Ross cabalgó hacia Truro el lunes siguiente. Demelza hubiera debido acompañarlo, pero intuyó que él prefería viajar solo. Ahora solía mostrar a menudo ese estado de ánimo.
Cuando llegó a Truro, Ross se dirigió inmediatamente a la casa del señor Nathaniel Pearce.
En el mes de febrero, cuando el aparato de la ley había comenzado a actuar de un modo tan súbito e inesperado, Ross aún sentía los peores efectos de su duelo y sus diferentes fracasos, y así había soportado, con irritación y resentimiento, las preguntas del funcionario judicial. Era muy evidente que debía permitir que lo representase un abogado. ¿Y quién mejor que el señor Pearce, que era su notario y lo había sido de su padre, además de consocio de la Wheal Leisure y acreedor por la suma de mil cuatrocientas libras?
Pero durante los meses de espera Ross sintió varias veces el impulso de introducir un cambio decisivo antes de que fuese demasiado tarde. Pearce era un buen negociador, inclinado a los asuntos de carácter comercial, un individuo bastante agudo y hábil en los casos de dinero; pero en los juicios penales convenía contar con hombres más jóvenes y ágiles. Además, en la agria disputa que había estallado entre dos grupos de la región durante los últimos años, Pearce era uno de los pocos que aún tenía un pie en cada campo. Era amigo de Ross y de los Warleggan. Era accionista de la Wheal Leisure, y sin embargo tenía cuenta con los Warleggan… aunque a veces representaba legalmente a Pascoe. Era amigo personal del doctor Choake, pero había prestado dinero a Dwight Enys. En principio todo eso estaba muy bien; la objetividad y la imparcialidad eran cualidades admirables, pero recientemente, cuando la última lucha había dejado una secuela de ruinas y hogares destruidos, esa virtud ya no parecía tan saludable.
Ross lo encontró más reanimado que de costumbre. Se le había aliviado la gota crónica que padecía, y aprovechaba su nueva movilidad para descargar un ataque furioso sobre cajas de antiguos documentos legales que llenaban la habitación. Un empleado y un cadete colaboraban en la orgía, trasladando cajas al escritorio del notario, y retirando después los pergaminos amarillos y crujientes, los mismos que el señor Pearce leía y arrojaba al suelo.
Cuando vio a Ross, dijo:
—Bien, capitán Poldark; qué agradable sorpresa; tome asiento, si encuentra dónde. Noakes, desaloje una silla para el capitán Poldark. Precisamente estoy despachando algunos asuntos viejos. Nada actual, ya me entiende; separo papeles viejos que pueden eliminarse. Espero que usted estará bien; este tiempo inestable es bueno para algunos. —Arrojó al suelo una docena de papeles apolillados, y se arregló la peluca—. Mi hija me decía ayer… Noakes, llévese estas cajas: los papeles de Basset y de Tresize deben permanecer intactos… Esto es una pequeña broma, capitán Poldark, si uno conoce el tema de los archivos de 1705… Por supuesto, las familias más antiguas esperan que su abogado conserve toda la correspondencia pertinente; pero el espacio es un verdadero problema; necesitaría varios sótanos. Mi hija me decía que los veranos húmedos son veranos saludables. ¿Usted concuerda en ello?
—No lo distraeré mucho tiempo —dijo Ross.
Pearce lo miró y dejó sobre la mesa el manojo de papeles que había levantado.
—Por supuesto —dijo—. Comprendo… en fin, dispongo de un momento. Hay que discutir una o dos cosas. Noakes… y usted, Biddle… salgan de aquí. Dejen las cajas. Dios mío, Dios mío, no sobre el escritorio. Eso mismo… Ahora, capitán Poldark, ya estamos cómodos. Un minuto para remover el fuego…
De modo que se instalaron en la habitación, sobrecalentada y atestada de papeles, y el señor Pearce se rascó e informó a Ross de las disposiciones adoptadas hasta ese momento en relación con el juicio. Las sesiones se inaugurarían formalmente el sábado cuatro, aunque no se desarrollaría ninguna actividad hasta el lunes. Se exigía la presencia de Ross ante el alcaide de la cárcel a más tardar el jueves dos. El honorable señor Wentworth Lister y el honorable señor H. C. Thornton, dos de los jueces de Su Majestad del Tribunal de Juicios Comunes, debían entender en los casos. Probablemente H. C. Thornton se ocuparía del aspecto nisi prives y Wentworth Lister atendería los casos de la Corona. Las listas eran muy nutridas, porque cuando debían haberse celebrado las sesiones de invierno, Launceston estaba tan afectada por la fiebre que los abogados habían rehusado acudir, de modo que todos los casos se habían postergado hasta el verano. Sin embargo, era probable que el proceso de Ross, al que se atribuía importancia, se ventilara el martes o el miércoles.
