Capítulo 3

Consiguieron sesenta libras por el broche. El comerciante Jijo que los precios habían bajado después que Ross había comprado la joya; además, en Cornwall no era fácil vender joyas de valor. Ross observó que era todo lo que razonablemente podían esperar. Caerhays, el caballo de Demelza, se vendió por treinta y cinco guineas, y la alfombra por diez. Ross dijo que no venderían el vestido. Muy bien, él iría a la cárcel y ella jamás volvería a usar el vestido, y las polillas lo echarían a perder, y estaría pasado de moda, y de todos modos era demasiado grande en la cintura porque ella había adelgazado, y él iría a la cárcel; pero no se vendería el vestido. Demelza se sintió mejor, más reconfortada.

Después, comenzaron a vender los animales de la granja. Por diez guineas vendieron a Sikh, el potrillo de dos años, y las dos mejores vacas por catorce guineas cada una. No era un momento oportuno para desprenderse del ganado. Ross vendió sabiendo muy bien que la gente que compraba esos animales podría revenderlos con ganancia tres meses después. Obtuvieron dos libras, doce chelines y seis peniques por cada una de las dos terneras de dos meses. Si no tenían bueyes sería imposible arar, de modo que en eso no podían hacerse economías. Vendieron los cerdos y casi todas las aves de corral. Jane Gimlett lloraba, y Jack Cobbledick apenas evitaba las lágrimas. Aún le faltaban veinticinco libras, y Ross hizo una inspección por la granja. De todo su ganado, formado con esfuerzo a lo largo de siete años, ahora le quedaba solamente una vaca, que tendría cría en abril; un caballo, la yunta de bueyes, media docena de gallinas y unos pocos patos.

Mientras realizaba esta inspección, Dwight llegó con la invitación de Elizabeth.

—Dígales… —contestó Ross, y se interrumpió dominado por la cólera— que estamos tan atareados saboreando las dulzuras de…

—Dígales —se apresuró a interrumpirlo Demelza—. Pero no es correcto que Dwight sea nuestro mensajero, ¿verdad? Dwight ¿piensa usted aceptar?

—Creo que sí. Navidad no es muy agradable cuando uno tiene que pasarla solo.

—Hay peores posibilidades —dijo Ross.

Después de un minuto Dwight agregó:

—Por supuesto que lo pasaría mejor en Trenwith si ustedes viniesen…

—Halagador, pero inexacto.

—Correré el riesgo.

—No hay riesgos que correr.

El embarazoso silencio fue interrumpido por Garrick, que de pronto apareció y atravesó saltando el patio, como una especie de monstruoso perro de aguas, moviendo su muñón y mostrando una lengua roja y colgante. Como de costumbre, no demostró el más mínimo respeto por las formas de la decencia; Dwight tuvo que apartarse del camino, y Ross acabó con un par de marcas de patas barrosas en la pechera de su camisa.

—El inconveniente de Demelza —dijo Ross, mientras se limpiaba—, es que adopta animales extraños, y después no los doma como corresponde. El otro día vino a vernos sir Hugh Bodrugan.

Dwight se echó a reír.

—Sir Hugh nunca mostró especial deseo por lamerme la cara.

—Quizá no su cara.

—Oh, Ross —dijo Demelza—, ¿por qué no podemos ir a Trenwith?

Ross miró el patio vacío.

—¿Lo preguntas en serio?

—Sé que no debería hacerlo; pero… es una lástima pensar demasiado en el pasado.

¿Cómo no hacerlo, cuando influía tanto sobre el presente?

—Dígales que iremos cuando inviten a Verity y Blamey, pero no antes.

—No creo que transcurra mucho tiempo antes de que lo hagan —dijo Demelza—. Verity y Francis se reconciliaron en Bodmin

—En ese caso, todos podremos reconciliarnos.

Después de un minuto, Demelza dijo:

—Eso es precisamente lo que yo desearía. Pero si nosotros tomáramos la iniciativa…

Ross pensó. «Oh, Dios mío, qué importa si mi bancarrota es culpa de Francis (y además quizás habría ocurrido de todos modos); es posible que Demelza esté en lo cierto. A menudo tiene razón. Verity desea esta reconciliación. Y Demelza también. Y Elizabeth». Este pensamiento despertó en Ross el deseo, casi la necesidad de volver a ver a Elizabeth. Nunca había conseguido imponerse a ese vínculo; era algo fundamental, si se quería una debilidad, de la cual no hacía caso; pero siempre estaba allí.

