Al día siguiente Demelza cabalgó en actitud un tanto desafiante, para visitar a los Bodrugan en casa Werry. La dominaba un espíritu temerario, y por el momento no parecía importar mucho que nada supiese de caballos. Cuando vio a la yegua enferma la dominó la aprensión, pero era evidente que sir Hugh esperaba que ella recetara algún brebaje maloliente, y que había considerado falsa modestia su deseo explícito de no intervenir. Demelza había curado a Minta, la vaca de sir John, y por lo menos debía tratar de hacer lo mismo en este caso.
Demelza miró un momento a la yegua, y luego alzó los ojos y se encontró con una mirada de curiosidad y desafío en el rostro de Constance Bodrugan. Bien, si así pensaban… Si la yegua moría, esos dos podían soportar perfectamente la pérdida, y en todo caso era posible que el episodio terminara definitivamente con las atenciones de sir Hugh… Si ella tenía que cometer un crimen, más valía que le reportara una ventaja…
Ordenó que retirasen todas las ventosas, las lavativas, los ungüentos, las salvas, las píldoras y los emplastos de los doctores profesionales de caballos. De ese modo el aire se purificó un poco. Después les dijo que fueran a buscar nueve hojas de planta febrífuga y nueve flores de pamplina escarlata, y que después de meter todo en un bolso de seda, ataran este alrededor del cuello de la yegua. Cuando satisficieron su pedido, recitó un poema junto al animal.
Hierba pamplina, te encontré
Creciendo en suelo consagrado,
El mismo don que el Señor Jesús te concedió
Cuando su sangre El te brindó;
Hierba y planta, disipa este mal,
Y Dios bendiga a todos los que te usan – Amén.
Era una copla que había oído a la vieja Meggy Dawes de Illuggan: creía recordar que Meggy la había usado más bien para curar verrugas, pero de todos modos no haría ningún daño.
Después, recetó el mismo cordial de romero, junípero y cardamomo que había recomendado para la vaca Hereford. Poco después todos regresaron a la casa, y ella bebió dos vasos de oporto y comió un bizcocho, y miró una carnada de cachorros que masticaban la alfombra a los pies de la propia Demelza. El oporto resultó muy apropiado para evitar que se acentuara el sentimiento de autocrítica. Rehusó una invitación a almorzar y se retiró antes de la una, su virtud intacta, acompañada por los expansivos buenos deseos de sir Hugh y las miradas reflexivas de Constance, lady Bodrugan. Podía adivinar perfectamente qué diría Constance si la yegua moría.
Ross no mencionó la visita a la hora del almuerzo, pero durante la cena preguntó:
—¿Qué pasa con la yegua de Bodrugan? ¿Crees que es influenza?
De modo que él había considerado sobrentendido que ella había ido a pesar de su desaprobación.
—Ross, no lo sé. Quizá se trata de eso. Está muy mal, y le tiemblan los músculos, como a Ramoth antes de morir.
—¿Qué le hiciste?
Inquieta, ella se lo explicó.
Ross se echó a reír.
—Todos los veterinarios del condado te atacarán. Estás robándoles los clientes.
—Eso no importa. Pero es un animal muy hermoso. Espero que sane. Sería muy lamentable que muriese.
—Debe valer más de trescientas guineas.
Demelza dejó caer el cuchillo y palideció.
—¡Ross, estás bromeando!
—Quizá me equivoque, por supuesto. Pero su padre fue Rey Davis. Y el…
—¡Judas! —Demelza se puso de pie—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—¡Creí que lo sabías! En todo caso, estoy seguro de que no le hiciste ningún daño.
Demelza se acercó a la mesita lateral.
—Ross, fue muy perverso de tu parte no decírmelo.
—¡Creí que lo sabías! Bodrugan siempre se vanagloria de su yegua, y lo conoces desde hace más de un año. Aunque quizá cuando os reunís no habláis de caballos.
Ella no tomó a mal la broma, y se limitó a recoger los platos; su obstinación se había vuelto contra ella.
