La mañana del domingo hubo una procesión que marchó hacia la iglesia, encabezada por la fraternidad jurídica de la ciudad. Bajó por la calle de San Nicolás, y desfiló frente a la posada donde las dos primas se alojaban; y Demelza y Verity se arrodillaron y la vieron pasar. Demelza sintió que se le aflojaban las rodillas ante el espectáculo de los dos jueces con todo el atuendo del caso, túnicas escarlatas y pesadas pelucas: uno de ellos alto y delgado, el otro de estatura mediana y corpulento. Confiaba en que Wentworth Lister fuera el más grueso. La enormidad de lo que había propuesto a sir John se perfiló claramente ante sus ojos cuando vio el material con el cual él hubiera debido trabajar. Por la tarde, Demelza fue de nuevo al hotel y tomó el té con sir Hugh Bodrugan, que la había invitado. Fue un encuentro amable y discreto, y por una vez en la relación con sir Hugh ella consiguió mantener la conversación en los límites de la decencia. Pero no era el hombre a quien pudiera tenerse mucho tiempo a distancia.
El lunes por la mañana el señor Jeffery Clymer celebró la última entrevista con Ross. Leyó rápidamente las notas que Ross había preparado, y frunció las cejas espesas hasta que se convirtieron en una especie de línea irregular continua sobre los ojos, algo parecido a los pórticos de la calle Fore.
Después dijo:
—No sirve, capitán Poldark. Sencillamente no sirve.
—¿Qué pasa?
—Lo que le dije el viernes. Mi estimado amigo, usted debe comprender que una corte penal no es una batalla franca; es un campo de maniobras. Usted puede decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; ¡pero todo depende del modo en que la diga! Tiene que demostrar tacto, y persuasión, y someterse a la indulgencia de la ley. Mostrarse humilde e inocente, no altivo y desafiante. Diga lo que quiera después del veredicto; pero antes, cuídese. Pese cada palabra. Vea: esa es la argumentación que usted debe presentar.
Ross tomó el pergamino de las manos regordetas y velludas del abogado, y trató de concentrarse a pesar del ruido que venía de las celdas. Después de unos minutos dejó el escrito.
—Hay límites, aunque esté en juego la propia piel.
Clymer miró atentamente a su cliente, sometiéndolo a una evaluación profesional; el cuerpo alargado y fuerte, el rostro huesudo y distinguido, tenso bajo su reticencia, la cicatriz, los cabellos y los ojos gris azulados. Se encogió de hombros.
—Si yo pudiese hablar por usted, eso es lo que diría.
—Si usted pudiese hablar por mí, aceptaría lo que dijese.
—En ese caso, ¿dónde está la diferencia? Por supuesto, puede hacer con su vida lo que le plazca, es su derecho… si puede dársele ese nombre. ¿Tiene esposa? ¿Tiene familia? ¿No cree que vale la pena hacer por ellos esta concesión? Vea, no le prometo éxito con esta línea de argumentación. Pero con la suya más vale que prescinda de mí y ahorre sus guineas.
En otra celda varios hombres disputaban, y al fondo de la que ocupaba Ross dos ladrones jugaban a los dados por un pañuelo que otro había dejado. ¿Tiene esposa? ¿Tiene familia? ¿No cree que vale la pena hacer algunas concesiones? ¿Lo haría realmente por Demelza o por él mismo? La idea de la cautividad era sofocante para un hombre de su naturaleza inquieta. En esos pocos días había visto bastante. ¿Se justificaba cambiar su defensa en el último momento con el fin de salvar el pellejo?
Dijo secamente:
—¿Tiene la lista de los testigos de la Corona?
Clymer le entregó otra hoja, y se llevó un pañuelo a la nariz mientras Ross leía.
—Vigus, Clemmow, Anderson, Oliver, Fiddick… Nadie podrá decir que la ley ahorró esfuerzos para respaldar la acusación.
—Nunca lo hace, cuando tiene un caso. Podríamos hablar de perseverancia… cuando un par de centenas de personas participan en un delito, generalmente se imputa el asunto a uno o dos hombres… los más verosímiles, quizá los más culpables, aunque no siempre es el caso; se imputa la culpa a una o dos personas, y se procura que las restantes atestigüen en favor del rey. Una o dos son las víctimas propiciatorias, por así decirlo. Capitán, en este caso usted es la víctima propiciatoria. Lamentable. ¿Estos hombres son amigos suyos?
—Algunos.
—No me asombra. El amigo es peor que el enemigo cuando llega el momento de salvar el pellejo. Es un defecto de la naturaleza humana. La veta de cobardía. Viene desde Caín. Nunca se sabe cuándo se manifestará. Todos la tenemos, y el miedo la saca a relucir.
