Capítulo 4

Cuando Francis llegó a su casa eran poco más de las seis. Había cabalgado con viento de frente todo el camino, y soportado media docena de chubascos torrenciales, algunos con bastante granizo, y el agua había mojado la cabeza de su caballo, y la capa, y le había salpicado el rostro bajo el inestable sombrero, y se le había filtrado por el cuello, además de empaparle los pantalones hasta el borde de las botas. Incluso dos veces casi había caído del caballo, cuando este resbaló en surcos llenos de lodo, de treinta o cuarenta centímetros de profundidad. De modo que no estaba de buen humor.

Tabb, el último de los dos criados que aún quedaban en la casa, vino a ocuparse del caballo y comenzó a decir algo; pero una ráfaga de viento y otra cortina de lluvia ahogaron sus palabras, y Francis entró en la casa.

En estos tiempos era una casa silenciosa, y ya mostraba signos de pobreza y descuido: el clima hostil y el aire marino ejercen una acción implacable sobre la obra del hombre, y ya se veían manchas de humedad en el cielo raso del elegante salón, y había olor a moho. Los retratos de los Poldark y los Trenwith miraban fríamente desde las paredes del poco frecuentado vestíbulo.

Francis caminó hacia la escalera con el propósito de subir a su habitación y cambiarse, pero la puerta del salón de invierno se abrió bruscamente y Geoffrey Charles atravesó a la carrera el vestíbulo.

—¡Papito! ¡Papito! ¡Vino el tío George y me trajo un caballo de juguete! ¡Es hermoso! ¡Tiene los ojos y el pelo castaños, y estribos para poner los pies!

Francis advirtió que Elizabeth se había acercado a la puerta del salón de invierno: de modo que ahora no había ninguna posibilidad de evitar el inesperado visitante.

Cuando Francis entró, George Warleggan estaba de pie, frente al hogar. Vestía una chaqueta color tabaco, chaleco de seda y corbata negra, con pantalones caqui y botas nuevas de montar de color pardo. Elizabeth estaba un tanto sonrojada, como si la inesperada visita la hubiese complacido. Ahora George venía rara vez, pues no estaba del todo seguro de ser bien acogido. Francis tenía actitudes extrañas, y no toleraba con buen ánimo su posición de deudor. Elizabeth dijo:

—George vino hace una hora. Confiábamos en que regresarías antes de que se marchase.

—Tu visita es un honor en estos tiempos. —Para satisfacer a Geoffrey Charles, Francis se inclinó y admiró el juguete nuevo—. Ahora que estoy aquí, será mejor que no salgas hasta que haya terminado la lluvia. En el camino de regreso me mojé muchas veces.

George observó:

—Francis, has adelgazado. Y yo también. Antes de que termine el siglo todos pareceremos descamisados.

Los ojos de Francis recorrieron el ancho cuerpo de George.

—No veo que hayas mejorado nada.

Las cortinas color crema de la habitación cubrían las ventanas más de lo que agradaba a Francis; atenuaban la luz, y conferían a todos los objetos un tono moderado y opaco que le irritaba. Francis avanzó unos pasos y las apartó bruscamente. Cuando se volvió, advirtió que Elizabeth se había sonrojado, como si ella hubiera tenido la culpa del comentario de su marido.

—Nosotros, los individuos comunes —dijo George—, sufrimos los caprichos de la fortuna. Nuestros rostros y nuestros cuerpos están señalados y deformados por todas las tormentas del destino. Pero tu esposa, querido Francis, tiene una belleza que es indiferente a la mala suerte o a los vaivenes de la salud, y que se muestra aún más radiante en los momentos difíciles.

Francis se quitó la chaqueta.

—Creo que todos necesitamos una copa. George, todavía podemos permitirnos algunas bebidas. Perduran algunos de los viejos instintos.

—Lo invité a comer con nosotros —dijo Elizabeth—. Pero no aceptó.

—No puedo —dijo George—. Debo regresar a Cardew antes de oscurecer. Esta tarde llegué hasta Santa Ana para ver algunas minas, y no pude resistir la tentación de visitaros, ya que estaba tan cerca. Últimamente venís muy poco a la ciudad.

George estaba en lo cierto, pensó cínicamente Francis mientras su esposa recibía de él una copa de vino; la belleza de Elizabeth era tan pura que no la afectaban las circunstancias cotidianas. George aún le envidiaba una cosa.

