Bodmin, durante las sesiones judiciales de 1790, era una localidad de tres mil habitantes y veintinueve posadas.
El historiador que la hubiera recorrido dos siglos antes habría observado el carácter poco saludable de la situación, porque las casas que se sucedían a lo largo del kilómetro y medio de la calle principal estaban a tal extremo aisladas del sol por la colina que se levantaba detrás, que no llegaba luz a sus escaleras ni aire fresco a sus cuartos.
Cuando llovía, toda la hediondez de las construcciones anexas y los establos pasaba por estas casas y se volcaba en la calle; y además, el principal suministro de agua atravesaba el cementerio, que era el lugar donde se enterraba tanto a los muertos de la localidad como a los del distrito.
Los años transcurridos no habían modificado la situación, pero hasta donde Ross podía advertirlo, nada había en la dura expresión de los habitantes que sugiriese un temor excesivo a la enfermedad o la pestilencia. En realidad, durante el verano precedente, mientras el cólera asolaba los distritos de los alrededores, la localidad había permanecido indemne.
Se presentó en la cárcel el jueves dos de septiembre, y Demelza viajó el sábado. Se había opuesto a la presencia de su esposa en el juicio, pero ella había insistido con tal vehemencia que por una vez Ross cedió. Reservó una habitación para ella en la posada de «Jorge y la Corona,» y un lugar en la diligencia de mediodía; pero sin que él lo supiera, Demelza había tomado sus propias disposiciones. La diligencia de Bailey inició en Falmouth su larga travesía por la región occidental, y cuando Demelza se acercó al vehículo en Truro, a las once y cuarenta y cinco, Verity viajaba en su interior.
Se saludaron como viejos amantes que han pasado mucho tiempo sin verse, y se besaron con el afecto profundo evocado por la situación de angustia que ambas vivían; cada una conocía el afecto de la otra por Ross, y en esa ocasión actuaban movidas por el mismo propósito.
—¡Verity! Oh, cuánto me alegro de verte; me pareció un siglo… y con nadie puedo hablar como contigo.
Demelza deseaba abordar inmediatamente la diligencia, pero Verity sabía que había una espera de un cuarto de hora, de modo que llevó a su prima política a la posada. Se sentaron en un rincón, junto a la puerta, y conversaron en voz baja. Verity tuvo la sensación de que Demelza había envejecido varios años desde la última vez, y de que estaba más delgada y más pálida; pero no sabía muy bien por qué, su nueva condición física armonizaba bien con los cabellos oscuros y la mirada nerviosa.
—Ojalá pudiese escribir como tú —dijo Demelza—. Cartas realmente expresivas. Soy tan ignorante como Prudie Paynter, y jamás sabré escribir. Se me ocurren las ideas, pero cuando tomo la pluma todo se esfuma, como el vapor que sale de un hervidor.
Verity dijo:
—Pero, explícame bien, ¿quién se encargará de la defensa de Ross, y qué testigos declararán a su favor? Soy tan ignorante en estas cosas. ¿Cómo eligen el jurado? ¿Serán plebeyos y considerarán con indulgencia esta clase de delito? ¿Y el juez…?
Demelza trató de satisfacerla con la información que ella tenía. Le sorprendió comprobar que Verity sabía de Derecho tan poco como ella misma. Juntas se esforzaron por dilucidar los complejos aspectos del asunto.
Verity dijo:
—Andrew habría venido, pero está en el mar. Habría preferido contar con él. Pero quizá sea lo mejor… ¿Sabes si Francis asistirá al juicio?
—No… No, creo que no. Pero vendrán muchas personas. Según dicen, podremos considerarnos afortunadas si conseguimos habitación, porque la semana próxima se celebrarán elecciones (entre Unwin Trevaunance y Michael Chenhalls por Basset, y sir Henry Corrant y Hugh Dagge por Boscoigne). El asunto provocará mucha conmoción.
—Estás bien informada. Ese Unwin Trevaunance, ¿es el hermano de sir John?
—Sí. Nosotros… mejor dicho, yo conozco un poco a sir John. Por supuesto, Ross lo conoce desde hace años, pero yo… bien, se le enfermó una vaca y yo la curé… o mejoró sola… de modo que fui a verlo una o dos veces, y he llegado a enterarme de ciertos detalles de las elecciones.
