese creerlo.
—¿Por qué no? Es la verdad. —Se volvió—. No sé qué decir… ni cómo decirlo. Sencillamente, no te entiendo. Esta vez te mostraste aún más reservada que la anterior. ¿Para cuándo esperas… el nacimiento?
—Para mayo.
Él frunció el ceño, tratando de alejar los recuerdos.
—Sé que es el mismo mes —dijo ella desesperadamente—. Hubiera deseado que fuese otro cualquiera. Pero así están las cosas. Y no me sorprendería que naciese el mismo día, tres años después. Hasta ahora todo se repite… la visita de Trenwith, y el resto. Pero no es posible que todo sea exactamente igual. Me parece increíble. De todos modos, lo siento.
—¿Lo sientes? ¿Qué?
—Que haya ocurrido. Que tenga que nacer. Que soportes esta carga que no deseas.
Ross se acercó y se detuvo al lado de Demelza, frente al hogar.
—Ahora deja de llorar y muéstrate razonable.
—No estoy llorando.
—Bien, por lo menos deseas hacerlo. ¿Eso es lo que cargaste sobre la espalda todo el invierno?
—No lo cargué sobre la espalda —dijo ella.
—Como gustes. Desde septiembre te mostraste distante de mí… de tanto en tanto asomabas la cabeza como una oveja que está detrás de una empalizada, y yo no podía llegar a ti. ¿Ese hijo es la causa de todo?
—Quizá.
—¿Y creías que yo no lo deseaba?
—Es lo que dijiste.
Ross habló con acento exasperado:
—Maldito sea. ¡Deberías saber que no estoy acostumbrado a tratar con mujeres! Rebuscas aquí y allá tratando de encontrar un agravio especial y secreto, y te recomes durante meses y meses, y después lo presentas tranquilamente, para explicar tu irracional reserva todo el invierno…
—¡No necesité buscarlo!
—Bien, pensé que sabías distinguir entre un caso teórico y otro práctico… evidentemente no conoces la diferencia.
—No he recibido educación.
—Tampoco yo. Mira. —Apoyó la palma de la mano sobre el reborde del hogar—. Mira, tú me preguntas: ¿Quieres más hijos? Y yo respondo que no. Estamos casi en la miseria, el mundo es un manicomio, y hemos perdido a Julia. ¿De acuerdo? Se trata de un caso teórico. Pero si me dices que tendrás otro hijo, y me preguntas si me desagrada la perspectiva, te responderé que sí; por todas las razones mencionadas la perspectiva me desagrada; pero una perspectiva no es un niño, y un niño puede ser bien recibido pese a todo. ¿Entiendes lo que digo?
—No —dijo ella con voz borrosa.
Ross miró fijamente el frasco de tabaco sobre el reborde. Agotada su primera protesta, su mente contemplaba el significado probable de la noticia. Y ahora revivían todos los recuerdos de Julia. La tormenta el día de su nacimiento, las dos fiestas del bautizo, los Paynter borrachos el día que Demelza había salido, las grandes esperanzas, el amor… y la tormenta de su muerte. Todo había sobrevenido en un ciclo, se había ajustado a una pauta, como una tragedia griega preparada por un cínico. Y ahora volvía a ocurrir. Tenían que repetirse los primeros episodios de la historia, al margen de lo que el curso ulterior deparase.
Miró a Demelza. ¿Qué significaba todo eso para ella? Semanas de incomodidad, finalmente sufrimiento, y después meses de trabajo incansable. Todo lo que había consagrado a Julia, y mucho más; y sin embargo, todo eso lo había perdido. ¿Qué derecho le asistía para reclamar el monopolio del dolor…? Ross nunca lo había hecho explícitamente, y sin embargo…
Dijo más amablemente:
—Hasta ahora no he visto que engordaras. Ella replicó:
—En abril me pareceré al señor Trencrom.
Era la primera vez en mucho tiempo que reían juntos; pero la risa de Demelza aún estaba peligrosamente cerca de las lágrimas, y la de Ross era un sustituto no del todo voluntario de su irritación.
Ross dejó descansar su mano sobre el hombro de Demelza, tratando de expresar algo que no atinaba a poner en palabras. ¡Qué extraño era el sentido de los contactos! Apretaba firmemente este brazo, y era un gesto del todo permisible, familiar y grato; el contacto con una persona conocida y amada, aunque a veces exasperante. En Navidad, había apretado otro brazo, y el contacto había sido como una descarga eléctrica. ¿Era porque amaba más a Elizabeth… o porque la conocía menos?
Demelza dijo:
—Si tú… si a ti todavía te importa lo que nos ocurra… debes poner más cuidado en lo que haces.
—Pondré cuidado en todo lo que haga… créeme. Tengo la mejor intención de ajustarme a la ley. —Retiró la mano del hombro de su esposa—. O por lo menos trataré de no atraer la atención… Felizmente tenemos un buen médico en el vecindario.
—Prefiero la ayuda de la señora Zacky —dijo Demelza.