—Bien —dijo—, lo pensaremos. Por el momento veinte o treinta libras me parecen más importantes que todas las reuniones navideñas. Dwight, quizás usted quiera tomar una hipoteca sobre mí propiedad. Sería la tercera, y le produciría el ciento por ciento de intereses. No hay nada como prestar dinero para obtener buenos dividendos.

—Puedo ofrecerle diez libras, que es todo lo que poseo. No puedo concebir una causa mejor que esta.

—Y todavía no es una causa perdida, aunque tenemos nuestros momentos de duda. ¿Recuerda a Tregeagle, que tuvo que drenar el lago de Dozmare con una concha marina? Mi tarea es exactamente la contraria.

Continuaron caminando. Dwight comenzó a hablar de su descubrimiento del escorbuto en Sawle, y el tema los entretuvo hasta que regresaron a la casa, donde John Gimlett estaba trabajando en una ventana de la biblioteca, reparando el gozne herrumbrado de una persiana.

—Si necesita turba, podemos darle un poco —dijo Ross—. Hemos acumulado casi lo suficiente para dos inviernos.

Garrick, que ya había demostrado su desbordante afecto, se había alejado de nuevo al galope, pero ahora regresó llevando algo en la boca. Resultó que eran los cuartos traseros de un conejo, y los depositó a los pies de Demelza.

—¡Vete! —dijo Demelza, con asco—. ¡Perro horrible! ¡Llévate eso!

Ross recogió los restos y los arrojó al otro lado del arroyo, y el perro salió disparado en persecución de la presa.

—Me gustaría saber cuánto conseguiríamos por Garrick en el mercado abierto —dijo Ross—. Un mestizo de gran talla. Carnívoro. Provoca a los toros y cuida bebés. Entrenado para sentarse sobre las plantitas jóvenes y arrancar flores. Sabe romper vajilla. Padece cierto mal aliento. Resultados garantizados.

Dwight se echó a reír. Mientras entraban en la casa, preguntó:

—¿Podrán retener a los Gimlett?

—No quieren irse. Podemos alimentarlos, y por el momento es lo único que pretenden. Y no puedo trabajar la tierra sin la ayuda de Cobbledick.

—Hablo en serio —dijo Dwight—, mis diez libras son suyas si le sirven.

—Hablo en serio, Demelza —dijo Ross—, tendremos que apelar al reloj y algunos muebles. Además, tenemos las pistolas y el viejo telescopio de mi padre.

«De modo que se completó el círculo, pensó Demelza. Hace tres años pasamos la Navidad en Trenwith. Y era un día como este, nublado y silencioso. Tenía tanto miedo que ni sabía lo que decía. Moza de la cocina que va a visitar a los caballeros. Ahora, todo ha cambiado. En cierto sentido nerviosa, pero no como entonces. Ellos son pobres. Tan pobres como nosotros —y Francis trabaja la tierra, y Elizabeth… Elizabeth ya no está aterrorizada, y se siente muy agradecida hacia mí por lo que ocurrió la Navidad pasada. La querida Verity no está. Pero ya no temo equivocarme, ni hacer el papel de tonta. Sin embargo, no me siento tan feliz como entonces, ni mucho menos. Y lo extraño es que estoy esperando otro hijo, y de nuevo oculto el hecho a Ross, aunque por una razón distinta— y ya llevo cuatro meses, lo mismo que entonces».

—¿Recuerdas —preguntó—, la vez que seguimos este sendero? Garrick nos seguía, y se echaba cuando le hablábamos, como si por una vez estuviera dispuesto a hacer lo que se le mandaba.

—Sí —dijo Ross.

—Y recuerdas que nos cruzamos con Mark Daniel, y sujetó por la oreja a Garrick, y se lo llevó a casa… Dime, Ross, ¿has oído algo de Mark?

—No sé cómo le va con tanta conmoción, pero Paul lo vio en Roscoff.

—¿Crees que podrá venir sin riesgo a visitar a su gente?

—No. Si las cosas se ponen muy feas en Francia, deberá ir a Irlanda o a América; pero aquí no tendrá paz ni siquiera bajo un nombre supuesto.

