Capítulo 4

La propiedad de Penvenen se extendía casi hasta el fondo de la aldea de Grambler, pero la casa, llamada Killewarren, tenía la entrada principal cerca de Goon Prince, y estaba a unos cinco kilómetros de Trenwith.

No había oído la lluvia porque venía del suroeste como una suerte de cortina fina y silenciosa, que se desplazaba a impulsos de un viento fatigado. Pero mojaba más que la lluvia intensa, y la noche era muy oscura, con una falta de luz que parecía más propia de un espacio cerrado que de la campiña; el propio Myners se veía en dificultades para seguir la huella cubierta de pasto que conducía a la casa.

No hablaron mucho, porque el sendero a menudo era demasiado estrecho para cabalgar uno al lado del otro, y el terreno era tan desigual que un movimiento imprudente podía derribarlos. Además, Dwight experimentaba sentimientos contradictorios ante las perspectivas de volver a ver a la joven; era ansiedad, y cierto temor que no se relacionaba del todo con su enfermedad. Se alegraba más que nunca de no haber bebido demasiado.

Dwight nunca había estado en la casa de Carolina Penvenen —o mejor dicho, en la casa del tío—, y cuando dejaron atrás el portón se preparó para ver otra elegante residencia Tudor como Trenwith, o una construcción palaciega, pequeña pero sólida, del estilo de la que habitaba sir John Trevaunance; por eso mismo, le sorprendió encontrar una construcción ruinosa y mal iluminada, bastante sórdida, que parecía poco más que una granja espaciosa. Atravesaron un porche y el vestíbulo, subieron una escalera y siguieron por un estrecho pasaje hasta una desordenada sala de estar que se abría al fondo; allí, un hombre de lentes volvía las páginas de un libro. Se quitó los lentes cuando vio aparecer a Dwight —era un individuo robusto, de cabellos claros, que vestía una chaqueta demasiado grande para su cuerpo. Cuando se acercó a él, Dwight vio que los párpados enrojecidos casi carecían de pestañas, y que tenía las manos cubiertas de verrugas. Era Ray Penvenen, solterón, otrora una codiciada «presa» del condado, pero una presa que nunca había sido atrapada.

El hombre dijo con voz aguda, más bien armoniosa:

—¿Usted es el doctor Enys?

—Sí.

—Mi sobrina está enferma. El doctor Choake la atendió estos dos últimos días, pero ella está peor e insistió en que enviaran por usted.

Mientras Penvenen manipulaba sus lentes, Dwight se preguntó cómo lograría mantener limpias las manos.

—¿El doctor Choake sabe que me llamaron?

—No. Después de esta mañana no volvimos a verlo.

Dwight dijo:

—Como usted sabrá, para mí es muy difícil…

—Doctor Enys, conozco bien la etiqueta corriente, y no soy el responsable de que la infrinja. Mi sobrina insistió en llamarlo. Aunque a decir verdad tampoco yo me siento satisfecho. Está sufriendo mucho… y la garganta puede ser tan peligrosa…

Dwight comprendió que Penvenen estaba más preocupado de lo que parecía.

—¿El doctor Choake formuló un diagnóstico de la dolencia?

—Sí. Angina.

—¿Tiene fiebre?

—No lo sabemos. Pero apenas puede tragar.

Salieron de la habitación, volvieron a atravesar el corredor, subieron media docena de peldaños, y finalmente doblaron hacia el costado sur de la casa. Penvenen se acercó a una puerta, se detuvo y golpeó.

Era una habitación grande, con paneles de madera y un hogar abierto donde llameaba un fuego de turba; por el tubo de la chimenea bajaba el viento que dispersaba el humo, y las cortinas de damasco azul sin borlas que cubrían las ventanas se movían furtivamente a causa de la corriente de aire que pasaba bajo la puerta. Cuando entraron una criada se puso de pie, y Dwight se acercó a la cama.

Los cabellos atezados estaban sueltos y le cubrían los hombros, y los atrevidos ojos verdes grisáceos estaban un poco empañados por el dolor, pero de todos modos la joven sonrió a Dwight con un leve sesgo sardónico de los labios. Después, acompañando el gesto, alzó la sábana y mostró a Horace dormido sobre un almohadón azul al lado de la joven.