—Supongo —dijo Ross, que apenas escuchaba—, que estos hombres no tienen más remedio que aparecer si el tribunal los cita… ¡Paynter! No lo esperaba de él.
—¿Quién es? ¿Lo conoce?
—Un hombre que fue mi criado durante años.
—¿Estuvo en el asunto?
—Oh, sí. Lo desperté antes que a nadie, y lo envié a avisar a Sawle.
—¿Sawle es un hombre?
—No, una aldea.
El señor Clymer se agitó nerviosamente.
—Esto huele muy mal, huele muy mal. ¿Este Paynter se hallaba en la playa cuando llegaron los aduaneros?
—En la playa, pero demasiado borracho para saber nada.
—El inconveniente de algunas personas… Cuando no recuerdan, inventan. Es la oportunidad para la defensa. ¿Un individuo inteligente?
—Yo no diría eso.
—Ah. Sin duda usted logrará hacerlo vacilar. Aunque algunos de estos retardados se muestran perversamente obstinados cuando atestiguan. Sí, yo diría que muy obstinados.
Ross le devolvió la lista.
—¿Cree que será el miércoles por la mañana?
—Él miércoles por la mañana. —Clymer se puso de pie y alisó los pliegues de su túnica—. No sé por qué me molesto. Si usted quiere que lo ahorquen está en su derecho. —El carcelero se había acercado, pero el abogado lo rechazó—. Recuerdo a un hombre a quien colgaron en Tyburn. Lo bajaron, creyéndolo muerto, pero hizo muecas y se retorció todavía durante cinco minutos.
—He visto lo mismo cuando una bala de cañón arranca la cabeza de un hombre —dijo Ross—. El espectáculo es aún más extraño cuando la cabeza y el cuerpo están separados por varios metros.
Clymer lo miró fijamente.
—¿De veras?
—En efecto.
—Ah, bien… Le dejaré este borrador de la defensa. Piénselo. Pero si no lo usa, no lo lamente después del fallo. Entonces no habrá nada que hacer. La acusación dirá muchas cosas feas de usted, sin necesidad de que la ayude con un falso sentimiento de orgullo. El orgullo está muy bien en el lugar apropiado. Yo también soy orgulloso. No podría vivir si no lo fuera. Pero un tribunal no es el lugar para manifestarlo.
Dwight Enys se alojó en una pequeña posada de la calle Honey. La llamada repentina de un enfermo en Mellin lo había demorado, de modo que llegó a Bodmin el lunes por la tarde. En el edificio del tribunal vio que el nombre de Ross no estaba en la lista de los casos que debían comparecer el martes; después, fue a la posada de «Jorge y la Corona», pero allí encontró solamente a Verity.
Se retiró poco después, y cenó solo en la posada. Como se había dado prisa, ahora tenía un día entero por delante. Pensaba visitar por la mañana al lazareto que había visto a un par de kilómetros de la localidad. Nunca había visto a un leproso, y la observación de algunos casos podía ampliar sus conocimientos.
El minúsculo comedor de la posada estaba separado de la taberna sólo por puertas móviles hasta la mitad de la altura, y cuando estaba terminando el pastel de paloma frío hubo cierta conmoción, y oyó mencionar la palabra «cirujano». De todos modos, no era asunto suyo, y Dwight se sirvió una porción de jalea de damascos y crema. Después de un minuto el propietario de la posada entró por la puerta, y al ver a Dwight se acercó con expresión preocupada en el rostro.
—Discúlpeme, señor, pero ¿usted es médico o cirujano, o algo por el estilo?
—En efecto.
—Bien, señor, acaba de llegar un lacayo de la «Residencia Priory» para informar que allí hay una persona muy enferma, y preguntar si aquí tenemos médico. Me dicen que es urgente. Sería un acto amable con los Daniell, y por así decirlo un gesto de bondad, si…
En la taberna estaba un lacayo de librea, jadeante y un tanto ansioso. La enferma era una tal señorita Penvenen; una invitada que estaba en la casa. No, él no la había visto, y no sabía qué le pasaba, excepto que era urgente y el médico de la familia vivía en el extremo más alejado de la localidad.
—Muy bien. Estaré con usted en un momento. —Dwight subió rápidamente la escalera y recogió el maletín de medicinas e instrumentos quirúrgicos sin el cual rara vez viajaba.
Era una hermosa noche, y había pocos metros de la posada a la plaza de la iglesia, y de esta al lado opuesto de la colina. Llegaron finalmente ante un portón, y entraron en una espaciosa residencia, frente a un pequeño parque. Entre los árboles de adorno centelleaba el agua.