—¿Una vaca enferma?
Demelza se sonrojó un poco.
—No tiene importancia. Verity, no deseo que te preocupes si este fin de semana me ves proceder de un modo extraño. Ocurre sencillamente que trataré de explorar ciertas posibilidades, y mis diligencias quizá den fruto o quizá terminen en nada. Pero quiero hacerlo, y espero que comprendas. ¿Eres realmente feliz con Andrew?
—Soy muy feliz, gracias… y gracias a ti, querida. Pero ¿qué te propones hacer este fin de semana?
—Quizás absolutamente nada. Sólo quería advertirte. ¿Finalmente has llegado a conocer a tus hijastros?
Verity abrió su nuevo bolso de terciopelo, extrajo un pañuelo, y después volvió a anudar los cordeles. Con el ceño fruncido, miró el pañuelo.
—No… todavía no. Aún no los conozco porque James todavía está navegando y… en fin, después te hablaré de eso. Creo que debemos volver a nuestros asientos.
Se acercaron al vehículo que esperaba, con sus caballos de refresco que se movían inquietos entre las varas, y los postillones que los sofrenaban. Fueron las primeras en ascender al vehículo, pero un momento después ascendieron tres personas más, y varias treparon al techo. No sería un viaje cómodo.
La coincidencia de las elecciones y las sesiones del tribunal habían provocado cierta ansiedad en los ciudadanos más moderados de Bodmin: lo menos que podía decirse era que se trataba de una coincidencia inoportuna; las posadas estarían atestadas una semana y vacías la siguiente; el proceso solemne de la ley podía verse perturbado por los procesos no menos importantes, pero más ruidosos, de una disputa electoral, que ya estaba provocando general acritud. Todos sabían que en la localidad había dos alcaldes, cada uno de los cuales representaba a un protector rival; pero nadie sabía aún quién prevalecería durante esa semana de importancia fundamental.
En circunstancias más amables, la elección de los miembros del Parlamento podía haberse realizado en un par de horas, y sin perjudicar a nadie, pues había sólo treinta y seis electores, miembros de un Consejo Común sometido al alcalde. Lamentablemente, la disputa acerca de la alcaldía planteaba interrogantes acerca de la validez del Consejo, y cada alcalde tenía su propia versión de la nómina electoral. El señor Lawson, uno de los alcaldes, tenía entre sus consejeros a un hermano, un cuñado, un primo, un sobrino y cuatro hijos, y por lo tanto estaba en una situación firmemente cuestionada por el señor Michell, su rival.
Con respecto al tribunal, las listas estaban colmadas de casos originados en las postergadas sesiones de primavera, la cárcel estaba atestada de delincuentes, y las posadas repletas de litigantes y testigos. El viernes Ross tuvo la primera entrevista con su abogado, el señor Jeffery Clymer, un hombre corpulento de cuarenta años, dotado de una nariz robusta y uno de esos mentones que ninguna navaja consigue afeitar bien. En vista de su apariencia, Ross pensó que era ventajoso que el abogado hubiese revestido la toga que distinguía a su profesión, porque de lo contrario el carcelero quizá no se hubiese mostrado dispuesto a dejarlo salir.
El señor Clymer creía que el caso de la Corona versus R. V. Poldark no se ventilaría antes de la mañana del miércoles. Entretanto, repasó el informe del señor Pearce, disparó preguntas a su cliente, masculló por lo bajo al oír las respuestas, y olió un pañuelo empapado en vinagre. Cuando salió dijo que volvería el lunes con una lista de testigos que habían sido citados, y un borrador de la argumentación que aconsejaría a su cliente. Lo que el señor Pearce había esbozado provisionalmente era del todo inútil; aceptaba demasiado. Cuando Ross dijo que se trataba de la defensa que el señor Pearce había preparado de acuerdo con las instrucciones del propio acusado, Clymer dijo que todo eso eran tonterías, que no era propio que un cliente impartiese ese tipo de instrucciones; los asesores legales debían guiar al cliente, porque de lo contrario para qué servían. Uno no podía declararse no culpable, y a renglón seguido decir que en definitiva lo había hecho. Era condenadamente lamentable que el capitán Poldark hubiese reconocido tantas cosas y formulado tales opiniones ante el juez instructor. Estaba buscándose dificultades, de eso podía estar seguro. El propósito principal de la defensa debía ser ahora disipar esa impresión, no subrayarla. Sin hacer caso de la expresión del rostro de Ross, afirmó que sería bueno para los dos que el capitán Poldark dedicara el fin de semana a meditar el asunto y también a repasar su memoria con el propósito de identificar todos los detalles que podían ser útiles. Después de todo, dijo el abogado frotándose la mandíbula azul, el detenido era el único que conocía todos los hechos.
