Verity se había acomodado en el asiento de la ventana, y miraba los cuarenta o cincuenta caballos que bajaban de los campos de pastoreo situados en las afueras de la ciudad, traídos por los peones del hotel. Todas las tardes, más o menos a esa hora, bajaban coceando y relinchando, y abriéndose paso peligrosamente por la estrecha calle. Y todas las mañanas volvían a subir a los prados.
Desde el momento de la llegada, había pasado gran parte de su tiempo junto a esa ventana, espiando a los transeúntes, del mismo modo que en Falmouth, cuando Andrew no estaba, solía acomodarse frente a la ventana, sobre el porche, y bordaba y contemplaba la bahía. Pero aquí no se le ofrecía un espectáculo parecido; a lo sumo había una calle estrecha y empinada, y un movimiento constante de gente.
Se había enterado una hora antes del resultado de la elección; había sido un fiasco que probablemente conduciría a más peticiones y contrapeticiones al Parlamento, y a interminables disputas en la propia ciudad. Los dos funcionarios elegidos habían presentado resultados distintos. El señor Lawson había presentado a un whig y un tory, y el señor Michell a dos tories. La ciudad estaba convulsionada.
Ahora Andrew debía estar en Lisboa. Al día siguiente, cuando se celebrara el juicio de Ross, su nave zarparía de regreso a la patria. Su hijo James, que estaba en Gibraltar, no se hallaba a mucha distancia de Andrew, pero lo mismo hubiera podido encontrarse en otro hemisferio. A veces ella dudaba de que jamás llegara a conocer a sus dos hijastros; a pesar de lo que había dicho a Demelza, en el fondo de su corazón lo temía más que lo deseaba. James y Esther eran el testimonio vivo del primer y trágico matrimonio de Andrew. Quizá pensaban lo mismo y por eso no venían. O tal vez sencillamente sentían que la nueva esposa los había expulsado de la vida de su padre. De todos modos, hasta ahora, el segundo matrimonio de Andrew Blamey era un perfecto éxito, y Verity experimentaba el terrible temor de que los hijos de Andrew amenazaran su felicidad conyugal.
Se oyó un golpe en la puerta y apareció Joanna, la desaliñada doncella, los cabellos revueltos bajo la cofia, y una mancha de tizne en la mejilla.
—Por favor, señora, un hombre quiere verla. Dice que es el señor Francis Poldark.
Verity sintió que se le encogía el corazón.
—El señor… ¿Francis Poldark?
—Sí, eso mismo. Dice que usted lo conoce. Quizás es para la otra señora…
—Es para esta señora —dijo Francis, entrando en la habitación—. Soy su hermano, de modo que no se dedique a charlar cuando baje. Vuelva a sus ollas y déjenos solos. Y límpiese esa nariz mocosa.
Desconcertada, Joanna salió, y ambos hermanos se enfrentaron por primera vez en catorce meses, desde el día en que, con la ayuda de Demelza y a pesar de la agria oposición de Francis, Verity había huido para casarse con Andrew Blamey.
Con el corazón oprimido, ella advirtió inmediatamente que Francis estaba borracho. Y sabía lo que eso significaba. Seis o siete años atrás, el padre de ambos se había quejado de que Francis no sabía beber, y después de la primera botella caía bajo la mesa como un vulgar tinterillo. Pero con tiempo y paciencia se había corregido. En los tiempos que corrían, se necesitaba mucha perseverancia.
—¿Estás sola? —preguntó Francis.
—Sí… no sabía que estabas en la ciudad.
—Todo el mundo se ha reunido en la ciudad. Farmacéuticos, labriegos, pobres y ladrones… Creía que te alojabas con Demelza.
—Esta tarde salió. Estuvimos aquí todo el día.
Él la miró con el ceño fruncido, como si hubiera querido examinarla con la objetividad de un extraño. Francis tenía desgarrado el cuello de la camisa, y la chaqueta manchada de lodo. Sólo ella sabía con cuánta pasión Francis había rechazado ese matrimonio. Desde que eran niños el amor que sentía por ella había sido egoísta, posesivo… algo más que fraternal. Su desconfianza en vista de los antecedentes de Blamey había sido la fuerza centrípeta alrededor de la cual se habían agrupado los restantes y menudos resentimientos.
