Capítulo 1

Durante el otoño y los comienzos del invierno, Ross hizo un esfuerzo decidido por desechar los sentimientos de inquietud y ansiedad del pasado, y aceptar sinceramente la vida de un pequeño caballero rural con intereses mineros; la vida que había abandonado con pesar apenas dos años antes. Pero aunque se había apartado con renuencia de esa rutina feliz, no podía reconquistar el placer de ese género de vida simplemente retornando al mismo.

Además, su relación con Demelza se había enfriado un poco. Ella no le revelaba sus pensamientos. Era extraño que después de la absolución de Ross hubiera desaparecido la atmósfera de alegría y de instantánea comprensión. Más de una vez él había intentado quebrar esa reserva, pero había fracasado; y la frustración dejaba su impronta en las respuestas del propio Ross.

Aunque se sentía bastante agradecido porque se había liberado de la amenaza de una grave condena, casi siempre su mente evocaba el riesgo menor pero todavía grave de la bancarrota inminente. Ni siquiera la venta de todas sus acciones en la Wheal Leisure podían saldar la deuda. Era un hombre orgulloso, y odiaba deber nada a nadie. Y aún odiaba el recuerdo del proceso. Aunque probablemente había conquistado su libertad como resultado de un cambio de frente en el último momento, no dejaba de despreciarse por haber adoptado esa actitud.

Pocas semanas después del proceso, Verity escribió:

Mi querido primo Ross:

Te escribo a ti y no a Demelza porque lo que tengo que decir quizás es un poco más para ti que para ella, aunque naturalmente puedes darle a leer esta carta si así lo deseas.

En primer lugar, quiero repetir que agradezco a Dios que estés libre —y Andrew se une a mí sinceramente en esa plegaria—. Sé que la acusación fue obra de una voluntad perversa, y a ese respecto, la absolución fue simplemente tu derecho. De cualquier modo, todos tus amigos pueden sentirse profundamente agradecidos porque la Justicia no cometió un error— y todos también pueden abrigar la sincera esperanza de que la amargura provocada por el arresto se vea aliviada por este feliz desenlace.

Mientras estuve en Bodmin vi dos veces a Francis. La primera vez vino a verme a la posada, y si bien no se le veía, muy compuesto, a causa de la bebida, consideré que había llegado a mí con la intención de terminar la disputa entre nosotros; pero cuando llegó a este punto no halló las palabras apropiadas, de modo que se fue insatisfecho. Por lo tanto, después del juicio lo busqué y volví a hablarle.

Este segundo encuentro confirmó la opinión que me había formado durante el primero: que está ocurriéndole algo muy grave. Se muestra terriblemente amargado, más o menos como a veces te ocurre a ti, Ross. Pero no es como tú, porque creo que es más probable que se haga daño él mismo, y no que lo inflija a otros.

Sé que tú y Francis han disputado, pero experimento el sentimiento muy profundo de que desea una reconciliación. Ignoro cuál fue la verdadera causa de la disputa, excepto naturalmente que comenzó como resultado de mi huida con Andrew —de modo que me siento doblemente preocupada por el desenlace. Si llegara a intentar un acercamiento a ti, te ruego que seas amable —si no por él, al menos por mí, que todavía lo quiero a pesar de todos sus defectos. Tal vez puedas ayudarle a recobrar el equilibrio.

No me gusta la situación en Francia. No es bueno que un Rey sea llevado a París como un prisionero; y aquí los ánimos están muy caldeados. Trata de no hablar demasiado claramente a favor de la libertad, Ross, porque puede haber malas interpretaciones. La gente reacciona apenas se mencionan esas cosas, gente que hace apenas doce meses estaba en favor de la reforma. Tú creerás que esta carta es como una lección.

Ayer fuimos a Gwennap invitados por uno de los amigos de Andrew. Un lugar terrible, árido como un desierto, con montañas de residuos y grandes máquinas que chirrían y gimen. Todas las cabrias funcionan con mulas, y las castigan sin descanso. El lugar está lleno de humo y vapor. Uno se pregunta cómo Wesley se atrevió a ir allí. En el camino de regreso me sentí agobiada.