—¿Quién es el fiscal de la Corona?
—Creo que Henry Bull. Me hubiera gustado otra persona… aunque le prevengo que nunca lo vi, no lo conozco, excepto de oídas; y según dicen es un poco duro. Por lo que sé no es un gran abogado, pero trata de obtener fallos condenatorios. En fin, así son las cosas. Usted, capitán Poldark, contará con muchas simpatías; y todo ayuda, se lo aseguro; es cosa muy importante cuando hay que lidiar con un jurado. —Pearce se inclinó hacia delante con el atizador en la mano y volvió a remover el fuego.
—Buena voluntad y mala voluntad —dijo Ross, observando el rostro de su interlocutor.
—Ciertamente, no estoy enterado de que haya mala voluntad. Por supuesto, puede haberla; todos tenemos enemigos; es difícil vivir sin hacerse enemigos. Pero creo que no son muchos los que, debiendo afrontar un juicio, consiguen que dos magistrados paguen el dinero de la fianza. Lo cual, después de las cosas que usted dijo, me parece un verdadero homenaje. Usted se mostró un tanto… ejem… temerario, por decirlo así, como ya se lo señalé anteriormente.
—Me limité a decir lo que pensaba.
—Oh, no lo dudo; ciertamente. Pero si puedo aventurar una sugerencia… capitán Poldark, no siempre conviene decir exactamente lo que uno piensa sin atender a las circunstancias… es decir, si uno desea… ejem… en este caso, puesto que lord Devoran y el señor Boscoigne simpatizan con usted, podría haberse hallado cierta… cierta fórmula, si usted no se hubiese comprometido tan entusiastamente. Confío en que, cuando llegue el momento en que usted hable ante el tribunal, prestará mayor atención a su seguridad. En mi opinión, lo digo con toda humildad, mucho dependerá de la actitud que adopte.
—Es decir, mi vida dependerá de ello. —Ross se puso de pie y se acercó a la ventana, abriéndose paso entre los papeles.
—Esperemos que eso no esté en juego. Dios mío, no. Pero recuerde que tendrá que considerar los sentimientos del jurado… siempre son muy susceptibles a las buenas y las malas impresiones. Créame, su actitud influirá mucho. Por supuesto, el abogado le aconsejará en el momento oportuno… y confío en que usted aceptará el consejo.
Ross miró una araña que se deslizaba hacia el centro de su tela en un rincón de la ventana.
—Vea, Pearce, una cosa no hice, y debo salvar la omisión… quiero hacer testamento. ¿Puede ordenar que lo redacten… ahora mismo, de modo que pueda firmarlo antes de salir?
—Caramba, sí, no es imposible si pueden obviarse las condiciones testamentarias. Noakes puede hacerlo ahora mismo.
—No será nada complicado. Un enunciado claro y directo, en que indico que dejo a mi esposa todas mis deudas.
Pearce recogió un libro, y con gesto distraído pasó el dedo sobre el lomo, como limpiándole el polvo.
—Espero que la situación no sea tan grave, ¡ja, ja! Las cosas están un tanto difíciles ahora, pero sin duda mejorarán.
—Mejorarán si se permite que mejoren. Si las cosas salen mal en Bodmin, usted difícilmente recuperará su dinero. De modo que en honor de la justicia y de sus propios intereses le conviene asegurar mi libertad. —En los ojos de Ross había una leve expresión de ironía.
—Por supuesto, por supuesto. Créame, todos haremos cuanto sea posible. Mucho depende del jurado. Confieso que me sentiría mucho más tranquilo si no llegasen noticias tan graves de Francia. Tenemos que afrontar la situación. Esos disturbios en Redruth durante el otoño; hace diez años habría entendido en el asunto un juez de menor categoría… ahora, un ahorcado y dos deportados… —El señor Pearce se rascó bajo la peluca—. ¿Desea que llame a Noakes?
—Se lo ruego.
El abogado abandonó su sillón y tocó la campanilla.
—Aún necesitamos completar la declaración de la defensa. Si piensa declararse no culpable es esencial que…
Ross se apartó de la ventana.
