Después de oscurecer se acentuó el ruido en las calles, y aumentó el número de borrachos, y la primera intención de Dwight fue no volver a salir. No dudaba de que Carolina estaba en el baile, pero él no tenía invitación, y en todo caso carecía de ropas apropiadas. Después de cenar se sentó un rato en su dormitorio a leer un libro de medicina, pero la caprichosa señorita Penvenen y el recuerdo de sus actitudes le impedían concentrarse. Reaparecía constantemente como una imagen frente a los ojos, como una voz en la profundidad de su oído, como una idea en el trasfondo de su mente. Recordaba el roce de su vestido de seda como una cosa nueva, oída por primera vez; veía la punta de su lengua cuando se mojaba los labios, y evocaba su voz, fría e irritante, pero inolvidable como un trozo musical. Finalmente, arrojó sobre la cama el libro y bajó a la taberna a beber un par de copas; pero el lugar estaba atestado y había mucho ruido, de modo que por falta de algo mejor que hacer decidió caminar hasta la colina, en busca del minúsculo hospital que estaba a cargo del doctor Halliwell. Bodmin era una de las pocas ciudades que había progresado hasta el extremo de disponer de una instalación de ese tipo —en general, si uno se hería, moría en la calle o en su propia cama— y Dwight pensó que podía ser interesante comparar el minúsculo establecimiento provincial con las grandes instituciones que florecían en Londres.
De modo que no se encontró con Francis, el cual entró en la posada después que el joven médico se hubo marchado.
Francis preguntó por el doctor Enys, y cuando le informaron que había salido explicó que el médico le había prometido compartir su cuarto esa noche. El posadero lo miró dubitativo, esforzándose por llegar a una conclusión acerca de la calidad del visitante, impresionado por el lenguaje y la apostura propios de un caballero, pese a que estos aspectos no compensaban del todo las ropas desgarradas y lodosas, y sospechando al mismo tiempo que estaba borracho, pese a que esa condición no concordaba con el gesto sereno y el lenguaje firme.
—Lo siento, señor, pero sin autorización del interesado no puedo permitirle que entre en el cuarto de otra persona. Como usted comprende no sería justo.
—Tonterías. El doctor Enys me invitó. ¿A qué hora regresará?
—No lo sé, señor. No lo dijo.
Francis depositó en el suelo su maleta.
—En situaciones de necesidad es usual que dos caballeros compartan un cuarto. Y usted lo sabe. Además, no somos desconocidos, sino amigos. Vamos, dígame cuánto le pagó el doctor Enys, y yo le daré la misma suma.
—Con mucho gusto, cuando el doctor Enys vuelva.
—No estoy dispuesto a esperar toda la noche. —Francis extrajo un bolso, y de este retiró algunas monedas de oro—. Le pagaré ahora mi alquiler, de modo que no se perjudique.
Los ojos del posadero se movieron inquietos.
—Señor, es una habitación pequeña, y hay una sola cama.
—Me tiene sin cuidado el tamaño de la cama.
El posadero miró de nuevo, y después se volvió hacia el criado.
—Vamos, Charlie, lleva al señor al número seis.
Francis pagó el alquiler y siguió al niño escaleras arriba. Una vez en el cuarto, y cuando su guía ya se había marchado, cerró con llave la puerta. Era una habitación baja y estrecha, con una mesa frente al hogar vacío, una cama de una plaza junto a la ventana, con una persiana cerrada, y dos velas parpadeando, que disipaban apenas las sombras al lado de la cama. Se apoyó un minuto contra la puerta, mientras paseaba la vista por el cuarto, y después tomó una de las velas y la llevó a la mesa. Abrió su maleta, retiró una camisa limpia, se lavó, y se puso la camisa y un cuello limpio. Se sentó frente a la mesa, extrajo de la maleta varias hojas de papel, y después de meditar un rato comenzó a escribir. Lo hizo todo con movimientos medidos; pero no eran los gestos de la embriaguez. A través de esta había llegado a un estado de absoluta y total sobriedad.
Durante un rato reinó en el cuarto un silencio nuevo, subrayado por el tenue rasguido de la pluma. A veces llegaban ruidos de fuera, o una salva de risas que subían por las gruesas paredes desde la taberna, como ecos de un mundo remoto. De tanto en tanto, una de las llamas temblaba, y se formaba un hilo de humo que se desprendía y se disipaba en el aire. Francis escribía con una concentración que provenía de un sentimiento de apremio, tanto externo como íntimo; escribía no sólo luchando contra el tiempo que pasaba, sino también afrontando un mecanismo imperativo de su propio fuero interno que le decía que lo que él tenía que hacer ya no podía esperar.