Oí decir que mi hijastro volverá a Inglaterra este verano, nada más que doce meses después de la fecha de llegada que se había indicado al principio. Espero conocerlo.

Cariños sinceros para ambos.

Verity.

En diciembre Demelza estaba preparando mechas con la señora Gimlett; era una ocupación que exigía práctica y habilidad. Habían cortado las mechas en octubre, y las habían sumergido en agua para impedir que se secaran o encogiesen. Después, las depositaban en el pasto con el fin de que se blanquearan y «recibiesen el rocío» durante una semana, y luego las secaban al sol. El tratamiento final consistía en sumergir las mechas en grasa caliente, de modo que cuando se las retiraba la grasa se congelaba alrededor del tallo. El año anterior Demelza había comprado seis libras de grasa por dos chelines a la tía Mary Rogers, pero este año, en la desesperada necesidad de realizar economías, había guardado su propia grasa, e incluso los residuos de la sartén, y confiaba en que de ese modo podría arreglarse.

Esas pequeñas economías eran el único modo en que ella podía realizar cierta contribución para aliviar la situación de la casa. Además, durante ese sereno mes de diciembre, salía a veces con el bote de Ross y se alejaba a veinte o treinta metros de la costa, donde podía pescar caballas y rayas en cantidad suficiente para abastecer a toda la casa. Ross nada sabía de esto, y Gimlett se había comprometido a ayudarla y a guardar el secreto. Hoy, la cocina estaba llena de salpicaduras de grasa, y del humo y el vapor de la operación. De pronto se oyeron golpes en la puerta principal, y Demelza comprendió que se trataba de un visitante.

Jane Gimlett se acercó a la puerta y reapareció un momento después limpiándose apresuradamente las manos grasientas.

—Por favor, señora, es sir Hugh Bodrugan. Le pedí que pasara al salón. Creo que hice lo que correspondía.

Sir Hugh había venido a intervalos irregulares durante los últimos dieciocho meses, pero Demelza no lo había visto desde el día del juicio. Se le ocurrió que si ahora se presentaba ante el caballero con manchas de grasa en el rostro quizá su interés se desvanecería. Pero la vanidad y el sentimiento de su propio origen humilde prevalecieron. Subió rápidamente al primer piso y se arregló lo mejor posible.

Cuando bajó, sir Hugh estaba esparrancado en el mejor sillón de Ross, examinando las pistolas de plata que había retirado de la pared; vestía una chaqueta de caza roja y pantalones de pana parda, y tenía una peluca nueva. Se puso de pie y se inclinó para besar la mano de Demelza.

—Su servidor, señora. Se me ocurrió la idea de venir y renovar nuestra amistad. Pasamos un momento agradable en Bodmin, aunque en realidad no llegamos a ninguna conclusión. —Los ojos negros, parpadeantes y atrevidos, se clavaron en los de Demelza cuando él se enderezó. Ambos tenían casi la misma altura, con una leve ventaja para Demelza.

—Sir Hugh, quizás usted lo creyó así. Pero a mí me pareció que fueron días agotadores.

Él se echó a reír.

—Bien, contra lo que todo el mundo creía, ahora recuperó a su marido. Confío en que él sabrá apreciar el cambio de las circunstancias. Y también confío en que sabrá apreciarla a usted.

—Oh, sir Hugh, ambos nos apreciamos. Le aseguro que somos muy felices.

Una sombra de descontento pasó sobre el rostro del hombre.

—Pero supongo que eso no le impedirá ayudar a un vecino en dificultades, ¿verdad?

—¿En dificultades? —dijo Demelza, apartando los ojos de la mirada fija de sir Hugh—. No sabía que los barones estuvieran jamás en dificultades.

—Oh, sí —dijo él, con una risa espesa—. Son mortales, como todos los hombres. Están expuestos a todos los males y todas las decepciones… y a todas las tentaciones, como usted debe saber.

Demelza se acercó a la mesa.

—¿Puedo ofrecerle oporto, señor, o prefiere brandy?

—Brandy, por favor. Me sienta mejor.

Mientras servía la bebida, Demelza advirtió que él la miraba y lamentó que su vestido fuese una prenda de poca calidad, si bien sabía perfectamente que a ese hombre en realidad poco le interesaba el vestido.

