Capítulo 11

Mientras los testigos siguientes ocupaban y abandonaban el estrado, Verity observaba al jurado. Eran hombres discreta y decentemente vestidos, de aspecto sobrio, la mayoría de mediana edad: pequeña nobleza y comerciantes. En general, los habitantes de Cornwall no tendían a condenar las cosas que Ross había hecho o de las cuales se le acusaba. Se entendía que los naufragios eran despojos que uno tenía derecho a apropiarse. Los aduaneros eran las personas más odiadas y despreciadas. Pero Henry Bull había demostrado astucia en su disertación final. Entre la gente acomodada se manifestaba ahora un temor casi universal a una insurrección de mineros. Los clubs jacobinos creados en Inglaterra para apoyar a los revolucionarios franceses, los disturbios ocurridos en Redruth el otoño anterior, los repetidos incidentes, eran un síntoma; todo tendía a suscitar un sentimiento de tremenda inseguridad. Este ahorraba veinte libras anuales, aquel construía un nuevo cobertizo, o compraba un carro nuevo para su granja, pero todos experimentaban un sentimiento de incertidumbre frente al futuro. Era muy inquietante, y si se permitía que el líder de un disturbio como este que ahora estaban juzgando quedase libre, sin el condigno castigo…

El capitán Clark ocupaba el banco de los testigos, y describía las escenas en la playa, aquella noche, como un infierno del Dante, y hablaba de las grandes fogatas que llameaban, y de centenares de hombres y mujeres borrachos que bebían y peleaban, y las mulas cargadas hasta el límite de su resistencia con despojos de la nave, y los ataques a los pobres náufragos que habían sido su tripulación, y cómo él y dos hombres más habían montado guardia junto a los pasajeros, armados con cuchillos y una espada, para evitar que los destrozaran.

Cuando terminó, en la sala reinó un silencio desacostumbrado. El marino había evocado vívidamente la escena, y pareció que todos los presentes trataban de imaginar el episodio, y que algunos de ellos estaban conmovidos porque algunos compatriotas habían podido llegar tan lejos.

Finalmente, Ross dijo:

—Capitán Clark, ¿recuerda que me acerqué a usted en la playa y ofrecí, para usted y su tripulación, abrigo durante la noche en mi casa?

Clark respondió:

—En efecto, lo recuerdo, señor. Fue el primer acto de caridad humana que se nos dispensó esa terrible noche.

—¿Usted la aprovechó?

—Sí, por cierto que sí. Diecinueve personas pasamos la noche en su casa.

—¿Allí fueron bien tratados?

—Con la mayor bondad.

—Mientras estuvo en la playa, ¿me oyó o me vio alentando a alguien a saquear su nave?

—No, señor… Puedo decir que estaba oscuro, excepto la luz que venía de los fuegos. Pero en realidad yo no lo vi hasta que usted se acercó y nos ofreció refugio.

—Gracias. —Ross se inclinó y consultó en voz baja con el señor Clymer—. Capitán Clark, ¿observó el encuentro entre el sargento de dragones y yo?

—Sí.

—¿Sostuvimos una disputa?

—Por lo que recuerdo, usted le previno que no debía descender a la playa, y él aceptó su advertencia.

—¿Usted pensó que yo le ofrecía una advertencia amistosa, destinada a evitar derramamiento de sangre?

—Sí, pudo haber sido eso. Sí, creo que es justo decirlo así.

—¿El sargento y yo peleamos?

—Por lo que yo vi, no lo hicieron.

—¿Fui con usted hasta la casa?

—Eso hizo.

—Gracias.

—Un momento, capitán —dijo Henry Bull, que reaccionó cuando el marino se disponía a abandonar su asiento—. ¿Cuánto tiempo estuvo con usted el acusado cuando entraron en la casa?

—Oh, diez minutos.

—¿Y cuándo volvió a verlo?

—Aproximadamente una hora después.

—Cuando usted se encontró con los soldados, ¿los aduaneros formaban parte del grupo?

—Por lo que pude ver, no había ninguno.

—Hasta donde usted sabe, ¿nada impedía que el acusado volviese a salir de la casa apenas acomodó al grupo, para enfrentarse con los soldados?

—No, señor.

—Gracias. Que llamen al capitán Efrain Trevail.

Apareció un hombre bajo y delgado, y afirmó que había presenciado la pelea con los aduaneros y los soldados; aseguró que Ross era el líder, y lo identificó como el hombre que había derribado a John Coppard. Ross jamás había visto al hombre, pero no podía refutar su testimonio. El señor Jeffery Clymer le pasó una nota en la cual le indicaba que no presionara a un testigo hostil. Después se llamó a Ely Clemmow, y relató exactamente la misma versión. Habían transcurrido más de tres años desde la última vez que Ross viera a ese hombre. Sintió que la cólera le dominaba.

