Esa misma tarde regresaron al hogar. Ross experimentaba un mórbido disgusto ante el interés que su presencia suscitaba en la ciudad, y lo que deseaba más que nada era evitar el escrutinio de las miradas inquisitivas. No había diligencia, de modo que alquilaron caballos y partieron a las seis y media.
Demelza había querido que Verity los acompañase y permaneciera algunos días en Nampara antes de regresar a Falmouth, pero ella se negó obstinadamente; el instinto le decía que en ese momento debían estar solos. También Dwight debía acompañarlos, pero en el último momento se había quedado para asistir a un herido. El resto —Jud Paynter, Zacky Martin, Scoble y los Gimlett— partirían al día siguiente en un carromato y caminarían desde San Miguel.
De modo que salieron solos de Bodmin; abandonaron la bulliciosa ciudad, de la cual ya comenzaban a retirarse las turbas atraídas por las elecciones. Durante la semana siguiente, cuando los jueces y los abogados se trasladasen a Exeter, Bodmin retornaría a la normalidad.
Comenzó a oscurecer antes de que llegaran a Lanivet, y era de noche cuando estaban a medio camino en la travesía de los páramos. De nuevo se había levantado bruma, y una o dos veces creyeron que habían equivocado el camino. Apenas hablaban, y los comentarios acerca del rumbo acertado eran un tema bienvenido cuando no se les ocurría otra cosa. En Fraddon descansaron un rato, pero poco después volvieron a montar. Llegaron a la propiedad de Treneglos alrededor de las nueve y media, y después hicieron un desvío para evitar los cottages de Mellin. Otra razón los inducía a regresar temprano, a volver al hogar antes de que se difundiese la noticia, a saber, el deseo de evitar la alegre acogida de los lugareños. Lo cual no habría molestado en lo más mínimo a la sencilla Demelza —una procesión triunfal era lo que la ocasión merecía—, pero ella sabía que ese tipo de recepción irritaría profundamente a Ross.
De modo que al fin llegaron a sus propias tierras: los pilares de piedra donde otrora existía un portón, el valle que descendía entre los nogales silvestres. Como siempre, la niebla confería al paisaje una atmósfera secreta y extraña; no era la campiña cordial que ellos conocían y poseían, porque retornaba a un mundo anterior y menos personal. Ross recordó esa noche, siete años antes, en que había vuelto a casa desde Winchester y América, y encontró la propiedad en ruinas y a los Paynter borrachos en la cama. Aquella noche llovía, pero, por lo demás, todo era igual a lo que ahora estaba viendo. Sólo había diferencia en los perros, las gallinas y la humedad que rezumaba de los árboles. Estaba aturdido después de recibir el golpe del compromiso de Elizabeth con Francis, e irritado y resentido porque le habían infligido una ofensa que sólo a medias entendía; y se sentía desesperadamente solo.
Ahora retornaba a una casa que sin embargo estaba aún más vacía porque Julia ya no vivía; pero junto a él cabalgaba la mujer cuyo amor y compañía significaban más que todo el resto; y regresaba liberado de la nube que había ensombrecido su vida durante seis meses. Hubiera debido sentirse feliz y libre. Durante el período en la cárcel había pensado en todas las cosas que hubiera debido decir a Demelza y que nunca había tenido oportunidad de manifestar. Ahora, con una fuerza inesperada, otra vez sentía la antigua y condenada constricción de su capacidad de expresarse, un impulso de reserva que bloqueaba su expresión emocional.
La bruma era menos espesa en el valle, y poco después vieron la forma oscura de la casa, y cruzaron el arroyo y sofrenaron las cabalgaduras frente a la puerta principal, al lado del gran árbol de lilas.
Ross dijo:
—Llevaré los caballos al establo si desmontas aquí.
—Qué extraño —observó Demelza— que ni siquiera venga Garrick a ladrarnos amistosamente. Me gustaría saber cómo lo pasa en casa de la señora Zacky.
—Es probable que en cualquier momento huela que volviste. Casi un kilómetro no significa nada para él.
Demelza desmontó y permaneció de pie un momento, escuchando el repiqueteo de los cascos de los caballos que se acercaban al establo. Después abrió la puerta principal, con su crujido conocido y cordial, y entró. El olor del hogar.
Entró en la cocina, encontró el cajón de la leña y retiró algunas maderas. Cuando Ross regresó, Demelza había encendido fuego y un hervidor se sostenía en precario equilibrio sobre las astillas.
También había encendido las velas de la sala, y ahora se disponía a abrir las cortinas.
