Capítulo 2

Había avanzado bastante la mañana cuando Demelza dejó atrás Caerhays, para acercarse a su casa y almorzar. Mientras atravesaba las tierras de Trenwith, experimentó el deseo de detenerse para dedicar unos minutos a charlar amistosamente con Verity. Era algo que Demelza extrañaba mucho, y a lo cual nunca podía acostumbrarse. Pero Verity estaba en Falmouth, o quizá más lejos —según parecía, a pesar de todos los malos presagios su matrimonio era feliz—; y ella, Demelza, había sido la promotora activa del cambio, de manera que no podía quejarse. Ciertamente, la fuga de Verity había sido la causa de una profunda separación de las familias, y a pesar del espíritu de sacrificio demostrado por Demelza la Navidad anterior, la herida no se había cerrado del todo. Ahora, la responsabilidad no correspondía a Francis. Desde las enfermedades de la última Navidad y la muerte de la pequeña Julia, parecía sumamente ansioso por demostrar su gratitud por lo que Demelza había hecho. Pero Ross nada quería saber del asunto. El fracaso de la Compañía Fundidora Carnmore constituía una barrera insuperable entre ellos. Y si lo que Ross sospechaba acerca del asunto era acertado, Demelza no podía censurarlo. Pero ella se hubiera sentido mucho más feliz si las cosas hubiesen seguido un curso distinto. Su carácter siempre prefería un arreglo franco y sincero antes que la sospecha amarga y permanente.

Poco antes de perder de vista la casa, advirtió que Dwight Enys la seguía por el camino, de modo que frenó su caballo para esperarlo. Al acercarse, el joven cirujano se descubrió.

—Hermosa mañana, señora. Me alegro de ver que está gozando del aire puro.

—Con un propósito —dijo ella, sonriendo—. Todo lo que hago en estos tiempos tiene algún propósito. Presumo que muy moral, si se lo quiere ver así.

Dwight retribuyó la sonrisa de Demelza —era difícil no hacerlo— y dejó que su caballo avanzara al paso de la montura de Demelza. El camino tenía la anchura suficiente para permitirles avanzar a la par. Con ojo profesional, el joven advirtió que después de la enfermedad padecida en enero ella había quedado muy delgada.

—Supongo que todo depende de que el propósito sea realmente moral.

Demelza se recogió un mechón desordenado por el viento.

—Ah, eso no lo sé. Deberíamos preguntar al predicador. Estuve en Place House atendiendo al ganado de sir John.

Dwight pareció sorprendido.

—Ignoraba que usted era experta en eso.

—No lo soy. Sólo ruego a Dios que la vaca Hereford de sir John mejore prontamente. Si muere, no habré progresado nada.

—¿Y si vive?

Ella lo miró.

—¿Adónde iba, Dwight?

—A ver a algunos habitantes de Sawle. Está aumentando mi popularidad entre los pacientes que no pueden pagar. Choake es cada vez más perezoso.

—Y menos cordial. ¿Qué hay en el fondo de todo eso… ese intento de condenar a Ross?

El médico pareció incómodo. Con el extremo suelto de las riendas golpeó la manga de su chaqueta de terciopelo negro.

—Supongo que la ley…

—Oh, sí, la ley. Pero hay más. Desde cuándo la ley se preocupa tanto de los que saquean un naufragio o maltratan un poco a unos cuantos aduaneros… Incluso suponiendo que Ross haya participado en el asunto; y sabemos que no fue así. Es lo que viene haciéndose desde que tengo memoria, e incluso desde hace varios siglos.

—No sé si eso es del todo exacto… no, no es del todo exacto. Haré cuanto sea necesario para ayudar a Ross, y usted lo sabe…

—Sí, lo sé.

