Antes de la Reforma, los franciscanos habían sido una potencia en la ciudad, y eran dueños de gran parte de las principales propiedades; y aunque los monjes ya no recorrían las calles con sus hábitos grises ni atendían a los enfermos y los pobres, la propiedad continuaba siendo el monumento a su antigua grandeza; había revertido al aprovechamiento secular, pero tenía un diseño inequívocamente eclesiástico. Una de esas construcciones era el Refectorio de los Monjes Grises, donde se celebraba el juicio.
Su Gran Salón, de aproximadamente cincuenta metros de largo y veinte de alto, con su ventana oriental de vidrio de color, era un recinto impresionante; pero exhibía su edad —aproximadamente quinientos años— con creciente vacilación; además, su empleo como sala del tribunal tenía otros inconvenientes. En el curso de la noche el tiempo pasó de cálido a sofocante, y cuando amaneció, una espesa bruma había caído sobre la ciudad. No se disipó gran cosa a medida que el sol ascendía en el cielo, y cuando los jueces se acercaron caminando desde sus alojamientos, con sus pelucas y sus capas de armiño, la niebla se movía alrededor de ellos como humo saturado de agua.
Demelza había pasado una noche terrible, en un semisueño colmado de pesadillas, que después se convertía en una realidad de vigilia de la cual no podía huir. Sentía que la noche anterior había fracasado por completo, que el resultado de todos sus esfuerzos había sido una conversación fútil sin objeto y sin fruto, y que había fallado en todos los sentidos a Ross.
Sólo la noche anterior había llegado a comprender cuán absurdas esperanzas había depositado en sus propios esfuerzos; todas esas semanas de espera había vivido de la esperanza de prestar una ayuda esencial. Pero protegida por un innato buen sentido, se había abstenido de presionar, cuando al fin pudo conversar con el juez. Ahora se hacía reproches amargamente porque no se había abierto, con franqueza, poniéndose a merced de Lister; pero si de nuevo se le hubiera ofrecido la oportunidad de hablar con ese hombre, sin duda otra vez habría hecho lo mismo. Un criterio equivocado la había inducido a buscar ese encuentro; pero el buen sentido la había salvado del peor desastre.
Cuando volvió a la posada, Verity estaba casi tan conmovida como Demelza. Francis la había visitado, en una extraña actitud sólo en parte atribuible al alcohol, y se había retirado con un aire aún más extraño, que dejó a Verity en un estado de ansiedad cada vez más aguda. Preocupada casi en la misma medida por los dos Poldark, ella tampoco había logrado dormir, y cuando vio a Francis que marchaba delante, en dirección al tribunal, experimentó un súbito alivio, como si en realidad no hubiera esperado volver a verlo sano y bueno. Pero la inquietud por Ross perduraba, y cuando entró, su sentimiento de ansiedad se acrecentó a causa del tratamiento que vio dispensar a los casos anteriores.
Les habían reservado lugares cerca del sector delantero del salón, que ya estaba atestado de gente cuando ellas ocuparon sus asientos. Guardias y ujieres, jurados y testigos, abogados y notarios, ocupaban el sector delantero, y detrás estaban los lugares destinados al público. Aquí y allá se habían reservado algunos sitios para la gente importante, y muchos que se encontraban en la ciudad a causa de las elecciones habían acudido para presenciar la diversión. Verity vio a Unwin Trevaunance con una joven pelirroja, y a sir Hugh Bodrugan y a varias damas y caballeros de calidad con abanicos y cajas de rapé. En un rincón, solo, en la mano un largo bastón de caña, estaba George Warleggan. Detrás de estas filas se encontraba la chusma.
El salón era alto, pero estaba mal ventilado, y uno podía prever que en vista del número de personas que lo ocupaban, pronto haría mucho calor. En la puerta y adentro había hombres que vendían pasteles calientes, castañas y limonada; pero fueron expulsados antes de las diez. Después, el empleado del tribunal descargó su martillo, y todos se pusieron de pie, y el Honorable Juez Lister, buen conocedor de la música eclesiástica, entró en la sala, se inclinó suavemente ante el tribunal y se sentó con los sheriffs y los alguaciles. Acercó más el gran manojo de hierbas aromáticas, y sobre los papeles depositó un pañuelo empapado en vinagre. Había comenzado otro día de intenso trabajo.