Finalmente, escribió su nombre, se puso de pie, se acercó de nuevo a la maleta y extrajo una pistola. Era un arma de duelo de un solo caño, del tipo de llave, que disparaba una pesada bala con una pequeña carga de pólvora. La amartilló y la depositó sobre la mesa, al lado. Después, miró alrededor. Todo estaba listo. El silencio de la habitación había llegado a ser opresor, y parecía golpearle los oídos; era como un eco del terror suscitado por la decisión definitiva, la última compulsión de la mente y el músculo a la cual todo esto llevaba, del mismo modo que un río corre presuroso hacia su propia aniquilación en el mar.
Elevó la pistola hacia su cabeza.
Dwight comprobó que el hospital estaba formado por unas pocas habitaciones del primer piso de un edificio ancho y bajo, cerca del asiento del tribunal. Debajo, estaba la Sociedad de Lectura; uno visitaba la planta baja para obtener un libro, y el primer piso para perder una pierna. No tuvo la suerte de encontrar al doctor Halliwell, que aún no había regresado de una excursión de caza, pero una mujer rechoncha e hidrópica le mostró las dos salas después de una breve y desconfiada discusión en la puerta.
Las camas estaban dispuestas más o menos de acuerdo con el sistema londinense, es decir, adheridas a las paredes, con los costados de madera, como grandes cajones abiertos de un gabinete, y cada sala estaba iluminada por una sola linterna en la cual ardía una gruesa vela. Las multitudes y los acontecimientos del fin de semana habían aportado su cuota de accidentes y enfermedades, de modo que el hospital estaba casi colmado. En la atmósfera, el habitual olor viciado y pestífero. Los pacientes estaban dispuestos cuatro en cada cama, la cabeza de uno tocando los pies del otro; y aparentemente nadie había intentado clasificarlos de acuerdo con las diferentes dolencias. Bajo la linterna, una mujer a quien habían amputado la mano compartía la cama con otra que comenzaba a sufrir los primeros dolores del parto y para el ojo entrenado era evidente que la tercera ocupante estaba agonizando. Tenía el rostro congestionado y febril, manchas de color violeta claro en las manos, y la respiración estertorosa y difícil.
—Una ramera encontrada en la calle —dijo la mujer rechoncha, mientras se arreglaba la falda—. Hace una semana dio a luz mellizos. Si quiere saber mi opinión, morirá antes de la mañana… La otra comenzó a sentir dolores hace apenas una hora. Dicen que es el hijo del padre de la mujer, pero ella no dice palabra. Las pusimos juntas para que se hagan compañía… Esta es la sala de hombres.
Dwight no permaneció allí mucho tiempo. No conocía al doctor Halliwell y no podía estar seguro de que su visita fuera bien mirada. Cuando salió de nuevo a la calle respiró agradecido el aire de la noche. Había llovido intensamente mientras él visitaba el hospital, y del oeste llegaba un frente de nubes, empujado por el viento; pero la lluvia no había atenuado el entusiasmo de los que festejaban, y aún había docenas escandalizando en las calles. Vio a dos de los más respetables comerciantes llevados a sus respectivas casas en carretillas de ruedas.
El posadero le informó de la llegada del inesperado visitante. Dwight había olvidado completamente su invitación de la mañana a Francis, y el encuentro durante la tarde lo había inducido a lamentar sus propias palabras. Subió la escalera esperando hallar a su huésped esparrancado y dormido en la cama, y su irritación se acentuó cuando descubrió que la puerta estaba cerrada con llave. Golpeó impaciente, con la esperanza de que el ocupante del cuarto no estuviese tan borracho que no alcanzara a oír nada. No hubo réplica. Era lamentable, porque quizá no hubiese modo de despertar a Francis antes de la mañana. Era probable que el posadero no tuviese otra llave, y eso en el supuesto de que la propia del cuarto no estuviera bloqueando el agujero de la cerradura.
Dwight golpeó de nuevo, con toda su fuerza. El corredor estrecho y oscuro tenía telarañas en todos los rincones, y en las paredes había grietas de las cuales sobresalían otras telarañas, como si una fuerza superior las empujase desde el lado contrario. Un hombre afectado de claustrofobia hubiera retrocedido espantado, y habría huido antes de que las paredes se derrumbasen y las telarañas lo atraparan. De una de las grietas más anchas, cerca de la puerta, emergió un momento un insecto negro, como si se sintiera perturbado y molesto a causa del ruido. De pronto, Dwight oyó un movimiento en el cuarto, y la llave giró en la cerradura.
Aliviado, movió el picaporte y entró, y sorprendido vio el lecho vacío e intacto, y a Francis que regresaba lentamente a la mesa, donde ardían las dos velas.