Después de un minuto regresó a la mesa y volvió a sentarse.
—A propósito —dijo Ross—, ¿qué ocurrió en Bodmin? ¿Cómo te encontraste con sir Hugh mientras estabas allí? ¿Y por qué parece creer que tienes cierta obligación con él?
Demelza dijo:
—No sé cómo se atrevieron a llamarme.
Más o menos al mismo tiempo que Demelza realizaba temerariamente su segunda incursión en el campo de la medicina animal, Dwight Enys, que aplicaba su conciencia y habilidad a los animales humanos de Sawle, por cierto menos valiosos, estaba realizando descubrimientos acerca de sus propias deficiencias. Así, llegó a la conclusión de que practicar la medicina significaba no sólo una lucha constante contra la ignorancia de otras personas, sino también contra la propia.
Las encías de Parthesia Hoblin le dieron la clave de la enfermedad que había estado difundiéndose en la aldea todo el otoño.
Si cabía alguna excusa para su propia incompetencia, era la fiebre palúdica que de un modo casi constante había disimulado la dolencia más grave. En este caso, como en la mayoría de los restantes, la joven había contraído la fiebre, se había recuperado, había recaído otra vez, y después del segundo ataque pareció que la vida la abandonaba, y el menor esfuerzo la dejaba agotada y sin aliento. Ciertas manchas en los brazos, como moretones, le llevaron a sospechar en primer lugar del padre, y cuando comprobó que el hombre no tenía la culpa, de la enfermedad llamada púrpura. Le había recetado polvos contra la fiebre, para limpiarle la sangre, y le había ordenado que los días de buen tiempo se sentara al aire libre y bebiese agua fría, medidas que Jacka Hoblin desaprobaba vigorosamente. Según él decía, había que trabajar activamente en la casa; ese era el principal remedio; de ese modo los malos humores desaparecerían más rápidamente que si se sentaba a la puerta, a respirar la humedad y el vapor.
Y después Dwight se encontró con Ted Carkeek —hacía mucho que se había curado la herida del hombro, y ya estaba casi olvidada— y por casualidad Ted mencionó que su padre había muerto en el mar; y cuando se separó del joven, Dwight se encontró con Vercoe, el barbado aduanero de Santa Ana —que era un ex marino—, y Vercoe se detuvo para consultarlo acerca de su esposa, que tenía un absceso bajo una muela, y después continuó hablando de la vida a bordo; e inmediatamente después Dwight visitó a los Hoblin y vio las encías de Parthesia —y de pronto se le aclaró todo, y comenzó a hacerse reproches porque había mostrado tan criminal ceguera. Los habitantes de Sawle, con la piel manchada y el cuerpo debilitado, las hemorragias nasales y el rostro descolorido, eran víctimas de un brote de escorbuto. Incluso en el supuesto de que de tanto en tanto visitara la aldea, Choake no había identificado el mal; y él tampoco lo había hecho, de modo que la gente continuaba sufriendo y recibiendo un tratamiento erróneo.
—Parthesia, voy a cambiar tus medicinas. Creo que necesitas un cambio, ¿no te parece? Aquí no tengo los ingredientes necesarios —dijo a Rosina, que estaba de pie al lado de la silla—, pero creo que una medicina azufrada será útil. Entretanto, ¿hay verduras frescas en la aldea o cerca?
—¿Verduras? No, señor. No tenemos verdura aparte de unas pocas patatas, antes de abril o mayo.
—O frutas… sobre todo limones, o limonada; no, por supuesto, no tienen nada de eso. A veces yo consigo verduras. ¿No pueden ir a buscarlas a Truro?
—Son demasiado caras para nosotros. Si uno compra esas cosas, en seguida se le acaba el dinero.
Dwight miró pensativo los bellos ojos de Rosina.
—Sí… de todos modos, les recomiendo que traten de conseguirlas. Es muy importante. Con frutas y verduras, Thesia mejorará mucho más que con todas mis pociones o con las cataplasmas de tu madre.
Rosina se sonrojó.