—Señora Blamey —dijo despectivamente—. ¿Qué sientes cuando te llaman así?
—Cuando te anunciaron… pensé que…
—¿Qué? ¿Qué venía a reconci… conciliarme? —Miró alrededor en busca de un asiento, y atravesó la habitación para tomar una silla, se sentó con precaución, depositó su sombrero al lado, sobre el suelo, y extendió una bota de montar lodosa. Sus movimientos eran excesivamente estudiados—. ¿Quién sabe? Pero no con la señora Blamey. Mi hermana… es distinto. Una moza traicionera. —Pero lo dijo sin convicción ni veneno.
Verity dijo:
—He deseado tanto volver a veros a todos… Le he preguntado a Demelza. Estuvisteis enfermos en Navidad… y la pérdida de Demelza. En Falmouth también lo pasamos mal, pero… ¿Cómo está Elizabeth? ¿Supongo que no te acompañó?
—¿Y cómo está Blamey? —preguntó Francis—. ¿Supongo que no te acompañó? Dime, Verity, ¿el matrimonio no ha sido para ti una trampa tan cruel como para todos los demás? Nos zambullimos en el asunto, pobres diablos que somos, convencidos de que tiene algo que nos falta y que no debemos perder. Pero es una máquina trituradora, y una vez que sus dientes nos atrapan… ¿Cómo está Blamey? Supongo que flagelando a sus marineros, en Vizcaya o en el Báltico. Estás más gruesa; siempre fuiste una muchachita tan delgada. ¿Tienes brandy o ron aquí?
—No… solamente oporto.
—Por supuesto, la bebida de Demelza. Le encanta. Tiene que cuidarse, porque de lo contrario terminará siendo una borrachina. Hace dos semanas vi a Ross en Truro; no parecían inquietarle toda la faramalla legal y la ola de rumores sucios. Muy propio de Ross. Es un hueso duro de roer, y no lo amedrentarán con un juicio, por mucho que lo pretendan. —La miró fijamente, con una expresión irritada y contraída en el rostro, pero en realidad sin verla—. Ojalá yo estuviera en el lugar de Ross y tuviese que comparecer mañana ante mis jueces; les diría unas cuantas cosas. Se impresionarían. Francis Poldark, de Trenwith.
Un esfuerzo más.
—Francis, me alegro de que hayas venido. Me reconfortaría tanto saber que todo el rencor se ha disipado. Ha sido el único motivo de infelicidad desde que me fui.
Francis arrancó un pedazo de encaje roto del borde de su puño, lo enrolló distraídamente entre el índice y el pulgar y lo arrojó en dirección al hogar.
—Felicidad… infelicidad: ¡rótulos aplicados al mismo estado de ánimo! Lindas cintas de colores que significan exactamente lo mismo que los estandartes de esta maldita elección. ¡Ah!, como solía decir nuestro padre. Esta mañana sostuve una violenta disputa con George Warleggan.
Verity se puso de pie.
—Querido, pediré que nos traigan de beber. —Y después de tocar la campanilla—: Todos rogamos que mañana el juez absuelva a Ross. Dicen que no es un caso desesperado. Demelza estuvo haciendo diligencias todo el fin de semana. Es algo relacionado con el juicio, pero no sé de qué se trata exactamente. No puede descansar un momento.
—¡Absolución! Tampoco yo descansaría, si estuviese en su lugar. Esta mañana fui a ver al abogado que defiende a Ross y le dije: «Ahora, quiero la verdad; no lindas palabras, la verdad: ¿Qué posibilidades tiene mañana?». Y me contestó: «Con respecto al tercer cargo, bastante buenas; pero no veo cómo salvarlo de los dos primeros… porque él reconoce su culpabilidad y ahora continúa obstinándose. Todavía es tiempo de cambiar de táctica y presentar combate, pero él no quiere, de modo que es una causa perdida de antemano».
Apareció la criada, pero durante un momento los dos estuvieron demasiado absortos para prestarle atención. Finalmente, Francis le ordenó que trajese gin.
—Poco después me encontré con George en la Posada del Buey. Tenía un aire tan opulento y satisfecho de sí mismo que no pude soportarlo. Tuve náuseas y vomité una buena porción de bilis. Me hizo muchísimo bien.
