Capítulo 5

El último día del año, Myners llevó un mensaje a la casita, donde Dwight realizaba experimentos con ciertos venenos para comprobar si en pequeñas dosis poseían valor medicinal.

La carta, escrita en papel verde, había sido sellada con un anillo heráldico, y decía:

Estimado doctor Enys:

Después de salvarme la vida en Nochebuena, parece que usted ya no se preocupa por mi recuperación. Quizá le interese saber que ahora es total. De todos modos, mi tío y yo consideraríamos un favor de su parte que nos visite en el futuro próximo, para comprobar mi estado y recibir el pago y nuestro agradecimiento por lo que hizo hace una semana.

Soy de usted, señor,

su segura servidora,

Carolina Penvenen.

Dwight miró fijamente la carta, y después de librar cierta lucha interior se dirigió a su escritorio y escribió la respuesta mientras el mayordomo esperaba.

Mi estimada señorita Penvenen:

Me alegro de saber que ha sanado, y le ofrezco mis felicitaciones. A decir verdad, no preveía otro desenlace una vez extraída la espina de pescado. Pese a todo, sin duda debía haberla visitado, y solicito su perdón si mi actitud en contrario ha parecido una falta de cortesía; pero como usted comprenderá, es la paciente de mi colega el doctor Choake, y sería una infracción a la etiqueta de mi parte si yo continuase atendiéndola sin su conocimiento o su aprobación. En tales circunstancias, lamentablemente no tengo más remedio que fingir por su salud una indiferencia que no siento.

Con respecto al pago, el pequeño servicio que le presté está ampliamente recompensado por el conocimiento de la gratitud que usted siente.

Quedo, señora, de usted el obediente servidor,

Dwight.

Cuando Myners se alejó, Dwight regresó a sus mezclas, pero los experimentos habían perdido su atracción. En todo caso, disponía únicamente de su propio estómago para experimentar, y ya estaba sintiéndose mal después de beber la última poción, de modo que dio un paseo por el jardín para comprobar si el aire fresco le ayudaba a pasar las náuseas.

Una hora más tarde, cuando ya se sentía mejor, Myners regresó con otro mensaje. Decía así:

Estimado doctor Enys:

Sin duda usted cree que salvarme la vida fue en efecto un servicio muy menudo. Como usted puede comprender, a mis ojos la cuestión adquiere una importancia un poco mayor. Naturalmente, no pretenderé que usted modifique su opinión acerca de este punto; pero le informaré que cuando al día siguiente el doctor Choake vino a vernos, mi tío lo despachó con pocas ceremonias, y que desde entonces carezco de atención médica.

Le agradeceré mucho que venga hoy; y adjunto una guinea que, por poco que yo misma me estime, es el menor valor que puedo atribuir a su visita de Nochebuena.

Soy de usted, señor,

su segura servidora,

Carolina Penvenen.

Dwight se acercó al escritorio, tomó asiento y con un gesto nervioso se apoderó de la pluma. ¿Por qué no reconocía la verdad? Estaba enamorado de la joven… desesperadamente enamorado. Y pese a la diferencia enorme entre las dos mujeres, el desarrollo del incidente se parecía de un modo inquietante a lo que había ocurrido con Keren. Una paciente de Choake; se le llamaba súbitamente para afrontar una situación urgente; la repentina atracción; Choake rechazado al día siguiente y el doctor Enys elegido como médico permanente. Hasta ahí todo era igual. Por supuesto, Keren estaba casada; pero todos sabían que Carolina se había comprometido con el más joven de los Trevaunance. En cierto sentido esta situación era más explosiva, porque si bien finalmente él se había enamorado de Keren, la iniciativa había venido principalmente de ella. No era así esta vez. Incluso podía concebirse que él estaba apresurándose demasiado: quizás el sentimiento era exclusivamente suyo. Pero el peligro potencial era evidente. Dwight no se engañaba. Aunque él era hombre de buena familia, Carolina pertenecía a una categoría social muy superior a la de Dwight, del mismo modo que Keren había pertenecido a una categoría muy inferior. Ray Penvenen tenía en cuenta tanto el dinero como la jerarquía social. Lo que faltaba en un aspecto debía compensarse en el otro, y se rumoreaba que Unwin Trevaunance, a pesar de su condición de miembro del Parlamento y hermano de un baronet sin hijos, apenas conseguía reunir las calificaciones exigidas. De ahí la postergación del matrimonio.