El lacayo lo condujo a un salón cuadrado iluminado por seis grandes candelabros en los cuales las velas parpadeaban y se movían como bailarinas mientras ellos pasaban. A través de una puerta entreabierta, Dwight vio una mesa puesta para cenar, cuchillos relucientes, frutas lustradas, flores. La voz de un hombre hablaba con un tono regular y medido; sin duda, un individuo acostumbrado a que lo escuchasen. Subieron la escalera. Barandas de hierro forjado, y mucha pintura blanca. Dos Opies y un Zoffany.
Siguieron por un corredor cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra roja, y doblaron una esquina. El lacayo golpeó una puerta.
—Adelante.
Dwight fue introducido en la habitación, y el lacayo se retiró. Sentada sobre un diván bajo estaba una joven alta, delgada, notablemente hermosa, con una bata ricamente bordada de tela blanca.
—Oh, ¿usted es droguista? —preguntó ella.
—Médico, señora. ¿Puedo servirla en algo?
—Sí. Es decir, si sabe usar las drogas como un farmacéutico.
—Por supuesto. ¿Qué pasa?
—¿Atiende habitualmente a los Daniell?
—No. Soy forastero en la localidad. Su lacayo vino a la posada donde me alojo, y dijo que usted estaba gravemente enferma.
—Sí, por supuesto. Quería estar segura. —Se puso de pie—. Pero yo no estoy enferma. Es mi perrito, Horace. Mire. Tuvo dos ataques, y ahora no está del todo despierto; se diría que sufre una especie de desmayo. Estoy muy preocupada por él. Por favor, atiéndalo inmediatamente.
Dwight vio que al lado de la joven, en el sofá, estaba un perrito negro acurrucado sobre un almohadón de seda. Miró al perrito, y después a la joven.
—¿Su perro, señora?
—Sí —dijo ella, impaciente—. Estuve mortalmente preocupada media hora. No quiere beber, y casi me desconoce. Todo a causa de la conmoción y el movimiento de la gente… estoy segura de ello. No debí traerlo; tengo la culpa de lo que ha ocurrido.
Era una hermosa habitación, con adornos de colores escarlata y oro. Las velas sobre la mesa de tocador se reflejaban interminablemente en los espejos dobles. Sin duda era la principal habitación de huéspedes. Una dama importante. El joven dijo amablemente:
—Su lacayo cometió un error. En realidad, debió buscar a un veterinario.
Dwight percibió el resplandor de los ojos de la joven antes de que ella inclinase la cabeza.
—No acostumbro a emplear a un médico de caballos para atender a Horace.
—Oh, algunos son bastante diestros.
—Quizá. No quiero llamarlos.
Él no respondió.
La joven dijo bruscamente:
—Quiero la mejor atención, y la pagaré. Le pagaré sus honorarios habituales. Vamos, ¿qué pasa? Puedo pagarle por adelantado.
—Eso puede esperar hasta que tenga el honor de atenderla.
Las miradas de ambos volvieron a encontrarse. Algo en la actitud de la joven le irritaba más que el carácter de la llamada.
—Bien —dijo ella—, ¿piensa tratar al perro, o no conoce lo suficiente su propia profesión? Si usted es un principiante, será mejor que se marche, y llamaremos a otra persona.
—Era lo que me proponía sugerirle —dijo él.
Cuando él ya llegaba a la puerta, la joven dijo:
—Un momento.
Él se volvió. Advirtió que ella tenía algunas pecas en el puente de la nariz.
La joven dijo:
—¿Nunca ha tenido perros? —Ahora el tono de la voz era distinto.
—… Sí, una vez tuve uno.
—¿Lo dejaría morir por… por un mero formalismo?
—No…
—¿Y dejará que el mío muera?
—Supongo que no está tan grave.
—Lo mismo espero yo. Hubo un momento de vacilación. El joven médico regresó al centro de la habitación.
—¿Qué edad tiene?
—Doce meses.
—A esa edad no son raros los accesos. Una de mis tías tenía un spaniel…
Comenzó a examinar a Horace. Salvo la respiración estertorosa, el animal no parecía estar grave. El pulso era bastante regular, y no había indicios de fiebre. En las mejores condiciones, pensó Dwight, debía ser una bestezuela miserable. En primer lugar, estaba demasiado gordo y era evidente que lo mimaban. Dwight advirtió que la elegante y altiva joven lo observaba atentamente.
Alzó los ojos.
