Capítulo 6

Esa noche la luna no iluminaba la ciudad, pero todas las tiendas, tabernas y casas, contribuían al parpadeo amarillento de las luces de las calles. En concordancia con la costumbre, los dos partidos que se disputaban las elecciones ofrecían bebidas gratis a sus sostenedores, y ya había muchos hombres que caminaban a tropezones, o se sentaban sumidos en un perezoso estupor en los saloncitos de las tabernas, o apoyados contra la pared más próxima.

Cuando Demelza salió, descendió la calle en pendiente, y pocos minutos después estaba en la calle principal, la misma que esa tarde le había parecido la más estrecha y atestada del mundo. Las tiendas, las posadas y las casas, que formaban hileras apretadas, tenían sobre el frente una sucesión de pórticos con techos de tejas que se prolongaban sobre pilares de piedra y formaban una suerte de recova a ambos lados de la calle. El espacio que restaba para el tránsito tenía apenas la anchura suficiente para permitir el paso de un carruaje, y como los pórticos de las tiendas se usaban a menudo para exhibir mercancías, los transeúntes tenían que andar casi siempre por la calle misma. Esa disposición podía haber sido útil para la vida normal de la ciudad; pero ahora era sumamente incómoda.

La calle estaba llena de gente que iba y venía y presionaba y empujaba, una multitud tosca pero que por el momento se mostraba de buen talante. A pocos metros del Promontorio de la Reina la joven se detuvo, sin poder continuar la marcha a causa de la gente. Algo estaba ocurriendo en el hotel, pero al principio Demelza sólo alcanzó a ver los estandartes escarlatas y anaranjados que colgaban de las ventanas superiores. La gente gritaba y reía. Cerca del pórtico contra el cual ella se había apoyado, un ciego gemía y trataba de abrirse paso, una mujer disputaba con un hojalatero acerca del precio de una campanilla; un hombre medio borracho estaba sentado sobre un peldaño de piedra utilizado para montar a caballo, y acariciaba la mejilla de una joven campesina de rostro inexpresivo y busto abundante que se había instalado en el peldaño inferior. Dos rapaces harapientos cubiertos con chaquetas viejas se liaron de pronto a golpes y rodaron por el suelo arañándose y mordiéndose en el lodo seco, media docena de personas habían formado un círculo que ocultaba a los contrincantes, y reían.

De pronto, se oyó un clamor y hubo una corrida hacia la Cabeza de la Reina, y se alivió la presión del gentío. Se había abierto una ventana de la habitación superior de la posada, y la gente vitoreaba y gritaba a las figuras que aparecían en el piso superior. Otros rodaban y peleaban en la calle, inmediatamente debajo. De nuevo grandes vivas y una corrida. La gente de la ventana arrojaba cosas a la multitud, desparramándolas en la calle. Un chico agazapado se deslizó entre la gente, manteniendo las manos bajo las axilas, el rostro contorsionado pero triunfante.

Tres hombres estaban peleando, y Demelza tuvo que retirarse bajo el pórtico para evitarlos. Uno cayó ruidosamente sobre el puesto del hojalatero, quien salió con una andanada de gritos y maldiciones para expulsarlos.

—¿Qué pasa? —le preguntó Demelza—. ¿Qué están haciendo?

El hombre la miró de arriba abajo.

—Arrojan monedas al rojo vivo. De una sartén. Es la costumbre.

—¿Monedas al rojo vivo?

—Sí. Ya le dije que es la costumbre. —El hombre volvió a entrar.

Demelza se acercó unos pasos y alcanzó a ver en la ventana al cocinero con su sombrero alto, y a dos hombres con enormes insignias de color rojo y oro en las solapas. Se oyó un grito estentóreo y volaron por el aire más monedas. Los seres humanos que se agitaban en un torbellino de luces y sombras habían perdido parte de su individualidad, y actuaban movidos por un impulso masivo que ya no era el de cada uno ni tampoco la suma de las respectivas almas individuales. Demelza experimentó la sensación de que si no se andaba con cuidado podía convertirse en parte de la turba bañada por la luz oscura y amarillenta, ser maltratada por ella y perder su propósito y su libertad personal, atraída hacia la ventana con cada movimiento de la marejada humana. De pronto se encontró al lado del ciego.

—Hombre, no conseguirá pasar —dijo—. ¿Adónde quiere ir?