—Pero de nada sirve cerrar los ojos al hecho de que uno puede desafiar diez veces a la ley, pero la undécima, si a uno lo atrapa, se prende como una sanguijuela, y no descansa hasta que consigue su propósito. Así son las cosas. Por supuesto, en este caso uno se pregunta si, ahora que la ley está actuando, no se ejercitan también otras influencias…

—Hay hombres que andan por ahí haciendo preguntas… incluso a los Gimlett, nuestros propios criados. ¡Apenas hay un cottage en el distrito que no haya recibido la visita de estos individuos, y todos tratando de achacar la culpa a Ross! Sí, no dudo de que es la ley, pero según parece, en este caso dispone de mucho tiempo y dinero… aunque están malgastando ambos, porque su propia gente no lo traicionará, y más vale que lo comprendan así. Ross tiene enemigos, ¡pero no entre los mineros que lo ayudaron durante el naufragio!

Llegaron a la iglesia de Sawle, con su torre inclinada como la de Pisa, y Dwight se detuvo a la entrada del bosque. Sobre la colina, varias mujeres trabajaban en una ladera sembrada de trigo; ya habían formado parvas sobre los bordes, pero el centro del campo estaba intacto, y la ladera parecía un pañuelo bordado.

—¿No entrará en la aldea?

—No, Ross seguramente está esperándome.

—Si existe —dijo Dwight—, si existe una influencia que nada tiene que ver con la ley, yo no la atribuiría a pomposas nulidades como el cirujano Choake, que carecen del dinero o la maldad necesarios para producir daños graves.

—Tampoco yo, Dwight. Nosotros tampoco lo creemos.

—No…

Demelza apretó más fuertemente el látigo de montar, pero no habló.

Dwight dijo:

—Para su información, le diré que hace doce meses que no veo a los Warleggan.

Ella dijo:

—Por mi parte, sólo conozco bien a George. ¿Cómo son los demás?

—Los conozco muy poco. Nicholas, el padre de George, es un hombre duro, de carácter dominante, pero tiene una reputación de honesto que no puede tomarse a la ligera. Cary, el tío de George, es la eminencia gris, y si hay que hacer algo tortuoso supongo que él se encargará del asunto. Aunque confieso que siempre se mostraron muy amables conmigo.

Demelza desvió los ojos hacia el triángulo azul plata del mar que cerraba el extremo del valle.

—Sansón, que perdió la vida en el naufragio, era primo de los Warleggan. Y hay otros agravios entre Ross y George… aun antes de la compañía fundadora. Es un momento oportuno para saldar viejas cuentas.

—Yo no me preocuparía demasiado por eso. La ley tendrá en cuenta únicamente la verdad.

—No estoy segura de ello —dijo Demelza.

En la playa Hendrawna la escena era muy distinta de la que podía verse en la caleta Trevaunance. Aunque había poca marejada alrededor de la rocas, el mar golpeaba sobre la playa lisa y arenosa, y pendía una bruma baja en el aire benigno y quieto. Mientras regresaba de su acostumbrada caminata matutina hasta las Rocas Negras, Ross miró en dirección a los arrecifes, donde se habían levantado los cobertizos de la Wheal Leisure, y apenas pudo distinguirlos a través de la bruma. Era como caminar en un baño de vapor.

Desde la muerte de Julia y la iniciación del juicio contra él, Ross se había impuesto ese paseo cotidiano. O si lo deseaba y el tiempo lo favorecía, salía en el bote nuevo y navegaba hasta Santa Ana. Esa actividad no aliviaba su depresión, pero lo ayudaba a recuperar la ecuanimidad para afrontar el resto de las tareas cotidianas. Su hija había muerto, su primo lo había traicionado, la empresa fundidora en la cual tanto había trabajado estaba en ruinas, y afrontaba acusaciones por las cuales muy bien podían sentenciarlo a muerte o a la deportación, y si por casualidad sobrevivía al juicio, pocos meses después debería soportar la quiebra y la prisión por deudas. Pero entretanto, había que sembrar y cosechar los campos, y extraer y vender cobre. Había que vestir, alimentar y rodear de afecto a Demelza, por lo menos en la medida en que ahora él podía brindar afecto a nadie.