—Dejemos eso. Hoy no estoy de humor. Cuando falten pocos días para ingresar en la cárcel quizá me decida a considerar el asunto…
Había una invitación pendiente a comer con los Pascoe, y cuando Ross salió de la oficina del señor Pearce ya eran las dos, de modo que caminó sin prisa hacia el banco, que estaba en la calle Pydar. Otro día con mal tiempo; agosto se mostraba implacable. Un viento frío del noroeste provocaba intensos chaparrones, y el sol intenso que asomaba de tanto en tanto no tenía tiempo de secar las calles antes de que las nubes se abriesen de nuevo sobre la tierra. En esa ciudad, donde había hilos de agua que corrían por el costado de las calles incluso en los veranos más secos y donde burbujeaban arroyos semiocultos en cada callejón, una ciudad de la cual nadie podía salir como no fuera atravesando un puente o un vado, el paseante tenía la sensación de que todo estaba saturado de agua. En los lugares bajos, los estanques lodosos sumergían lentamente los adoquines, y se unían para formar pequeños lagos.
Con el fin de evitar uno de ellos, que cubría la mitad de la calle Powder, Ross dobló por la calle de la Iglesia, y el viento, que súbitamente había cobrado renovado impulso, agitó la cola de su levita y trató de arrancarle el sombrero. Otro hombre que marchaba detrás no tuvo tanta suerte, y un sombrero de fieltro negro con un ancho reborde rodó sobre los adoquines húmedos y terminó a los pies de Ross. Este lo levantó, y cuando el propietario se acercó vio que era Francis. Tantas cosas habían ocurrido en la relación de los dos primos desde la irritada escena del mes de julio, que se encontraron como extraños, dos hombres que recordaban los antiguos sentimientos, pero ya no los experimentaban.
—Por Dios —dijo Francis—. Un viento imposible. Me empujó a este callejón como si hubiera sido una hoja. —Aceptó el sombrero, pero no volvió a ponérselo. Sus cabellos continuaron agitándose a causa del viento—. Gracias, primo.
Ross asintió levemente y se aprestó a seguir su camino.
—Ross…
Se volvió. Advirtió que Francis estaba más delgado. Ya no se percibía la antigua insinuación de obesidad; pero eso no le confería un aire más saludable.
—¿Sí?
—Nos vemos muy de vez en cuando, y no dudo de que incluso eso te parece demasiado. No critico tu actitud; pero quiero decir un par de cosas, no sea que transcurra otro año antes de que vuelva a presentarse la oportunidad.
—¿Bien? —Los ojos inquietos de Ross parecían mirar un punto situado a espaldas de Francis.
Francis se levantó el alto cuello de terciopelo de su chaqueta.
—Hablar con este viento es irritante. Caminaré contigo unos pasos.
Echaron a andar. Francis no dijo palabra hasta que llegaron a la iglesia de Santa María y doblaron siguiendo la empalizada del cementerio.
—Se trata sobre todo de dos asuntos. Quizá no aceptes mis buenos deseos, ni estés con ánimo de apreciarlos, pero debes saber que cuando el mes próximo vayas a Bodmin, de todos modos te acompañarán.
—Gracias.
—El segundo asunto es que si mi ayuda puede servirte de algo, estás en libertad de reclamarla.
—No creo que me sirva de nada.
—Tampoco yo lo creo, por lo menos en lo esencial, porque de lo contrario la habría ofrecido antes. Pero si se da el caso…
Vaciló y dejó de hablar y caminar. Ross esperó. Francis golpeaba con su bastón los tablones de la empalizada.
—No dudo de que las tumbas son un lugar apropiado para las confidencias. Si las cosas toman un mal sesgo el mes próximo, ¿cómo queda Demelza?
Ross alzó la cabeza, como si hubiese cobrado conciencia de un desafío, no de Francis, sino de esta circunstancia que comenzaba a perfilarse claramente en el espíritu de esa gente tanto como en el suyo propio.
—Conseguirá arreglárselas. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque puedo prestar ayuda, en diferentes formas. Sin duda, estoy casi tan quebrado como tú, o peor aún; pero si después del mes próximo tú estás encarcelado y yo en libertad, ella puede dirigirse a mí en caso de que necesite ayuda o consejo. Aún tengo cierto prestigio en el condado, y dispongo de una reserva financiera. Puede disponer de esa suma si la necesita, o de cualquier otra cosa que yo posea.