Sir Hugh se acercó para recibir la copa, y la tomó con la mano izquierda al mismo tiempo que pasaba el brazo sobre la cintura de Demelza. Después de un momento volvieron a sentarse, él sorbiendo de su copa, y ella sobre el borde de la silla, a distancia discreta y bebiendo a pequeños tragos.

—¿Supongo que no se trata de esa clase de dificultades? —dijo ella gravemente.

—Bien podría serlo, señora, bien podría serlo.

—En ese caso, me temo que no pueda ofrecerle una cura.

—Puede hacerlo, señora, pero me la niega, porque tiene el corazón duro. De todos modos, ahora no he venido a pedirle ayuda para aliviar mi situación. Se trata de mi yegua Saba.

Ella lo miró por encima del borde de su copa, y el vino oscuro acentuaba el brillo de los ojos negros de la joven.

¿Saba? ¿Qué le pasa? ¿En qué puedo ayudarle?

—Padece una terrible fiebre, y no logro curarla. Tiene los párpados hinchados, y una tos de perro. Apenas camina, y las articulaciones de las rodillas crujen con cada movimiento, como si fueran palillos secos.

—Siento mucho que el animal esté enfermo —dijo Demelza, avanzando una pantufla, y luego, al verla, retirándola rápidamente—. Pero ¿por qué acude a mí?

Sir Hugh replicó bruscamente:

—¿Por qué acudo a usted? Porque esta mañana hablé del problema con Trevaunance, ¡y él dice que usted le curó una vaca de pura sangre después que todos los veterinarios fracasaron! Por eso vine. ¿No es una buena razón?

Demelza se sonrojó y terminó su oporto. Al mismo tiempo oyó el ruido de cascos de un caballo, y poco después Ross desmontó frente a la puerta. Gimlett pasó frente a la ventana para recibir a Morena y llevarla al establo.

—Fue sobre todo buena suerte, sir Hugh. Ocurrió que…

—De un modo o de otro, todas las curas son fruto de la suerte; pero no todos tienen la sinceridad necesaria para reconocerlo. Trevaunance me dijo que usted sabía de hierbas y de los secretos de los gitanos. Si usted…

—Oh, no —comenzó a decir Demelza. En ese momento entró Ross.

Pareció sorprendido y no muy complacido cuando vio al baronet corpulento y velludo instalado en su sillón, y hablando tan familiarmente con Demelza. Nunca había disputado con sir Hugh, pero ese hombre jamás le había simpatizado. Además, como resultado de su visita a Truro, estaba absorto en sus propios asuntos, y apenas podía consagrar un mínimo de atención a un visitante inesperado.

—Sir Hugh vino… —empezó a decir Demelza.

—Poldark, mi yegua Saba está enferma, y vine a solicitar los buenos oficios de su esposa. Ya lleva enferma más de dos semanas… me refiero a Saba, y Connie la quiere muchísimo; afirma que es culpa del peón. De todos modos, no es natural que la yegua esté así tanto tiempo, cuando sólo tiene seis años. ¡Treneglos me decía que uno de sus caballos padeció lo mismo, y murió! No podemos perder a Saba. Realmente, no es natural.

Ross dejó caer en una silla los guantes de montar, y se sirvió una copa de brandy.

—¿En qué puede ayudarlo Demelza?

—Bien, oí decir que sabe mucho de hierbas, encantamientos y todas esas cosas. Trevaunance me lo dijo apenas esta mañana, porque si lo hubiera sabido antes ya habría venido. ¡Condenación, los veterinarios no saben una palabra del asunto!

—Los veterinarios… —empezó a decir Ross.

—Estaba explicando a sir Hugh —se apresuró a intervenir Demelza—, que sir John atribuía excesiva importancia a un consejo que le di una vez. Apenas hice un comentario acerca de su vaca enferma, y ella mejoró por casualidad.

—Bien, venga y diga una palabra acerca de mi yegua enferma, y veamos si ella mejora por casualidad. Por Dios, no creo que eso la perjudique.

Demelza vaciló, y abrió la boca para hablar.

