Más avanzada esa noche, un carruaje se detuvo frente a la principal de las mansiones de la calle de Los Príncipes, en Truro, y un postillón congelado y soñoliento descendió para abrir la puerta del carruaje a George Warleggan. George descendió, sin prestar atención a sus criados, y subió lentamente los peldaños de la escalera. Como la puerta tenía echado el cerrojo, tiró irritado de la campanilla. Otro lacayo soñoliento vino a abrir, recibió el sombrero y la capa y clavó los ojos en la espalda de su amo mientras este subía la hermosa escalera. No había signos de sueño en los ojos de George.
Al final del primer tramo vaciló, vio luz bajo la puerta de su tío y entró. Cary vestía una bata vieja y sórdida, y estaba tocado con un gorro de dormir, pero continuaba trabajando en sus cuentas a la luz de dos velas. Cuando vio quién había entrado, se quitó los lentes de marco de acero y dejó la pluma. Después, apagó una de las velas, porque para conversar se necesitaba menos luz.
—Te esperábamos ayer. ¿Tuviste que pasar la noche allí?
—El juicio se celebró hoy… y terminó pasadas las cuatro. Después tuve que comer.
Cary resopló y miró atentamente a George.
—Yo me habría quedado otra noche. Es extraño que no hayas roto los ejes del coche en la oscuridad o te hayas atascado en un pantano.
—Nos ocurrió una vez, pero conseguimos salir. No estaba dispuesto a pasar otra noche en una posada sucia y ruidosa, mal atendido y sin cortinas en la cama. —George se acercó a un jarrón depositado sobre la mesa y se sirvió una copa. Bebió un sorbo, consciente de que Cary seguía observándolo.
—Bien —dijo Cary—, ¿supongo que no viniste aquí, a esta hora de la noche, por el placer de mi compañía?
—Lo absolvieron —dijo George—; el maldito e ignorante jurado no hizo caso de las pruebas y lo declaró inocente… sólo porque les gustó el color de sus ojos.
—¿De todos los cargos?
—De todos los cargos. De modo que el juez le dio un sermón y le dijo que en el futuro sea un muchacho bueno, y quedó en libertad.
Cary permaneció perfectamente inmóvil. Sus ojillos pardos y brillantes estaban fijos en la llama de la única vela.
—¿Ni siquiera se sugirió que había asesinado a Matthew? Te digo que esa debió haber sido la acusación.
—Y yo te digo, mi querido tío, que no se habría sostenido ni un momento. Encontraron ahogado a Matthew. No había una sola prueba, y no podíamos fabricarla. Según se dieron las cosas las pruebas que tratamos de acumular para condenarlo tuvieron poco valor. Algunas incluso aprovecharon a nuestros enemigos. Ese individuo, Paynter. Debo hablar con Garth por la mañana…
—¿Y el resto? —preguntó Cary—. Sus fechorías anteriores. Hace poco más de doce meses entró por la fuerza en la cárcel de Launceston y retiró a un detenido… y nadie movió un dedo. Y poco después ayudó a huir a ese asesino, Daniel, ¿todo eso no cuenta?
George fue con su copa hasta un sillón y se sentó. Estudió el color del vino.
—Como sabes, la ley se ocupa de una cosa por vez. También se interesa en las fechorías cometidas, no en las sospechas. El juez tenía ante sí los hechos, pero no podía usarlos. Estamos frustrados, querido Cary, y debemos aceptar nuestra derrota. —Era como si George aliviara su propia frustración molestando a su interlocutor.
Se oyó un golpe en la puerta y entró Nicholas Warleggan. Estaba preparado para acostarse; vestía una ancha bata y tenía un gorro de dormir negro.
—Bien, padre —dijo George, con sorpresa irónica—, creí que estabas en Cardew.
—Tu madre fue sola. Oí detenerse el carruaje. Bien, ¿cuál fue el fallo?
—Lo absolvieron de todas las acusaciones, y no dudo de que ahora está de regreso en Nampara, y duerme el sueño de un hombre libre.
—El hombre responsable de la desgracia de Matthew —dijo Cary—, y después el responsable de su muerte.
Nicholas Warleggan miró de hito en hito a su hermano.
—Siempre es peligroso permitir que la sospecha se convierta en obsesión. —Y a George—: De modo que tus esfuerzos fueron inútiles. Ese asunto siempre me tuvo incómodo.
George cerró los dedos sobre el pie de la copa, y la hizo girar.