El primer caso fue despachado prontamente. Demelza no entendió de qué se trataba. El abogado que hablaba tenía una voz tan estropajosa que ella sólo alcanzaba a entender una palabra de cada tres; aunque de todos modos atinó a distinguir que tenía que ver con las llamadas obligaciones del detenido. Resuelto el caso, retiraron al acusado. Se oyó un murmullo de interés cuando introdujeron a tres hombres y dos mujeres. Uno de los hombres era Ross Poldark. Sus cabellos oscuros, de matices cobrizos, estaban bien peinados; como siempre ocurría cuando se sentía tenso, la cicatriz se destacaba sobre la mejilla. Parecía estar más pálido después de una semana de cárcel. Demelza recordó la suerte corrida por Jim Carter.
Estaban tomando juramento a los miembros del jurado, pero Demelza no alcanzó a oír nada. Pensaba en Ross, cómo era cuando lo había conocido, hacía muchos años, en la feria de Redruth. Le parecía que había transcurrido un siglo… y aunque ella había crecido, y su apariencia era completamente distinta de la que entonces había tenido, a los ojos de Demelza Ross había rejuvenecido extrañamente, pese a que en esencia era el mismo. Era un hombre de humores, y pese a todo representaba la constante de Demelza, algo invariable e infinitamente fidedigno, el pivote de su vida. Nunca podría haber otro hombre. Sin él, Demelza apenas estaba medio viva.
Esa mañana el juez Lister tenía los ojos hundidos y una expresión inhumana, como si hubiera sido capaz de cualquier barbaridad. Los miembros del jurado prestaron juramento, y nadie formuló objeciones. Y ahora, para sorpresa de Demelza, todos los detenidos menos uno fueron retirados nuevamente, y entre ellos Ross. Había comenzado el juicio de la Corona versus Boynton, F. R., acusado de hurto.
Demelza no escuchó el caso. Los procedimientos pasaron sobre su cabeza en una suerte de bruma enfermiza, que sería recordada con más vivacidad que lo que la experiencia misma justificaba. Un rato después oyó que el jurado consideraba al detenido culpable de haber robado un par de medias tejidas para señora, por valor de dos chelines y seis peniques, y un paquete que contenía medio millar de alfileres, por valor de seis peniques, de la tienda de un mercero. Oyó decir al juez Lister que tenía en cuenta que se trataba del primer delito, de modo que sentenciaba al acusado a que le quemaran la mano, después de lo cual debía dejárselo en libertad.
Apenas habían retirado al detenido, cuando entraron las dos mujeres, y se inició el caso siguiente. Comprendió con un sentimiento de aprensión que inmediatamente después se ventilaría el caso de Ross.
Las dos mujeres eran vagabundas. Las habían sorprendido en flagrante delito de mendicidad. No tenían medios de vida visibles. Era un caso sin complicaciones, y el jurado se apresuró encontrarlas culpables. Pero se trataba de un delito acerca del cual el Honorable Juez Lister experimentaba sentimientos bastante intensos, y así pronunció una larga y áspera homilía acerca de la perversidad de ese tipo de vida. Mientras lo miraba, Demelza comprendió que aquí no había compasión. Su dicción era apropiada, las frases estaban redondeadas elegantemente, como si las hubiese escrito la noche anterior. Pero la sustancia era condenatoria. Bruscamente, sin levantar la voz ni cambiar de expresión, sentenció a las dos mujeres a ser flageladas, y así concluyó el caso.
Aquí, hubo bastante movimiento en la sala del tribunal, porque algunos hombres querían abrirse paso hacia la salida, para ver cómo desvestían y flagelaban a las mujeres en la plaza de la iglesia, y otros se mostraban igualmente ansiosos de ocupar los lugares vacíos; en medio de esta confusión introdujeron a Ross. Esta vez, cuando pasó junto a la baranda divisoria, desvió un momento la cara y sus ojos se encontraron con los de Demelza. Una leve sonrisa de aliento se dibujó en su rostro, y se disipó casi al instante.