Guardaron silencio un largo rato. Verity jamás lo había visto así. Ignoraba si el cambio había sobrevenido en doce meses o sólo en una noche. En su espíritu lucharon dos sentimientos: la preocupación por él, y la inquietud por lo que había dicho acerca de Ross.
—¿Fue sensato pelear con George? ¿Acaso no le debes dinero?
—Lo saludé diciendo: «Caramba, ¿los buitres se acercan antes de que el venado haya muerto?». Cuando mostró signos de que exteriormente se lo tragaba pero interiormente hervía, me pareció que había llegado el momento de expresarle claramente mi opinión. Su condenada cortesía de nada le sirvió. Con una amabilidad igual a la que él demostraba, detallé su apariencia, sus ropas, su moral, su linaje y sus antepasados más remotos. Disputamos con saludable vigor. Hacía tiempo que era necesario aclarar posiciones.
—Sí, aclarar posiciones —dijo Verity, inquieta—. Será una aclaración muy feliz si te exige la cancelación de todas las deudas. Sé que ha sido un viejo amigo, pero no parecería extraño que apele a cualquier medio para vengar un insulto.
Joanna volvió con el gin. Francis le dio una propina y la miró alejarse. Vertió un poco de licor en un vaso y lo bebió.
—Oh, sin duda cree que mañana podrá ejecutarme. Pero quizá se desilusione. —Francis contempló el vaso vacío con una expresión peculiar. Se hubiera dicho que miraba un triste desfile de escenas de su propia vida, una existencia cada vez más mezquina que llegaba al momento actual, cuando sólo quedaban las heces. Era el momento en que el absurdo y la sinrazón se convertían en parte del paisaje general.
—El mañana está lejos —dijo—. Quizá nunca lo veamos.
—Todo el procedimiento fue condenadamente irregular —dijo sir John Trevaunance, mientras se sacudía rapé de la manga—; por Dios, si hubiera estado allí no habría permitido nada por el estilo.
—Es fácil decirlo —replicó Unwin, que ahora era un gigante hosco—. Nadie estaba dispuesto a ceder, y la turba aullaba afuera. Teníamos que ofrecerle un resultado, porque de lo contrario habrían destruido el local. Aun así, cuando Michell y Lawson se acercaron juntos a la ventana, temí que los apedrearan.
—¿Los resultados de Michell fueron despachados inmediatamente?
—Sí, con un correo a caballo. Pero otro tanto hizo Lawson.
—Es importante saber cuáles llegarán primero a manos del sheriff. Nada lo justifica, y sin embargo suele prestarse mayor atención al primero que llega.
Estaban en la recepción que seguía a la cena ofrecida para celebrar el resultado. Después de una rápida consulta se había decidido seguir adelante con los planes, como si se hubiera tratado de una inequívoca victoria tory. El partido de Boscoigne hacía otro tanto, y en la recepción en la Alcaldía después de las respectivas cenas se mezclaban los miembros de las facciones rivales. Estaban presentes los dos jueces, y varias personas de calidad del condado que no habían intervenido en la elección.
—Se ejercerá presión con el fin de que me retire —dijo Unwin con expresión rencorosa—. Ya huelo algo por el estilo. Si yo me retiro, Chenhalls y Corrant pueden ocupar sin problemas los escaños. Pero si me obligan a salir, Basset oirá hablar del asunto.
—Nadie piensa en eso. —Sir John se mordió el labio inferior—. En realidad, como ocupas el segundo lugar en ambas listas, eres el único cuya elección está perfectamente definida.
Estaban bailando una cuadrilla, y Unwin observó los movimientos elegantes de Carolina que danzaba con Chenhalls y algunos primos de los Robartes.
—Bien, somos tres para dos escaños. Y eso no puede ser.
—Es sólo cuestión de tiempo —afirmó sir John, los ojos fijos en una joven morena que conversaba con uno de los jueces de Su Majestad—. Cuando se presente el alegato ante el Tribunal de Apelación, no dudo de que se declarará ilegal el nombramiento de Lawson. De modo que sus resultados electorales quedarán inválidos. De todos modos, huelen a fraude. ¿Quién ha oído hablar de un alcalde whig que presente un candidato del bando contrario cuando tiene dos propios?
—Eso sugiere imparcialidad.