—No veo motivo para preocuparse. Tiene cierto exceso de humores vitales, y yo le aconsejaría un tratamiento que atenúe ese estado. Pocos dulces y pastas. Y que uno de los criados lo obligue a ejercitarse regularmente todos los días. Pero un buen ejercicio. Correr y saltar. Tiene que eliminar los venenos que provocan esas convulsiones. Entretanto, le haré una receta, y el droguista puede preparársela.
—Gracias.
Dwight extrajo su anotador; ella se apresuró a traerle una pluma y tinta, y el joven redactó una receta que prescribía un preparado de agua de cerezas negras y opio de Tebas.
—Gracias —dijo ella, mientras recibía el papel—. ¿Decía?
—¿Qué?
—Acerca de su tía.
La mente de Dwight ya no estaba en eso. De pronto sonrió, disipada su irritación.
—Oh, mi tía tenía un spaniel, pero eso fue hace muchos años. Solía tener ataques cuando ella tocaba la espineta. Era difícil saber sí tenía espíritu musical o todo lo contrario.
El rostro juvenil y terso de Carolina, tan tenso unos minutos antes, dibujó también una sonrisa, aunque combinada todavía con un matiz de hostilidad.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó la joven.
El martes amaneció con intensos chaparrones que convirtieron el lodo seco en lodo húmedo, pero no afectaron el entusiasmo de quienes estaban decididos a aprovechar lo mejor posible el día de elecciones. Dwight fue primero al edificio del tribunal, pero allí aún no se conocía la lista del día siguiente, de modo que consideró que tenía derecho a presentarse ante el señor Jeffery Clymer con el fin de pedir información.
El señor Clymer estaba desayunando; tenía el mentón malva más pálido a causa del afeitado de la mañana, y se le veía nervioso y confundido; pero invitó a Dwight a sentarse a la mesa y le permitió echar una ojeada a la lista de casos que se ventilarían el miércoles. Se indicaban brevemente los casos que comparecerían ante el honorable juez Lister.
R. v. | Smith, por inconducta. |
R. v. | Boynton, por hurto. |
R. v. | Polinghorne y Norton, por vagancia. |
R. v. | Poldark, por disturbio y ataque. |
R. v. | Habitantes de la localidad de Liskard, por la falta de reparación del camino. |
R. v. | Corydon, por recibir mercancías robadas. |
R. v. | Habitantes de la parroquia de Saint Erth, por obstruir el estuario. |
Dwight dejó sobre la mesa el papel.
—¿Cómo pueden verse todos estos casos mañana?
—Así tiene que ser, mi estimado señor —dijo Clymer, sin dejar de masticar—. Una lista muy nutrida. No pienso quedarme aquí todo el mes. Debo hallarme en Exeter el dieciséis. Pero no se preocupe; se las arreglarán perfectamente. Muchos son casos sencillos.
—¿Incluso el del rey contra Poldark?
—Oh, no, hum… —El señor Clymer se interrumpió para escarbarse los dientes con el meñique—. Lejos de ello. Pero nos arreglaremos. Ojalá mi cliente adoptara una actitud distinta. Es un hombre muy altivo, se lo aseguro. No entiende el mecanismo de la ley. Y todavía no quiere ceder. Quizá cuando vea al juez cambie de opinión. Wentworth Lister no es un individuo blando. Bien, debo salir. Tengo un caso a las once. Una anciana acusada de dar vidrio molido a su nieto. Tiene setenta y dos años y ni un penique. Sería mejor para todos si la ahorcaran de una vez. En fin, veremos qué dice el juez.
Cuando Dwight estaba poniéndose de pie, un criado llamó a la puerta.
—Disculpe señor, el caballero Francis Poldark desea verlo.
El señor Clymer bebió de un trago el resto de su café.
—¿Otro Poldark? ¿Qué significa esto? ¿Usted lo conoce, señor? —Después que Dwight replicó brevemente, Clymer comentó—: ¿Quizá viene a atestiguar? Ese individuo Pearce no conoce su trabajo si permite que la gente venga con sus cuentos cinco minutos antes del proceso. ¡En el resumen general no se lo menciona en absoluto!
—Estaba enfermo cuando ocurrieron los naufragios. Pero quizá viene a preguntar por la situación de su primo.
El señor Clymer se desabotonó irritado la bata.
—Como usted sabe, no soy la niñera del capitán Poldark.
Tengo que atender otros asuntos. ¡Foster!
—¿Señor? —El empleado asomó la cabeza por la puerta.
—Tráigame R. v. Penrose y R. v. Tredinnick.
—Sí, señor.