—Cálmate —dijo Verity—. Cálmate, querida. Debemos tratar de mantener la serenidad. —Abrazó a Demelza, y la sostuvo firmemente.
Ahora era evidente que había comenzado el caso importante del día. Entraron más abogados, y el banco que les estaba reservado quedó ocupado por completo. Demelza trató de advertir algún cambio en la expresión del juez, un atisbo de interés, pero no halló nada. Cualquiera hubiese dicho que no había conocido a la señora de Poldark la noche anterior. El señor Jeffery Clymer se sentó inmediatamente debajo del estrado del acusado, donde podía mantener contacto con su cliente. Henry Bull, principal abogado de la Corona, había dejado los casos precedentes a un subordinado, pero pensaba atender personalmente este. Era un hombre moreno, con cierta tosca apostura, la piel olivácea y los ojos tan pardos que sugerían algún antiguo linaje asiático. Era la desventaja contra la cual había tenido que luchar toda su vida; y se había esforzado duramente, tratando de imponerse a las murmuraciones de sus colegas y sus rivales… y ese combate había dejado sus huellas.
El funcionario encargado de la instrucción comenzó el procedimiento diciendo:
—Ross Vennor Poldark, levante la mano. Caballeros del jurado, miren al detenido. Se le acusa, y afirma que se llama Ross Vennor Poldark, de Nampara, en el condado de Cornwall, y se afirma que el siete de enero del año de Nuestro Señor de 1790, no sintiendo el temor de Dios, sino impulsado y seducido por instigación del demonio, incitó a distintos ciudadanos pacíficos al disturbio, y además promovió desórdenes contrarios a las leyes del país. Y además, que el dicho Ross Vennor Poldark delictiva y perversamente, y con malicia previa, mediante la fuerza y las armas, saqueó, robó, destruyó y capturó distintos bienes pertenecientes a dos navíos en difícil situación. Y además…
La voz continuó, según pareció a Demelza, durante horas, repitiendo las mismas cosas una y otra vez con diferentes palabras. En verdad, ahora se sentía al borde del desmayo, pero procuraba disimularlo. La voz calló al fin. Después, Ross dijo:
—No culpable.
Y el empleado preguntó:
—Acusado, ¿cómo se le juzgará?
Ross respondió:
—De acuerdo con Dios y mi país.
Después, el hombre moreno, de contextura extranjera, se puso de pie y comenzó a repetir todo. Pero ahora había una diferencia. El funcionario arrastraba las palabras, eran frases legales, secas y quebradizas como vainas de maíz, y parecían totalmente desprovistas de vida. En cambio, el señor Henry Bull les insuflaba vida, una vida rebosante y enemiga. Relataba una historia sencilla, para beneficio del jurado —en eso no había nada que se pareciera a una actitud oficial—, nada más que un sencillo relato que todos podían entender.
Según parecía, durante las grandes tormentas del mes de enero, las que sin duda todos recordaban, un barco —«y presten atención, un barco propiedad de habitantes de Cornwall»— se encontró en situación difícil, y fue arrojado sobre la costa, en playa Hendrawna, precisamente debajo de la casa del detenido, un hombre provisto de medios, propietario de una mina y terrateniente de antiguo linaje. El jurado podía haber esperado que el primer impulso de un hombre así —pues fue la primera persona que vio la situación de la nave— habría sido acudir en auxilio de los tripulantes. En cambio, como lo demostrarían las pruebas reunidas, su única preocupación había sido excitar los sentimientos ilegales de muchos habitantes del vecindario, de modo que cuando se produjese el naufragio, se pudiera saquear el barco con la mayor premura posible. Y se llamaría a varios testigos para demostrar que se había saqueado la nave en pocas horas, y sin atender a la seguridad de los tripulantes ni hacer el menor intento de rescatarlos. El hombre que ocupaba el banquillo de los acusados había nadado antes que nadie hasta el buque, y personalmente había dirigido las operaciones de desmantelamiento de la nave. En ese momento aún quedaba un pasajero a bordo. Nadie sabía si una pronta ayuda podría haberlo salvado. Sólo se sabía que nadie había facilitado dicha ayuda, y que el hombre había perdido la vida.