—Preguntaré a mi padre. Tal vez podamos mandar a buscarlas cuando venga el próximo tren de mulas.
Dwight se alejó, meditativo. Eran consejos que los Hoblin quizá pudiesen seguir, porque eran personas que vivían un poco por encima del nivel de privación absoluta. Tenían las mismas posibilidades de conseguir verduras o frutas frescas que si hubiesen estado en medio del océano Pacífico. ¿Y de qué les servirían las pociones azufradas o las sales diafuréticas si no comían lo que necesitaban? En el mejor de los casos eran paliativos. Y probablemente ni siquiera eso. Era irritante. Pese a todas las dudas y desengaños de la medicina, esta enfermedad reconocía una cura cierta, pero esa cura no estaba al alcance de los enfermos.
Tampoco podía pedírsele que alimentase a una aldea entera, o a ciertas familias, con sustancias verdes que él mismo compraría.
La Casa Trenwith era todavía el dominio de Thomas Choake; pero siguiendo caminos sinuosos e imprevistos, Dwight había llegado a relacionarse con la señora Tabb, quien después de caer y lastimarse seriamente el brazo, pocos días antes, no permitía que le vendase el brazo otra persona que no fuese el doctor Enys. La mujer había caminado hasta la casa del joven médico, pero cuando llegó allí se sintió bastante mal, de modo que Dwight había dicho que la próxima vez iría a casa Trenwith evitándole la caminata de diez kilómetros. Cuando llegó, vio que la herida no supuraba demasiado, y para facilitar la curación aplicó un vejigatorio de cantárida. Después de dejar un ungüento que la enferma debía usar más tarde, bajó la escalera escoltado por Tabb… y vio a Elizabeth Poldark en el vestíbulo.
—Doctor Enys. No viene con frecuencia a nuestra casa.
—No, señora. —Sonrió—. Trato de no invadir el terreno de un colega.
Ella replicó con voz pausada:
—Pero eso sólo se aplica a las visitas profesionales.
—Gracias. Lo recordaré. No he visto a su esposo desde que nos encontramos en Bodmin.
—Francis me habló de su amabilidad. Todos nos hemos sentido muy reconfortados por el resultado del juicio… ¿Aceptará un vaso de vino?
Se volvieron hacia el salón de invierno. «Si el refinamiento del gusto basta, nuestra vida conyugal ha sido un idilio», había dicho Francis esa larga noche en Bodmin. ¿Refinamiento del gusto? ¿Era todo lo que esta mujer podía ofrecer? Su belleza juvenil y reservada siempre impresionaba el corazón de Dwight. Oh, bien sabía que era impresionable, pero…
En el salón, la tía Agatha estaba acurrucada junto a un fuego humoso. Las manos de la vieja dama temblaban y se movían sin descanso sobre el regazo, como arrugados topos grises que buscaban algo que jamás podían hallar; pero su espíritu parecía tan resuelto como siempre, y los ojos viejos pero agudos examinaron a Dwight cuando Elizabeth volvió a presentarlo. Por supuesto, lo recordaba de la fiesta de bautizo de la niña de Ross, dijo la tía Agatha, pues por costumbre ahora nunca reconocía que podía olvidar nada. Siempre podía reconocer el rostro de un abogado. Ellos rara vez… ¿qué?, ¿qué? Sí, eso mismo había dicho. ¿Y cómo marchaba la profesión de médico en Truro en esos tiempos? Cuando ella era joven había conocido a cierto doctor Seabright que tenía mucha clientela. Solía recetar estiércol fresco de caballo como cura de la pleuresía. Vivía donde ahora estaba el Hotel de Pearce. Era muy popular, pero había contraído muermo[1] mientras sajaba a un caballo, y al cabo de un mes había muerto.
—La tía Agatha no nos oirá; está muy sorda —dijo Elizabeth, y orientó la conversación hacia los lugares comunes de la región rural.
Dwight se sinceró, como hacía siempre que estaba en compañía de una mujer que le demostraba simpatía; y sólo de tanto en tanto los recuerdos de aquella noche venían a inquietarlo. Se insinuaban en su cerebro como fantasmas de una experiencia que no había sido totalmente real.