La última vez, Verity los había recibido en la puerta. Ahora Demelza vio las malezas que crecían en el sendero, el pasto bajo los árboles, la ventana remendada y el portón sin pintar que conducía al huerto. Tabb les abrió la puerta, y los viejos y descoloridos retratos de los Trenwith, con sus vestidos y sus capas carmesí y ámbar, miraron fríamente desde la pared del vestíbulo vacío. Cuando estaban quitándose los abrigos, Elizabeth salió del salón de invierno.

Demelza se sorprendió cuando advirtió que se había puesto el vestido de llamativo terciopelo carmesí, con las cascadas de fino encaje que había usado durante el bautizo de Julia. Nadie había sugerido que se trataba de una fiesta, y Demelza, que intuyó que cualquier forma de ostentación en las circunstancias dadas sería considerada de mal gusto por esa familia bien educada, había venido con su vestido de tarde más reciente.

«De modo que Ross todavía le interesa, pensó Demelza, sintiendo que se le apretaba el corazón, y el agradecimiento que siente hacia mí en nada modificará la situación. Tendría que haberlo sabido». De todos modos, Demelza se adelantó con una sonrisa en el rostro y recibió una amable bienvenida. Demasiado amable, pensó inmediatamente. No le pareció sincera, a diferencia de la Elizabeth enferma que había visto doce meses antes. Dios mío, qué estúpida fui.

Francis no estaba allí para darles la bienvenida, pero cuando ya se habían quitado los abrigos salió del salón principal. Se mostró un tanto vacilante al enfrentarse con esa primera reunión formal; en la mano traía una copa. Los dos hombres se miraron durante un segundo. Francis dijo:

—Bien, Ross… de modo que viniste.

—En efecto, vine.

—Es… creo que es una cosa buena. De todos modos, me alegro.

Extendió la mano, un tanto vacilante. Ross la aceptó, pero el apretón no se prolongó.

Francis dijo:

—Antes siempre fuimos buenos amigos.

—Lo mejor —dijo Ross—, es olvidar el pasado.

—Estoy dispuesto a hacerlo. Es un tema muy amargo.

Dicho esto, y concertada formalmente la reconciliación, pareció que no había nada más que agregar, de modo que la sensación de molestia volvió a acentuarse.

—¿Vinieron caminando?

—Sí. —Una referencia dolorosa, en vista de que habían vendido a Caerhays—. Veo que al fin Odgers está realizando reparaciones en la iglesia de Sawle.

—Sólo en el techo. Los últimos meses ha llovido tanto que el coro a menudo tuvo que cantar con el agua que le bajaba por el cuello. Ojalá el condenado campanario se derrumbe de una vez. Siempre me persuade de que estoy borracho cuando lo miro desde el noroeste.

—Quizá llegue el día en que un Poldark se enriquezca y podamos hacer algo.

—Me parece que la iglesia se habrá derrumbado naturalmente antes de que llegue ese momento.

—Querida —dijo Elizabeth, enlazando el brazo de Demelza—, temí que no consiguieras traerlo. Cuando adopta una decisión, rara vez la cambia. Pero quizá tú tienes la astucia necesaria para influir sobre él.

—No soy astuta —dijo Demelza. «Claro que no lo soy, pensó. ¿Podré arreglarme este fin de semana, como lo hice hace tres años? Esta vez no tengo la voluntad ni el impulso necesarios. Me siento demasiado miserable y deprimida, y no lucharé por él si no me desea».

—Mis padres vendrán a cenar —dijo Elizabeth—. Y también Dwight Enys. Me temo que no habrá otros visitantes. ¿Recuerdas la última vez? Aparecieron George Warleggan y los Treneglos, y tú cantaste esas cosas encantadoras.

—Hace siglos que no veo a los Treneglos —dijo Demelza, mientras entraban en el salón principal.

—Ruth espera su primer hijo el mes próximo. Habrá una gran celebración si es varón. Dicen que el anciano señor Treneglos ya está trazando planes para su primer nieto. En los tiempos que corren nadie dispone de mucho dinero, pero cuando una familia se prolonga más de seiscientos años… por supuesto, la nuestra es más antigua.

—¿Quiénes, los Poldark?

Elizabeth sonrió.

—No. Discúlpame. Me refiero a mi propia familia. Tenemos registros que se remontan al año 971. Ross, verte en este cuarto es como volver a los viejos tiempos.