El fiscal sugirió además que el detenido había apostado vigías a lo largo de la costa, de modo que diesen la señal si se presentaba otra presa; en efecto, cuando otra nave, el Pride of Madras, fue empujado hacia la costa y encalló pocas horas después, toda la chusma turbulenta e ilegal de cinco parroquias estaba esperando para darle la bienvenida, y podía pensarse que, aún suponiendo que la tripulación hubiera podido desencallar la nave con la marea, la mera fuerza del número habría retenido en su lugar al barco. Todo eso había ocurrido por instigación del acusado, que era culpable de la perfidia de los actos de sus partidarios. Algunos miembros de la tripulación de esta nave habían sido golpeados severamente mientras se esforzaban por llegar a la costa, e incluso se les había despojado de sus ropas. Después, habían quedado insensibles y desnudos en el terrible frío de la costa, y era prácticamente seguro que, de los que habían perdido la vida, varios habrían podido sobrevivir si hubiesen recibido el tratamiento cristiano al que tiene derecho todo marino en situación apremiante. La nave había sido destrozada por la marea. El capitán A. V. Clark, que estaba a cargo del barco, se vio llamado para atestiguar que no se le había tratado con barbarie tal ni siquiera cuando naufragó entre los salvajes de la Patagonia, dos años atrás.
Ni siquiera eso era todo —de ningún modo era lo peor—, y Henry Bull agitó un índice alargado y pardo. Cuando los aduaneros de Su Majestad, apoyados por un pequeño contingente de dragones a pie, llegaron a la escena, el prisionero ya estaba allí, y les advirtió que no interfiriesen, porque sus vidas corrían peligro —es decir, los amenazó del modo más directo y ofensivo. Cuando este grupo desechó la advertencia y bajó a la playa, sufrieron los ataques del prisionero y otras personas, y se entabló una grave pelea; uno de los aduaneros, John Coppard, había recibido lesiones muy graves. Esa noche los alborotadores tuvieron dos muertos y muchos heridos. Testigos fidedignos afirmaban que el número de miembros de la turba se elevó a dos mil.
La voz continuó; a veces retumbaba en los oídos de Demelza, y otras se debilitaba y se hacía lejana. Acumulaba indiscriminadamente la calumnia, la verdad, las mentiras y las medias verdades, hasta que ella sintió el impulso de gritar. En el salón hacía mucho calor; las ventanas estaban cubiertas de vapor, y la humedad corría por las paredes. Ahora, Demelza deseaba no haber venido… cualquier cosa era mejor que escuchar todo eso. Trató de no oír, pero fue inútil. Si aún faltaba lo peor, era necesario que escuchase.
Finalmente, Bull se acercó al final de su discurso. Según dijo, no correspondía a la naturaleza del juicio llamar la atención del jurado sobre los actos precedentes de ilegalidad que habían mancillado el carácter del detenido. Pero…
Aquí el señor Jeffery Clymer, que había estado trazando círculos y cuadrados con su pluma, se puso bruscamente de pie y protestó con vehemencia —protesta que fue atendida por el juez, de modo que el señor Bull tuvo que abstenerse de seguir desarrollando esa línea. Lo hizo de buena gana, pues había sugerido al jurado la idea deseada. No se permitía decir nada acerca de los antecedentes del detenido, continuó diciendo; pero —y ese era un pero muy grande— era admisible y pertinente extraer deducciones de ciertas declaraciones que el acusado había hecho al funcionario instructor —enunciados que intentaban justificar sus actos, enunciados que lo señalaban como un evidente jacobino y un admirador del derramamiento de sangre y la tiranía impuestas del otro lado del Canal. Hombres así, sugirió Bull, eran doblemente peligrosos en esos tiempos. Cada uno de los miembros del jurado era sin duda dueño de alguna propiedad. Si deseaba mantenerla intacta, debía aplicarse al prisionero una sanción ejemplar. Era necesario sofocar desde el comienzo mismo el fuego de la sedición y la inquietud. Quien otrora había sido soldado y caballero, asumía una responsabilidad especial. Era un ultraje a la sociedad que ese hombre hiciera causa común con los vagabundos y la chusma de las ciudades, y que los alentase y los instruyese de modo que cometieran actos de violencia cuando por sí mismos carecían del ingenio o la inteligencia necesaria para concebir nada semejante. Un hombre así debía ser apartado de la sociedad. Ahorcarlo apenas era suficiente. Había que hacer justicia, y él, Bull, sólo reclamaba justicia.