Disipada su irritación, Dwight emitió una risa un poco embarazada.
—Espero que disculpe el escándalo. Creí que estaba dormido.
Francis no contestó, y se limitó a tomar asiento en la silla frente a la mesa, y a mirar dos hojas de papel que tenía frente a sí. No parecía tan embriagado como la última vez que se habían visto. Con creciente sorpresa Dwight observó la camisa limpia, el cuello pulcro… y el rostro totalmente exangüe.
Después de un minuto dijo:
—El posadero me explicó que usted había venido. Pensé que podía haber tenido dificultades. La ciudad está bastante conmocionada.
—Sí —dijo Francis.
Consciente de que en el cuarto reinaba una atmósfera peculiarmente tensa, Dwight se desabotonó lentamente la chaqueta y la arrojó a un lado; permaneció de pie un momento en mangas de camisa, incómodo y vacilante. El silencio de Francis lo obligó a seguir hablando.
—Lamento haberme separado tan bruscamente esta tarde, pero como ya le dije debía reunirme con un amigo. ¿Supongo que usted ya cenó?
—¿Qué? Oh, sí.
—Si pensaba escribir una carta, continúe.
—No.
Los dos hombres callaron. Dwight miró más atentamente a su interlocutor.
—¿Qué pasa?
—Enys, ¿usted es fatalista? —Francis frunció el ceño, con una absurda mueca de irritación nerviosa. El gesto descompuso su rostro inmóvil, como si sobre él se hubiese abatido una tormenta—. ¿Cree que somos dueños de nosotros mismos, o sólo bailamos como marionetas manejadas por hilos, y tenemos la ilusión de que somos independientes? Yo no lo sé.
—Me temo que estoy un poco cansado para abordar una discusión filosófica. ¿Quizás afronta un problema personal que hace urgente la pregunta?
—Sólo esto. —Francis apartó las hojas con gesto impaciente, y recogió la pistola que aquellas habían cubierto—. Hace cinco minutos traté de suicidarme, pero esta cosa no funcionó. Después, comencé a pensar si debía intentarlo otra vez.
Una mirada indicó a Dwight que Francis no bromeaba. Lo miró fijamente, tratando de decir algo.
—Lo veo un poco conmovido —dijo Francis, y apuntó la pistola a su propio rostro, y miró por el caño, el dedo sobre el disparador—. Por supuesto, no habría sido un gesto del mejor gusto, aprovechar la hospitalidad de su cuarto con ese fin, pero o disponía de una habitación, y hacerlo en un callejón me parece vulgar. Lo siento. De todos modos, aún no lo hago, por lo cual usted tiene durante unos minutos un compañero conversador, y no a uno silencioso.
Dwight lo miró, conteniendo el impulso de decir o hacer cosas obvias. Un error podía ser fatal. Después de un momento prolongado trató de relajarse, y acercarse al jarro y la palangana que estaban al lado de la ventana, de modo que ahora daba la espalda a su interlocutor. Comenzó a lavarse las manos, y comprobó que le temblaban. Sintió que Francis lo observaba atentamente.
—No lo comprendo —dijo al fin—. No comprendo por qué quiere destruirse… y si lo hace, por qué tiene que cabalgar cuarenta kilómetros hasta una ciudad extraña para ejecutar ese acto.
Se oyó ruido de papeles, como si Francis estuviese juntándolos.
—El muerto se comportó irracionalmente antes de fallecer. ¿Se trata de eso? Pero ¿quién se comporta racionalmente, incluso si quiere permanecer vivo? Si fuésemos cerebros pensantes suspendidos en un fluido… Pero no lo somos. Somos vísceras, mi querido Enys, como sin duda usted lo sabe, y nervios y sangre y cosas llamadas sentimientos. Uno puede adquirir un prejuicio bastante irrazonable contra la idea de derramar su propia sangre en su propia casa. Es difícil someter los impulsos a una regla de cálculo.
—Si esto fue un impulso, confío en que se habrá disipado.
—No, no es así. Pero ahora usted ha venido, y puede darme su opinión. ¿Qué destino tiene una resolución cuando uno acerca el caño a la cabeza, y oprime el disparador, y el gatillo golpea, y no ocurre nada? ¿Usted acepta la broma, porque no tuvo la previsión de comprar pólvora nueva, o la inteligencia de comprender que la pólvora conservada mucho tiempo en esta maldita atmósfera de Cornwall se humedece? ¿O evitar otro intento es la humillación final?
Dwight comenzó a secarse las manos.