Cuando Ross consintió en que Demelza fuese a Bodmin, impuso la condición de que de ningún modo intentase verlo en la cárcel. A decir verdad, la pretensión de Ross no la contrarió del todo, porque de ese modo no tendría que rendir cuenta de sus movimientos. Sólo ante Verity necesitaría idear excusas, y en el peor de los casos su prima política no ejercía ningún control sobre ella.
Apenas llegaron a la posada encontraron dificultades, porque el posadero había puesto otra cama doble en el mismo cuarto, y afirmaba su derecho a introducir a dos mujeres más. Sólo después de una discusión prolongada y penosa y de un pago suplementario de Verity pudieron afirmar su derecho a la intimidad. Comieron juntas, y oyeron el ruido de las puertas que se abrían y cerraban fuertemente, los gritos de los lacayos, los pasos apresurados de las doncellas y el canturreo de algunos transeúntes borrachos bajo la ventana.
—Creo que tendremos que taponarnos los oídos para dormir —dijo Verity, mientras se quitaba los alfileres del cabello—. Si es así a las siete, ¿qué tendremos que soportar dentro de tres horas?
—No te preocupes —dijo Demelza—, a esa hora ya estarán todos borrachos. —Se estiró, arqueando la espalda como un gato—. Oh, esa vieja diligencia: chus, chus, bump. Tres veces pensé que el carruaje volcaba y que pasaríamos la noche en el lodo.
—Me provocó un terrible dolor de cabeza —dijo Verity—. Beberé algo y me acostaré temprano.
—Creo que dentro de una hora haré lo mismo. ¿Qué querías decirme acerca de tus hijastros, Verity?
Verity se soltó los cabellos, y estos le cubrieron los hombros. El gesto era como un florecimiento nuevo y secreto de su personalidad. Ahora no parecía tener once años más que Demelza. La felicidad había devuelto a sus ojos la inteligencia aguda y la vitalidad, y la más acentuada redondez de las mejillas determinaba que la boca carnosa pareciera menos desproporcionada.
—No es nada —dijo—. No es nada comparado con lo que está ocurriéndole a Ross.
—Quiero saberlo —dijo Demelza—. ¿Todavía ni siquiera los has visto?
—… Por ahora es la única dificultad. Andrew quiere mucho a sus hijos, y odio la idea de que no vengan porque no quieren encontrarse conmigo.
—¿Por qué piensas tal cosa? Nada tiene que ver contigo.
—No debería ser así. Pero… —Dividió en tres mechones un lado de sus cabellos, y comenzó a anudarlos—. Es una situación muy especial, porque la primera esposa de Andrew murió en las circunstancias que tú conoces, y los niños eran tan pequeños… y ahora tienen ese recuerdo: la madre muerta, el padre en la cárcel; y ellos criados por los parientes. El padre siempre estuvo en desventaja frente a ellos. De tanto en tanto fueron a verlo, pero desde que nos casamos nunca lo visitaron. Por supuesto, James no pudo, porque está embarcado en la flota, y depende de los movimientos de su barco; pero jamás escribió. Y Esther se encuentra en Plymouth… Andrew apenas los menciona ahora, pero sé que piensa en ellos. Sé que se sentiría muy feliz si pudiésemos reunirnos. A veces me he preguntado si debo ir a Saltash para conocer a Esther… sin decirlo a Andrew, mientras él está de viaje.
—No —dijo Demelza—. Yo no haría eso. Ella debe ir a verte.
Verity miró fijamente su imagen reflejada en el espejo, y después desvió los ojos hacia Demelza, que estaba cambiándose las medias.
—Pero quizá nunca venga.
—Haz que Andrew la invite.
—Ya lo ha hecho, pero la niña se excusa.