Cuando Bull se sentó, hubo una agitación visible en el tribunal y, después de unos instantes, el abogado más joven de la Corona se puso de pie y agregó su propio discurso; en efecto, en los casos graves se acostumbraba permitir dos discursos a la acusación y ninguno a la defensa. Finalmente, esa parte del proceso concluyó y se convocó al primer testigo. Era Nicholas Vigus.
Entró en la sala parpadeando y vacilante, un querube sorprendido en cierta práctica maligna. En una época en que tanto se usaban las pelucas, la piel lisa y suave de su cabeza parecía un contraste un tanto indecente con las picaduras de viruela del rostro. Con su voz aguda y cauta, más confiada a medida que desarrollaba el tema, atestiguó que la mañana en cuestión, poco después del alba, lo había despertado el detenido, que descargaba golpes violentos sobre la puerta del cottage vecino, y llamaba: «¡Zacky! ¡Zacky! ¡Hay saqueo para todos! ¡Habrá un naufragio en la costa, y quitaremos hasta la última tabla del barco!». Después, afirmó haber visto al detenido en la costa, dirigiendo las operaciones, y en general acaudillando a la multitud; y también dijo que el acusado había sido el primero en nadar hasta el barco y abordarlo. También había dirigido las operaciones contra el segundo barco, y en general se había mostrado activo todo el día. El testigo había visto al acusado acercarse a los funcionarios aduaneros, cuando estos llegaron a la escena, y haber sostenido con ellos un airado cambio de palabras; pero no había estado bastante cerca, de modo que no pudo oír exactamente lo que unos y otros habían dicho. Después se alejó, y no estaba allí cuando se libró la batalla. Así concluyó la evidencia. Todos miraron a Ross.
Ross se aclaró la garganta. Era su turno; hasta aquí le había tocado únicamente el papel de espectador, crítico pero mudo, y por momentos había concentrado la atención más en el color de las uñas del señor Henry Bull que en su inventiva, o se había entretenido calculando la edad y la ocupación de cada miembro del jurado, sin prestar demasiada atención al hecho de que estaban juzgándolo. Ahora debía luchar, debía sentir todo esto personal y apasionadamente si quería sobrevivir. El conflicto entre el consejo de Clymer y sus propias inclinaciones aún no se había resuelto. Pero la aparición de Demelza lo había llevado a sentir que era necesario luchar.
—Nick, ¿esa mañana soplaba un viento muy fuerte?
Vigus parpadeó astutamente a Ross, y sintió que su confianza se disipaba.
—Sí, eso creo.
—¿Es verdad que el cottage de Martin no está al lado del tuyo, sino que hay otra casa en medio de las dos?
—Sí, creo que sí. El cottage de Daniel.
—Debes haber tenido el oído muy fino para estar seguro de lo que yo le dije a esa distancia.
—Oh, no es tan lejos. Claro que oí lo que usted dijo.
—¿No estabas molesto porque no me ocupé de ti?
Se oyó una carcajada al fondo de la sala.
—A mí no me importó— dijo Vigus hoscamente. —El naufragio no me interesaba.
—¿Pero estuviste en la playa todo el día?
—Iba y venía, algo así. Fui a ver qué podía hacerse.
—¿No te apoderaste de cosas arrojadas a la playa por el agua?
—No. Yo no soy esa clase de persona.
—¿Jamás?
—No.
—¿Quiere decir que vives cerca de la playa y nunca recoge restos de los naufragios traídos por el mar?
—Oh… a veces. Pero esta vez no. Porque era un verdadero naufragio con hombres que se ahogaban, y cosas así.
—¿Ayudaste a los hombres que se ahogaban?
—No.
—¿Por qué no?
—No vi a ninguno.