—A la Alcaldía, señora —dijo el hombre, mostrando los dientes rotos—. Es por aquí, a poca distancia.

—Cójase de mi brazo. Le ayudaré. Esperó el siguiente movimiento de la turba, y entonces avanzó prontamente, reconfortada porque podía unirse a otro ser humano, servir a alguien, contra el resto.

El ciego le envió su aliento de gin.

—Es muy bondadoso de su parte ayudar a un pobre viejo. Algún día haré lo mismo por usted. —El hombre tartajeaba mientras atravesaban el sector más peligroso de la multitud—. Esta es una noche muy especial, y creo que después será peor.

—¿Dónde está la gente de Basset? —preguntó Demelza mientras examinaba la calle—. Me pareció que esta tarde había visto el lugar.

El ciego le apretó el brazo.

—Bueno, es a pocos metros de aquí. Pero ¿qué le parece si me acompaña un rato…? Podemos ir al pasaje de Arnold. Tengo algo para beber. Le calentará el cuerpo.

Demelza trató de liberar el brazo, pero los dedos del viejo le apretaban fuertemente, al mismo tiempo que intentaba acariciarla.

—Suélteme —dijo ella.

—Señora, no quiero ofenderla, ni hacerle daño. Creí que era una doncella. Como usted sabe, no veo nada… solamente puedo sentir, y la siento joven y buena. Joven y buena.

Dos jinetes descendieron por la calle abriéndose paso entre la gente, al mismo tiempo que se esforzaban por serenar a los caballos, nerviosos e inquietos, y que a menudo ni siquiera podían avanzar. Demelza llevó unos metros más al ciego y después soltó el brazo. El hombre trató de aferrarle los dedo: pero no lo consiguió. Y ella se adelantó, el corazón latiéndole aceleradamente.

Cuando llegó frente a la Alcaldía, otra nutrida multitud descendía la calle viniendo del oeste, gritando y cantando y llevando a alguien precariamente instalado en una silla. Ella apenas alcanzó a refugiarse en la entrada en arco de la posada de la «Corona». Parecían dispuestos a seguir su camino, pero algunos se detuvieron, y un hombre se encaramó sobre los hombros de otro tratando de alcanzar la bandera azul y oro que flameaba sobre ellos. Había conseguido aferrarse en una esquina, cuando una docena de hombres o poco más pasó frente a Demelza viniendo al interior del hotel, derribó al hombre que trepaba y, un momento después, comenzaba una verdadera batalla campal. Alguien arrojó un ladrillo; Demelza se retiró unos pasos más y trató de arreglarse el vestido. Después, entró en la posada.

La elección del vestido que debía satisfacer su propósito había sido difícil, y en definitiva ella misma no estaba muy conforme. Deseaba exhibir la mejor apariencia posible, pero no podía pasearse por la calle con un vestido de noche. En definitiva, el resultado había sido un compromiso que debilitaba parte de la confianza en sí misma que tanto necesitaba.

—¿Sí, señora? —Un jovencito descarado estaba de pie frente a ella. Por la expresión de los ojos, Demelza comprendió que el criado no había acabado de situarla en la escala social.

—¿Sir John Trevaunance se aloja aquí?

—No que yo sepa, señora.

—Creo que ahora está aquí. Me dijo que vendría esta tarde. —Una afirmación temeraria.

—No lo sé, señora. Están cenando. Hay invitados.

—¿Todavía están a la mesa?

—Terminarán pronto. Comenzaron a las cinco.

—Esperaré —dijo ella—. Avíseme tan pronto terminen.

Se sentó en el vestíbulo del hotel, tratando de parecer despreocupada y cómoda. Afuera el escándalo se intensificaba, y Demelza se preguntaba cómo regresaría. Trató de controlar sus nervios. Los camareros entraban y salían de una habitación que estaba a la izquierda. No deseaba que la encontrasen allí, como una mendiga que espera limosna. Llamó a uno de los camareros.

—… ¿Hay algún cuarto retirado en dónde pueda esperar más cómodamente que aquí a sir John Trevaunance?

—Ejem… sí, señora. Arriba. ¿Puedo traerle alguna bebida mientras espera?

—Una idea brillante. Gracias —dijo ella—. Tráigame un oporto.