¿Debía enredarse en esta situación, consciente ya de sus propios sentimientos, temiendo en parte y en parte esperando que ella lo acompañase?

Y además, ¿cómo salir del asunto sin parecer tosco y grosero? Una voz en su interior le dijo: bien, quizá todo se arregle con una visita; Carolina parecía una joven saludable, poco propensa a los malestares físicos. Sería agradable volver a verla, recibir su agradecimiento. Y puesto que tenía vedado el acceso a tantas de las grandes residencias que ya contaban con los servicios de este o aquel médico, y carecía de la reputación o la experiencia que justificaran llamarlo en consulta, ¿no era una actitud de mero sentido común desechar sus propios sentimientos y aprovechar esta oportunidad que le permitía relacionarse con la familia más rica de la región? En su lugar, ¿cuál era el médico que habría vacilado?

Tampoco él habría vacilado, de no haber sido por el recuerdo de la tragedia de Keren. Ese recuerdo evocaba vívidamente su propia debilidad, y era temerario no tener en cuenta la experiencia vivida.

Volvió a tomar la pluma.

Mi estimada señorita Penvenen:

Le agradezco su segunda carta. En primer lugar, le aseguro que es muy poco probable que yo le haya salvado la vida. Desde el punto de vista médico, puede suponerse que la inflamación con el tiempo se habría abierto, expulsando la materia extraña, aunque ello no habría ocurrido sin dolor e incomodidad considerables para usted. En segundo lugar, le aseguro que si he atribuido poca importancia a la dolencia, no ha sido por la relación con su propia persona, sino sólo por lo menudo de la incomodidad que me trajo a atender a usted.

Además, el valor de su vida o su salud excede tan evidentemente cualquier forma de cálculo que expresarlo en dinero parecería una impertinencia, y por eso mismo me tomo la libertad de devolverle la guinea que usted tan bondadosamente adjuntó.

Iré a visitarla mañana, sábado, antes del mediodía.

Soy de usted, señora,

el obediente servidor,

Dwight Enys.

Se inició el año 1791 sin que variase el tiempo ni se manifestaran signos exteriores que distinguiesen el comienzo de un año nuevo.

Nada permitió distinguir el sábado del viernes; había un cielo gris, pero el viento estaba cargado de lluvia. Sin embargo, para Dwight el viernes era el día que había cedido a un impulso temerario; y el sábado el día en que debía ejecutarlo. Cabalgó en dirección a Killewarren, sin haber podido resolver el conflicto que pesaba sobre su mente.

A la luz del día la casa no le pareció menos sórdida. Los medios de Ray Penvenen podían ser muy superiores a los de sus vecinos, pero él no tenía la menor intención de invertirlos en la renovación y la reparación de la vivienda.

Carolina lo esperaba en la gran sala de estar del primer piso, con sus gruesas cortinas de terciopelo carmesí y sus espesas alfombras turcas. Parecía alta y espigada como un girasol, y estaba ataviada con un vestido escotado, muy ajustado en la cintura, que se abría después en una amplia falda verde. Horace vino ladrando, pero ella lo obligó a callar, y Dwight se acercó a la ventana, junto a la cual la joven estaba de pie.

—Doctor Enys —dijo Carolina—, qué amable de su parte haberse decidido a venir. No he esperado más de dos horas, y el tiempo pasó rápidamente mientras yo contemplaba el jardín. ¡Feliz Año Nuevo!

—Gracias… feliz Año Nuevo, señorita Penvenen. —Como de costumbre, él se había sonrojado—. Yo… lamento que haya tenido que esperarme. Una o dos visitas me demoraron más de lo que suponía. Además, dije que vendría antes del mediodía. Son poco más de las once.

—Por supuesto, las visitas anteriores eran más importantes que la mía —dijo ella tiernamente.

—Sólo porque se trataba de personas más gravemente enfermas.

—¿Y de dónde extrae la certeza de que yo no lo estaba?

—Su carta así me lo dijo.

—Tal vez estuve ocultando valerosamente una grave enfermedad. ¿No se le ocurrió jamás esa posibilidad? Oh, Dios mío, usted no puede ser tan buen médico como yo pensé.