—Después de todo —agregó sir Hugh—, no es más que pagar un favor con otro. Somos vecinos, y debemos hacer todo lo posible para ayudarnos. Eso es lo que pensé en Bodmin. Venga usted también Poldark, si le agrada. Connie los alimentará bien, estoy seguro. Almorzamos a las tres. Los espero mañana, ¿eh?

—Lo siento —dijo Ross—. Tendré que permanecer todo el día en la mina. Quizá podamos arreglarlo para un día de la semana próxima.

Demelza se puso de pie para volver a llenar el vaso de sir Hugh.

—Ross, ¿no te parece que yo puedo ir? —dijo amablemente—. No a comer, pero media hora para ver a la yegua. Por supuesto, nada puedo hacer, pero si sir Hugh realmente lo desea e insiste…

Bodrugan recibió la copa de brandy.

—Perfectamente, de acuerdo. La esperaré después de las once. Y lo que necesite, medicinas, emplastos, lavativas, hierbas… no tiene más que pedirlo. Dispongo de un peón que puede ir inmediatamente a Truro a buscar lo necesario.

Después de algunos comentarios Ross subió al primer piso, pero sir Hugh parecía no tener prisa. Concluyó su brandy y bebió un tercero mientras Demelza se preguntaba cómo se arreglaría Jane con las mechas. Finalmente se retiró, robusto, autoritario y vigoroso; oprimió largamente la mano de Demelza, montó su caballo de gran alzada, y atravesó el puente y comenzó a subir el valle.

Demelza volvió a la cocina y comprobó que Jane había concluido la tarea y estaba ordenando todo. Después de unos diez minutos oyó bajar de nuevo a Ross, y lo siguió a la sala.

—¿Comiste en Truro? Quedó un poco de pasta.

—Comí en Truro.

Ella lo miró, advirtió la expresión sombría y pensó que era una crítica a su actitud hacia sir Hugh.

—Ross, somos vecinos. No tenía más remedio que recibirlo.

—¿Quién? Oh, Bodrugan. —Ross enarcó una ceja—. Supongo que no irás mañana.

—Por supuesto que iré —dijo Demelza, con una leve aspereza en la voz—. Se lo prometí, ¿no es así?

Ross dijo con ironía:

—¿Crees realmente que desea una cura para su yegua? Te atribuía más inteligencia.

—Lo cual quiere decir que no me concedes ninguna inteligencia.

—La respeto mucho… A veces. Pero debes comprender qué busca Bodrugan. Lo expresa con mucha claridad.

Como la afirmación tenía tres cuartas partes de verdad, a Demelza le molestó más.

—Creo que soy perfectamente capaz de juzgar eso por mí misma.

—Sin duda eso crees. Pero cuida de que su título no te deslumbre. Produce ese efecto en algunas personas.

—Especialmente —dijo ella— en la hija de un vulgar minero que nada sabe del mundo.

Él la miró un momento.

—A ti te corresponde demostrar si es así.

Él se volvió para salir.

Pero ella llegó primero a la puerta.

—Eres detestable. ¡Decir cosas semejantes!

—Estoy seguro de que no fui yo quien comenzó la discusión.

—¡No, tú nunca inicias discusiones, con tus miradas frías y tu lengua ácida! Te limitas a rechazar… y despreciar todo lo que no te place. ¡Es injusto y horrible! Quizás eso quieras que yo sienta. ¡Quizá lamentas haberte tomado la molestia de desposarme!

Se volvió y salió por la puerta, cerrándola con un fuerte golpe, y él la oyó subir corriendo la escalera.

… Esa noche se sirvió tarde la cena.

La señora Gimlett dijo que su ama tenía jaqueca, y que no bajaría a comer, de modo que Ross se sentó solo a la mesa. Comió un plato de conejo hervido con verduras y aderezo, pero a Ross le pareció que el manjar no tenía el mismo sabor que le encontraba cuando lo había preparado Demelza. Después, la señora Gimlett le sirvió tarta de manzanas con crema y bollos calientes. Cuando Ross concluyó, depositó una porción de tarta y crema en un plato, agregó un par de bollos y subió al dormitorio.