—Y esta farsa electoral. Inoportuna y molesta. La ciudad está colmada de vagabundos borrachos y carteristas. No hay lugar en los hoteles. Y chinches. Vergonzoso, se lo aseguro. —El abogado se volvió hacia el criado, que lo miraba atónito—. Bien, hágalo pasar, si no hay más remedio. ¡Haga pasar al señor Poldark!
—Me retiraré antes de que entre —dijo Dwight—. Así usted tendrá que lidiar con una persona menos. Nos veremos mañana.
—Vaya a las diez. Los primeros casos se resolverán en seguida.
Cuando descendía la escalera, Dwight se encontró con Francis que venía subiendo. Francis dijo:
—Vine tan pronto pude, pero ahora me entero de que el caso se verá mañana. —Tenía las ropas en desorden y cubiertas de polvo.
—Es cierto.
—¿Sabe dónde podría alojarme esta noche? La ciudad está llena de gente.
—Me temo que tendrá que alejarse del centro de la población.
—¿Dónde se aloja la esposa de Ross?
—En la posada de «Jorge y el Dragón». Pero su hermana me dijo que allí no quedaba un lugar libre.
Francis le clavó los ojos.
—¿Mi hermana?
—Están juntas. —El ojo profesional de Dwight no pudo dejar de advertir que Francis estaba pálido y tenía en el rostro una expresión descompuesta. No sólo había adelgazado, sino que se le veía deprimido—. ¿Su esposa no vino con usted?
—… La sala del tribunal no es lugar apropiado para una mujer. ¿A qué responden esas malditas banderas y todos esos gallardetes? —Dwight se lo explicó—. Oh, por supuesto, lo había olvidado. En Cornwall hay muchos distritos fantasmas, y abundan los individuos dispuestos a representarlos. ¿Cree que este abogado es un hombre capaz? Muchos de ellos son viejos depravados y charlatanes a quienes sólo interesa cobrar sus honorarios y refocilarse con una ramera cuando el asunto ha terminado.
Dwight sonrió.
—Me pareció un hombre irritable pero ágil. Mañana sabré mejor a qué atenerme. —Cada uno siguió su camino, pero un instante más tarde Dwight se volvió—. Si esta noche no tiene dónde dormir y no encuentra otra cosa, puede compartir mi cuarto, a pesar de que tiene una sola cama. La «Posada de Londres», cerca de la iglesia.
—Tal vez le tome la palabra. Si hay espacio en el piso puedo usar una alfombra y acomodarme perfectamente. Gracias.
Dwight salió del hotel y caminó por la calle. Ahora hacía buen tiempo, y un paseo a pie le sentaría bien. En el límite de la ciudad vio pasar un hermoso carruaje arrastrado por cuatro caballos grises, con un cochero y un postillón de librea verde y blanca. El vehículo avanzaba lentamente a causa del terrible estado del camino, y Dwight alcanzó a ver que en su interior George Warleggan viajaba solo.
Cuando Dwight regresó de su visita al lazareto —donde halló solamente siete leprosos residentes, la mayoría borrachos, y la construcción casi cayéndose por falta de reparaciones elementales— alcanzó apenas a entrar en el salón de la Alcaldía para ver las elecciones.
La plataforma, al fondo del salón, estaba ocupada por los notables de la ciudad, y Dwight advirtió sorprendido que la joven alta y pelirroja era la única mujer. En la calle había bastante ruido, pues los centenares de personas que no habían podido entrar en el salón se apretujaban y voceaban lemas rivales. El procedimiento comenzó con la habitual alocución del sheriff; después, un hombre grueso llamado Fox, que era magistrado del condado, se puso de pie para tomar juramento al nuevo funcionario. Allí estaba el eje del asunto. Los dos alcaldes, Michell en un extremo de la plataforma, y Lawson en el otro, dieron un paso al frente y sostuvieron su derecho a ser el elegido. Hubo una prolongada discusión jurídica. Ambos bandos habían traído abogados que defendían las respectivas posiciones, pero ninguno lograba convencer al otro, y la atmósfera comenzó a caldearse. La gente que estaba en el salón había empezado a gritar y golpear el suelo con los pies, y el piso temblaba.
Dwight miraba por encima de las cabezas que se movían, y se preguntó cómo estaría Horace. Paseó la vista sobre la gente que estaba alrededor, algunos con peluca, otros con su cabello natural atado sobre la nuca, y otros —peones y artesanos— con los cabellos largos que les llegaban a los hombros. Muy cerca, dos padecían enfermedades de la piel, y un tercero era un caso de consunción aguda, y escupía sangre sobre la paja del suelo. En el rincón estaba una mujer que había perdido la nariz a causa de la enfermedad gálica.
