Capítulo 12

Ahora o nunca. Su propia defensa, que expresaba lo que había sentido y hecho, breve y tajantemente… o la fingida humildad de Clymer, para negarlo todo, e incluso asignar nuevas interpretaciones a lo que había dicho al magistrado instructor… O una mezcla que aprovechase los aspectos más moderados de su propia argumentación y los menos insinceros de la argumentación de Clymer. Pero si intentaba seguir ese camino comenzaría a tropezar y vacilar.

Estaban esperando…

—«Señor —dijo Ross—, este caso ya ha insumido gran parte de su tiempo. Intentaré ocupar el tiempo indispensable para pedir la clemencia del tribunal… y la comprensión del jurado. Lo peor que puede decirse de mí lo dijo el fiscal de la Corona. Fueron convocados distintos testigos para confirmar su alegato, y yo he convocado a otros testigos para refutar algunos aspectos. Lo mejor que puede decirse de mí ya lo dijeron ellos. Han oído a ambas partes, y pueden extraer sus propias conclusiones.

»Es cierto que el siete de enero pasado hubo naufragio en playa Hendrawna, exactamente debajo de mi casa; que mi criado me informó del primero poco antes del amanecer, y que monté un caballo y comuniqué la noticia a varias personas del vecindario. Si me preguntan qué motivo me impulsó, diré que no lo recuerdo. En todo caso, lo hice, y un rato después gran número de personas se acercó a la playa, y los barcos fueron saqueados. Estuve allí la mayor parte del día… pero aunque mi casa fue revisada después, no encontraron artículos provenientes de las naves. En realidad, no me apoderé de nada. ¿No les parece un tanto extraño que el jefe de una turba ilegal no reservara para sí parte de los despojos?

»Y con respecto a esta turba ilegal, en su discurso el fiscal dijo que en la playa había más de dos mil personas. Es cierto. Pero después dijo que esas personas eran las… si recuerdo bien, los rezagos disidentes e ilegales de cinco parroquias. Me gustaría saber si conoce cuán escasa es la población de la zona rural de este distrito. La población entera de cinco parroquias no sobrepasa las seis mil almas, incluidas las mujeres y los niños. ¿Sugiere acaso que todos los hombres aptos de estas parroquias son canallas rebeldes y enemigos de la ley? No creo que, puesto que son personas razonables, ustedes concuerden con semejante juicio».

Ross se volvió hacia el juez, y comenzó a poner más calor en su discurso, porque por el momento el asunto no le concernía directamente.

—No, señor mío; de las dos mil personas reunidas en la playa, quizá ni siquiera cincuenta acudieron con la intención de infringir la ley, y quizá todas serían súbditos leales y fieles del Rey, si se les ofreciera la oportunidad de demostrarlo. Todos los demás vinieron, como hace todo el mundo, sea cual fuere la clase a la cual pertenezca, para presenciar un hecho sensacional, que puede ser un incendio, o un naufragio, o un juicio, o una ejecución. No necesitaban que yo les invitase. Se habrían reunido rápidamente aun sin que yo les avisara. Quizá medio centenar llegó antes a causa de mi acción. Eso fue todo. Hay una mina en el arrecife, casi sobre la playa. Cuando uno de los obreros de la mina viera el naufragio, como sin duda ocurrió, ¿no es lógico que su actitud haya sido idéntica a la mía: llamar a los amigos… sin preguntarse íntimamente si lo impulsaba este o aquel motivo?

Mientras Ross se interrumpía para ordenar sus pensamientos, alguien emitió una fuerte risa al fondo de la sala. Ross comprendió inmediatamente quién era. Ely Clemmow había hecho exactamente lo mismo tres años antes, en otro juicio, cuando Ross hablaba en defensa de Jim Carter. Aquella vez su efecto había sido perturbar la continuidad de su razonamiento y distraer la atención de los jueces. Pero ahora no debía ocurrir lo mismo.