—¿Me viste nadando hacia el primero de los buques?
—… Sí.
—¿Llevaba conmigo una cuerda?
—Quizá. No recuerdo.
—¿Qué sugiere eso?
—No sé. A mí no me sugiere nada.
Ross miró al señor Clymer, quien instantáneamente movió la cabeza tocada por la peluca. El juez permitió a Nick Vigus que se retirara. Otros tres testigos fueron llamados a declarar ciertos aspectos del caso y a confirmar lo que Nick Vigus había dicho. Después, el ujier volvió a hablar.
—Llamen a Jud Paynter.
Demelza miró al que otrora había sido su criado, mientras él se deslizaba de costado hacia el banco de los testigos, caminando como si tuviera la esperanza de que nadie lo viera. A Demelza le parecía increíble que Jud formase parte de ese grupo, que estuviese dispuesto a atestiguar contra Ross, descaradamente, ante un tribunal. Verity volvió a apretarle el brazo, para contenerla, porque parecía dispuesta a ponerse de pie. Jud masculló el juramento, miró alrededor en busca de un lugar donde escupir, pero lo pensó mejor y miró al señor Henry Bull, que esperaba.
—¿Usted se llama Jud Paynter, y vive con su esposa en la aldea de Grambler?
—Sí.
—Díganos lo que ocurrió la mañana del siete de enero pasado.
—Bien… —Jud se aclaró la garganta—. Yo y la vieja estábamos dormidos… es decir, Prudie, ¿sabe…?
—¿Se refiere a su esposa?
—Bien… sí, señor, por así decirlo… —Jud sonrió con aire de disculpa—. Prudie y yo estábamos durmiendo cuando llegó el capitán Poldark haciendo mucha bulla, y antes de que yo pudiese levantarme y descorrer el cerrojo, entró como una tromba y dijo que había un barco en la playa Hendrawna. «Muévete, cuanto antes», me dijo. El capitán y yo siempre fuimos grandes amigos. Muchas veces, cuando él era un niño que apenas levantaba una cuarta del suelo…
—Sí, sí. Aténgase al asunto. ¿Qué pasó entonces?
Los ojos sanguinolentos de Jud se pasearon por el tribunal, evitando cuidadosamente encontrarse con los ojos de cualquiera de los que allí estaban.
—Sí, ¿y después qué?
—Entonces me dice: «Corre y despierta a todos los hombres… porque seguramente hay mujeres y niños en el barco», eso dice, «y hay que salvarlos del océano…».
Durante un momento, los abogados mantuvieron una irritada consulta.
—Vamos, hombre, recuerde bien —dijo Henry Bull—. Piense de nuevo.
Jud elevó los ojos hacia el techo gótico, buscando inspiración. Después, se lamió las encías.
—¿Bien?
—Bien, eso fue lo que dijo, señor. Se lo aseguro.
—Y yo le digo que vuelva a pensar. Lo que usted dice ahora no concuerda con su declaración jurada.
—¿Qué?
—No dijo lo mismo cuando atestiguó ante el funcionario de la Corona y su empleado.
—¿Eh?
—Díganos lo que dijo esa vez.
—Eso dije: ni más ni menos.
—Tonterías, hombre. ¿Tengo el permiso de su Señoría? Lo que usted dijo fue se… lo leeré: «Cuando el capitán Poldark vino, me dijo que me apresurase, que despertase a mis amigos porque había un naufragio, y que cuanto antes lo saqueáramos tanto mejor, antes de que llegaran los soldados». Eso dijo usted.
Jud se frotó la cara un segundo, y después adoptó una expresión de dignidad herida.
—No, no, señor. ¡Jamás oí decir esas cosas! Su Señoría, nunca pensé en nada semejante. No es justo. No es equitativo, no es propio.
—Le recuerdo, Paynter, que esta declaración se realizó ante testigos, y que usted la firmó con su marca. Y le fue leída del principio al final antes de que usted firmara.
—Bien, soy duro de oído —dijo Jud, mirando con expresión de descaro al fiscal—. Seguro que confundieron lo que yo dije, y yo confundí lo que ellos dijeron. Más que seguro, segurísimo.