Dwight retribuyó la sonrisa, y ocupó el asiento que la criada había dejado. Tomó el pulso de Carolina. Estaba un poco acelerado, pero no tanto que indicara fiebre muy alta. Le formuló una o dos preguntas, y ella contestó negando o afirmando con la cabeza. Vio que le temblaban los músculos del cuello, y que tenía que esforzarse para tragar.

—Señorita Penvenen, trate de abrir la boca.

Ella obedeció, y él le miró la garganta.

—Por favor, tráigame una cuchara —dijo a la doncella—. Si es posible una cuchara sopera. —Después que la muchacha salió, Dwight se volvió hacia Penvenen—: ¿Qué tratamiento prescribió el doctor Choake?

—… Dos sangrías; es así, ¿verdad, Carolina? Una purga fuerte; y cierta poción, aquí la tiene. Eso es todo, ¿no?

Carolina señaló su propia nuca.

—Oh, y un vejigatorio. Eso es todo. Dijo que se trataba sencillamente de conseguir que los venenos se dispersaran.

Dwight olió la mezcla. Probablemente era jalea de pez y polvo de Gascuña con algunas cosas más en agua de canela. Volvió la doncella, y Dwight recibió la cuchara y se sentó sobre el borde de la cama.

El costado izquierdo de la garganta estaba muy inflamado, y aún no había indicios de supuración. La úvula, el paladar blando y la faringe, estaban afectados. Por lo menos no había nada que sugiriese la enfermedad que todos temían. De hecho, parecía un caso bastante evidente de angina, y él no podía hacer mucho para mejorar el tratamiento indicado por Choake. La joven tenía bastante frescas las manos y la frente; era el único signo desusado. Y sufría mucho.

—Señor Penvenen —dijo—, ¿tendría la amabilidad de acercar esa vela, y sostenerla completamente inmóvil? Aquí, sí, aquí. Eso es. Gracias. —Con la ayuda de la cuchara volvió a bajar la lengua.

Penvenen tenía el aliento pesado y un tanto rancio, y su mano cubierta de nódulos no era muy firme. Las gotitas de grasa se sucedían, bajaban por el costado de la vela y se congelaban sobre el sostén de plata.

Después de un momento, Dwight retiró la cuchara y se puso de pie. Había visto algo, y ahora le recorrió un sentimiento de excitación. Penvenen también se puso de pie, contento porque podía cambiar de posición, y reacomodó los hombros de la chaqueta. Todos miraban a Dwight, pero él sólo veía a la joven de ojos verdes acostada en el lecho.

El joven médico se volvió y se acercó lentamente al fuego. Sobre el borde de la chimenea había diferentes objetos pertenecientes a la joven. Un bolso de terciopelo, bordado y con cierre de resorte; un reloj de repetición de oro, probablemente francés; un pañuelo de encaje con su inicial en una esquina; un par de guantes de piel de perro encerada. Rebuscó en su propio bolsillo el estuche que siempre llevaba consigo. Contenía el reducido número de pequeños instrumentos que le parecía útil llevar. Una pinza sacamuelas, un par de tenacillas, una lanceta, un par de minúsculas tijeras para practicar incisiones. Extrajo las pinzas. Eran demasiado cortas. Pero necesitaría una hora y media si mandaba buscar el instrumento que necesitaba realmente. Quizá pudiera arreglarse. Tenía dedos largos. Y si dejaba pasar una hora, la inflamación se agravaría de tal modo que sería imposible intervenir.

Regresó a la cama.

—Señor Penvenen, ¿quiere sostenerme la vela otra vez? Señorita Penvenen, levántese un poco; la cabeza contra el respaldo de la cama, y no sobre la almohada. Gracias.

Durante un minuto los ojos de la joven se encontraron con los del médico. A Dwight le pareció que veía en la profundidad de esa mirada como en la hondura de un estanque, allí donde nacían las corrientes.

—Puedo aliviarla si permanece absolutamente inmóvil. No debe moverse ni sobresaltarse. Le dolerá un poco, pero trataré de demorarme lo menos posible.

—¿De qué se trata? —preguntó Penvenen—. ¿Qué se propone hacer?

—¿Me… me abrirá la garganta? —dijo ella en un murmullo.

—No, no es eso. Quiero que esté quieta. ¿Lo hará? Carolina asintió.

—Por supuesto.