No era la gran comida de las elecciones que se celebraría el lunes, sino un galope preliminar, como lo hubiera llamado sir Hugh Bodrugan. Y como estaban presentes algunas mujeres, la velada tenía un matiz más discreto que lo que sería el caso el lunes. Algunos de los invitados más flojos ya estaban achispados; pero la mayoría sobrellevaba con elegancia el licor ingerido.

A la cabecera de la mesa estaban sir John Trevaunance y su hermano Unwin. Entre ellos se encontraba Carolina Penvenen, y a la izquierda de sir John se hallaba la señora de Gilbert Daniell, a quien acompañaban los tres anteriores. Después de la señora Daniell estaba Michael Chenhalls, el segundo candidato; un poco más lejos se hallaban la señorita Treffey y el alcalde —es decir, el alcalde de este grupo— Humprey Michell y sir Hugh Bodrugan. Entre los restantes invitados se contaban los notables de la localidad y la región, algunos comerciantes de lanas y funcionarios cívicos.

Cuando las damas se retiraron, los hombres se sentaron a beber su oporto durante media hora, antes de levantarse y comenzar a abandonar los restos de la comida, formando grupos que bostezaban y charlaban. El ruido que venía de la calle, frente al hotel, no se oía en el espacioso comedor; pero cuando subieron, los gritos y los vivas, las corridas y las risas, eran muy perceptibles. Unwin subió la escalera al lado de su hermano mayor, y Carolina Penvenen se acercó a él llevando en brazos a su minúsculo perro. El rostro de la joven era un modelo de agradable petulancia.

Horace está conmovido por el ruido —dijo ella, pasando sus largos dedos sobre la cabeza y las orejas sedosas—. Es un temperamento nervioso, y cuando se atemoriza tiende a irritarse.

Horace es un perro muy afortunado porque se le dispensa tanto afecto —dijo Unwin.

—No debía traerlo, pero temí que se sintiera solo, con la única compañía del señor Daniell. Estoy segura de que se habría abatido mucho sentado toda la noche en ese cuartito triste, con una corriente de aire que se mete bajo la puerta, y un viejo roncando que probablemente ocupa el mejor asiento.

—Quiero recordarle, querida —dijo sir John en voz baja— que somos huéspedes del señor Daniell… y que la señora Daniell está exactamente detrás.

Carolina sonrió alegremente al hombre más joven.

—Unwin, sir John no aprueba mi conducta. ¿Lo sabía? Sir John está convencido de que aún tendré ocasión de avergonzarlo. Sir John cree que el lugar de la mujer es el hogar, y que no debe entrometerse y convertirse en una carga un día de elecciones. Sir John no mira con simpatía a ninguna mujer hasta que tiene por lo menos treinta años, y está más allá del pecado; y aún así…

Mientras los dos hombres trataban amablemente de convencerla de lo contrario, Demelza salió de una habitación lateral y vio que su presa estaba cerca. Se acercó al grupo con menos vacilación que la que había demostrado media hora antes, y al hacerlo se preguntó quién sería la muchacha alta y llamativa, con los cabellos rojos y los atrevidos ojos verdes grisáceos.

Cuando sir John la vio, pareció sorprendido.

—Caramba, señora Poldark, qué placer. ¿Se aloja aquí?

—Por el momento sí —dijo Demelza—. Afuera hay una gran conmoción. ¿Se relaciona con estas elecciones?

Sir John se echó a reír.

—Así lo creo… Puedo presentarle… no creo que conozca a la señorita Carolina Penvenen… aunque es su vecina algunos meses por año, en Killewarren. La señora Demelza Poldark, de Nampara.

Las damas afirmaron que estaban encantadas de conocerse, aunque Carolina estaba juzgando el vestido de Demelza, y esta lo sabía.

—Ahora vivo en casa de mi tío —dijo Carolina—, el señor Ray Penvenen, a quien quizás usted conozca. No tengo padres, y él acepta de mala gana la responsabilidad de una sobrina huérfana, como los monjes aceptan el cilicio. Por eso a veces suspendo el castigo suspendiéndome yo misma; y otras uso el cilicio con él. Precisamente estaba condoliéndome del asunto con sir John.