—Entonces debes ponerle un cebo.
—¿Un cebo?
Demelza movió los dedos de los pies, y sus ojos estudiaron con gesto expresivo los tres pares de zapatos entre los cuales debía elegir.
—¿Quiere a su hermano?
—Creo que sí.
—En ese caso, consigue que él vaya primero a Falmouth. Tal vez los dos son tímidos, y en ese caso será más fácil atraer al joven.
—Me gustaría creer que estás en lo cierto, porque James debe regresar pronto. Lo esperábamos para Pascua, pero desviaron su nave hacia Gibraltar. ¿Qué es eso?
Sobre los ruidos de la posada y la calle se oyeron los gritos de un hombre. Tenía una voz potente, y se acompañaba con una campanilla.
—El pregonero de la ciudad —dijo Verity.
Demelza acababa de quitarse el traje de montar, pero de todos modos se acercó a la ventana, que estaba al nivel del suelo y se arrodilló y espió entre las cortinas de encaje.
—No alcanzo a oír lo que dice.
—No… se refiere a la elección.
Por el espejo Verity vio la figura agazapada de Demelza, que exhibía la tensión de un animal joven, con la enagua de satén crema, la pequeña pechera descotada de encaje de Gante. Tres años antes había prestado a Demelza sus primeras prendas interiores elegantes. Demelza aprendía con rapidez. Los labios de Verity dibujaron una sonrisa afectuosa.
El pregonero no se acercó a la posada, pero durante un instante en que se aquietaron los ruidos más cercanos, alcanzaron a distinguir algunas palabras sueltas.
—¡Oíd! ¡Oíd! Oigan todos, oigan todos… De acuerdo con la decisión del sheriff… aviso de elecciones… el alcalde y los corregidores del distrito de Bodmin… el Presidente de la Cámara de los Comunes ordena, emite y proclama, el martes, séptimo día de septiembre, del año de nuestro Señor…
—¿Significa que las elecciones serán el martes? Creí que sería el jueves —observó Demelza.
—Ahora fijarán los anuncios. Mañana podremos verlos.
—Verity…
—¿Sí?
—¿Estás cansada esta noche?
—Por la mañana estaré bastante bien.
—¿No te importa si salgo sola un rato?
—¿Esta noche? Oh, no, querida. Pero sería una locura. No podrás caminar por la calle. Correrías grave peligro.
Demelza revisó las cosas que había desempacado y las examinó a la luz, cada vez más tenue.
—No tengo miedo. Me mantendré en las calles principales.
—¡No sabes lo que es esto! En Falmouth, incluso en una noche de cualquier sábado, es imposible salir sin acompañante. Aquí, donde todo el mundo está bebiendo, y la ciudad llena de visitantes…
—No soy una flor delicada que se quiebra apenas la tocan.
—No, querida, pero te aseguro que sería una locura. No comprendes… —Verity miró el rostro de su prima—. Si estás decidida, debo ir contigo.
—No es posible… Verity, muchas veces me ayudaste, pero en esto nada puedes hacer. Es… sencillamente algo… entre Ross y yo…
—Entre… ¿Ross te lo pidió?
Demelza luchó con su conciencia. Sabía que sus anteriores mentiras inocentes habían originado a veces graves daños. ¡Pero también habían sido la fuente de muchas cosas buenas!
—Sí —dijo.
—En ese caso… Pero ¿estás segura de que él te dijo que salieras sola? Me parece increíble que haya aceptado…
—Soy hija de un minero —dijo Demelza—. No me criaron entre algodones. La gentileza de modales, ¿es la palabra apropiada?, fue algo que aprendí cuando ya era casi adulta. Es algo que debo agradecerle a Ross. Y a ti. Pero no ha cambiado el fondo de mi misma. Todavía tengo en la espalda dos marcas, donde mi padre usó el látigo. Unos pocos borrachos no pueden hacerme nada que yo no pueda replicar. Lo único que necesito es un poco de coraje.
Verity observó un momento el rostro de su prima. Exhibía una firmeza de líneas que desmentía la expresión blanda y femenina de la boca y los ojos.
—Muy bien, querida. —Verity esbozó un gesto resignado—. No me complace tu proyecto, pero ahora eres dueña de tus actos.