Cuando Ross vio el perfil del cuerpo joven de su esposa, los cabellos oscuros impregnados de la humedad nocturna, el color oliváceo de sus mejillas, lo acometió un impulso de calidez y gratitud hacia ella. Ni por un momento Demelza había esperado que Ross se alegrase de su propia libertad. Tal vez no alcanzaba a comprender las causas, pero cierto instinto le decía que espiritualmente él era todavía, en el mejor de los casos, un convaleciente. Su recuperación llevaría tiempo, quizá mucho tiempo.
Demelza miró alrededor, encontró la mirada de Ross y sonrió.
—Había un poco de agua en la jarra. Pensé que podíamos preparar té.
Ross se quitó el sombrero, lo arrojó a un rincón y se pasó una mano por los cabellos.
—Debes estar cansada —dijo.
—No… me alegro de estar en casa.
Él se estiró y se paseó lentamente por la habitación, contemplando las cosas de las cuales prácticamente se había despedido una semana atrás, y con las que ahora renovaba su relación, como si hubiesen transcurrido muchos años. La casa estaba aislada y vacía, en un mundo oscuro e inmóvil. El pulso de la vida se había extinguido mientras ellos estaban lejos.
—¿Quieres que encienda fuego aquí? —preguntó Demelza.
—No… debe ser tarde. Mi reloj se ha detenido… y veo que tampoco funciona el reloj de pie. ¿Olvidaste darle cuerda?
—¿Pretendías que recordara eso?
—Supongo que no. —Ross sonrió de un modo un tanto distraído, y se acercó al reloj que Verity y Demelza habían comprado tres años antes—. ¿Qué hora será?
—Alrededor de las once.
—Creí que era más tarde.
—Por la mañana preguntaremos a Jack Cobbledick.
—¿Y cómo sabrá?
—Por las vacas.
—¿No podríamos preguntarle esta noche? —dijo Ross.
Demelza rio, pero con voz levemente quebrada.
—Iré a ver si hierve el agua.
Después que ella salió, Ross se acomodó en una silla y trató de ordenar sus pensamientos, de clasificarlos, siquiera fuese para saber a qué atenerse acerca de sus propias emociones. Pero el alivio y el relajamiento estaban aún tan entremezclados con las antiguas tensiones que era imposible aclarar nada. Cuando Demelza regresó con dos tazas y una tetera humeante, él había vuelto a pasearse por la habitación, como si, después de la semana de cautividad, incluso la limitación impuesta por esas paredes lo irritara.
Demelza nada dijo, y se limitó a servir el té.
—Quizá Jack sospechaba que alguien volvería esta noche, porque dejó una jarra de leche. Ross, siéntate aquí.
Él se sentó en una silla frente a Demelza, aceptó una taza, y comenzó a sorber el té; su rostro delgado e introspectivo mostraba más que nunca la tensión que sufría. De este lado ella no podía ver la cicatriz. El té estaba caliente y era una bebida reconfortante, calmaba los nervios torturados, evocaba el antiguo compañerismo.
—De modo que tenemos que recomenzar nuestra vida —dijo al fin Ross.
—Sí…
—Clymer afirmó que yo había tenido una suerte sorprendente… que un jurado de habitantes de Cornwall era lo más obstinado del mundo. Me cobró treinta guineas. No me pareció irrazonable.
—Creí que él no había hecho absolutamente nada.
—Oh, sí… Me guió constantemente. Y el discurso que pronuncié… en parte lo escribió él. —El rostro de Ross se contrajo—. ¡Dios mío, cómo me desagradó!
—¿Por qué? Me pareció que era un hermoso discurso. Me enorgulleció mucho.
—¿Enorgullecerte…? Dios no lo permita.
—Y otros pensaron lo mismo. Dwight me dijo que había oído afirmar que por ese discurso te salvaste.
—Lo cual empeora las cosas. Tener que arrastrarse para recuperar la libertad.
—¡Oh, no, Ross! Tú no te arrastraste. ¿Por qué no podías defenderte… explicar lo que hiciste?
—¡Pero no era verdad! Por lo menos… si no era falso, era una verdad a medias. No pensé en salvar la vida de nadie cuando llamé a los vecinos. Era el barco de los Warleggan, y eso era lo único que me importaba. ¡Cuándo encontré a Sansón muerto en la cabina me alegré! Eso es lo que debía haber dicho al jurado esta tarde… ¡y lo habría hecho, de no ser por Clymer y sus consejos Prácticos!
—Y ahora no estarías libre, sino quizá sentenciado a deportación. Ross, ¿crees que habría sido un buen cambio… cuando en realidad lo único que hiciste fue modificar algunos detalles para presentarte del mejor modo posible? Y si hubieras dicho lo que deseabas, ¿habría sido más que la mitad de la verdad, más verdad que lo que dijiste? ¡Dwight tuvo razón y bien lo sabes! Estabas enloquecido por el dolor… y el fallo del jurado fue el único justo.