—¿Y cómo está la minería? —preguntó—. Una ventaja de quien ya no participa en el asunto es que puede sentir un interés puramente teórico por sus caprichos. ¿Piensan clausurar la Wheal Plenty?

—Lejos de ello. —George hundió en la alfombra el extremo de su largo bastón de caña, pero luego lo retiró porque precisamente allí el tejido estaba deshilachándose—. Los precios del estaño y el cobre están elevándose. Si la cosa sigue así, quizá llegará el momento de reabrir la Grambler.

—¡Si eso fuera posible! —dijo Elizabeth.

—Pero no lo es. —Francis bebió de un trago su copa de vino—. George está imaginando cosas para animarte. Tendría que duplicarse el precio del cobre para justificar una nueva inversión en la Grambler, ahora que está clausurada y en ruinas. Si en el momento oportuno se hubiera evitado el cierre, la situación hubiera sido distinta. Pero no se reabrirá mientras vivamos. Estoy completamente resignado a pasar el resto de mis días haciendo la vida de un agricultor empobrecido.

George se encorvó levemente.

—Estoy seguro de que cometes un error. Os equivocáis al encerraros aquí. La vida ofrece muchas posibilidades, incluso en estos tiempos tan duros. Francis, Poldark es todavía un apellido prestigioso, y si frecuentaras la sociedad hallarías oportunidades de mejorar tu situación. En todo caso pueden obtenerse cargos, puestos retribuidos que no implican obligaciones ni pérdida de prestigio: incluso yo diría que lo contrario. Si quisiera, yo podría ser diputado, pero por el momento prefiero mantenerme al margen de la política. Con respecto a ti…

—Con respecto a mí —dijo Francis—, soy caballero, y no quiero cargos… concedidos por caballeros o por otros.

Lo dijo sin retintín, pero de todos modos era un comentario intencionado. George sonrió, pero no era el tipo de observación que probablemente olvidaría. Ahora pocas personas tenían valor para hacerle observaciones parecidas.

Elizabeth esbozó un gesto impaciente.

—Creo que no es razonable disputar con los amigos… si en efecto son amigos. El orgullo puede llevarnos demasiado lejos.

—A propósito de los Poldark —continuó Francis, sin hacer caso de la observación de Elizabeth—. Hoy vi en Truro a otro representante del apellido. No parecía excesivamente deprimido por el juicio que se avecina, aunque a decir verdad no mostró mucho interés en discutir el asunto conmigo. Y mal podría criticárselo.

Francis se inclinó de nuevo para hablar a su hijo, y George y Elizabeth guardaron silencio.

Un momento después, George dijo:

—Por supuesto, deseo que lo absuelvan. Pero, Francis, no creo que el resultado afecte tu buen nombre. ¿Acaso soy el guardián de mi hermano? Y menos aún de un primo.

Elizabeth preguntó:

—¿Cuáles son las posibilidades de que lo absuelvan?

—Un lindo caballo —dijo Francis amablemente a Geoffrey Charles—. Un hermoso caballo.

—No veo cómo pueden absolverlo del todo —dijo George, mientras se frotaba los labios con un pañuelo de encaje, y observaba la expresión de Elizabeth—. Ross era responsable de sus actos cuando ocurrieron los naufragios. Nadie lo obligó a hacer lo que hizo.

—¡Si uno cree que lo hizo!

—Naturalmente. Al tribunal le tocará decidirlo. Pero el hecho de que él… de que él tuviera una actitud despectiva para con la ley en una serie de ocasiones anteriores, seguramente lo perjudicará.

—¿Qué ocasiones anteriores? No las conozco.

—Y tampoco debería conocerlas el juez —dijo Francis, enderezándose—. Pero no se permitirá que continúe en la ignorancia. Hoy encontré en Truro esta simpática hojita. Y seguramente habrá otras en Bodmin antes de la semana próxima.

Extrajo del bolsillo un papel arrugado, lo alisó, y evitando los dedos extendidos de Geoffrey Charles lo entregó a Elizabeth.

—Pensé mostrárselo a Ross —agregó Francis—, pero decidí que era más discreto dejarlo en la ignorancia.