Las velas inmóviles; el rostro desencajado, agrio y contraído de Francis; las ásperas confidencias, al principio buscadas, pero después hasta cierto punto rehuidas; y en todo eso la presencia de Elizabeth; Elizabeth, la amada pero incapaz de amar, la Galatea que nunca despertaba.
Quizás una sombra cruzó el rostro de Dwight, porque Elizabeth interrumpió la frase que estaba diciendo.
—Doctor Enys, ¿puedo formularle una pregunta…? De algo que dijo surgió en mí la sospecha de que mi marido… de que Francis trató de suicidarse cuando estaba en Bodmin. ¿Sabe si eso es cierto?
Una pregunta difícil. Molesto, Dwight volvió los ojos hacia la vieja dama, que aún lo miraba como si hubiera podido oír cada una de las palabras pronunciadas.
—Como usted sabe, su esposo y yo compartimos un cuarto en Bodmin. En la ciudad prevalecía una atmósfera de excitación, y el señor Poldark se mostró… susceptible al sentimiento general de inquietud, y a la propensión común a beber. Charlamos… largo rato, hasta bien entrada la noche, y creo que el hecho de conversar con alguien le ayudó a superar un período difícil. No creo que usted necesite preocuparse de ello.
La tía Agatha dijo:
—Recuerdo que yo tenía la culebrilla, y él me recetó sangre de gato mezclada con leche de vaca, y debía ponérmelo en el lugar afectado por la mañana y por la noche. Y agua de melaza por la noche. Recuerdo que era un hombrecito nervioso, pero ágil como una abeja.
—Doctor Enys, no ha respondido a mi pregunta —dijo Elizabeth.
—Es la única respuesta que puedo ofrecerle… Creo que en ningún lugar del mundo se murmura tanto como en este distrito, pero yo le aconsejaría no hacer caso de los rumores.
Cuando Elizabeth se volvió, había un destello peculiar en sus ojos.
—Quizás usted no advierte, doctor Enys, qué alejados estamos aquí de la sociedad.
—No… no lo había advertido.
—Nuestros primos de Nampara no vienen, ya no podemos recibir, y Francis rara vez está de humor para hacer visitas corteses. Quizás eso le explique por qué me veo obligada a mendigar información de un… de un extraño.
En su voz se transparentó un débil temblor. Dwight dijo:
—Lamentaría que usted me considerase así. Me sentiría sumamente feliz si pudiese ayudarle o serle útil… y confío en que aprovechará mi oferta del modo que le parezca más apropiado.
—En aquellos tiempos —dijo la tía Agatha mordisqueándose las encías—, ningún caballero salía sin su espada. No se atrevía. Recuerdo haber visto a un salteador ahorcado en Bargus. Un hombre apuesto, con su traje color carmesí, y el sombrero recamado de oro. Y también murió como un hombre, temerario hasta el último gesto. Joven, usted no se habría atrevido a cabalgar así desde Truro, vestido como quien va a un entierro.
—Vivo entre Nampara y Mingoose —dijo Dwight alzando la voz.
—Sí, sé que ahora todo es más fácil. Según dicen, el trayecto de aquí a Truro no ofrece el menor peligro. En el mundo ya no hay espíritu.
Elizabeth dijo:
—Francis le habrá hablado de la separación entre nosotros y nuestros primos.
—Sí, estoy al corriente.
—¿Cree que Ross se ha asentado después de pasar por tantas dificultades?
—Siempre creo —dijo Dwight— que Ross es como un volcán. Puede permanecer eternamente tranquilo… o entrar en erupción mañana mismo.
Percibió en los ojos de Elizabeth una expresión que parecía indicar acuerdo. Continuó diciendo:
—Veo a Demelza menos que antes.
Lo cual era bastante cierto. A veces incluso hubiera podido decirse que Demelza trataba de evitarlo, aunque él no atinaba a comprender la razón de esa actitud.