La encontró en la habitación, acostada en el lecho. Era el refugio favorito en sus raros momentos de desesperación. Tenía el rostro pegado a la almohada, y no se movió cuando él entró, ni cuando se sentó en el borde de la cama.

—Demelza.

No hubo la más mínima respuesta.

—Demelza. Te traje un poco de tarta.

—No quiero comer —dijo ella, con voz ahogada.

—De todos modos, un bocado no te hará daño. Quiero hablar contigo.

—Ahora no, Ross —dijo ella.

—Sí, ahora.

—Ahora no.

Él miró la masa de cabellos oscuros, y la gracia seductora de su figura.

—Tienes un agujero en la media —dijo Ross.

Ella se movió, y después de un momento se sentó. Tenía el rostro surcado por rayas oscuras, y se lo limpió con un pañuelo de encaje, odiando a Ross pero al mismo tiempo deseando no parecer desarreglada a sus ojos.

—Querida, come esto.

Ella movió la cabeza.

Ross bajó el plato.

—Mira, Demelza, si es necesario que discutamos deseo hacerlo por buenas razones, con abundantes agravios de ambas partes. Pero no creo que sea razón suficiente un viejo gordo y peludo que viene a mendigar tus favores. Creo que en el fondo de tu corazón conoces a Bodrugan tan bien como yo. De modo que quizás está actuando otro elemento irritativo. ¿Sabes qué es?

Ella esbozó un gesto que no decía mucho.

—Hablas de mis miradas frías y mi lengua ácida —dijo él—. Pero después de vivir en esta casa seis o siete años y ser mí esposa más de tres, mis peculiaridades no pueden sorprenderte. Las reconozco, pero no las adquirí de la noche a la mañana. Las soportaste, y a pesar de todo has prosperado bastante tiempo. De modo que no puedo menos que pensar que hay una causa más profunda por obra de la cual mis características ya no te parecen soportables. He advertido que las horas que pasamos juntos ya no son tan gratas, ni nos satisfacen. ¿No piensas lo mismo?

Ella dijo con voz sorda:

—No tengo la culpa de ello.

—Quizá —dijo— es excesiva pretensión pedir que el amor de los primeros tiempos perdure. Tuvimos quince o dieciocho meses que fueron casi tan perfectos como pueden desearlo un hombre y una mujer; pero ahora, al comienzo de esta segunda etapa, nos sentimos decepcionados porque ya no gozamos de felicidad absoluta, y cada uno tiende a echar la culpa al otro. De modo que se exageran los motivos secundarios de irritación, y peleamos. Esa es la verdad, ¿no te parece?

—Si así lo crees —dijo ella, sin mirarlo.

—¿Tú no lo crees así? Bien, todavía no compartes mi opinión, pero quizá llegues a verlo así.

Ella pensó: «No sólo no desea a nuestro hijo, sino que ya no me quiere».

—Entretanto —continuó Ross con voz bastante amable—, tratemos de tolerarnos mejor. Haré todo lo posible por evitar cualquier actitud de antipatía hacia ti… una antipatía que de ningún modo siento. Y si te parece que mi compañía es desagradable y aburrida, trata de disculparla, porque tengo muchas preocupaciones, y mis actitudes pasajeras y antipáticas se relacionan más probablemente con algunos de mis problemas, y no constituyen un signo de insatisfacción contigo.

Después de decir esto, se inclinó y la besó en la mejilla, y se apartó de Demelza; y el único resultado de sus palabras fue ahondar considerablemente la incomprensión entre ellos.

Esa misma noche, pero mucho más tarde, Demelza bajó y lo encontró sentado a la mesa de la sala, con todos sus libros alrededor. Antaño ella solía sentarse en el brazo del sillón, y trataba de entender cómo Ross redactaba el balance; pero esta noche no hizo lo mismo. Ross tenía junto a sí una botella medio vacía de brandy, y Demelza se preguntó si al comienzo de la noche había estado llena. Él alzó los ojos, y le dirigió una leve sonrisa cuando ella entró, pero pronto volvió a su trabajo.

Demelza se acercó al hogar y removió el fuego, le agregó un par de leños y se sentó en silencio a mirar las llamas azules que comenzaban a elevarse.