De pronto se concertó en la plataforma una suerte de compromiso, si bien el estímulo que movió a establecer un acuerdo fue el escándalo de la turba en la calle, más que la voluntad de hacer concesiones. Los alcaldes compartirían el cargo y debían jurar simultáneamente. Todos sabían que el convenio sería fuente de dificultades ulteriores cuando comenzara la elección propiamente dicha; pero por lo menos ahora podía realizarse algún progreso.
Como todo el asunto comenzaba a cansarlo, Dwight se acercó un paso o dos a la puerta, pese a que no veía muchas posibilidades de salir hasta que todo hubiera concluido. La gente que estaba alrededor calló, y Dwight vio que el primer votante se había puesto de pie. Era el regidor Harris, un hombre cuyo estómago era tan considerable como su reputación, y registró su voto —por Trevaunance y Chenhalls— en medio de una salva de aplausos y sólo algunos silbidos. Después se presentó Roberts, un cuáquero whig, que fue aceptado sin comentarios. Siguió otro whig y, actuando con la misma cautela que su adversario, Michell lo admitió sin hacer comentarios. Pero un tercer whig ya era demasiado. El abogado que representaba los intereses de Basset se opuso, con el argumento de que hacía mucho que se había anulado la afiliación de Joseph Lander a la corporación por causa de insania; además, tres veces había comparecido ante los jueces, acusado de conducta indecente.
Esta intervención provocó un escándalo, y cerca de Dwight dos hombres comenzaron a pelear. Uno de ellos empujó a Dwight contra una mujer que había perdido la nariz, y ella abrió una boca que parecía una puerta y comenzó a gritar como si estuvieran asesinándola. Cuando finalmente se logró acallarla, Dwight vio que un médico estaba testimoniando en el sentido de que el padre y la madre de Joseph Lander habían mantenido una relación incestuosa, y de que ambos habían muerto insanos, pero antes de que Dwight pudiese escuchar el final los dos hombres habían recomenzado la pelea, y cuando uno de ellos fue retirado inconsciente, de debajo de los pies del otro, Joseph Lander había desaparecido.
El joven médico deseó no haber ido. Uno de cada dos hombres que se presentaban a votar era cuestionado, y las discusiones se prolongaban interminablemente. Un hombre, que evidentemente estaba a las puertas de la muerte, apareció tendido sobre una camilla y fue depositado en el suelo, mientras los contrincantes disputaban acerca de él como gaviotas marinas que pelean por un despojo. A sir Hugh Bodrugan, corpulento, velludo y autoritario, se le permitió votar sin que nadie dijese una palabra, quizá, pensó Dwight, porque nadie se atrevía a enfrentarlo. Era imposible saber qué hacía en la corporación; pero había varios como él, es decir, hombres que vivían a kilómetros de distancia y no tenían ninguna relación con la ciudad.
La joven parecía acalorada y hastiada; y de pronto se inclinó hacia Unwin Trevaunance y comenzó a murmurarle algo al oído. Visiblemente irritado, Trevaunance discutió con ella, pero la joven se puso de pie y se deslizó por una puerta lateral. En el impulso del momento Dwight comenzó a forcejear para salir.
Fue una lucha prolongada, que provocó resentimiento y resistencia; pero finalmente consiguió salir, y al cabo se encontró en el corredor, y se sintió sofocado, golpeado y sin aliento. El corredor estaba atestado de gente, y la escalera que llevaba a la calle se encontraba en condiciones peores aún. Se volvió hacia el fondo, porque era evidente que Carolina Penvenen no podía haber salido por la puerta principal.
Al final de corredor la gente no estaba tan apretada, y dos condestables especiales vigilaban la puerta que conducía a la plataforma. Lo miraron con expresión suspicaz.
—¿Por dónde salió la señorita Penvenen?
Uno de ellos hizo un gesto de asentimiento.
—Por allí, señor.
Dwight vio una puerta en la pared opuesta, y pasó por ella. Llevaba a la trastienda del comercio antiguo, y de allí podía salirse a la calle principal. Cuando al fin salió, se le ocurrió que ella se había alejado, porque las turbas gritaban y bailaban en las proximidades de las tabernas que estaban enfrente, y los pórticos dificultaban la visión de la calle. Se volvió, y de pronto la vio de pie, apoyada contra la pared, junto a la puerta de la tienda, mirándolo.
Estaba sin sombrero, evidentemente desinteresada de las convenciones; los hermosos cabellos cobrizos, de textura más bien áspera, formaban rizos que le rozaban los hombros. Las perlas que llevaba alrededor del cuello justificaban que un ladrón corriese el riesgo.