—Caballeros del jurado —dijo—, con respecto a lo que ocurrió cuando esa gente se acercó a la playa y vio los barcos naufragados, debo pedirles que piensen por un instante en las tradiciones de nuestro condado. Que se realizan o que jamás se hayan realizado intentos de atraer a los barcos hacia las rocas mediante luces falsas, es una calumnia difundida sólo por los malintencionados o los ignorantes. Pero que la gente revisa las playas para apoderarse de lo que trae la marea, y que considera como propiedad especial lo que el mar deja, es demasiado conocido para necesitar que aquí lo subrayemos. La ley dice que esos restos pertenecen a la Corona, o quizás a este o aquel señor local pero de hecho, cuando se trata de cosas de escaso valor, nadie intenta reclamarlas a las personas que las encontraron. En tiempo de gran necesidad, esos pequeños hallazgos han sido a menudo el medio de supervivencia de la gente, de gente honesta y decente, y así, se ha formado una costumbre, o una tradición. ¿Qué ocurre, entonces, cuando naufraga un barco entero? La gente acude a la playa para ver el naufragio, y para ayudar a salvar a los náufragos, en mis parroquias hay dos viudas que aún tendrían a sus respectivos esposos si estos no hubiesen intentado rescatar a las víctimas de un naufragio. Pero una vez realizada la tarea de rescate, ¿puede pretenderse que miren cruzados de brazos, y esperen la llegada de los aduaneros? La ley dice que así deben proceder. Por supuesto, la ley debe cumplirse. Pero cuando los hombres han visto a sus hijos que no tienen un pedazo de pan para llenarse el estómago, o un harapo para cubrirse la espalda, es difícil que razonen como deberían hacerlo.

Había logrado reconquistar la atención del tribunal.

—El fiscal ha sugerido que estos hombres son revolucionarios, que yo soy revolucionario, y que nos mueve el deseo de derrocar a la autoridad. Respondo sencillamente que nada podría estar más lejos de la verdad. No somos eso. Con respecto al ataque a la tripulación de la segunda nave, fue un lamentable episodio, y no intentaré disculparlo. Pero los responsables fueron hombres embriagados, hombres de lugares muy alejados que habían venido, ciertamente no porque yo los invitase, cuando llegaron a sus oídos las noticias del primer naufragio.

»Finalmente, con respecto al ataque a los aduaneros, no necesito defensa ni excusa, porque yo no estaba allí. No alcancé a ver a los aduaneros. Tampoco ellos me vieron. Advertí al sargento de dragones que no descendiese a la playa en ese momento, porque todos estaban ya muy excitados, y yo deseaba evitar derramamiento de sangre. Cuando esos hombres llegaron, ya muy poco podían hacer».

Ross volvió a repasar las notas de Clymer, pero le pareció que no podía agregar nada, ni siquiera en el marco de ese nuevo enfoque, de modo que decidió concluir su exposición.

—Eso es todo lo que tengo que decir. Ojalá encuentre en mí la fuerza necesaria para afrontar lo que el destino me depara; y así, me someto a la sinceridad, a la justicia y la humanidad de su Señoría, y a la de mis compatriotas, los caballeros del jurado.

Se inclinó y volvió a ocupar su asiento, y entonces se oyó un leve rumor aprobatorio al fondo del salón.

Verity murmuró:

—Creo que aunque lo intentáramos, ahora no podríamos salir. El corredor y la puerta están completamente atestados

—No. Debemos quedarnos. Estoy bien.

—Mira, prueba de nuevo estas sales de olor.

—No, no. Escucha.

—Hay tres cargos —dijo fríamente el honorable juez Lister— que se imputan al hombre que comparece ante ustedes. Se le acusa de desorden, de saqueo y de ataque a un funcionario de la Corona. Ya han oído las pruebas, y a ustedes les corresponde pronunciar un fallo en concordancia con las mismas. Pueden llegar a la conclusión de que es culpable de las tres acusaciones… o de ninguna.