Ross sintió el impulso de decir: «Qué, acudir a un traidor y un ladronzuelo como tú, que traicionó y arruinó a una docena de hombres buenos y un magnífico proyecto, y todo por un mezquino despecho»; pero carecía de pruebas, y de todos modos el asunto estaba muerto y enterrado. El resentimiento y la amargura y los viejos rencores eran cosas muertas que infestaban las manos de quienes los manipulaban. Algo por el estilo había dicho Demelza el invierno pasado, poco después de la muerte de Julia. «Todas nuestras disputas parecen pequeñas y mezquinas. ¿No deberíamos aprovechar toda la amistad que se nos brinda… mientras aún es posible?».
Ross dijo:
—¿Es también la opinión de Elizabeth?
—No la he consultado, pero estoy seguro de que piensa lo mismo.
El sol se había ocultado, como preparación para el chubasco siguiente. Del cielo llegaba una luz dura y metálica, y la calle tenía un perfil inmóvil e incoloro, como en un grabado de acero.
—Gracias. Espero que no será necesario aprovechar tu ofrecimiento.
—Por supuesto, esa es también mi esperanza.
De pronto, Ross pensó que de no haber sido por ese hombre quizá no hubiera ocurrido nada de todo lo que ahora lamentaba. La compañía ya no tenía remedio. Y sin embargo, ahí estaba, hablando tranquilamente, como si nada hubiera ocurrido. Era como recibir una bofetada en el rostro.
Dijo con voz distinta:
—Acabo de redactar el testamento. Lo tiene Pearce. Si llegara lo peor, no dudo de que será capaz de hacer lo que corresponde. —Alzó su látigo en una especie de saludo, sin mirar a los ojos a su primo, y volvió sobre sus pasos para continuar su camino hacia la residencia de los Pascoe.
Cuando entró, Harris Pascoe estaba detrás de su escritorio; pero el banquero le hizo señas de que se acercara, y ambos entraron en el salón privado. Mientras bebían una copa de brandy, Pascoe dijo:
—Viene a comer el joven Enys… por primera vez en varios meses. Joan está complacida, pero yo dudo un poco de esa relación. Hace tanto que se prolonga que no creo que termine en nada. Sobre todo después del asunto de Dwight con esa mujer, el año pasado.
—La joven prácticamente se le ofreció —dijo Ross—. Confío en que no seré el convidado de piedra durante la comida de hoy.
—Por cierto que no. Sus visitas son tan raras como las de Enys. Entre… Me reuniré con usted en un minuto.
—He venido también para arreglar ciertos asuntos —dijo Ross—. Se relacionan con el juicio que me harán dentro de poco.
Ross observaba con cierto interés lejano las reacciones de diferentes personas cuando mencionaba el proceso inminente. En los ojos de algunos había un resplandor mórbido y especulativo que se manifestaba detrás de la expresión de simpatía; otros se retraían, como si uno les hubiese dicho que pensaba amputarse la pierna. Harris Pascoe apretó los labios con disgusto, y dedicó un momento a asegurar detrás de las orejas las varillas de sus anteojos.
—Confiamos en que ese asunto tendrá una feliz solución.
—Pero entretanto, un hombre prudente ordena sus asuntos.
—Creo que por el momento hay muy poco que hacer.
—Excepto asegurar la propia solvencia.
—Sí. Por supuesto. Naturalmente. ¿Quiere examinar su cuenta mientras está aquí?
Volvieron al banco, y Pascoe abrió uno de los grandes libros de cubiertas negras, limpió un poco de polvo de rapé que manchaba una página y tosió.
—En resumen, la situación es esta. Tiene un saldo a su favor de poco más de ciento ochenta libras. Su propiedad está gravada por una hipoteca permanente del banco, que son dos mil trescientas libras, las cuales devengan el siete por ciento de interés. Según entiendo, al mismo tiempo hay otra deuda de… un millar de libras, ¿no es así?… Con un interés del cuarenta por ciento… ¿reembolsable cuándo?
—Este mes de diciembre, o el próximo.
—Este mes de diciembre, o el próximo. ¿Y su ingreso… en cifras redondas, por así decirlo?
—No pasa de trescientas libras anuales netas. Harris volvió a pestañear.
—Ejem… sí. Supongo que calcula esa cifra después de pagar los gastos corrientes.
—Sí, los gastos corrientes de alimentación.