—Doctor Enys —dijo ella, mientras él se inclinaba—. ¿Porqué me sigue?
El joven médico volvió a sentir el aguijón de la irritación.
—La vi salir, y pensé que podía necesitar mi ayuda.
—¿Le parece eso probable?
—Los días de elecciones no suelen ser tranquilos.
—Pues a mí me parece muy aburrido.
—Naturalmente. Pero otros no lo ven así.
La puerta de la tienda se abrió bruscamente y apareció un criado. Se detuvo frente a la pareja y se tocó la frente.
—Oh, señorita Penvenen, el amo me dijo que la acompañase a casa. Ahora no puede salir. Es…
—No necesito una madre adoptiva que me acompañe a casa —dijo ella impaciente—. Regrese adonde está el señor Unwin, y cuídelo. Tal vez él lo necesite. ¡Vamos! ¡Vamos! —agregó, cuando vio que el hombre vacilaba—. No lo necesito.
Un grupo de la multitud había comenzado a cantar nuevamente la marcha, pero otros emitían gritos burlones. Alguien arrojó un ladrillo a la ventana de la Alcaldía, pero erró el tiro y el proyectil se rompió en fragmentos contra la pared y envió una lluvia de fragmentos más pequeños sobre la gente que estaba en la calle.
—Chusma —dijo Carolina—. Como los mendigos y los ladrones descamisados que pretenden apoderarse de Francia. Inglaterra sería más feliz si elimináramos a unos cuantos miles.
Detrás, el tendero estaba muy atareado colocando las persianas. Se oyó un taconeo cuando un individuo comenzó a caminar sobre el pórtico de la tienda, y entonces el propietario salió a la calle y comenzó a maldecir y a gritar al intruso que descendiera.
—Sí, en masa —dijo Dwight— son una chusma. Y una chusma borracha es cosa peligrosa. No confiaría en ella ni un instante. Pero considere por separado a cada individuo y verá que es bastante agradable. Una criatura débil, como todos lo somos, capaz de experimentar celos y sentimientos mezquinos como todos, y egoísta y cobarde como todos. Pero a menudo generosa, amable y pacífica, y laboriosa y buena con su familia. Por lo menos, exhibe esas cualidades en la misma medida que el caballero común.
Carolina lo miró.
—¿Es usted jacobino, como su amigo Ross Poldark? De modo que había estado averiguando acerca de él.
—Es evidente que usted no conoce a Ross Poldark.
—No. Espero verlo mañana… y ojalá que me entretenga más que hoy.
Dwight observó ásperamente:
—Sin duda usted es la clase de mujer que alquila una ventana en Tyburn… para gozar viendo cómo ahorcan a un ser humano.
—Si eso soy, ¿es asunto que a usted le incumba?
—No. A Dios gracias, no.
—Doctor Enys, lo considero un tanto impertinente por tratarse de un hombre de su condición.
—Ignoraba que mi condición fuera la de un lacayo, señora.
—En ese caso, podría afirmar sus opiniones con un poco de cortesía.
La irritación de Dwight no se disipó.
—Señorita Penvenen, este es un condado un tanto rudo. Lo comprobará si mira alrededor… Aunque por lo que veo tampoco usted presta mucha atención a las convenciones.
Ella alzó la cabeza.
—¿No cree que es necesario respetar ciertos límites? Y parece que, apenas menciono el nombre de Poldark, usted se encoleriza y lo traspasa. ¿Es su héroe, doctor Enys? ¿Mañana pronunciará un encendido discurso para defenderlo? Tenga cuidado de no olvidar sus modales, porque de lo contrario el juez no le dejará hablar.
—El juez no es mujer, señora.
—¿Y qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que no es probable que se deje llevar por el prejuicio.
—¿Ni siquiera por el odioso engreimiento del que padecen algunos hombres?
—Oh, engreimiento. Yo no diría que ese defecto es propiedad particular de un solo sexo…
Mientras hablaba, su atención se vio atraída por un griterío más intenso, originado al fondo de la calle. Dos hombres estaban peleando o luchando, según parecía por la posesión de ciertos papeles.
—Es muy amable de su parte tratar de instruirme —dijo Carolina—. Me pregunto por qué muestra tanta solicitud hacia una persona a quien tanto desprecia.
—Usted ha entendido mal lo que yo… —Se interrumpió.
—Por supuesto.
Del fondo de la calle llegaban gritos y risas, y algunos papeles volaron por el aire y se dispersaron entre la multitud. Ahora otros hombres participaban en la lucha. Dwight murmuró una excusa a Carolina y corrió por la calle. Trató de abrirse paso entre los espectadores.