—Estar aquí es como volver a los viejos tiempos —dijo Ross enigmáticamente.

—Y los viejos tiempos —dijo Francis, que tenía una copa en la mano—, es exactamente lo que tratamos de olvidar. Brindo por los nuevos tiempos. Si en efecto existen, no pueden ser peores que los anteriores. —Sonrió, mirando en los ojos a Demelza.

Demelza movió lentamente la cabeza, y retribuyó la sonrisa.

—Los viejos tiempos fueron buenos conmigo —dijo.

No era la clase de comida que solían tener antes, aunque era la mejor que se había preparado desde hacía años. Se sirvió jamón y carne de ave, y una pata de cordero hervida con salsa; y después budín de harina y jalea de uvas, tartas de damasco, bollos con mostaza y manjar blanco.

Demelza no conocía a los padres de Elizabeth, y cuando los vio se sintió sorprendida. Si un linaje que se remontaba al año 971 producía ese resultado, ella prefería olvidar decentemente a sus propios antepasados. El señor Chynoweth era un hombre delgado y seco, con cierto amaneramiento pomposo, que sorprendía porque daba a entender cierta insólita pretensión. La señora Chynoweth constituía un espectáculo lamentable —corpulenta, con un ojo descolorido y el cuello hinchado. Como no la había visto antes de su enfermedad, Demelza no podía imaginar de dónde venía la belleza de Elizabeth. Tampoco se necesitaba mucho tiempo para advertir que eran personas que alentaban cierto resentimiento. Algo se había descarriado en la vida de esa pareja, y eso les parecía una afrenta personal. Pese a sus bigotes y su mentón manchado de saliva, Demelza prefería a la tía Agatha. No era posible replicarle, pero su conversación tenía vitalidad y agudeza. Lástima que alguien no anotase todo lo que ella recordaba antes de que la anciana muriese, y todo ese caudal desapareciera, perdido para siempre en el polvo del ayer.

Después de la cena, para horror de Demelza —aunque debía haber recordado que esa era la rutina— las mujeres se retiraron, dejando a los hombres que bebiesen su oporto; y ni en la peor de sus pesadillas Demelza podía haber elegido tres acompañantes más temibles que Elizabeth —en su actual estado de ánimo—, la tía Agatha y la señora Chynoweth. Todas subieron al primer piso, entraron en el dormitorio de Elizabeth, charlaron cerca del espejo, se arreglaron los cabellos, y sucesivamente visitaron el fétido cuarto que estaba al fondo del corredor y que a Demelza le pareció mucho peor que el retrete al aire libre de Nampara. Elizabeth ajustó la cofia de encaje de la tía Agatha y la señora Chynoweth dijo que había oído decir que las nuevas modas de Londres y Bath rayaban en lo indecente; la tía Agatha afirmó que por ahí aún tenía algunas recetas para la cara: pomadas y cosas semejantes, ungüentos para los labios, afeites y agua de azahar: las encontraría para dárselas a Demelza antes de que se marchara. Y Elizabeth dijo que Demelza estaba muy callada, ¿se sentía bien? A lo cual Demelza respondió que , se sentía muy bien; y la señora Chynoweth le dirigió una mirada como por azar de arriba abajo, que pareció penetrar hasta el fondo de su intimidad, y dijo que la nueva moda era que la cintura debía subir hasta la axila, y todo el vestido caer como el pie de un candelabro, hasta el suelo, y cuanto menos ropa se usara debajo tanto mejor. Demelza se sentó sobre el borde del lecho de palorrosa, con sus colgantes de satén rosado; se ajustó las ligas y pensó: «Ross tenía razón, nunca debimos volver, por lo menos hubiéramos debido esperar que regresara Verity; ella lo cambia todo, es mi talismán y mi suerte; esta noche estoy deprimida, y ni siquiera el oporto me ayudará; de modo que Elizabeth triunfará en toda la línea, con su hermoso y brillante cabello, su cintura delgada, sus grandes ojos grises, su voz educada, tan elegante y grácil. ¿Cómo serán el resto de la velada y mañana?».

En la planta baja, el oporto había circulado dos veces, y Jonathan Chynoweth, que tenía la cabeza lamentablemente débil, exhibía un aire soñoliento y hablaba con voz estropajosa. Dwight, que nunca había tenido dinero suficiente para beber con regularidad, conocía muy bien sus propias debilidades, y se limitaba a beber un sorbo y agregar otro cuando pasaban la botella. Por supuesto, los primos apenas habían advertido que estaban empezando a beber.