»Con respecto al tercer cargo, a saber, ataque y heridas a un aduanero, hasta cierto punto las pruebas se contradicen. Dos testigos juraron que este es el hombre, y dos atestiguaron que no puede haberlo sido. El propio aduanero se muestra dubitativo acerca de la identidad, y ninguno de sus colegas fue convocado para ratificar el punto de vista de la acusación. Era una noche oscura y ventosa, y es posible que haya habido cierta confusión de identidad. A ustedes les corresponde decidir si prefieren aceptar el testimonio de los dos criados, que juran que no volvió a abandonar la casa, o el testimonio de Trevail y Clemmow, quienes afirman que lo vieron golpear al funcionario. Pero permítanme recordarles que, cuando hay un elemento razonable de duda, es un axioma de la ley inglesa que debe concederse al acusado el beneficio correspondiente».

Su imaginación enfebrecida sugirió a Demelza que el juez la miraba mientras pronunciaba su discurso.

—Los dos primeros cargos tienen distinto fundamento. El acusado reconoce que convocó a la gente al lugar del naufragio, pero afirma, parece afirmar, que su propósito fue tanto socorrer a los náufragos como saquear al navío, y que el disturbio se desarrolló imprevistamente, sin que él lo alentara o lo desease. Si lo interpreto bien esa es ahora su defensa, y es el eje del asunto; sin embargo, algunos de sus enunciados y algunos de sus actos en esa oportunidad admiten distinta interpretación. Si por ejemplo realmente le interesaba salvar a los pasajeros y los tripulantes, ¿por qué no desarrolló más actividad con ese fin? ¿Cómo es posible que, entre el momento en que nadó hasta la primera nave y el tardío ofrecimiento de abrigo y refugio a la gente de la segunda nave, muchas horas después, aparentemente no realizara ningún tipo de esfuerzos en beneficio de las víctimas? Ellas no lo vieron. Él afirmó que no las vio. Pero reconoce que estaba en la playa. ¿Qué estuvo haciendo allí todas esas horas?

El juez Lister hablaba sin consultar notas. Más aún, no las había tomado durante el proceso.

—Se ha llamado al médico del detenido para que atestigüe la condición perturbada del capitán Poldark en el momento de los naufragios… y de hecho ha sugerido que en esa ocasión él no era responsable de sus actos. A ustedes les corresponde decidir si consideran que dicho testimonio tiene peso suficiente y reviste importancia fundamental. Me limitaré a destacar que dicha condición, si en efecto existió, mal puede haber prevalecido cuando se sometió al interrogatorio del juez instructor, que se realizó seis semanas después. Ya han oído las declaraciones del acusado con motivo de ese examen, porque sus respuestas fueron leídas aquí, y no dudo de que las mismas están frescas en la memoria de todos. Recordarán que se le preguntó: «¿Con qué fin guio a sus amigos hasta el lugar del naufragio?». A lo cuál contestó: «En el distrito había gente que tenía hambre». Después se le preguntó: «¿Usted aprobó el disturbio que se inició entonces?». Y él contestó: «No lo consideré un disturbio». En tal caso, ¿cómo lo consideraba? ¿Le parecía que era un acto justificado de robo y pillaje? Ahora bien, ustedes pueden decir: «Pero si no se demuestra el tercer cargo, es difícil probar que hubo acto ilegal del acusado en los dos primeros aspectos». ¿Dónde está el testimonio que aporta pruebas concretas de su culpabilidad? Por ejemplo, ¿alguien lo vio llevarse una tabla, o un objeto de cualquiera de las naves? La respuesta es negativa. Pero desde el punto de vista legal, si uno acepta que ocurrió un disturbio, después únicamente es necesario aceptar que el acusado participó en el asunto en la medida suficiente para que pueda decirse que fue el principal culpable. El intento común de cometer un delito determina que el acto de uno sea el acto de todos, y no es necesario ni siquiera estar presente en la comisión real del delito para que se considere culpable a un hombre. Por ejemplo, si un hombre se encuentra lejos de la escena de un asesinato, pero monta guardia en beneficio de los asesinos y conoce su propósito, se lo considerará igualmente culpable.

Ahora reinaba un profundo silencio en la sala. Demelza sentía que una mano helada le apretaba el corazón.