Alcanzaba a oír el silbido del viento, y a un búho que gritaba en algún lugar de la oscuridad. Una noche serena. Hasta ahora, todo el mes de diciembre había tenido esa característica; un período de rocíos tempranos y hojas húmedas bajo los pies, y oscuridad que se prolongaba a lo largo del día, como si hubiera sido el elemento natural de la tierra. Un tiempo amable… pero amable con la atmósfera de la descomposición. Parecía que en el mundo no había nada nuevo ni joven.

Estaba mordiéndose el dedo, y de pronto alzó la vista y vio que Ross la miraba. Para disimular sus pensamientos, Demelza dijo:

—Ross, ¿todavía no te pagan por tu trabajo de tesorero de la mina?

—Ahorramos dinero, y así obtengo más ganancia.

—Lo mismo que todos. Cuando mi padre trabajaba, pagaban al tesorero cuarenta chelines mensuales. Ahora somos tan pobres que eso nos ayudaría.

—Pero no lo suficiente. —Ross comenzó a llenar su larga pipa—. Estos no son todos libros de costos. Algunos son mis propias cuentas. De aquí a tres semanas no podré afrontar mis obligaciones.

—Entonces, ¿hoy viste a tu prestamista? —Demelza trató de decirlo con voz indiferente, aunque bien sabía lo que ello significaba para ambos.

—Pearce se sentiría halagado por esa denominación. Sí, lo vi. Ha aceptado extender otro año el préstamo.

—Entonces…

—Pascoe también ha convenido sumar los intereses a la hipoteca con su banco… aunque me advirtió que, ahora que debe tener en cuenta a sus socios, quizá no pueda hacerlo el año que viene. Pero es improbable que lo necesite, porque no tengo modo de pagar las cuatrocientas libras de intereses a Pearce, ni nada que se le parezca, si no vendo la mina; y sin los recursos de la mina, no podremos aguantar mucho tiempo.

Demelza se sintió súbitamente avergonzada de sí misma porque había elegido ese día para disputar con él.

—¿Cuánto te falta?

—Poco más de doscientas libras.

—¿No podrías…?

—Oh, sí, puedo conseguir prestado el dinero pidiéndolo a un amigo; pero ¿de qué serviría? En definitiva, me enredaría más. Habría sido mejor, como me lo aconsejó Pascoe, vender hace un año a los Warleggan, terminar con ellos, y saldar la deuda más apremiante.

—Ross, no es propio de ti desanimarte. Pero lo que yo quería proponer no era que pidieses prestado a un amigo. Tenemos… en fin, unas pocas cosas, y podríamos venderlas.

—¿Por ejemplo?

—Bien… mi broche con el rubí. Dijiste que valía cien libras.

—El broche es tuyo.

—Tú me lo diste. Puedo devolverlo si así lo deseo. Y está Caerhays. Puedo arreglarme sin caballo. Rara vez me alejo mucho, de modo que bien puedo caminar; siempre caminé. Podemos obtener algo por el vestido… y el reloj, y la alfombra nueva de nuestro cuarto.

—No puedo aceptar eso. Si me encarcelaran tendrías que vivir de esas cosas y de lo que te dieran por ellas. No pienso arrojarlas a un barril sin fondo.

—Además, tenemos los animales de la granja —dijo Demelza, que ahora se sentía más feliz porque podía atacar un problema concreto y definido—. Son animales excelentes, pero es más de lo que en realidad necesitamos. A mí me parece muy sencillo. Si tú pagas esos intereses, podrás seguir ganando dinero. Pero si vendemos las acciones de la mina, el resto de nada nos servirá. Esas cosas no nos darán dinero para vivir. La Wheal Leisure sí. Además… no sería propio de ti ceder ante los Warleggan.

Demelza había tocado el nervio. Ross se puso de pie, se alisó los cabellos y encendió la pipa con un pedazo de papel retorcido.

—Siempre supiste argumentar como un abogado. Y siempre lo harás.

Eso la complació. La luz bailoteó sobre la cara de Demelza.

—Lo harás, ¿verdad, Ross?

—No sé.

—Podemos conseguir doscientas libras —dijo ella—. Estoy segura de que lo lograremos.