Ahora Penvenen no podía sostener con firmeza la vela. Parpadeaba y se inclinaba; y las cortinas de la cama embarazaban sus movimientos; Dwight sintió el impulso de arrancarlas de un tirón. Finalmente consiguió situar la luz donde la deseaba, y bajó la lengua con la cuchara. Introdujo las pinzas. Comprendió que Carolina tenía total confianza en él; abrió todo lo posible la boca, y no intentó retraerse.

Después de todo, no fue tan difícil. Las pinzas llegaban bastante bien, y en el primer intento logró aferrar firmemente el pedazo de materia extraña. Procuró no desgarrar la amígdala inflamada, y después de un minuto el objeto salió, seguido por un chorrito de sangre.

Se puso de pie, y casi derribó la vela que Penvenen sostenía.

—Ahora enjuáguese la boca. —Se retiró un paso e indicó a la doncella que se acercara; después se aproximó al fuego para examinar su presa. La sensación de triunfo era cálida y reconfortante. La satisfacción, suprema. Pero hubiera sido indigno demostrarlo. Se volvió. De la garganta había brotado un poco de sangre y la habitual sustancia supurativa. Volvió a mirar en los ojos a Carolina.

—¿Está mejor? —dijo, un tanto sonrojado a pesar de sí mismo.

La joven asintió.

—Ahora el dolor se calmará. Aquí no tengo nada, pero si su hombre me acompaña, puedo prepararle algo que servirá para enjuagarse la garganta. O cualquier farmacéutico puede suministrarle una mezcla de miel rosada.

Penvenen se aclaró la voz.

—¿Qué extrajo de su garganta?

Dwight preguntó a su vez:

—Señorita Penvenen, ¿cuándo comió pescado por última vez?

—Yo… —arrugó la nariz—. El miércoles.

—En adelante, debe tener más cuidado. —Le mostró el minúsculo pedazo de espina de pescado que había extraído de la garganta—. Le ha provocado molestias, y hubiera podido ser muy grave si lo hubiéramos dejado más tiempo.

En Trenwith todos pasaron una velada tranquila, cómoda pero un tanto aislada. La lluvia había alejado incluso a los habituales cantores de villancicos. Jugaron cuadrillo un rato al son de los ronquidos del señor Chynoweth, y cuando Dwight regresó, se puso un par de pantalones de Francis en lugar de los suyos propios, se incorporó a la mesa de juego y ganó a todo el mundo. Nada dijo de su visita a Killewarren, pero Demelza advirtió que íntimamente estaba excitado o complacido. Cuando esperaba sus cartas, tamborileaba con los dedos sobre la silla, y el rostro exhibía un color vivo poco usual en él.

Durante toda la velada, Francis se esforzó por atender a Demelza, y cuando prevalecía en él ese estado de ánimo, lo que no ocurría con frecuencia en esos tiempos, pocos hombres podían ser compañía más agradable. Era como si estuviese intentando borrar en la memoria de Demelza el recuerdo del día en que la había expulsado de la casa. Demelza lo trataba con buena voluntad y espíritu de perdón, como habría hecho con la mayoría de la gente. De todos modos, se sentía un tanto incómoda a causa de Ross, que por supuesto en esas condiciones disponía de más tiempo para hablar con Elizabeth.

Si Dwight hubiese podido apartarse de sus propios pensamientos para observarlos, habría llegado a la conclusión de que esa nueva distribución era extrañamente apropiada. El ingenio atrevido de Demelza hallaba eco en el seco sentido del humor de Francis; desde el punto de vista social, parecían una buena pareja. Y por su parte, Ross y Elizabeth tenían mucho en común; es decir, los intereses y los gustos que habían contribuido al noviazgo juvenil de ambos.

Poco antes de las once, la señora Chynoweth ayudó a acostarse a su bostezante esposo, y poco después la tía Agatha se retiró; pero los demás permanecieron en el salón hasta la medianoche. Después, contaron su dinero y bebieron un vaso de ponche caliente antes de subir desganadamente la ancha escalera. Demelza se sentía fatigada y alimentada en exceso, y se desvistió y acostó rápidamente, tratando de no evocar con demasiado sentimiento la última vez que ella y Ross habían dormido en la casa. Ross se sentó sobre el borde de la cama, y dedicó unos minutos a comentar la velada; y de pronto recordó que había dejado su pipa en el salón de invierno donde habían cenado. Tomó una vela, desandó camino por la casa, a oscuras, y se abrió paso entre el juego de la luz parpadeante y las antiguas sombras. Vio un resplandor bajo la puerta del salón de invierno; y cuando entró, halló a Elizabeth retirando los restos de la cena.