Cuando llegó su turno de hablar dijo:

—¿Dónde vive, Clemmow?

Los labios del hombre se retrajeron y dejaron al descubierto los dientes prominentes. Había en su rostro una malicia particular, que hasta ahora se había mantenido oculta.

—Truro.

—¿Cómo es posible que estuviese en Hendrawna, a quince kilómetros de distancia, cuando ocurrió el naufragio?

—No estaba allí. Oí hablar del primer naufragio, y fui caminando para ver el desastre.

—Usted vivió un tiempo en mis tierras, ¿verdad?

—Cierto.

—Pero como recordará, yo le eché, porque era una preocupación y una perturbación constantes para el vecindario.

—Quiere decir que echó a mi hermano de su casa y su hogar… ¡Y no había hecho nada!

—Usted me odia por eso, ¿verdad?

—No… no. Usted no me importa. —Ely se contuvo.

El señor Clymer pasó a Ross una nota que decía: «¿Puede refutar los detalles?».

Ross preguntó con voz lenta:

—Dígame, Clemmow, ¿cuál de los dos naufragios ocurrió más cerca de mi casa?

El hombre apretó los labios, y no atinó a responder. Después de un momento, Ross dijo:

—¿Oyó mi pregunta?

—Estaba oscuro cuando llegué allí.

—¿Cuál era el mayor de los dos buques?

Después de una prolongada pausa:

—El Pride of Madras.

—¿Cuántos mástiles tenía?

—… Dos o tres.

—¿Cómo supo cuál era?

—Oí… oí decirlo.

—¿El más grande estaba más cerca o más lejos de mi casa?

Otra pausa. Ross dijo:

—Supongo que vio el fuego encendido en Punta Damsel.

—… Sí.

—Nadie encendió fuego en Punta Damsel o en sus cercanías. Esa noche usted no estuvo en playa Hendrawna, ¿verdad? Usted jamás salió de Truro.

—¡Sí, estuve! ¡Usted quiere engañarme! —El rostro de Ely Clemmow estaba pálido y tenso. Trató de explicarse; pero el señor Henry Bull se puso de pie y lo interrumpió.

—Señor Clemmow, ¿alguna vez navegó?

—Bien… no, no puede decirse que navegué. Pero…

—De modo que si había dos naufragios en la playa, en medio de la noche, a cierta distancia el uno del otro, para usted sería bastante difícil puesto que carece de conocimiento experto, decir cuál de los dos barcos era más grande, ¿no le parece?

—Sí, eso es muy cierto.

—Mucho más difícil, seguramente, que si hubiese ayudado a saquear las naves y atacar a las tripulaciones.

Ely asintió agradecido.

—¿Vio dónde estaban los fuegos?

—No. Por todas partes… aquí y allá.

—¿A qué distancia estaba de la pelea que se entabló entre el detenido y los aduaneros?

—Que presuntamente se entabló —dijo el señor Jeffery Clymer, poniéndose de pie y sentándose, todo en un mismo movimiento.

—Que presuntamente se entabló.

—Oh… tan cerca como usted de mí.

—Y el relato que usted ha hecho bajo juramento… ¿es el auténtico testimonio de lo que ocurrió? —Sí, tan cierto como que estoy aquí.

La sensación de debilidad acometía a Demelza en oleadas sucesivas. Parecía que la dominaba, y en el último momento se disipaba, de modo que ella quedaba conmovida y mareada. Se había llamado al aduanero Coppard, y el hombre había confirmado la versión general; pero, dicho sea en honor de su honradez, no había podido decir si el acusado lo había atacado, o siquiera si estaba cerca. También había comparecido el sargento de dragones. Ya había transcurrido la mitad de la tarde, y hasta ese momento no se había interrumpido la sesión para beber o comer algo. Dos vendedores ambulantes habían conseguido pasar por la puerta entreabierta, y estaban realizando ventas apresuradas, aunque ilícitas, en las últimas filas de la sala. El calor y el olor eran sofocantes.

El último testigo de la acusación era Hick, el funcionario judicial que había recibido todas las declaraciones, incluso la del propio Ross. Se habían suscitado ciertas dificultades en el ambiente judicial de Truro cuando llegó a saberse que la ley esperaba que ellos siguieran adelante con el caso. Algunos magistrados estaban tan favorablemente dispuestos hacia el acusado que sin duda hubiera sido injusto encomendarles el asunto. Otros, por ejemplo el reverendo doctor Halse, tenía por su parte una actitud negativa igualmente conocida. En definitiva, se había encomendado a una nulidad, a saber Efraim Hick, la tarea de llevar adelante el asunto. El principal interés de Hick era la botella de brandy… pero las declaraciones se habían asentado con bastante imparcialidad.