—Es la única actitud razonable. Pero usted no respondió a mi pregunta. ¿Por qué intenta suicidarse? Si me permite decirlo, es joven, tiene fortuna, goza de respeto, tiene una esposa y un hijo, que han superado bien una enfermedad grave y no tiene verdaderos problemas…
—Deténgase —dijo Francis—, o me echaré a llorar de alegría.
Dwight se volvió a medias y por el rabillo del ojo vio que la pistola estaba de nuevo sobre la mesa, y que una mano de Francis descansaba sobre ella.
—Bien, si se tratase de su primo creería que hay mejores motivos para intentarlo. Perdió a su única hija, es probable que mañana lo condenen, y el año pasado fracasó en una empresa a la cual consagró todos sus esfuerzos…
Francis se puso de pie, apartando la mesa, que se movió con un crujido, y cruzó irritado el cuarto.
—Maldito sea, termine de una vez. —Dwight dejó la toalla—. Seguramente Ross todavía experimenta respeto por sí mismo. Y quizás usted no está en la misma situación.
Francis se volvió. De cerca, su rostro aparecía surcado por líneas de polvo y sudor seco.
—¿Por qué cree eso?
La pistola estaba ahora a bastante distancia. Dwight confiaba un poco más en que podría manejar la situación. Francis parecía enfermo al mismo tiempo que encolerizado.
—Creo que debe haber una pérdida del respeto a uno mismo antes de que se piense siquiera en el suicidio.
—Eso cree, ¿eh?
—Sí, eso creo.
Francis esbozó los movimientos faciales de una risa, tanto más amarga a causa del silencio.
—En ocasiones, es el único medio de restablecer el respeto a uno mismo. ¿Puede concebirlo, o está fuera de su alcance?
—No está fuera de mi alcance imaginar una situación así. Pero no puedo imaginar por qué usted se siente en un aprieto semejante.
—Veamos, ¿cuáles fueron esas palabras tan galantes que usted usó: joven, adinerado, respetado? Pero ¿joven de acuerdo con qué normas? ¿Y dijo adinerado? El problema es: ¿quién es dueño de su propiedad en estos tiempos de ruina y bancarrota? Generalmente, un advenedizo y burlón prestamista con la voz blanda y el código ético de un pulpo… ¿Y respeto? —Francis pronunció la palabra con terrible aspereza—. ¿Respetado por quiénes? Volvemos al mismo sitio, respeto de uno mismo, y ese sitio es un callejón sin salida. La bebida atenúa la desilusión, pero acentúa la paradoja. Después de una bala de pistola, no hay mañana.
Dwight dio unos pasos y encendió otro par de velas sobre el borde de la chimenea. Las sombras que cubrían el fondo del cuarto se disiparon, y revelaron el papel descolorido, y los polvorientos cuernos de la cabeza de ciervo. La luz era como una forma sinuosa de equilibrio, que avanzaba sobre los lugares oscuros de la mente.
—Una bala de pistola es cosa muy… teatral —dijo lentamente.
—Las soluciones súbitas suelen serlo. Usted debería saberlo… en vista de su profesión. Pero no puedo excluirlas sólo porque ofendan su sentido de lo propio y justo.
—Oh, no es así. De todos modos, prefiero que las cosas se desarrollen en un nivel más doméstico. Bebamos una copa y conversemos. ¿Qué prisa hay? Tenemos toda la noche por delante.
—Dios mío… —Francis respiró hondo y se volvió—. Tengo la lengua como papel quemado…
En la calle, afuera, alguien reía absurdamente. Dwight se acercó a la alacena.
—Aquí tengo brandy. Podemos probarlo. —Oyó a Francis que plegaba los papeles y los metía en un bolsillo. Cuando se volvió, Francis había recogido de nuevo la pistola, pero estaba retirando la bala. En mitad del gesto, vaciló y el resplandor retornó a sus ojos.
—Beba esto —dijo prontamente Dwight—. El gin barato lo envenenará y evocará toda clase de pensamientos poco saludables.
—Los pensamientos estaban allí, sin el gin.
—Bien, puede hablarme del asunto, si le place. No me importa.
—Gracias, pero prefiero guardar silencio acerca de mis sufrimientos. —Aceptó la copa, y miró el contenido—. Bien, brindo por el demonio. Ignoro de qué lado estuvo esta noche.
Dwight bebió sin comentarios. La tormenta emocional comenzaba a disiparse. El azar había impedido que Francis se suicidara. Agotado, ahora sin duda deseaba hablar de cualquier cosa, menos de los motivos que esa noche lo habían impulsado. Pero precisamente por eso era importante que hablara. Sólo si conseguía que manifestara lo que sentía sería posible conseguir que no se repitiese la crisis.