Explicó por qué había bajado.

—Pensé que todos estaban arriba —dijo.

—Emily Tabb tiene el brazo herido, y Tabb no se siente bien. No podemos exigirles que se ocupen de todo.

—En ese caso, deberías pedir la ayuda de tus invitados. Tienen buena voluntad, pero no saben cómo se organiza la casa. —Comenzó a retirar algunos de los platos.

—No —dijo ella—. No quiero que te molestes. Me llevará a lo sumo media hora.

—Y si te ayudo, nada más que un cuarto. No te preocupes; conozco el camino hacia la cocina.

Ella sonrió, pero de un modo oblicuo, para sí misma, mientras se volvía. La visión de su persona lo había inquietado toda la noche. El carmesí intenso resplandecía alrededor de la blancura inmaculada de los brazos y el cuello; sus ojos tenían matices nuevos.

Elizabeth no había hecho ningún gesto provocativo, pero a su propio modo, caracterizado por el dominio de sí misma y el refinamiento, su actitud trasuntaba cierto reto.

Ross la siguió hasta la espaciosa cocina.

—¿Adónde fueron los Bartle cuando salieron de aquí?

—Mary trabaja en Truro. Bartle quiso entrar en la cervecería, pero no sé si lo consiguió.

—Los Poldark han descendido —dijo él—. Sin duda lamentas haber ingresado en la familia.

Ella levantó una bandeja vacía.

—¿Crees que debo responder a eso?

—Quizá piensas que no debía decirlo.

—Oh… Ross, eres libre de decir lo que te plazca. Si alguien tiene derecho a hablar, eres tú. Y en estos tiempos no me ofendo tan fácilmente.

Regresaron al comedor y juntos comenzaron a llenar la bandeja.

Ross dijo:

—Me sorprende saber que Francis tiene una pequeña reserva de dinero. Me pregunto si no la está gastando para atender las necesidades de la vida cotidiana.

—No quiere gastarla así. Es una suma especial… seiscientas libras.

—¿Los Warleggan lo saben?

—Ellos se la dieron.

—¿Qué?

—Fue un pago simbólico por todo el dinero que él perdió jugando con Sansón. Consideraron que la vergüenza de Sansón afectaba a la familia y le ofrecieron el dinero. Pero Francis no quiere gastarlo. No ha tocado ni un penique.

Ross se pasó la mano por los cabellos.

—Es muy extraño.

Continuaron retirando la vajilla.

Cuando los últimos platos estuvieron en la cocina, Elizabeth dijo:

—Ross, gracias por tu ayuda. Eres muy amable… y quizá pueda decir también que sabes perdonar. En cierto modo, yo no habría creído…

—¿Perdonar?

Elizabeth evitó completar la frase que había iniciado.

—Aunque, ciertamente, ha pasado tanto tiempo que ya no queda nada que perdonar, ¿verdad? Tu matrimonio con Demelza ha sido tan feliz.

Ross comprendió que ella había desviado la conversación. Se apoyó en la mesa que estaba detrás, y miró a Elizabeth mientras amontonaba los platos.

—Me gusta ese vestido.

Los labios de Elizabeth se entreabrieron en una semisonrisa.

—Has crecido un poco desde la primera vez que nos vimos —dijo Ross.

—¿Un poco? Me siento vieja… muy vieja. —Dudo de la verdad de esa afirmación.

—¿Por qué?

—Tienes tu espejo. Las seguridades que yo pueda ofrecerte no agregarán nada a lo que la imagen te diga.

—Oh —dijo Elizabeth—, tus seguridades son bien recibidas. —Y se volvió para llevar una fuente a la cocina.

Ross esperó hasta que ella regresó.

—Demelza te habría ayudado de buena gana si se lo hubieras pedido.

—Demelza… Por supuesto. Sí, claro que lo hubiera hecho.

Elizabeth comenzó a guardar en un cajón algunos cubiertos que no habían sido usados. Después, levantó los brazos para abrir la puerta superior de la alacena; pero no lo logró.