—Bien, la situación no es promisoria, ¿no le parece? Como recordará, cuando usted consideró la posibilidad de tomar el segundo préstamo, le aconsejé que en cambio vendiese las acciones de la mina. De todos modos, no me corresponde recordar lo que le aconsejé entonces. ¿Otras deudas importantes?
—No.
Un abejorro había entrado por una ventana abierta, y exploraba la habitación con gran despliegue de energía. El banquero empujó el libro, deslizándolo sobre el escritorio, y Ross firmó su nombre junto al último asiento de la cuenta.
—Me interesa —dijo— ofrecer cierta seguridad a mi esposa. Trato de no considerar con pesimismo el proceso, pero de nada sirve comportarse como el avestruz. —Levantó los ojos engañosamente soñolientos, y ahora había de nuevo en ellos un leve toque de ironía—. La ley puede apelar a varios recursos para privarla de mi apoyo… de modo que, si enviuda, o se ve privada de mi compañía por mucho tiempo, me gustaría saber que no queda sin techo.
—Creo que en ese sentido puede tranquilizarse —dijo serenamente el banquero—. Sus activos líquidos saldarán la segunda hipoteca. Si no es así, yo aportaré la diferencia.
Volvieron al saloncito privado.
—Usted soporta la desventaja de ser mi amigo —dijo Ross
—De ningún modo es una desventaja.
—Tengo excelente memoria… en el supuesto de que la ley me permita conservarla.
—Estoy seguro de que así será. —Con cierto embarazo, pues parecía que la conversación estaba cobrando un matiz emocional, el banquero continuó en diferente tono—. Poldark, deseo comunicarle una noticia, pese a que aún no es del dominio público. Estoy ampliando la firma, e incorporando socios.
Ross volvió a llenar su copa. Para él no era una buena noticia, porque en ese momento dependía mucho de la buena voluntad personal del banquero; pero no podía expresarlo.
—Un paso importante, pero supongo que usted tiene buenas razones para darlo.
—Sí, creo que tengo buenas razones. Por supuesto, cuando mi padre comenzó a descontar cargamentos de estaño, todo era distinto. Hace treinta años los negocios eran sencillos y directos, y sólo después que yo me casé comenzamos a emitir documentos bancarios. Siempre tuvimos elevada reputación, y mientras existiera esa confianza no se requerían complicados sistemas financieros. Pero las cosas han cambiado, y debemos seguir el paso de los tiempos. En la actualidad, un banco afronta toda clase de responsabilidades y presiones nuevas… y creo que son una carga mayor que la que puede soportar un hombre… o una familia…
—¿Quiénes serán sus nuevos socios?
—Saint Aubyn Tresize, a quien usted conoce. Tiene dinero y prestigio, y grandes intereses. El segundo es el abogado Annery. Un buen hombre. El tercero es Spry.
—No lo conozco.
—Es cuáquero. Yo seré el socio gerente, y la firma será Pascoe, Tresize, Annery & Spry. Creo que la comida ya está lista. ¿Un poco más de brandy para completar su copa?
—Gracias.
Mientras se acercaban a la escalera que llevaba al sector residencial de la casa, Pascoe agregó:
—En realidad, la experiencia que vivimos el otoño pasado fue lo que finalmente me decidió a dar este paso.
—¿Se refiere al fracaso de la Compañía Fundidora Carnmore?
—Sí… Estoy seguro de que en el curso de su lucha permanente, usted pudo sentir la presión de los intereses hostiles, de las restantes compañías refinadoras de cobre y de los bancos interesados. Pero sentado aquí (como usted sabe, casi nunca salgo), sentado aquí, en este banco silencioso, alcancé a percibir que también se manifestaban otras presiones más sutiles.
—También hostiles.
—También hostiles. Como usted sabe, yo no estaba directamente interesado en el asunto del cobre. En mi condición de custodio del dinero ajeno, no me corresponde asumir riesgos especulativos. Pero comprendí que si hubiese tenido interés en el asunto, no habría podido desplegar la fuerza necesaria para soportar las presiones que se habrían ejercido sobre mí. El crédito es un factor imprevisible… tan inestable como el mercurio. No es posible sujetarlo. Uno solo puede concederlo… y una vez que lo concede, es elástico hasta el punto mismo de ruptura. Durante el otoño pasado comprendí que ha terminado la época del banco unipersonal. Eso… me inquietó… me arrancó de la cómoda rutina que yo había seguido durante muchos años. Y durante todo este año estuve explorando la posibilidad de crear una organización más amplia.
Los dos hombres subieron la escalera para cenar.