Era difícil, porque nadie quería ceder un centímetro, pero al fin consiguió abrirse paso y descubrió a Francis forcejeando con tres hombres que intentaban impedir que golpeara a un cuarto que gimoteaba entre un montón de hojas caídas en el albañal.
—Rata sarnosa e inmunda —estaba diciendo Francis, con voz bastante controlada si se tenía en cuenta el esfuerzo que realizaba—. Te arrancaré unas cuantas plumas más. Querías distribuirlas, ¿verdad?, y yo lo haré por ti. Así… —Casi se liberó, pero consiguieron aferrado otra vez.
—Cálmese, señor —dijo uno—. Apuesto a que ya le arrancó todas las plumas del cuerpo.
Varios rieron. Francis había bebido mucho. El hombre caído en la calle, un sujeto harapiento de chaqueta negra, se sostenía la cabeza y gemía, pero tratando de atraer la simpatía de la gente. En el lodo estaban dispersas docenas de hojas, y Dwight recogió una que yacía a sus pies. La hoja tenía el encabezamiento Hechos Verdaderos y Sensacionales de la vida del capitán R-s-P-d-k.
—Las cosas que crecen en los estercoleros producen pestilencia —dijo Francis—. Habría que aplastarlas antes de que salgan de sus madrigueras. Suélteme de una vez. Quíteme de encima las manos leprosas.
—Señor Poldark… ¿estos hombres lo molestan? ¿Qué ha ocurrido?
Francis enarcó el ceño.
—Doctor Enys. Bien, sería un error creer que pegándose a mí como moscas me divierten. —Se desprendió de las manos que lo sostenían, pues al advertir la sobria compostura de Dwight, los hombres pusieron menos empeño en el forcejeo—. Por Dios, en esta ciudad no se respeta a la gente de calidad. No permiten que uno aplaste… ¡Ah, ahí va!
Al advertir que su atacante se había liberado, el hombre caído en la calle se había vuelto, y como uno de los gusanos con los cuales Francis lo había comparado, trataba de abrirse paso entre las piernas de los espectadores. Francis le arrojó su bastón, pero sólo consiguió pegar en los tobillos a un hombre corpulento que miraba la escena.
—Y ahora se va a depositar sus huevos en otro lugar. Bien, creo que los que dejó aquí ya no servirán. —Francis enterró los papeles en el lodo. Después, se acomodó la corbata y trató de ajustaría—. ¡Caminen! ¡Caminen! —dijo a los curiosos que se habían reunido y miraban asombrados—. Se acabó la diversión. Vuelvan a sus asuntos.
Dwight observó:
—Esas hojas repulsivas… Pero de nada servirá hacer justicia por la propia mano.
—¿Y no es hacer justicia por la propia mano tratar de emponzoñar la mente del público antes del juicio? Es una monstruosa violación de los derechos individuales. Destruiré todas las hojas que encuentre.
Dwight formuló una respuesta de compromiso y se volvió, decidido a alejarse.
—En cuanto a usted —dijo Francis a uno de los hombres que lo habían sujetado—, cuando los condestables de esta ciudad comida por las pulgas deseen su ayuda, sin duda se la pedirán. Entretanto, refrene su inclinación a interferir, porque puede crearle problemas. —Se pasó una mano sobre los cabellos—. Enys, vamos a beber una copa.
—Lo siento… Estaba ocupado, cuando oí la conmoción y… bien, interrumpí una conversación. Dwight trató de espiar sobre las cabezas de la multitud, pero no alcanzó a ver a Carolina.
—Conversación —dijo Francis—, es precisamente lo que necesito. Un poco de conversación inteligente. Pasé todo el día en compañía de rufianes y ladrones y alcahuetes, comenzando por el peor de todos. Ahora anhelo una hora de respetabilidad bien aprovechada. Y creo que usted puede ofrecérmela.
Dwight sonrió.
—En otra ocasión, con mucho gusto. Pero ahora, si me disculpa…
Regresó a la Alcaldía y buscó a Carolina. Pero la joven había desaparecido. Era evidente que no experimentaba el más mínimo temor, y que se había alejado sola.
Sin que él lo advirtiera, sobre la multitud había caído un repentino silencio. De pronto oyó hablar a alguien, y comprendió que era el anuncio del resultado de la elección. Pero era demasiado tarde para entender lo que decía. Sólo alcanzó a oír el rugido de la multitud al final, un rugido de frustración y fastidio.
En todo caso, el resultado en cuestión no había contribuid a apaciguar la rivalidad de los dos bandos.