—No soy buen médico. Si existen, hay pocos hombres de quienes pueda decirse que son buenos médicos…

—¿Cree que debí retener al doctor Choake?

—Preferiría no comentar ese asunto.

—Pues bien, en ese caso hablemos de mí. ¿Tal vez desea volver a examinar mi garganta?

—Sí…

Dwight se acercó más y ella abrió la boca. Los rostros de ambos estaban a la misma altura; Dwight pensó que ella debía medir por lo menos un metro setenta. Movió un poco más hacia la luz la cara de la joven. Volvió a observar las pecas sobre la nariz.

Bajo los dedos sentía la piel cálida y firme.

—Diga «¡ah!».

—Ah… —dijo Carolina.

—Sí, muy satisfactorio. No volverá a molestarla. —Retiró las manos, un tanto inquieto, y ella cerró la boca.

Carolina se echó a reír.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Nada. —Encogió los hombros desnudos y volvió medio cuerpo—. En ocasiones usted tiene actitudes muy diferentes. Hoy se diría que le parezco el filo de una navaja, porque apenas me toca se retrae. La otra noche no era así. Era: «Vuélvase para aquí» y «Muévase para allá». «¡Mantenga quieta la cabeza! ¡Abra la boca y déjela así! ¡Tráigame una cuchara! ¡Mantenga firme la vela! ¡Ahora!».

Dwight sonrió pese a su sonrojo.

—La otra noche estaba enferma.

—De modo que hay que estar enferma para conocer al médico, ¿eh? ¿Es necesario que me acometa un soponcio o sufra un ataque?

En una habitación de la planta baja, algo se arrastraba y golpeaba.

—¿Tanto prefiere al doctor, en lugar del hombre común?

Ella miró hacia la ventana, entrecerrando los ojos verdes grisáceos.

—Debo confesar que me agrada el hombre que sabe lo que quiere.

El corazón de Dwight comenzó a latir aceleradamente.

—Un hombre puede saber lo que quiere… y al mismo tiempo conocer su lugar.

Los ojos de Carolina no parpadearon.

—Ignoraba que usted padeciera esa enfermedad.

—Pues bien, ahora que descubrió que la padezco, ¿qué sugeriría para curarla?

Carolina se apartó de la ventana.

—Por supuesto, un refresco. Los refrescos son el remedio en todas las situaciones embarazosas. Y por favor, no se asuste de los ruidos que vienen de la planta baja. Este cuarto está sobre los establos, y nuestros caballos se sienten inquietos por falta de ejercicio.

Dwight la miró mientras ella servía dos vasos de vino. Se sentía agradecido por la oportunidad de ordenar sus propios pensamientos.

Cuando ella volvió a acercarse, dijo:

—Yo diría que su héroe, el señor Ross Poldark, debe ser un hombre que sabe muy bien lo que quiere en cada instante del día. Y una vez que ha adoptado sus decisiones, imagino que las ejecuta del modo más implacable y resuelto. ¿Vino de Canarias?

—Usted está en lo cierto. —Dwight recibió la copa—. Gracias. Por lo menos acierta respecto del carácter decidido. Pero yo no creo que su esposa le vaya a la zaga en ese sentido.

—La he conocido. —Carolina suspiró—. Una criatura bastante atractiva en cierto sentido. Pero no tiene el aire temerario de su marido. Tráigalo alguna vez. Creo que me divertirá.

—Me temo que eso será difícil.

—¿No está disponible como un lacayo… o un médico? ¿Eso era lo que pensaba decir? Bien, supongo que así es. Pero quizá podamos arreglarlo. ¿Un bizcocho?

—No, gracias.

Los caballos volvían a inquietarse. Carolina inclinó la cabeza.

—Ese es Luciérnaga. Conozco sus movimientos. Doctor Enys, ¿le gusta montar? Quiero decir, por placer.

—Por mi propia profesión cabalgo tanto que dispongo de poco tiempo…

—Uno de estos días debemos salir juntos. —Carolina se llevó una mano a los cabellos rojos—. Yo le avisaré. Incluso es posible que lo aparte del lecho de un enfermo… de un caso realmente importante, no simplemente una espina de pescado o cualquier trivialidad de ese carácter.