—Tonterías; sugiere fraude. De todos modos, si el asunto no se resuelve antes de que vuelva a reunirse el Parlamento, no vaciles en reclamar tu escaño. En los últimos tiempos hubo episodios semejantes en Helston y Saltash. Daniell me recordó que en Saltash hubo dos grupos rivales durante mucho tiempo, y dos tribunales de apelación diferentes declararon legal primero a uno y después al otro. Más todavía, Unwin. En una elección realizada hace cuatro o cinco años para llenar un solo escaño, cada uno de los grupos eligió un candidato… y ahora ambos ocupan escaños en el Parlamento.
—Sí, oí decir algo al respecto en la Cámara.
—Bien, fue en el 85 o el 86. Y Daniell asegura que a pesar de las peticiones y contrapeticiones, los dos miembros electos continúan ocupando escaños. Si una cosa así puede ocurrir, no hay razón para inquietarse con los resultados obtenidos hoy. Creo que importa sobre todo que te consideres reelecto y que procedas en consecuencia.
La danza finalizó y se oyeron aplausos corteses. Sin mirar a los Trevaunance, Carolina caminó hacia el comedor en compañía de Chenhalls. Las relaciones entre Carolina y Unwin no habían sido especialmente gratas ese día. Ella había insistido en concurrir al acto electoral, a pesar del consejo contrario de Unwin. De pronto, hastiada, se había retirado ostensiblemente en momentos en que Unwin no podía seguirla, y había rechazado al criado que él envió con el fin de que la acompañase. Después, Carolina había regresado al salón en el mismo momento en que se anunciaban los resultados, y había replicado ásperamente cuando él preguntó la causa de su actitud. Cuando yo sea tu esposo, pensó Unwin, mientras miraba su figura erguida, a la entrada del comedor… Los hombros de la joven resplandecían incluso con esa media luz. Si llego a ser tu esposo… un pensamiento inquietante. Esa elección había sido más costosa que las anteriores. La duda acerca de los resultados determinaba que su posición fuese mucho más inestable… pese a lo que John decía. Y sus deudas en Londres aumentaban. Quiso acercarse a Carolina, pero sir John le aferró el brazo.
Miró impaciente a su hermano, creyendo que este se preparaba para ofrecerle más consejos sensatos pero indeseados. Pero sir John miraba en otra dirección.
—Dime… ¿quién está con Wentworth Lister? Esa mujer… que habla con él.
Unwin frunció el ceño.
—Me parece que es Demelza Poldark.
—Dios mío… —Sir John tragó saliva—. Ya me parecía. De modo que no se da por vencida.
—¿Qué quieres decir?
Sir John habló con calor:
—¿Cómo diablos entró aquí? ¿Quién pudo haberla presentado? Y ahora está hablando con el Zancudo Lister… exactamente lo que se propuso hacer. Por Dios, hará ahorcar a su marido si no se anda con cuidado… ¡y a ella la detendrán por desacato al tribunal! Está jugando con fuego.
—La he visto con Hugh Bodrugan.
Sir John extrajo un pañuelo y se enjugó el rostro.
—Bien, por lo menos no tengo nada que ver en el asunto. Hugh siempre fue una bestia lasciva; si le hizo un favor, ella tendrá que pagar lo suyo. Que tenga suerte en su conversación. La necesitará.
Unwin dijo:
—Te dije la primera vez que la vi que era una mujer peligrosa.
Demelza sabía muy bien que estaba jugando con fuego. Apenas vio de cerca al juez alto y cadavérico, comprendió que ese sería el encuentro más difícil de su vida.
Se había puesto el vestido de seda malva con las mangas a la altura del codo, y la pechera y la enagua verde manzana floreadas. Era el vestido que Verity había elegido para ella tres años antes.
Sir Hugh Bodrugan no conocía a Lister, pero había conseguido que los presentara el señor Coldrennick, diputado por Launceston. Después, rezongón e hirsuto, se había retirado con Coldrennick dejando a Demelza con su presa, tal como lo había prometido.
El Honorable Juez Lister tenía unos sesenta años, un metro ochenta de altura, las piernas largas y delgadas, la espalda un tanto encorvada, y un rostro arrugado y austero marcado por cuarenta años de sesiones del tribunal. No se sentía cómodo en la recepción, porque fuera de su trabajo era un hombre tímido, y no se interesaba en las caras empolvadas y maquilladas de las fiestas a la moda. Había venido porque las habitaciones de los alojamientos destinados a los jueces eran tan frías y tristes, que había cenado fuera todas las noches, y ahora no podía rehusar la invitación de los organizadores, que habían sido sus anfitriones.