—¿Dónde está Geoffrey Charles? —preguntó la tía Agatha—. ¿Dónde está el niño…?
—¿Usted diría —preguntó Elizabeth— que son felices?
—… Será un verdadero salvaje —dijo la anciana dama—. Aún no tiene siete años y ya conoce toda clase de trampas. Le daré una buena paliza. Ningún chico anda derecho si no le sacuden el polvo de tanto en tanto.
Dwight dijo:
—Podría contestar a esa pregunta si conociera la respuesta.
—Ella fue buena con nosotros el año pasado —dijo Elizabeth—. De no haber sido por su ayuda, uno o más de nosotros habría muerto. ¿Tendrá la bondad de transmitirle un mensaje de mi parte? Dígale… dígale que una vez pasamos juntos una Navidad feliz en Trenwith, y que nos gustaría que volviesen este año. Trate de que ella comprenda, que comprenda que realmente lo deseamos y los necesitamos. ¿Querrá hacer esto por mí?
—Por supuesto.
—Tal vez usted también desee venir. No podremos ofrecerle nada especial, pero…
Dwight se lo agradeció, dijo que le encantaría aceptar la invitación y se despidió. Cuando salía vio entrar a Francis, que venía por el sendero desde el portón principal. No se cruzaron directamente, pero Francis hizo un gesto irónico, llevándose un dedo a la frente. Estaba vestido con ropas comunes, y tenía las botas cubiertas de barro, pero mostraba mejor aspecto que la última vez que Dwight lo había visto.
El breve día estaba terminando, y habría anochecido antes de que él llegara a Grambler. El mar sombrío ya se desdibujaba allí donde podía vérselo entre las depresiones de la tierra. El húmedo manto de nubes se alejaba de la costa en capas infinitas y cada vez más densas de tonos pardos, como precursoras de la larga noche.
Cuando salió al camino principal, sobre Grambler, vio una figura ancha, de piernas arqueadas, que caminaba adelante. Era Jud Paynter, y llevaba prisa. El hombre miró nerviosamente hacia atrás cuando oyó el ruido de los cascos de un caballo, pero su rostro rugoso se iluminó cuando comprendió quién era.
—Buenas tardes, Paynter. —Dwight se puso al paso, y Jud alzó una mano.
—Señor Enys, tenemos un hermoso tiempo. Un buen tiempo, por tratarse de esta época del año. Así será fácil pasar el invierno.
Dwight formuló una réplica convencional, y después aflojó las riendas para seguir su camino.
—Señor Enys.
—Sí.
—Supongo que será pedirle demasiado que continúe conmigo hasta que lleguemos a Grambler.
—No si hay una buena razón. Es sólo poco más de medio kilómetro.
—Medio kilómetro puede ser mucho camino. Y por cierto que hay una buena razón, una razón muy buena. Detrás viene una pareja de hombres muy altos, y le aseguro que eso no me gusta. No, a Jud Paynter no le gusta. No quiero que me lleven todavía a la iglesia. Por casualidad, ¿alcanza a verlos?
—¿Qué quiere decir?
—Lo que dije, y nada más. Estaba en Santa Ana, y rodeado de gente trabajadora, común, justa, razonable, humana, respetable, decente, equitativa y honesta, y esos dos empezaron a mirarme como si yo hubiera sido un ganso joven visto por la olla de Navidad. Hola, digo yo. Estos son bandidos, digo yo. O algo parecido, digo yo. Será mejor que me vaya a casa, porque de lo contrario me cortarán el cuello cuando no esté mirando. Una verdadera vergüenza —continuó diciendo Jud—, en lo que se ha convertido esta región. No se puede dar un paso fuera de casa sin que haya matones acechando. No es justo. No es propio. No es equitativo.
Dwight miró al viejo y calvo sinvergüenza que caminaba al lado del caballo.
—¿Pensaron que usted llevaba dinero?
—¿Yo? —exclamó, Jud, sobresaltado—. No tengo dinero. Cuando mucho, unos pocos peniques para comprar un honesto vaso de ron.