—Permíteme —dijo Ross, y se acercó por detrás. Cerró la mano sobre el picaporte, y abrió bruscamente la puerta; Elizabeth retrocedió contra él. Durante un instante estuvieron juntos, y los cabellos femeninos rozaron el rostro de Ross. Este la rodeó con su brazo, y su mano se cerró sobre el terciopelo del otro brazo de Elizabeth. Durante un instante se suspendió el tiempo, y se convirtió en una percepción íntima del mismo sentimiento compartido por ambos… y luego, él se apartó.

—Gracias —dijo ella, y recogió la jarra y la depositó en el interior de la alacena—. La lluvia y el tiempo húmedo… hinchan la madera.

—¿Has terminado ahora? Ya debe ser casi la una.

—Casi. Puedes irte, Ross, ya no te necesito.

—¿Ya no me necesitas?

Ella rió apenas, pero con un matiz especial en la voz.

—Bien, no de este modo. —Aún no se había vuelto para mirarlo.

Cuando llegó a su dormitorio, Demelza estaba sentada en la cama, remendando un volante roto de una de las camisas de Ross. Se sintió leve e irrazonablemente irritado porque ella no dormía ni intentaba conciliar el sueño, porque si ese hubiera sido el caso, Demelza no habría advertido cuánto tiempo había estado en la planta baja.

En realidad, ella percibió más que eso —cierto cambio en la expresión del rostro—, a lo cual asignó instantáneamente la interpretación exacta, pero atribuyó una importancia exagerada.

Ross dio algunos pasos, depositó la pipa sobre la mesa y comenzó a desabotonarse la chaqueta.

Demelza dijo:

—Este tiempo demorará el comienzo de la arada. La tierra se empapará completamente, y será imposible sembrar.

—Oh, quizá tengamos tiempo bueno el mes próximo. —Como ella no había preguntado, él se obligó a decir—: Elizabeth estaba en el comedor retirando los restos del festín. Le ayudé a ordenar las cosas.

—Debió decírmelo. Por mi parte, me pareció prudente no ofrecerle ayuda.

—Eso mismo dije yo.

«¿Lo dijiste, Ross? ¿Lo dijiste? ¿Y qué más?», pensó Demelza.

—Cuando vi a Elizabeth, lamenté no haber traído mi mejor vestido. No sabía que era una comida con traje de noche.

—Así estuviste muy bien.

Pero Elizabeth había estado mejor.

—Bien… me alegro de que la familia se haya reconciliado. Pero no me sentiré realmente satisfecha mientras no vea aquí a Verity y Andrew.

—Lo mismo digo. —Ross se desvistió rápidamente y se acostó en la cama, al lado de Demelza. Ella continuó cosiendo.

«Supongo, pensó Demelza, que esto debía ocurrir más tarde o más temprano. Elizabeth se casó con Francis, pero tenía sujeto a Ross. Después vine yo y se lo quité. Pero siempre quedan ciertos lazos, algunos hilos que no se rompen; y cuando su interés por mí comenzó a disminuir, era evidente que se volvería otra vez hacia ella. Y ahora, ella ya no ama a Francis. Su corazón está libre, aunque ella misma se encuentre atada por el matrimonio. ¿Qué ocurrirá? Es suficiente que ella haga un gesto para que Ross acuda. Y él no me quiere, ni quiere a mi hijo. Desearía morir».

—¿Quieres que apague la luz? —preguntó Demelza.

—No… no me molesta. Apágala cuando termines.

—Me falta muy poco. Seguramente te enganchaste en algo.

—Todas mis camisas están muy gastadas.

Ross pensaba: «Aunque se mantenga a la belleza guardada con veinte candados… Si ella fuese a Londres o a Bath la mitad de la aristocracia se pondría a sus pies. En cambio, está encerrada aquí, en una vieja casa y con un marido quebrado, y tiene que hacer la mitad de sus tareas domésticas. Sin duda le parece irritante sentir que se le va la vida. Ya cumplió veintiséis años. Quizás esa es la razón del cambio. En todo caso, se trata de un cambio que le acerca a mí».

—¿En qué estás pensando, Ross?

—¿Qué? Oh, en la lluvia. El Mellingey tardará poco en desbordar.