Francis dijo a Ross:

—Son las tres últimas botellas de oporto del 83. ¿Compraste muchas esa vez?

—No disponía de dinero… acababa de regresar de América, y la casa era una ruina. Lo único que tengo es oporto del año pasado. Cuando lo hayamos terminado, apelaremos al gin barato.

Francis emitió un gruñido.

—Dinero. La falta de dinero está envenenando nuestra vida. A veces siento deseos de robar un banco… Lo haría si fuera el banco de Warleggan y pudiese evitar la cárcel.

Ross lo miró con expresión indiferente.

—¿Por qué disputaste con ellos?

Era la primera pregunta que aludía a la esencia del problema que los separaba. Francis comprendió inmediatamente su importancia y la imposibilidad de ofrecer una respuesta cierta. De todos modos, no debía parecer que esquivaba el asunto.

—Terminé por comprender que tu juicio acerca de ellos era acertado.

Hubo una pausa mientras el reloj daba la hora. Las vibraciones metálicas reverberaron en la habitación mucho después que la máquina dejó de sonar, como si intentaran hallar una salida.

Con los dientes de un tenedor, Francis trazó tres líneas rectas sobre el mantel.

—Esas cosas… se definen lentamente. Uno apenas las advierte, hasta que un día se despierta y sabe que el hombre que fue su amigo durante años es… un sinvergüenza, y… —Hizo un gesto con la mano—. …¡eso es todo!

—¿Retiraste del banco tus asuntos?

—No. Debo reconocer que me mostré muy ofensivo con George, y sin embargo no hizo nada.

—Yo acudiría a otro banco.

—Es imposible. Nadie aceptaría la deuda.

—Vean —dijo Dwight, incómodo—, ya he bebido todo lo que deseo, y si ustedes quieren discutir asuntos económicos privados…

—Por Dios, las deudas nada tienen de privado —dijo Francis—. Son propiedad común. Es el único consuelo… De todos modos, tratándose de usted, no tengo nada que sea privado.

La botella circuló entre los presentes.

—A propósito —dijo Francis—, ¿qué estuvo haciendo Demelza con la yegua de Bodrugan?

—¿Cómo haciendo? —preguntó Ross cautelosamente.

—Sí. Lo vi esta mañana, y estaba muy contento porque su amada Saba había mejorado. Yo ni siquiera sabía que la bestia estaba enferma. Dijo que había sido obra de Demelza. Me refiero a la curación, no a la enfermedad.

La botella llegó a manos de Ross.

—Demelza tiene cierta habilidad con los animales —afirmó audazmente—. Bodrugan vino a casa y solicitó su consejo.

—Bien, pues ahora se deshace en elogios. Cacareaba como una gallina que acaba de poner su huevo.

—¿Qué tenía el animal? —preguntó Dwight.

—Debe preguntárselo a Demelza —dijo Ross—. Sin duda ella sabrá explicárselo.

—Pelearse con los War-Warleggan —dijo el señor Chynoweth—. Mal asunto. Gente muy influyente. Tentáculos.

—Qué expresivas son sus palabras últimamente, suegro —dijo Francis.

—¿Eh?

—Le llenaré otra vez la copa, y después podrá dormir con placidez.

—Durante doce meses —dijo Ross—, trataron de comprar acciones de la Wheal Leisure.

—No lo dudo. Les interesan todas las empresas lucrativas, y sobre todo las tuyas.

—La Wheal Leisure no me pertenece. Ojalá fuese mía.

—Bien, eres el principal accionista. ¿Has conseguido conectar las galerías con los antiguos túneles de la Trevorgie?

—No. Abandonamos el esfuerzo en los meses húmedos, y después reanudamos el trabajo. Pero no creo que el resto apruebe mucho más tiempo el gasto.

—En algún sitio hay buenas vetas.

—Lo sé. Pero los salarios de los hombres se acumulan cuando uno echa cuentas en el libro de costos.

—¿Recuerdas la vez que bajamos juntos a las viejas galerías? No parece que hiciera tanto tiempo de eso. Hay dinero en la Trevorgie y la Wheal Grace. Ese día lo olí.

—Hay que meter dinero antes de extraerlo. Es uno de los imperativos de la minería.