—En ese caso, ¿por qué intentarían robarle? ¿Por qué no a mí? Solamente mi caballo ya sería una presa mejor.
Jud se encogió de hombros.
—Ahí tiene. Así son las cosas. Quizá creen que usted les dará más pelea, si lo asaltan. No. Los bandidos buscan a las viudas y los huérfanos.
—¿Y usted qué es? —preguntó Dwight.
—¿Quién, yo? —dijo Jud—. Caramba, soy huérfano desde que mi padre y mi madre murieron.
Avanzaron lentamente; Dwight sofrenaba con dificultad su caballo, y Jud jadeaba y murmuraba detrás. Dwight llevaba un pote de ungüento que debía entregar en la aldea, de modo que dejó allí la medicina; y estaba alcanzando de nuevo a Jud cuando el hombre llegó a su choza.
Prudie estaba en la puerta.
—De modo que ya llegaste, viejo cerdo sucio —dijo, y entonces reconoció al jinete—. Buenas tardes, doctor Dwight —agregó tímidamente.
—Buenos días, Prudie. Seguramente se alegra de volver a ver a su esposo, que regresa sano y salvo al hogar.
—Conque al hogar, ¿eh? No lo vi ni lo oí todos estos días. Creo que ha llegado a pensar que puede irse y volver cuando se le ocurre. Viejo sinvergüenza y sucio.
—Sabes dónde estuve —dijo Jud—. Lo sabes perfectamente. Estuve ganando dinero, para que tú puedas gozar de tu pereza y tu ociosidad. Y el doctor lo sabe tan bien como tú, aunque quizá finja lo contrario.
Dwight dijo:
—¿El viaje fue bueno?
—Nunca fue tan pobre.
—¿Por eso aquellos hombres lo seguían?
—¿Qué hombres? —preguntó Prudie, limpiándose la nariz hinchada y roja con la manga.
Jud pareció incómodo mientras Dwight explicaba.
—No tiene nada que ver con el negocio —dijo Jud—. Es como yo le dije. Bandidos que quieren robar a un pobre viejo indefenso. Le digo que es mala cosa cuando la ley y el orden no se respetan. Yo…
—Bien —dijo Prudie—, no sé qué le pasa, verdaderamente. Desde que hicieron el juicio al señor Ross, siempre está así… tiene miedo de salir después que oscurece. A veces creo que tiene miedo de su propia sombra. Es suficiente decirle «¡Buuu!» y corre como un conejo.
—¡No es verdad! ¡No es justo! Temo solamente a lo que es justo y natural temer. Y ten en cuenta que no soy ningún conejo.
—No importa lo que sea, tiene que ver con ese juicio —dijo Prudie—. Dios sabe de qué se trata, pero usted estuvo allí, doctor Dwight, hijo mío, y quizás usted pueda adivinarlo. Seguro que Jud estaba bebido cuando se presentó ante el juez, ¡y para mí es un misterio que no lo encerraran allí mismo!
—Pero ¿qué tiene que ver eso con el miedo que ahora siente?
—Eso es lo que siempre dije hasta que se me secó la lengua de tanto decirlo —afirmó violentamente Jud—. Esposa, ¿qué hay de comer? Ya estoy muy cansado, y no quiero seguir hablando. Si prestaras más atención a tu cocina y menos a la charla, el mundo sería un lugar mucho más agradable. ¡No hay paz, ni en casa ni afuera!
Dwight entendió la indirecta, y comenzó a alejarse. La voz de Prudie lo siguió como un órgano con todos los pedales hundidos hasta el fondo.
—Ley o no ley, es algo que tiene que ver con ese juicio. Viejo a mí no me engañas. Apenas oscurece, saltas y te escondes como una pulga en un plato caliente. ¡Aquí hay gato encerrado, y ya llegaré a descubrirlo!
Lo último que Dwight vio fue la figura de Jud que entraba en el cottage, y las amenazas y las advertencias de Prudie lo siguieron todavía un rato, en la semipenumbra del anochecer.