«¿Qué habría ocurrido, continuó pensando Ross, si se hubiera casado conmigo? ¿Las cosas habrían seguido un curso muy diferente? ¿Los resultados hubieran sido distintos? Somos esclavos de nuestro propio carácter. ¿Yo habría sido más feliz, o lo habría sido ella? Quizás en su carácter y en el mío hay elementos que habrían dificultado la vida en común».

Demelza dijo:

—Me alegré de saber que lo de Killewarren no es la enfermedad mórbida de la garganta. Todo lo que me resta de vida temblaré cada vez que se hable de eso.

—Lo mismo nos ocurrirá a todos.

—Conocí en Bodmin a la señorita Penvenen. Es una hermosa joven.

—¿De veras? ¿Dónde la viste?

—Estaba… bien, un día nos presentaron. Dwight parecía un poco nervioso cuando volvió. Quizá se siente atraído por ella.

—¿No está comprometida con Unwin Trevaunance?

—No lo sé. Sería una lástima que Dwight se enredase de nuevo… quiero decir, que se equivocara por segunda vez.

—Sí…

¿Y qué podía decirse de esta joven acostada al lado, a quien había amado profundamente durante cuatro años… y a quien aún amaba? Ella le había dado más de lo que quizás hubiera podido darle jamás Elizabeth: meses enteros de una relación perfecta, confianza absoluta, la confianza que él estaba traicionando ahora con el pensamiento. Oh, tonterías. ¿Dónde estaba el hombre que más tarde o más temprano no miraba a otra mujer; y quién podía quejarse si se trataba solamente de una mirada casual? (La casualidad era cosa excelente). Y si había sobrevenido cierto enfriamiento entre él y Demelza, ella había tomado la iniciativa, no él. Ross dijo:

—¿Qué hiciste con tu tiempo mientras estuviste en Bodmin? Nunca me lo dijiste.

Demelza vaciló, pero sintió que ese era el momento menos oportuno para una confesión.

—Estaba tan preocupada que apenas lo recuerdo… No sé qué hubiera hecho de no haber sido por Verity, te lo aseguro.

—Ya —dijo secamente. De modo que ella ocultaba algo. Qué extraño que también Demelza pudiese haber conocido a alguien, pero ¿quién? En esa hirviente caldera, podría haber sido casi cualquier habitante de Cornwall. ¿Uno de los Trevaunance? Había visitado varias veces la casa, antes del juicio, en persecución de Dios sabía qué extraños asuntos. Quizás eso explicaba su interés actual en Carolina Penvenen, y el hecho de que tratase de ocultar dónde la había conocido. Oh, era imposible. Los Trevaunance no eran el tipo de gente que interesaba a Demelza, y tampoco a la inversa… Se movió inquieto.

—Ya he terminado —dijo Demelza; depositó la camisa sobre la mesa y apagó la luz.

Permanecieron en silencio, escuchando ahora el tamborileo de la lluvia sobre el vidrio. Demelza entrelazó las manos detrás de la cabeza, pero se sintió incómoda y las bajó. «¿Cuánto tiempo podré ocultarlo? Todavía no hay signos… eso creo, pero el único ojo bueno de la señora Chynoweth parecía verlo todo. Ross no suele observar esas cosas; pero si la señora Chynoweth sospecha, lo dirá a Elizabeth, que lo dirá a Francis, que a su vez puede comentar algo a Ross. De todos modos, tendrá que saberlo. Pero posterguemos el momento, esperemos un poco. Veamos los aspectos positivos. Se salvó de lo peor. De la prisión por deudas un año más; del verdugo o la deportación, definitivamente, si muestra buena conducta. La aventura con Elizabeth no puede llegar muy lejos. Aunque me sea infiel… ¿importa tanto? En pocos meses o años quizá se canse de ella. O Elizabeth puede envejecer y arrugarse, o engordar y afearse. Pero es mucho más probable que yo corra esa suerte».

—¿Duermes? —preguntó él.

—No.

Él se inclinó y le besó la frente.

—Buenas noches, querida.

—Buenas noches, Ross —dijo Demelza.

Después, volvió a reinar el silencio, y esta vez nada ni nadie lo interrumpió. Demelza pensó, tratando de olvidar el dolor de su corazón. «Si el niño es varón, quizá cambie todo, y modifique sus sentimientos. Lo llamaremos Jan o Humphrey… o incluso Ross.

»Pero si es una niña… no sabremos cómo llamarla».