—Tu conciencia se muestra cada vez más quisquillosa. Mi querido tío, ¿por qué compras vino barato? Yo diría que esa economía es muy inapropiada.
—A mí me parece perfectamente aceptable —dijo Cary—. Si no te agrada, no tienes por qué beberlo.
George miró a su padre.
—¿Acaso hemos hecho otra cosa que presionar en favor de la ley? Por supuesto, ahora tendremos que abandonar el asunto, porque ya no queda más que hacer. ¿No lo crees así, Cary?
—De ningún modo suspenderé mis esfuerzos —dijo Cary, casi sin abrir la boca—. Poldark está en apuros financieros. Aún podemos conseguir que lo encarcelen, o que lo expulsen del condado.
—En otras palabras —dijo George—, hay varios modos de matar a una rata. Padre, no puedes censurarnos si nos interesamos en su mina.
—No formulo ninguna objeción si me proponéis iniciativas comerciales lícitas —dijo Nicholas mientras se paseaba de un extremo a otro de la habitación—. No siento simpatía por ninguno de los Poldark. Son gente arrogante, excesivamente refinada, indolente. Si puedes comprar las acciones de su mina, hazlo sin vacilar: en su categoría, es una de las más lucrativas del condado. Pero conserva el sentido de las proporciones. George, con mi prestigio y tu capacidad, en pocos años estaremos en una situación tal que los Poldark no merecerán una sola mirada… y en realidad, ya están en esa situación. Esta disputa no concuerda con nuestra posición o nuestra dignidad…
—Te olvidas de Matthew —dijo Cary con aspereza.
—No, no lo olvido. Pero moralmente estaba en falta, y sólo él tuvo la culpa de lo que le ocurrió.
—¿Viste ayer a Pearce? —preguntó George.
Cary resopló.
—Sí. Dice que la señora Jacqueline Trenwith por ahora no está dispuesta a desprenderse de sus acciones. No me gusta Pearce. Maniobra y da largas a los asuntos. Cree que puede correr con la liebre y cazar con los perros.
—Podemos curarlo de eso. Sus convicciones no son muy firmes. Padre, siéntate; te paseas como si se hubiera incendiado la casa.
—No, iré a acostarme —dijo Nicholas—. Mañana debo levantarme temprano.
—Mientras estaba en Bodmin —dijo George—, tuve un cambio de palabras con Francis Poldark. Nos encontramos por casualidad, y él estaba sobrio, pero muy deseoso de corregir esa situación, de modo que lo invité a una posada, donde bebimos una copa. Pero una vez allí se mostró ofensivo, y trató de provocarme.
—¿Qué dijo?
—Me acusó con bastante franqueza de ser el promotor de esa acusación a su primo, de tratar de arruinar a su familia apelando a recursos viles, de comportarme con la mala educación que cabe esperar del nieto de un herrero que aún vive en una choza cerca de Saint Day, porque la familia Warleggan está avergonzada de sus propios parientes.
En la habitación se hizo un silencio absoluto, interrumpido únicamente por la respiración de Cary. El cuello de Nicholas Warleggan había cobrado un tono rojo oscuro.
Cary dijo:
—¿Y tú permitiste que te dijeran eso?
George se miró las manos.
—Con estas manos podría haberle roto el cuello. Pero puedo hacer cosas mejores que perder el tiempo aprendiendo a disparar, y no estaba dispuesto a permitir que un individuo sin carácter como Francis me impusiera determinada conducta.
—Muy justo —murmuró Nicholas—. Era el único modo apropiado de actuar. Pero me desconcierta su conducta. El año pasado todavía estaba enconado con su primo…
—Creo que eso es lo que lo inquieta —dijo George con voz ecuánime—. Le remuerde la conciencia.
—¿Y cómo te separaste de él? —dijo Cary.
—En una actitud de cortés enemistad.
Cary hizo un gesto de cólera, y cerró bruscamente uno de sus libros de cuentas.
—Todas sus finanzas están en nuestras manos. Podríamos destruirlo mañana mismo… financieramente, que es el mejor modo.
George se encogió de hombros.
—No… no podemos hacerlo. Por lo menos no puede ser tan obvio. Por el momento me propongo no hacer nada.
—¿Por qué no? Ahora no te interesa su simpatía.
—Su simpatía no —dijo George y se puso de pie—. Pero debo tener en cuenta la opinión de otra persona.