Ahora Hick tenía que presentar su testimonio, y este era sumamente peligroso.

De las respuestas que el detenido había formulado durante el interrogatorio se desprendía que admitía sin reservas el cargo de haber convocado al vecindario tan pronto se enteró de la inminencia del primer naufragio. A la pregunta de «¿Cuál era su propósito?», él había respondido: «En el distrito había familias que estaban muriendo de hambre». Pregunta: «¿Dirigió a esa gente hacia el lugar del naufragio?». Respuesta: «No necesitaban que nadie las dirigiese. Conocían el distrito tan bien como yo». Pregunta: «¿Los incitó a atacar a los tripulantes del Queen Charlotte?». Respuesta: «Ningún tripulante del Queen Charlotte fue atacado». «¿Fue el primero en abordar la nave?, y en caso afirmativo, ¿cuál fue su propósito?». «Mi propósito fue verificar qué carga traía». «¿Algún miembro de la tripulación estaba a bordo cuando usted subió?». «No, sólo había un pasajero, y estaba muerto».

«¿Estaba muerto cuando usted abordó la nave?». «Por supuesto. ¿Usted me acusa de asesinarlo?». «¿Ayudó a sus amigos a abordar la nave tirando una cuerda?». «Sí». «¿Hizo algún esfuerzo para llevar a tierra el cadáver del muerto?». «Ninguno». «¿Ayudó a desmantelar el barco y transportar la carga?». «No». «¿Estaba allí mientras otros lo hacían?». «Sí». «¿Intentó detenerlos?». «De ningún modo. No soy magistrado». «Pero… usted era el único caballero presente, la única persona con autoridad suficiente para evitar el comienzo del saqueo». «Usted exagera mi influencia».

Después, continuaba el interrogatorio: «¿Usted fue una de las primeras personas que vio el segundo naufragio?». «Así lo creo». «¿Alentó a sus amigos a atacar a la tripulación del Pride of Madras?». «Claro que no». «¿Permaneció cerca, y permitió que los atacaran sin protestar?». «No fueron atacados por los hombres que yo conocía. En ese momento había en la playa gran número de mineros de otros distritos». «Eso no responde a mi pregunta». «Es la única respuesta que puedo ofrecerle. No podía estar en todas partes al mismo tiempo». «¿Pero usted subió al Pride of Madras?». «En efecto». «¿Mucho antes de ofrecer ayuda a los marinos naufragados?». «Un tiempo antes». «¿Aprobó el disturbio que se había iniciado?». «No lo consideré un disturbio». «¿Lo aprueba ahora?». «¿Usted aprueba que familias enteras carezcan del alimento necesario para sobrevivir?».

Finalmente, el acusado había negado saber nada del ataque a los soldados y los aduaneros. Así concluyó el alegato de la Corona.

La defensa presentó sólo cinco testigos. Primero comparecieron John y Hane Gimlett, que fueron llamados para atestiguar que el prisionero no había salido de la casa después de entrar con los náufragos. La primera hora, mientras ellos servían bebidas calientes a los náufragos, el acusado se había acercado al lecho de su esposa que dormía, y que estaba gravemente enferma. Henry Bull hizo todo lo posible para intimidar a los testigos, pero no consiguió conmoverlos. Si el acusado había salido otra vez de la casa, tenía que haber sido mucho después… es decir, bastante después de la hora del ataque. A continuación, comparecieron Zacky Martin y Scoble, que atestiguaron acerca de la conducta decorosa de Ross en un momento anterior. El último testigo era Dwight Enys.

El joven médico ignoraba cómo se había desarrollado el caso hasta ese momento. El sol estaba muy alto, e iluminaba las altas ventanas. Entre los espectadores alcanzó a ver una masa de cabellos rojos. De modo que ella había venido, tal como prometiera.

Era extraño sentarse frente a Ross y oír que le pedían su testimonio. Después de hablar un minuto o dos, se volvió más directamente al juez.

—Señor, soy el médico que asistió a la esposa y la hija del capitán Poldark durante un ataque de llagas malignas en la garganta (morbus strangulatorius). Durante ese ataque fui muy a menudo a la casa, y sé que el capitán Poldark no durmió casi una semana. Su única hija murió, y fue enterrada el día antes del naufragio. Su esposa aún estaba peligrosamente enferma. Asistí profesionalmente al capitán Poldark la víspera del naufragio y llegué a la conclusión de que estaba al borde de un derrumbe mental. Creo que ese derrumbe sobrevino… y si sus actos durante los dos días siguientes tuvieron rasgos extraños, el hecho debe atribuírsele totalmente a esa condición.