—Además, de acuerdo con la ley, cuando varias personas se unen para cometer un acto que en sí mismo es ilegal, y resulta un crimen aún más grave de todo lo que se haga en la ejecución de dicho acto, todas y cada una son culpables del delito más grave, Por injusto que esto pueda parecer personalmente a alguno de esos individuos, y por poca intención que hayan tenido de cometerlo. Por consiguiente, a ustedes les toca únicamente decidir, de acuerdo con las pruebas reunidas; primero, si en realidad el acusado estaba en la playa cuando ocurrieron los naufragios; segundo, si acompañó a otros con la intención de saquear las naves; tercero, si esos actos de pillaje, disturbio y ataque efectivamente ocurrieron.

La memoria extraordinaria del juez Lister había absorbido todo como una esponja: y ahora, apenas se la apretaba, todo volvía a salir —a veces parecía que un poco en favor del acusado pero principalmente para perjudicarlo—. Era imposible sospechar que había prejuicio en el juez Lister: no estaba manipulando la balanza; se limitaba a evaluar las pesas respectivas, y comprobaba que una era más pesada que la otra. Estaba cumpliendo la obligación que le había encomendado el Rey, o que justificaba su elevada posición en la sociedad.

—El acusado —concluyó— ha intentado hallar circunstancias atenuantes de los delitos de disturbio y saqueo en la necesidad que ahora afecta a la gente pobre. Se trata de un hecho que carece de pertinencia, y que ustedes deben ignorar. Ha consagrado parte de su alegato final a una defensa de sus propios coterráneos, a quienes en todo caso no estamos juzgando aquí. Ustedes pueden creer que se trata de un sentimiento quizás admirable de su parte, pero ustedes fallarían en sus obligaciones con la sociedad si permitieran que la simpatía, o un estrecho patriotismo emocional, influyese sobre la decisión que debe ser justa. Ahora les pediré que cumplan el deber que juraron afrontar, al margen de las consecuencias y al margen de todo, con el deseo de hacer justicia entre la Corona y el acusado. Tengan a bien considerar su fallo.

En medio del rumor general de voces que se inició, Verity vio que el juez echaba una ojeada al reloj. Eran casi las cuatro, y aún debían ventilarse varios casos. Los miembros del jurado juntaron sus cabezas, murmurando entre ellos, conscientes de que todos les miraban. Verity temió varias veces que Demelza se desmayara, pero felizmente la joven había conseguido controlarse mejor los últimos diez minutos. Era como si lo peor ya hubiese ocurrido, y ahora estuviese reaccionando contra el golpe.

—Pueden retirarse, si así lo desean —dijo el juez al presidente del jurado.

El presidente le dio las gracias nerviosamente y volvió a consultar con sus colegas. Después se inclinó hacia el ujier, y este se acercó al juez. El secretario del tribunal dio un golpe con el martillo y el juez se puso de pie, hizo una reverencia y salió. El jurado había decidido retirarse a deliberar.

«Todo ha concluido —pensó Ross— y hubiera sido mucho mejor usar todos mis cañones y pronunciar el discurso que yo deseaba». En el último momento se había retraído. Cobardía y compromiso. «Me mentí y me dije que lo hacía por Demelza. Todo por culpa de mi propia debilidad y mi cobardía, y de los aires dominantes de Clymer. Y no servirá absolutamente de nada. Aunque hubiera aceptado todo y me hubiera arrastrado sobre el vientre, tal como él lo deseaba. Según están las cosas, puse un pie en cada campo. Ni siquiera tengo la satisfacción de haberles dicho exactamente lo que pensaba… acerca del proceso, el hambre de la gente, y los naufragios. Tengo la boca pastosa.

»El juez, con su rostro delgado y agrio. Una máquina humana de aplicar la ley. Si me encarcelan, cuando salga seré realmente un revolucionario… treparé hasta su dormitorio, y le cortaré el cuello una noche, mientras ronca en su lecho. Para ellos sería mucho más seguro ahorcarme.