Cuando le presentaron a la joven había supuesto que ella le formularía algunas preguntas tontas, y después de parlotear un rato se alejaría, como habían hecho otras jóvenes. Su único interés en las mujeres era que parecían ser la fuerza impulsora que estaba detrás de muchos de los delitos que caían bajo su ojo implacable. Lister era un solterón y un pesimista.
Pero esta joven se había demorado más que la mayoría. En ese momento acababa de formularle una pregunta, pero él no la había entendido. Agachó la cabeza.
—¿Cómo dijo?
—¿Su Señoría baila?
Lister movió la cabeza.
—Pero no por eso usted debe abstenerse. Sin duda hay muchos caballeros que esperan gozar del privilegio de acompañarla.
—Oh, no, mi señor. Más bien prefiero mirar. Creo que el espectador es quien goza mejor de la danza.
Lister avanzó el labio inferior.
—Señora, tengo una edad en la cual el espectáculo del esfuerzo ajeno es más compensador que el esfuerzo mismo. Jamás habría imaginado que usted pensaba de igual manera.
—Pero ¿qué tiene que ver con eso la edad? —preguntó Demelza—. ¿No es lógico… apartarse a veces de la agitación y el torbellino, para poder ver a qué nos parecemos cuando estamos en ello?
Él la miró atentamente.
—Si usted se atiene a esa regla en asuntos de mayor gravedad, sin duda podrá aprovechar bien su propia vida.
—En materias de mayor gravedad —dijo Demelza—, la vida siempre permite elegir.
—El alma de cada individua es su propio dominio —dijo Lister—. Cómo la usa no puede ser responsabilidad ajena.
—Oh, sí, señor mío, creo que usted tiene razón. Pero a veces todo ocurre como si el individuo fuese un pájaro en una jaula, puede cantar tan armoniosamente, que sólo arrojándolo a un pozo se consiga acallarlo.
Lister sonrió secamente.
—Señora, su ingenio es fértil en argumentos.
—Su Señoría es demasiado amable. Por supuesto, mi actitud es excesivamente vanidosa. A decir verdad, sé muy poco de todo eso. Y usted sabe tanto.
—Sabemos lo que se nos permite saber —dijo Lister—. La conciencia está más cerca del juicio que el conocimiento.
—Me gustaría saber —dijo ella—, si eso suele inquietarlo.
—¿Qué?
—Sí, el juicio. Quiero decir —se apresuró a continuar ante la mirada del juez—, ¿no es difícil emitir juicios perfectos, a menos que uno sepa perfectamente? Perdóneme si no entiendo bien.
—Mi estimada señora, hay posibilidades de perfeccionamiento por doquier. La infalibilidad existe en la divina creación, no fuera de ella.
En la sala de los refrescos, Unwin decía:
—¿En qué puedo haberte ofendido?
—De ningún modo, querido —dijo Carolina, mientras se pasaba la mano sobre los cabellos—. ¿Por qué lo piensas?
—No sé a qué atenerme. Trato de complacerte en todo, e incurro en la desaprobación de mi partido llevándote a la elección… pero esta noche me ignoras en beneficio de Chenhalls, o de cualquier caballero maduro que te reclama. Me sorprende que aún no hayas bailado con Bodrugan.
—Gracias, querido, prefiero cazar osos al aire libre. —La voz dulce de Carolina tenía un matiz helado—. Pero ¿por qué no he de bailar con caballeros maduros si eso me complace? Todavía no estoy atada a los cordones de tu delantal… y gracias a Dios que así es, porque esta noche los cordones de tu delantal me parecen ingratos, aburridos y deprimentes, y casi diría insoportables.
Unwin hizo lo posible por dominarse y sonrió.
—Lo siento, Carolina. Es esta condenada elección… te ruego me perdones. Apenas se aclare la situación seré mejor compañía para ti. Te lo prometo. Lo sería ahora, si me ofrecieras la oportunidad.
—Siempre fue «cuando termine la elección». Según parece, ahora no ha concluido. ¡Oh, John! ¡John!