Cuando Francis había ofrecido ayudar a Demelza con dinero si las cosas tomaban mal sesgo en Bodmin, Ross había desechado el asunto como un mero gesto retórico. Pero ahora se repetía la afirmación. Dinero disponible, y era un hombre al borde de la quiebra.

—Y bien, ¿aún no encontraron nada?

—Oh, hay buenos indicios. Como sabes, el mineral está por doquier. Pero no puedo correr riesgos. Necesito un plan razonable. ¿Qué piensas de esta Virgula Divinitoria? Se afirma que es una prueba segura de la existencia de depósitos subterráneos de metal.

—El nombre es impresionante. Dwight, ¿conoce la traducción inglesa del término?

El señor Chynoweth contrajo el rostro y despertó.

—¿Dónde estoy?

—En la cama con su esposa, viejo —dijo Francis—, de modo que cuídese, porque podemos aprovecharnos.

El señor Chynoweth parpadeó, pero estaba demasiado asombrado para sentirse insultado. Extendió la mano hacia la copa, pero antes de alcanzarla comenzó a cabecear otra vez.

—Entiendo que no es más que una suerte de vara adivinatoria —dijo Dwight—. Pero incluso suponiendo que sea eficaz, pienso que sería decepcionante abrir un pozo con la esperanza de extraer cobre y encontrar nada más que plomo.

Ross dijo:

—O incluso un hervidor de hojalata que dejó un antiguo minero.

Francis dijo:

—Ciertamente, eres afortunado, porque en tus tierras están la Wheal Grace y la Wheal Maiden. Aquí siempre nos limitamos a la Grambler. Consumió toda nuestra atención y todo nuestro dinero.

—Dos minas arruinadas —dijo Ross, y recordó lo que Mark Daniel había dicho de la Grace: «En esa mina hay dinero. Cobre… Nunca vi una veta así»—. Cuesta más recomenzar que iniciar una nueva galería —agregó.

Francis suspiró.

—Bien, supongo que ahora sólo te interesa la Wheal Leisure.

—Todo mi dinero está allí.

—Lo cual viene a ser lo mismo, ¿verdad? Y yo tendré que recurrir a la Virgula Divinitoria o a la sabiduría del viejo Fred Pendarves. Páseme el oporto, Enys; usted no lo aprovecha.

Se oyó un golpe en la puerta y entró Tabb.

—Señor, hay un hombre que pregunta por el doctor Enys.

—¿Quién es?

—Viene de Killewarren. Creo que necesita al doctor Enys para atender a un enfermo.

—Oh, diles que se enfermen en una noche más apropiada.

Dwight se puso de pie.

—Si me disculpan…

—Tonterías —dijo Francis, vertiendo su oporto con tal premura que la espuma se agrupó en el centro—. Si está obligado a atender a ese individuo dígale que entre; veamos qué desea.

Tabb miró a Dwight y salió, para volver acompañado de un hombre de cuerpo menudo, vestido de negro. No habían advertido que estaba lloviendo, pero sobre la capa del hombre corría el agua y comenzaba a mojar la alfombra.

—Oh, es Myners —dijo Francis—. ¿Qué pasa en Killewarren?

El hombrecito miró a Dwight.

—Señor, ¿usted es el doctor Enys? Fui a su casa, pero me dijeron que estaba aquí. Le ruego me disculpe por molestarlo. La señorita Penvenen deseaba verlo, y me dijo que viniese a buscarlo.

—¿La señorita Carolina Penvenen?

—Sí, señor.

De modo que aún estaba en Cornwall… y sin duda su perro había tenido otro ataque.

—¿No tiene a su propio médico?

—Sí, señor, pero me dijo que viniera a buscarlo. Está enferma desde hace casi tres días. Tiene algo en la garganta, señor.

Se hizo el silencio alrededor de la mesa. El indiferente aire festivo de Francis y la primera impaciencia de Dwight cedieron al oír la noticia. La enfermedad maligna de la garganta, que el año anterior había afectado a las dos familias, después había desaparecido casi por completo. Si retornaba a la región…

—¿Cuáles son los síntomas? —dijo Dwight.

—Señor, no lo sé. No soy más que el mayordomo. Pero el señor Ray Penvenen dijo que ella estaba gravemente enferma, y que usted debía venir.

Dwight se puso de pie.

—Iré inmediatamente. Espere y saldremos juntos.