»¿Y Demelza? Es difícil verla sin volver la cabeza. Pero alcanzo a distinguir el color de su falda, por el rabillo del ojo, y las manos sobre el regazo. No puedes mantenerlas quietas, ¿verdad, querida? Quizá debía arrastrarme, arrastrarme de veras, por su bien. Piedad, piedad. La caridad de la compasión no es tema de polémicas, debe caer como la lluvia suave del cielo sobre la tierra seca. ¿Qué demonios están discutiendo los miembros del jurado? Para ellos todo debe ser perfectamente claro, tan claro como para el juez, que prácticamente los llevó de la mano.

»Me sorprende ver aquí a Verity. Debo escribirle y pedirle que cuide de Demelza. Tendría que haberlo pensado antes. Demelza aceptará los consejos de Verity. Quizá fue mejor que Julia muriese: no debe ser agradable crecer sabiendo que… Pero quizá si ella no hubiese muerto no habría ocurrido nada de todo esto. Quizá Dwight no estuvo muy lejos de la verdad. Tonterías, estaba en mi sano juicio, tan cuerdo como podía estarlo. De todos modos, debo escribirle para expresarle mi agradecimiento. Un joven equilibrado. Lástima que se metiera en ese embrollo.

»Quizá me concedan unos minutos con Demelza cuando todo haya concluido. Pero, qué le diré… Esos encuentros carecen de sentido, precisamente porque se los limita tanto».

»¿Qué estaba haciendo el jurado? Los poderosos entre los poderosos, el verdadero monarca, más que la Corona. El cetro muestra la fuerza del poder temporal… El poder temporal. El honorable juez Lister. El poder temporal… Ya volvían los miembros del jurado».

Se habían ausentado sólo diez minutos, pero como dijo Zacky, al fondo de la sala, pareció un mes. Entraron lentamente, los doce hombres buenos y honestos, y parecían tan embarazados como al momento de salir; el presidente del jurado tenía un aire culpable, como si se hubiese creído expuesto a que lo acusaran de un delito menor, y lo obligaran a comparecer ante el juez. Todos se pusieron de pie mientras el juez Lister volvía, y cuando él tomó asiento en la sala del tribunal, reinó un silencio absoluto.

El empleado se puso de pie y dijo:

—Caballeros del jurado, ¿han acordado un fallo?

—Lo hemos hecho —dijo el presidente del jurado, tragando saliva nerviosamente.

—¿Consideran culpable o no culpable al acusado?

—Lo consideramos… —El presidente del jurado se interrumpió y recomenzó—. Lo consideramos no culpable de los tres cargos.

Durante un momento final, el silencio pareció suspendido como una ola, y después se quebró. Al fondo de la sala alguien comenzó a vitorear, y otros lo apoyaron. Casi inmediatamente respondieron silbidos y gritos de «¡Vergüenza!». Después, los gritos se acallaron, y se trocaron en una multitud de conversaciones, que refluyeron hacia el estrado. El martillo del secretario silenció las voces.

—Si alguien vuelve a perturbar la sesión —dijo Su Señoría—, se desalojará la sala, y se adoptarán medidas contra los infractores.

Ross permaneció en su sitio, sin saber muy bien si debía creer en el fallo o si la ley era capaz de una nueva malevolencia. Después de un momento, sus ojos azules, de mirar soñoliento, se encontraron con los del juez.

—Acusado —dijo el juez Lister—. Se le ha procesado por tres cargos, con la ayuda de un jurado de sus compatriotas, y se le encontró no culpable. Por consiguiente, sólo me resta ordenar que se le deje en libertad. Pero antes de retirarse deseo ofrecerle algunas palabras de consejo. No me corresponde comentar el fallo de este jurado… excepto para decir que en su corazón ha de agradecer a Dios una libertad que debe mucho a la compasión y poco a la lógica. Dentro de pocos instantes usted saldrá libre de este tribunal, libre para reunirse con su virtuosa esposa, y para comenzar con ella una nueva vida. Su eficaz defensa, y su reputación en otros campos, indican que usted es un hombre de talento y capacidad. Por su propio interés, le exhorto a sofrenar los instintos de ilegalidad que de tiempo en tiempo lo acometen. Recoja la advertencia que hoy le ofrezco. Que florezca en su corazón y en su vida.

Las lágrimas comenzaban a caer sobre las manos de Demelza.