—Sin duda usted apreciará —dijo Dwight con voz impaciente— que en realidad hay casos graves que exigen mi tiempo… y mi compasión. La escrófula de los niños desnutridos, la tisis de sus padres; la fiebre terciana se ha manifestado por doquier este año, y el escorbuto está difundiéndose en Sawle. Thomas Choake muestra más interés en la caza y en los pacientes adinerados que pueden pagarle. Yo atiendo a cuantos puedo, y el resto acude a ignorantes y perversos vendedores de drogas, y a viejas que hierven colas de ratas y venden el producto como elixir. A veces es difícil mantener un sentido de las proporciones que todos puedan apreciar.

—Sí —dijo Carolina después de un minuto, con expresión zumbona—. Creo que, después de todo, usted me simpatiza.

—Lo cual me reconforta mucho: soy sensible al honor que me dispensa. Y ahora, me temo que debo continuar mi camino, porque en este distrito todavía debo atender a varios pacientes. Le ruego presente mis respetos a su tío…

—Espere. No sea tan altivo. Desearía cinco minutos más de su atención. ¿Cuáles son esas enfermedades, con sus nombres en latín? Me interesan. ¿Qué hace por esa gente? ¿Puede curarla? Creo que me agradaría haber sido médico o barbero cirujano… jamás sentí la menor aversión por la sangre.

—No puedo hacer casi nada para remediar las condiciones escrofulosas. Una vez que aparece el humor ponzoñoso, el doliente casi siempre afronta una muerte lenta. En el caso de la tisis, hay dos curaciones por cada cuarenta fracasos. Poca gente muere de fiebre terciana, pero mucha cae presa de otras enfermedades, que prosperan a causa del debilitamiento que se origina en la fiebre. Con respecto al escorbuto, puedo hacerlo todo, y en el fondo nada. Las drogas del médico son inútiles, pero ciertos alimentos permiten obtener una cura casi inmediata. Sin embargo, los habitantes de Sawle no pueden obtener dichos alimentos, y así sangran y mueren.

—¿Qué alimentos? ¿El fruto del pan proveniente de los Mares del Sur?

—No, las cosas comunes de la vida. Verduras, frutas, carne fresca. Cualquiera de estos artículos en cantidad suficiente.

—¿Y por qué no los compran? Sí, supongo que son muy pobres. Pero el escorbuto es la enfermedad que padecen millares de marinos, ¿no es verdad? Y pese a todo, cuando vuelven a casa están perfectamente.

—Depende de la duración del viaje. Muchos mueren.

—De todos modos, ellos no pueden conseguir esos alimentos. ¿Por qué los habitantes de Sawle no gastan menos en gin? Pese a toda la pobreza, la embriaguez es común. ¿Y por qué no traen naranjas en lugar de brandy cuando van a Francia?

Dwight dijo:

—Las naranjas, cuando pueden conseguirlas, se venden a dos peniques y medio o tres peniques cada una. La carne tiene un precio prohibitivo. El gin les cuesta seis peniques el litro, o menos. Después de todo, son humanos. Y pese a todo, muchos de ellos son tan sobrios como usted o yo.

Carolina inclinó la cabeza.

—Gracias. Esa asociación me halaga mucho. En realidad, cuando me ofrecen la oportunidad, me agrada el brandy… Pero, doctor Enys, ¿de qué sirve tratar de mejorar a toda esa gente? Se multiplicarán interminablemente, y habrá que alimentar a un número cada vez más elevado de bocas. Reconozco que entristece verlos morir, pero de ese modo disminuye el número y se mantiene cierto equilibrio. Si hay más alimentos que personas, aumenta el número de individuos, hasta que hay más gente que alimentos. Cuando tal cosa, ocurre, mueren algunos, hasta que los alimentos permiten mantener al resto. ¿Por qué debemos interferir? Ah, veo que le he sorprendido.

—Sólo porque supone que usted misma es distinta del resto, y cree que no necesita que la incluyan en ese recuento.

La joven sonrió dulcemente.

—Bien, ¡por supuesto que soy distinta del resto! No es virtud, sino una feliz casualidad. Nací Penvenen, y por lo tanto soy rica y tengo educación. Si hubiera nacido pobre y fuese débil, sin duda moriría de una de esas ingratas enfermedades. Pero ¡no pretenda que ahora me compadezca!