En la sala no se oía el menor ruido. Ahora todos escuchaban atentamente. Henry Bull miró a Ross, se alisó la túnica y se puso de pie. La declaración de ese testigo era peligrosa para la acusación.

—Doctor Enys, ¿usted es farmacéutico?

—No. Médico.

—Entiendo que los dos términos no representan ninguna diferencia… por lo menos en provincias.

—No conozco todas las provincias. De hecho, la diferencia es muy grande.

—¿No es cierto que casi cualquiera puede declarar que es médico si así lo desea?

—No tiene derecho a proceder así.

—¿Y qué derecho tiene usted?

—Mi diploma del Colegio de Médicos de Londres.

El señor Bull desvió los ojos hacia la ventana. No había esperado esa respuesta.

—Doctor Enys, usted ha viajado mucho para ejercer su profesión.

—He nacido en Cornwall.

—Si me permite la pregunta, ¿qué edad tiene?

—Veintiséis años.

—¿Y hace mucho que ejerce la profesión?

—Casi tres años.

—Tres años… ¿Y bajo la dirección de quién estudió en Londres?

—Estudié la teoría y la práctica de la medicina con el doctor Fordyce, en la calle Essex; partos con el doctor Leake, en la calle Craven… y cirugía con el doctor Percival Pott, en el Hospital de San Bartolomé.

—¡Oh, también cirugía! Muy interesante. ¿Y con quién estudió las dolencias mentales?

—Con nadie en particular…

—En ese caso, mal pueden decirse que sus opiniones acerca del tema tengan mucho peso, ¿verdad?

Dwight miró al fiscal del Rey.

—Usted debe saber, señor, que no se dispone de instrucción médico-práctica acerca del asunto. Es un tema en relación con el cual pueden adquirirse conocimientos sólo mediante la experiencia clínica…

—Y sin duda usted ha recogido mucha experiencia.

—… Cierta experiencia. No puedo afirmar que sea muy grande.

—Por supuesto, asistió a Bedlam y estudió allí.

—No, no es así.

—¿No? ¿Ni siquiera estuvo allí?

—No.

—En tal caso…

—No sugiero que el capitán Poldark estuviese loco. Digo que en mi opinión no era él mismo… eventualmente, y a causa del dolor y la falta de sueño.

—¿Está dispuesto a excusarlo con tales argumentos?

—Por supuesto que sí.

—¿Cree que quién pierde un hijo pequeño tiene derecho a provocar un disturbio en tres parroquias, con grave pérdida de propiedades y considerables pérdidas de vidas?

—No creo que el capitán Poldark provocase el disturbio. Pero si se comportó extrañamente en ciertos aspectos, creo que lo hizo a causa de un desarreglo temporal de su razón. Normalmente no es hombre dado a actos ilegales.

—Eso es algo que se determinará después del fallo —dijo Bull con voz sedosa—. Por el momento, le sugiero que no traiga a colación su carácter.

—Me limito a darle mi opinión como médico.

—Ya la conocemos. Gracias, doctor Enys.

Dwight vaciló.

—Y en relación con este asunto, estoy dispuesto a arriesgar mi reputación.

—Doctor Enys, no sabemos cuál es su reputación. De todos modos gracias.

—Un momento. —Era la voz del honorable juez Lister. Dwight se detuvo—. Usted dice que se formó esta opinión del acusado la noche anterior. ¿En qué la fundó?

—En… en su conducta general, señor. Sus observaciones no eran del todo coherentes. Cuando su hija murió, vino mucha gente al funeral. Gente de todas las clases, de las más altas a las más bajas. Como usted sabe, se le respeta mucho. Pero como su esposa estaba enferma, fue imposible ofrecer ningún refresco… como suele hacerse, señor, en los funerales de Cornwall. El hecho agobió la mente del capitán Poldark. Repetía e insistía en que lamentaba mucho no haber podido dar nada. No estaba bebido… en esa época tomaba muy poco alcohol. A mi juicio, era solamente un estado mental.

—Gracias —dijo el juez, y Dwight descendió del estrado.

Hubo cierto movimiento en la sala del tribunal. La gente se ponía de pie y estiraba las piernas, y escupía y movía papeles. Pero nadie intentó salir, y los que presionaban para entrar no pudieron hacerlo. Ahora era la última oportunidad del acusado, la oportunidad de inclinar al tribunal y al jurado, si era posible con su elocuencia, o si no la tenía, como generalmente era el caso, la oportunidad de leer la defensa que había preparado con la ayuda de su abogado, con la esperanza de que representara un recurso eficaz.