Ross se puso de pie.
—Y también me dediqué a pintar una imagen rosada de mis vecinos. Sabemos que todos fueron a la playa a ver qué podían conseguir, y que poco les importaban los náufragos. ¿Quién podría censurarlos?
—De acuerdo. ¿Quién podía censurarlos… o censurarte?
Ross esbozó un gesto irritado y nervioso.
—Hablemos de otras cosas.
En cambio, los dos callaron y se hizo el silencio. La casa parecía vivir al margen de ellos. Demelza trató de formular un comentario acerca de las elecciones. Pero Ross no respondió. Finalmente, él volvió a sentarse y Demelza le sirvió otra taza de té.
—Ella dijo:
—Me encantaría seguir haciendo lo mismo eternamente.
—¿Beber té? Pero ¿por qué? Después de un rato descubrirías que no es tan agradable…
—Es algo tan hogareño… —dijo ella.
Una de las velas comenzó a chisporrotear, y Demelza se puso de pie y la apagó. El humo de la mecha se elevó hacia el cielo raso, en un rizo oscuro y sinuoso.
—Aquí estamos tú y yo —dijo ella—, en nuestra propia casa; y entre nosotros nada… ninguna interrupción. Quizá porque yo soy una persona muy vulgar, pero a decir verdad deseo vivir en mi hogar. Velas que arden, cortinas, calor, té, amistad, amor. Esas son las cosas que me importan. Y esta mañana, incluso hace pocas horas, creía que todo había desaparecido para siempre.
—¿Vulgar? No lo creo. —Después de un momento agregó—: Tampoco Julia era vulgar, y se parecía a ti.
—Es la otra cosa que deseo —dijo Demelza, aprovechando la oportunidad.
—¿Qué?
—Un fuego… y quizá un gato junto al hogar… pero sobre todo un niño en la cuna.
Los músculos de la mandíbula de Ross se endurecieron, pero no habló.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—Nada. Es hora de acostarse. Mañana vuelvo a mi condición de campesino, ¿no?
—No, dímelo, Ross.
Él la miró.
—¿La última experiencia no te bastó? No quiero más alimento para las epidemias.
Ella lo miró, horrorizada.
—¿Nunca más?
Ross se encogió de hombros, incómodo y un tanto sorprendido ante la expresión de su mujer. Había creído que ella sentía lo mismo.
—Oh, tal vez a su tiempo. No podemos evitarlo. Pero Dios quiera que todavía no. No podría ocupar jamás el lugar de… tú sabes, de Julia. Tampoco lo querría. No, todavía no quiero otros hijos.
Demelza pensó agregar algo, pero se contuvo. Durante la sesión del tribunal, ella había comprendido que de nuevo estaba embarazada, y desde el momento en que el jurado absolvió a Ross, había guardado para sí ese conocimiento, como un secreto que comunicaría a su debido tiempo, quizá cuando ayudase a su marido en la lucha por regresar de nuevo a la vida normal, por renovar su interés en las cosas, por decidir nuevos propósitos. El oro se había descamado de pronto, y había revelado debajo una sustancia tosca e inferior —e indeseada. Recorrió la habitación apagando las restantes velas, recibiendo el humo en los ojos, agradecida porque él tenía los suyos fijos en el fuego.
El triunfo de la jornada se había disipado. Se sentía tan desolada como él.
En ese instante se oyeron golpes cautelosos en la puerta principal. Al principio creyeron que era su imaginación, pero los golpes se repitieron. Sorprendido, Ross salió, cruzó el vestíbulo y abrió bruscamente la puerta. La luz parpadeante de una linterna reveló la presencia de media docena de personas de pie en la bruma. Allí estaban Paul Daniel y Jack Cobbledick, y la señora Martin, y Berth Daniel y Jinny Scoble y Prudie Paynter.
—Vimos la luz —dijo la señora Zacky—. Y decidimos venir a ver si había regresado, hijo.
—Dios sea loado —dijo Beth Daniel.
—¿Está usted bien? —preguntó Paul Daniel—. ¿Está libre, y todo ha terminado?
—Llegan demasiado temprano para cantar villancicos —dijo Ross—, pero entren y beban un vaso de vino.
—Ah, no, querido señor, no queríamos molestarlo. Sólo deseábamos saber, y como vimos luz en la ventana…
—Por supuesto, tienen que entrar —dijo Ross—. ¿Acaso no son todos ustedes mis buenos amigos?