—Es un razonamiento reconfortante —dijo Dwight—, pero peligroso. ¿No es la clase de filosofía que ha provocado tantas dificultades en Francia?

Antes de que ella pudiese contestar, se abrió la puerta y entró Ray Penvenen. Saludó con bastante cordialidad al joven médico, aunque no con el desembarazo que su sobrina se permitía. Después de unos minutos, Dwight se retiró, contento de salir de allí y meditar sus impresiones. El extraño perfume que emanaba de ella continuó persiguiéndolo todo el día, quizás en el recuerdo más que en las fosas nasales. Incluso el gusto del vino era extraño, y aceleraba el pulso. Pensó: «Esa filosofía, es perfecta para el solterón de mediana edad, en quien el dinero amortiguaba los impulsos del corazón. Pero no para una joven de diecinueve o veinte años. Monstruoso». Y así era ella; pero a pesar del razonamiento se sentía cada vez más atraído. No había modo de evitarlo… excepto confiar en que muy pronto se convertiría en esposa de un miembro del Parlamento, y se trasladaría a Londres para instalar allí su residencia. Si ya no la veía, no por eso dejaría de recordarla; pero por lo menos él mismo ya no correría peligro.

Ray Penvenen se arregló la chaqueta para asentarla más firmemente sobre los hombros.

—Entiendo que Unwin vendrá mañana.

—Sí —dijo Carolina—. Y piensa permanecer aproximadamente dos semanas.

—No me lo habías dicho.

—Pensé que lo haría sir John esta mañana.

—Durante su estancia, Unwin querrá conocer tu respuesta definitiva.

—¿Sir John te lo dijo?

—No con las mismas palabras. Pero lo dejó entrever.

Carolina recogió morosamente la falda y se instaló en el asiento de la ventana.

—Todavía no se ha atendido la petición. Mal puede pretender que despose a un miembro del Parlamento que aún no se sabe si en verdad lo es. Es mucho pedir.

Ray comentó secamente:

—Querida, entiendo que el motivo principal de tu matrimonio con Unwin no es el prestigio ni la posición. Creía que una mujer se casa porque ama a un hombre.

—Oh, el amor, sí, oí hablar de eso. Pero ¿Unwin se casa conmigo porque me ama o porque codicia las veinte mil libras que tú y el tío William me dan? Pregúntaselo.

—Querida, a ti te corresponde preguntarlo… si lo deseas. —Penvenen miró a su sobrina y luego, como recordó de lo que era capaz, se apresuró a agregar—: O quizá sea mejor que no lo hagas. Solamente quería advertirte que este asunto de la fecha de tu matrimonio quizá salga a la luz durante su estancia; y en ese caso, más vale que medites cuál será tu respuesta.

—Querido, querido, qué grandilocuente suena todo… tío, soy heredera, pero dispongo de poco dinero. Y ahora experimento cierto deseo de tenerlo, de oír el tintineo, de sentir el peso en la bolsa, el color amarillo cobrizo del oro. Bien podrías darme algo. ¿Eh? ¿Qué te parece?

El rostro de Penvenen siempre adquiría una expresión distinta cuando se mencionaba el tema.

—No me opongo a adelantarte algo… aunque creo que no tendrás en qué gastarlo. Estás admirablemente vestida, bien alimentada y alojada, tienes tres caballos y una doncella personal. No me pareció… ¿cuánto deseas?

—Oh, tal vez unas cincuenta libras.

Se oyó el tintineo de una copa cuando Penvenen guardó bajo llave el vino de Canarias.

—No hablarás en serio.

—Oh, por cierto que sí. ¿Por qué no? Es una suma redonda y agradable, y me durará un tiempo. Después de todo, ¿de qué sirve ser rica si uno no puede gastar un poco de tanto en tanto?

—No puedo darte tanto. Si lo arriesgas en algún juego, sería un mero despilfarro. Sabes que desapruebo las mesas de juego… y dos o tres números es lo único que uno necesita en una lotería. Hay tantas probabilidades de obtener un premio con pocos números como con muchos.

Carolina sonrió, los ojos fijos en sus propias manos.

—No, tío, se trata de un nuevo tipo de juego. Me atrae, y me ha asaltado el deseo de satisfacer mi propio capricho.