—¿Sí? —dijo ácidamente el mayor de los Trevaunance. Le desagradaba que esa muchacha frívola lo llamase por su nombre de pila. Pero lo soportaba sólo en bien de su hermano.
—¿Conoce a un médico que vive en Sawle o cerca de allí, y que se llama Enys? Creo que es Dwight Enys.
—Hum… sí. Vive en las tierras de Poldark, o donde comienza la propiedad de Treneglos. Un hombre joven. No sé mucho de él ¿Por qué?
—Está en la ciudad. Creo que atestiguará mañana, durante juicio. ¿Tiene medios propios de fortuna?
—¿Por qué? ¿Lo conociste? —preguntó Unwin con suspicacia.
—Casualmente fue el hombre que vino a ver a Horace. Ya te hablé del asunto. Y se mostró muy altanero cuando supo que le habían llamado para atender a un perrito.
—Maldita insolencia. Si yo hubiese estado allí se lo habría dicho.
—Oh, yo se lo dije. Pero, Unwin, la insolencia no es pecado tan grave. ¿No te parece? Revela cierta fibra y espíritu…
En el salón de baile, la conversación se había alejado un poco del tema peligroso. Wentworth Lister miraba muy atentamente a la joven morena.
—Un filósofo griego dijo cierta vez que la modestia es la ciudadela de la belleza y la virtud; la primera de las virtudes es la inocencia, la segunda el sentimiento de la vergüenza. Es un precepto que me ha ayudado muchos años a juzgar a las mujeres.
—¿Y cuando tiene que juzgar a los hombres? —dijo Demelza.
—Sí, también en eso. —La danza había concluido y el juez paseó lentamente la vista por el salón. Hacía calor, y lamentaba haberse puesto el tercer par de medias.
—No deseo retenerla aquí —dijo Lister con cierta aspereza en la voz—, cuando seguramente puede emplear su tiempo en entretenimientos más gratos…
Demelza se humedeció los labios.
—Caramba, había creído que yo era quien abusaba de su tiempo.
Al oír esto, Lister negó cortésmente, y a su vez ella dirigió una rápida mirada alrededor. Aunque había mucha gente cerca, en ese momento ninguna parecía dispuesta a perturbar el téte-a-téte. El juez no era una figura atractiva.
—Ojalá la próxima vez toquen algo más armonioso —dijo Demelza—. Esta música hiere los oídos. Usan demasiado la flauta y los caramillos.
Lister dijo:
—¿Quizás usted también toca?
—Muy poco. —Le sonrió, súbitamente reanimada—. Y canto… pero más cuando estoy sola.
—Concuerdo con usted en la preferencia por los violines y las violas. Y con respecto al canto, ahora no se escucha nada que valga la pena.
Algo en el tono del juez llamó la atención del oído de Demelza, agudo como el de un animal. Era la primera vez que advertía cierto calor entre las hojas secas de su carácter.
—Los habitantes de Cornwall cantan mucho.
Lister sonrió.
—Juntan sus voces. Sin duda, a eso se refiere. El coro de la iglesia los domingos.
—Por supuesto… quizá no es lo que usted oye en Londres.
—Tampoco en Londres se oye gran cosa. Casi todo está contaminado por las tendencias modernas. Una alegría frívola e insípida. Pasticcios a la italiana y quejosa artificialidad. Para descubrir una vertiente pura hay que retroceder doscientos años… o más.
Lister terminó de hablar, apretó enérgicamente los labios, y tomó una pulgarada de rapé. Después de limpiarse el polvo de rapé con un pañuelo de encaje, juntó las manos tras la espalda y miró fijamente un punto del salón, como decidido a impedir que lo arrastrasen a nuevas expresiones de opinión.
Demelza dijo desesperadamente:
—Mi señor, ¿qué tienen de malo los coros de iglesia? No alcanzo a entenderle.
—¡Ah! —dijo Lister.
Los Trevaunance habían reaparecido, viniendo del comedor. La cabeza color fuego de Carolina se destacaba sobre la de sir John, y estaba apenas por debajo de la de Unwin.
Demelza dijo:
—Es la primera vez que oigo la música de uno de esos órganos en una iglesia. Hay uno en Truro, pero jamás lo escuché. Es un sonido grandioso, pero prefiero más bien la forma antigua cuando está bien ejecutada.
El juez resopló e hizo un gesto de la mano.