—Créeme —dijo Unwin, que no parecía muy complacido con la llegada de Demelza—, eres injusta contigo misma. Si eres una forma de responsabilidad, lo cual dudo, muchos la asumirían de buena gana. Bastaría que dijeses una sola palabra, y la mitad de los hombres del condado acudirían. Y si…

—¿Hombres? —dijo Carolina—. ¿Se trata sólo de hombres? ¿Qué tienen de malo las mujeres? ¿No cree usted, señora Poldark, que los hombres se atribuyen demasiada importancia?

—No estoy muy segura de eso —dijo Demelza—. Porque a decir verdad estoy casada, y por decirlo así me encuentro del otro lado de la barricada.

—¿Y su marido es tan importante? Por Dios, yo no lo reconocería aunque fuese la verdad. Pero, Unwin, ¿no me decías que en las sesiones del tribunal se juzgaría a un Poldark? ¿Es pariente de esta dama?

—Es mi marido, señora —dijo Demelza—, y por eso quizás usted comprenda la razón que ahora me mueve a atribuirle un valor especial.

Durante unos segundos Carolina pareció confundida. Palmeó el hocico chato de su perro.

—¿E hizo algo malo? ¿De qué se le acusa?

Renuente, sir John le informó, y la joven dijo:

Oh, lá lá; en ese caso, si yo fuera el juez lo sentenciaría a regresar con su esposa. Creí que en estos tiempos no se consideraban seres humanos a los aduaneros.

—Si eso piensa, ojalá usted fuera juez —dijo Demelza.

—Me gustaría serlo, señora, pero como no lo soy deseo bien a su marido, y confío en que volverá al hogar y a la bienaventuranza doméstica.

La conversación fue interrumpida por Michael Chenhalls quien dijo:

—Unwin, reclaman nuestra presencia. Propongo que salgamos al balcón antes de que pretendan entrar por la fuerza en el hotel.

—Como gustes.

—Iré con ustedes —dijo Carolina—. Me encanta oír a la turba cuando relincha.

—¿Relincha por mí? —No… simplemente relincha.

—Es muy posible que te arrojen un ladrillo en lugar de flores.

—Que así sea. Un poco de pimienta en la comida.

Caminaron hacia la habitación del balcón, y al fin Demelza quedó sola con su presa. La joven no pensaba que la oportunidad durase mucho tiempo.

—Una joven seductora, sir John.

Sir John concordó secamente:

—Tiene apenas dieciocho años, y es un poco atropellada. Pero ya se calmará.

—Yo no tengo mucha más edad.

Él la miró con ojos inquisitivos. Era la cuarta vez que se veían, y con pocas mujeres él había llegado a entablar amistad tan rápidamente.

—El matrimonio contribuye a madurar al individuo… —Se rio—. Aunque bien mirado, quítese el anillo de la mano y parecerá apenas mayor.

Demelza lo miró francamente en los ojos.

—Sir John, no deseo quitármelo.

Él se encogió de hombros, un tanto incómodo.

—No, no. Claro que no. Nadie lo pretendería. Claro que no. No tema, señora, su marido tendrá un juicio justo. Quizá más que justo. Y Wentworth Lister es un hombre muy capaz. No tiene prejuicios, eso puedo garantizárselo.

Demelza miró alrededor. Bien, debía atreverse.

—A propósito de eso —dijo—, deseaba hablarle…

En el balcón, los candidatos habían sido acogidos con un inmenso rugido, como si un león hubiese abierto la boca.

Cuando consiguió hacerse oír, Carolina dijo:

—Parecen un campo de nabos… pero no tan ordenados. Querido Unwin, qué chusma. ¿Qué se gana halagándolos así?

—Es la costumbre —dijo Unwin, mientras inclinaba hacia la turba su cabeza bien formada—. Lo hacemos sólo cinco o seis días, y después podemos olvidarlo otros tantos años. Confío en que te consideren amable, porque todo ayuda.

—¿Acaso jamás parezco otra cosa? Bien lo sabes, podría ser una excelente esposa para ti… —Unwin se volvió—. Si decidiera casarme contigo. Imposible imaginar mayor tacto que el que desplegué esta noche: critiqué la casa de la señora Daniell cuando ella podía oírme; mencioné el caso Poldark en presencia de la esposa de Poldark. ¡Seré un verdadero triunfo entre tus amigos del Parlamento!