El señor Bull movió irritado el cuerpo cubierto por la túnica y se inclinó sobre la carpeta que sostenía en las manos. Procedió a guiar a Jud a través de la narración de los episodios, pero muy pronto se suscitó otro desacuerdo y se entabló otra irritada discusión. En medio de todo el asunto, se oyó la voz fría y mesurada del juez Lister.
—Testigo, ¿conoce el castigo por perjurio?
—¿Perjurio? —preguntó Jud—. Nunca hice nada semejante, Su Señoría. Ni siquiera sé escribir mi propio nombre, y mucho menos el de otra gente. Y me acerqué a la playa una sola vez, y fue para echar una mano a la gente que quería salvar la vida. Nadie hubiera podido hacer menos que echar una mano.
El juez miró fija y largamente a Paynter, y después dijo:
—Señor Bull, no creo que este testigo facilite su caso.
El señor Clymer se puso de pie, con aire fatigado.
—Deseo llamar la atención de Su Señoría sobre el hecho de que al principio, cuando debió testimoniar ante el instructor, Paynter no aportó la prueba que presuntamente manifestó en fecha ulterior. Según parece, negó conocer los hechos que ahora estamos tratando.
Otra irritada discusión, y movimiento de papeles. Pero Henry Bull no estaba dispuesto a ceder.
—Su Señoría, hay pruebas muy importantes que responden a un momento ulterior. Si puedo seguir interrogando al testigo…
—Muy bien.
—Veamos, Paynter —dijo Bull, mirándolo fijamente—, recuerde los hechos ocurridos durante la noche del día siete. Usted estaba cuando los aduaneros y los soldados llegaron a la playa. En su declaración usted afirma que el prisionero, es decir el capitán Poldark, era el jefe de los hombres que atacaron a los aduaneros, y que usted lo vio golpear a John Coppard, que cayó al suelo gravemente herido. Usted ratifica esta declaración, ¿verdad? Recuerde la advertencia de Su Señoría: está declarando bajo juramento. ¡Usted mismo puede ir a parar a la cárcel!
Jud sorbió aire entre los dos dientes y vaciló.
—¡No! —dijo de pronto, casi por lo bajo—. No sé nada de eso.
—¿Qué? ¿Cómo dijo? —intervino el juez.
—Su Señoría, todo eso es nuevo para mí. Nunca salieron de mi boca esas palabras. No es verdad. ¡Claro que no es verdad!
Henry Bull respiró hondo. Se volvió bruscamente hacia el juez.
—Su Señoría, solicito me autorice a llamar al señor Tankard y al señor Blencowe.
El juez Lister agitó ante su nariz las hierbas aromáticas.
—Quiero recordarle, señor Bull, el caso de Nairn y Ogilve, sin duda usted lo recuerda bien, en que el tribunal estuvo sentado cuarenta y tres horas sin interrupción. No aceptaré que hoy ocurra lo mismo… y usted todavía debe llamar a muchos testigos.
Bull se palmeó irritado la túnica.
—Su Señoría, es cosa de la mayor importancia. Este hombre acaba de formular una acusación muy grave contra dos funcionarios menores de la Corona. Me parece esencial…
—Yo diría, señor Bull —lo interrumpió con aire de fatiga Su Señoría—, que la situación es evidente para la más tosca inteligencia. Sin duda, este testigo cometió perjurio en un momento o en otro del procedimiento. Si lo cometió en una etapa anterior, o lo está haciendo ahora, seguramente no importa mucho para su caso, pues la evidencia aportada por un testigo que perjura no puede ayudarlo mucho. Si la Corona desea acusarlo por ese motivo, lo decidirán los funcionarios adecuados. Ciertamente, yo no me opondría a ello. Pero también debe comprenderse claramente que este hombre tiene tan escasa inteligencia, y una capacidad mental tan limitada, que en todo caso sería difícil distinguir entre la estupidez intencionada y la natural. Si usted acepta mi consejo, lo retirará del banco de los testigos, y continuará desarrollando su caso.
—Por supuesto, haré como dice Su Señoría —respondió hoscamente Bull, y Jud fue retirado sin ceremonias del tribunal.