—Es usted afortunada, puesto que las tendencias modernas no arruinaron del todo su oído. ¿Seguramente nunca oyó cantar en organum?
—No, mi señor. ¿Significa cantar con acompañamiento de órgano?
—Ciertamente no con acompañamiento de órgano…
… Sir Hugh Bodrugan había conversado con el señor Coldrennick acerca de las consecuencias de la situación electoral, y deseaba una copa. Estaba harto de Bodmin, y de buena gana hubiera regresado al día siguiente a sus perros y sus caballos, y a Connie y sus maldiciones, y a los amplios espacios de su casa desordenada, donde podía extenderse, estirarse y eructar. Todo aquello le parecía excesivamente estrecho. El único aspecto positivo de su visita había sido encontrar a Demelza Poldark, que con su ingenio simple lo mantenía alerta y animado. Miró al rincón donde ella continuaba hablando con el juez alto y delgado. El problema con ella era que siempre se mostraba condenadamente esquiva. Bodrugan sabía que un poco de maniobra era parte de la diversión; tampoco a él le agradaba que el pez se apresurase a morder el anzuelo; pero hasta ahora sólo la había besado dos veces —aunque una en la boca— y la había pellizcado un par de veces en lugares interesados. Una moza de piernas largas, condenadamente atractiva. Era hora de volver a ella.
Eso fue precisamente lo que dijo al señor Coldrennick, interrumpiendo algunas observaciones pedestres acerca de los cargos políticos del condado.
—Sí —dijo el señor Coldrennick—. Seguramente usted tiene razón. Debo confesar que raramente he visto tan conversador a nuestro erudito juez. La joven señora Poldark tiene una simpatía especial.
—Oh, no lo dudo —dijo sombríamente Bodrugan—. Sí, eso tiene. Pero le falta voluntad.
Mientras se acercaban oyeron la voz del juez.
—Mi estimada joven, la iglesia no conoció la armonía, ni siquiera del tipo más primitivo, hasta los siglos X u XI. Entonces, las voces más altas y más bajas atacaban el canto llano, y cantaban a distancia de una cuarta o una quinta, y no al unísono. Sin duda pasaron muchos años antes de descubrirse que las terceras y las sextas, en lugar de ser más, eran menos discordantes, y tenían efectos infinitamente más melodiosos y variables. Hay un himno escocés… sí… a san Magno…
—¡Hrrmmhum! —carraspeó sir Hugh Bodrugan.
El Honorable Juez Lister levantó la cabeza y dirigió al intruso una mirada que generalmente reservaba para los malhechores. Ante la acogida, Coldrennick habría retrocedido, pero Bodrugan no se dejaba intimidar por nada.
—Ah, bien, es hora de comer algo, estimada niña. Hay tanta gente que tuve que hacer un esfuerzo para llegar aquí. Sin duda su señoría nos perdonará.
—No tengo apetito, sir Hugh —protestó Demelza—. Quizá podamos esperar un momento. Su señoría estaba hablándome de la música eclesiástica, y sabe cosas que yo desearía mucho aprender.
—No, eso puede esperar otra ocasión, ¿no es verdad, señor mío? ¡Dios mío, música eclesiástica! Qué tema para una noche de elecciones.
—Es tema para cualquier noche —dijo Lister—, si uno está dispuesto a aprender. Por supuesto, están los que no quieren aprender. —Se disponía a agregar algo más, hablando entre dientes, pero se acercaban dos damas que venían del comedor, y otros se aproximaban. Dijo a Demelza—: Señora, también hay cierta música isabelina. Byrd y Tallis son nombres que valen la pena recordar. Y en un estilo más ágil y diferente también Thomas Morley.
—Los recordaré —dijo Demelza, y le dio las gracias en su estilo más ceremonioso. Bodrugan esperaba para acompañarla, y ahora las dos mujeres hablaron al juez. Pero después de un momento él volvió de nuevo los ojos hacia Demelza. Había un leve destello de aprobación en sus ojos hundidos mientras la miraba.
—Señora, no recuerdo su nombre, o a quién he tenido el placer de dirigirme.
—Poldark —dijo ella, y tragó saliva—. La señora de Ross Poldark.
—Ha sido un placer para mí —dijo el juez, e inclinó la cabeza. Era evidente que el nombre nada significaba para él… todavía.