Unwin no contestó, y continuó haciendo reverencias y agitando la mano a la gente que estaba afuera. Calle abajo, en dirección a la Cabeza de la Reina, la marea comenzaba a desplazarse.

Carolina se puso sobre los hombros el hermoso chal bordado.

—Espero que Horace no esté mordiendo al lacayo. Tiene dientes muy afilados, y sabe elegir los lugares dolorosos. Qué bonita mujer es la señora Poldark. Gracias a los ojos y la piel. Lástima que no sepa vestirse.

—Ahora podemos entrar —dijo Unwin, más honda que nunca la hendidura entre las cejas—. La novedad de habernos visto está gastándose, y si permanecemos más tiempo comenzarán a esperar otra cosa.

—Sabes una cosa —dijo Carolina—, me gustaría asistir a la sesión del tribunal. Nunca he visto nada parecido, y creo que será muy entretenido.

Se volvieron para entrar.

—Sobre todo si pescas la fiebre.

—Oh, en ese caso guardaré cama algunos días y tú me visitarás. ¿No es interesante? Vamos, me lo prometiste. ¿Para qué sirve tener influencia si no la usas?

… En el vestíbulo, detrás del grupo, sir John echó hacia atrás la peluca para enjugarse la frente.

—Mi querida señora, no tengo esa clase de influencia. No sabe lo que está pidiendo. Le aseguro que perjudicará el caso de su esposo, en lugar de ayudarlo.

—Creo que no será así, si se explica bien el asunto.

—Será así, cualquiera que sea el modo de explicarlo. Los jueces de Su Majestad no aceptan esa clase de diligencias cuando entienden en un caso.

Demelza sintió que la dominaban la desesperación y la decepción. Contempló el rostro de sir John.

—Se trata sólo de que si alguien le dijese la verdad del asunto antes de que se iniciara el caso, sabría a qué atenerse. ¿Qué tiene eso de malo? ¿No quieren llegar a la verdad? ¿Quieren dispensar auténtica justicia… o se trata de otra cosa, de la justicia legal, formada por las mentiras que los testigos dirán ante el jurado?

Sir John le dirigió una mirada más de pesar que de irritación. Era muy evidente adonde iban encaminados el encanto y la amistad que ella le había mostrado los últimos tiempos.

—Mi estimada señora, es un poco tarde para explicar el asunto, pero le aseguro que le doy un buen consejo. Por una parte, Wentworth Lister no me escuchará. Sería más de lo que puede tolerar a cuenta de nuestra amistad. ¡Por Dios, toda la judicatura del país me miraría con malos ojos!

Sir Hugh Bodrugan la había visto. Un instante después vendría hacia ellos.

Demelza dijo:

—No es como si usted le ofreciera dinero… es sólo la verdad. ¿Es tan despreciable?

—Quizás usted lo mire así. Pero ¿cómo puede saber él que se trata de la verdad?

—Hace un instante, cuando estaba sentada aquí, antes de que ustedes llegasen, oí decir a un hombre que su hermano había pagado dos mil libras por ese escaño del Parlamento. ¿Es así, sir John?

—¿Y eso qué le importa?

Ante la frialdad del tono, ella retrocedió.

—Lo siento. No lo dije con mala intención… ni tuve mala intención al venir aquí esta noche. Yo… no comprendo, y eso es todo. No entiendo por qué está bien pagar a los electores para que voten a un candidato, y tan terriblemente difícil pedir un favor a un juez. Quizá sería mejor que ofreciéramos pagarle.

—En tal caso, a usted la enviarían a la cárcel. No, señora; tenga la seguridad de que es mejor dejar así las cosas. —Cuando ella cambió de tono, sir John también demostró mayor simpatía—. Maldición, no crea que no simpatizo con la situación de su esposo. Espero y creo que Poldark será un hombre libre a fines de semana. El modo más seguro de conseguir lo contrario, lo contrario, señora, sería tratar de influir sobre su Señoría. Es una de las peculiaridades de la vida inglesa. No puedo explicar por qué es así, pero la ley siempre estuvo por encima de la corrupción…

Sir John tenía los ojos fijos en la puerta, por donde volvían a entrar Carolina, Unwin y los Chenhalls. De modo que no alcanzó a ver la expresión que pasó fugazmente por los ojos de Demelza. Fue sólo un segundo, como un estandarte que se alza desafiante sobre un fuerte rendido en parte.