Elizabeth miró el papel. Era un típico volante, impreso con una tosca máquina, la tinta borrosa y mal distribuida.

Hechos Verdaderos y Sensacionales de la vida del Capitán R-s P-d-k, audaz aventurero, seductor y sospechoso de asesinato, que pronto comparecerá bajo Acusaciones Criminales en B-m-n, durante las próximas Sesiones. Precio un Penique.

Escrito por un Amigo Intimo.

Después de un minuto, Elizabeth apartó los ojos del papel y miró a Francis. Francis la miró con la expresión serena e interesada. El texto tenía la forma de una biografía, y no omitía ninguno de los intencionados rumores de los dos últimos años, todo se describía como si se hubiera tratado de hechos probados.

Francis ofreció el papel a George pero este lo rechazó.

—Ya los he visto. Uno de nuestros cocheros fue sorprendido ayer leyendo algo similar. No tienen importancia.

—No tienen importancia —dijo amablemente Francis— excepto para Ross.

—Ven aquí, niño —dijo George a su ahijado—, las riendas se te enredaron en la silla. Mira, tienes que hacer así.

Elizabeth dijo:

—¡Pero si la gente cree esto, el jurado tendrá prejuicios, como todos! Y hablan de un juicio justo…

—No se inquiete, querida Elizabeth —dijo George—. Estos volantes injuriosos que atacan a las personas son cosa de todos los días. Nadie los tiene en cuenta. Caramba, el mes pasado circuló una hoja que pretendía demostrar con los detalles más minuciosos y circunstanciados que toda la familia real está afectada por la debilidad mental y la insania, y que Federico, el padre del rey, fue un pervertido y un degenerado sin remedio.

—¿Y no es así? —preguntó Francis.

George se encogió de hombros.

—Supongo que hay una pizca de verdad incluso en la calumnia más baja.

El sentido de sus palabras era obvio.

—Aquí dice —observó Elizabeth—, que Ross sirvió en el ejército durante la guerra de América sólo para evitar las acusaciones que lo amenazaban. Pero en ese momento era un jovencito… y se trataba de travesuras juveniles. Nada que tuviese importancia. Y esto, acerca de Demelza… y esto…

Francis leyó:

—Además, en toda la región hay muchos niños cuy a paternidad podría ser dudosa si no existiese la extraña Circunstancia de la cicatriz con la cual el Demonio ha marcado a todos los hijos del Capitán; y esa cicatriz es tan parecida a la que él mismo muestra que quizá se empleó el mismo hierro de marcar. Aquí podemos observar…

—¿Qué significa eso? —preguntó Elizabeth.

—El hijo de Jinny Cárter tiene una cicatriz —dijo Francis—. Jinny Scoble, según se llama ahora. El autor del texto se ha tomado el trabajo de recoger toda la… ejem… ¿cómo podemos llamarla? Toda la basura. «Por un Amigo Intimo». Me gustaría saber quién es. No eres tú, George, ¿verdad?

George sonrió.

—Me gano el pan de un modo más ortodoxo. Sólo un quebrado vendería así sus servicios.

—El dinero no siempre es el motivo más importante —dijo Francis, que ahora se convertía a su vez en blanco de la ironía.

George inclinó la cabeza para apoyar el mentón sobre el puño de su bastón.

—No, quizás el despecho representa un papel… De todos modos, el asunto carece de importancia, ¿verdad? Si esas versiones son todas falsas, será fácil refutarlas.

Pero George había tocado un nervio sensible de Francis, y su modo característico de abandonar el asunto una vez formulada la observación no tuvo demasiado éxito. Era una antigua práctica de George tragarse los insultos y retribuirlos cuando le parecía oportuno. La educación de Francis no incluía un control parecido de sí mismo. Felizmente, en ese instante Geoffrey Charles cayó de su caballo, y el juguete a su vez cayó sobré el niño; y cuando el escándalo se calmó, el peor momento había pasado. Por dos razones Elizabeth se esforzó tratando de impedir que se repitiese el incidente. En primer lugar, George era de hecho el dueño de casi todo lo que allí había. Segundo, desde el punto de vista personal ella no deseaba perder su amistad. La admiración que él le dispensaba era un homenaje bastante escaso en la vida que ella llevaba. Elizabeth sabía que la merecía, y el saberlo le hacía más duro prescindir de ella.