La muerte de Julia había sido el golpe más duro. Demelza había sufrido tanto como él, pero la suya era una naturaleza más flexible, y respondía involuntariamente a estímulos que para él significaban poco. Una celidonia que florecía fuera de estación, una carnada de gatitos descubiertos en un desván, el cálido sol después de un período de frío, el olor de la primera brazada de heno: para ella todo eso constituía siempre un alivio temporal, y por eso el dolor tenía menos posibilidad de herirla. Aunque él no lo advertía, gran parte del afecto que se había manifestado durante todo ese año provenía de Demelza.

Después de las tormentas de Navidad el invierno había sido tranquilo, pero Ross pensaba que no había calma en la región, del mismo modo que él tampoco la tenía. Los precios del cobre se habían elevado apenas lo indispensable para determinar un pequeño aumento en la ganancia de las minas que estaban explotándose, y en todo caso nada que justificase la iniciación de nuevas explotaciones o la reapertura de las antiguas. La vida estaba muy próxima al nivel de supervivencia.

Cuando salió de la playa y pasó el muro derruido vio a Demelza, que bajaba por el valle, y ella lo vio casi al mismo tiempo, y lo saludó con la mano, y él respondió. Se reunieron en la casa; él la ayudó a desmontar y entregó el caballo a Gimlett, que había acudido presuroso.

—Te vestiste para tu salida de la mañana —dijo Ross.

—Me pareció que no estaba bien que me viesen desaliñada, como si no importara que soy la señora Poldark.

—En este momento, algunos opinarán precisamente así.

Ella lo tomó del brazo y lo obligó a acompañarla en un recorrido por el jardín.

—Mis malvalocas no crecen tan bien este año —dijo—. Exceso de lluvias. Todos los cultivos están retrasados. Necesitaríamos un mes de septiembre cálido y seco.

—Habrá una atmósfera muy pesada en el tribunal.

—No estaremos todo el mes en la sala del tribunal. Solamente un día. Y después quedarás libre.

—¿Quién lo dice? ¿Estuviste consultando a tus brujas?

Demelza se detuvo para retirar un caracol que estaba bajo una hoja de primavera. Lo sostuvo con desagrado entre el índice y el pulgar enguantados.

—Nunca sé qué hacer con ellos.

—Déjalo sobre esa piedra.

Así lo hizo, y se volvió mientras él lo pisaba.

—Pobre criaturita. Pero comen tanto; no me importaría si se contentasen con una hoja o dos… Ross, hablando de brujas, ¿has oído hablar de una enfermedad de las vacas llamada de la «cola quebrada»?

—No.

—Se paralizan las patas traseras y se aflojan los dientes.

—Los dientes de una vaca siempre están flojos —dijo Ross.

—Y la cola tiene un aspecto extraño, como si estuviese desarticulada… uno diría que se ha fracturado. De ahí el nombre. ¿Te parece que puede curarse abriendo la cola y aplicando una cebolla hervida?

Ross dijo:

—No.

—Pero no haría ningún daño si de todos modos la vaca se cura, ¿verdad?

—¿Qué estuviste haciendo esta mañana?

Ella miró el rostro distinguido y huesudo.

—Me encontré con Dwight en el camino de regreso. Asistirá al juicio.

—No veo por qué debe ir. Por lo que sé, la mitad de Sawle y Grambler asistirá. Será un verdadero carnaval romano.

Continuaron paseando en silencio. El jardín estaba inmóvil bajo las nubes bajas, y las hojas y las flores parecían mostrar la sustancia más cálida y firme de las cosas permanentes. Ross pensó: «No hay cosas permanentes, sólo momentos fugaces de calidez y fraternidad, maravillosos segundos de quietud en una sucesión de días inquietantes».

Comenzó a llover, y ambos entraron en la casa y permanecieron un minuto frente a la ventana de la sala, contemplando las grandes gotas que salpicaban las hojas del árbol de lila y dibujaban manchas oscuras. Cuando de pronto comenzó a llover, Demelza sintió el impulso instintivo de ir a ver si Julia dormía afuera. Quiso decírselo a Ross, pero se contuvo a tiempo. Rara vez mencionaban el nombre de la niña. A veces ella sospechaba que Julia era como un obstáculo levantado entre ellos, y que si bien él hacía todo lo posible por no pensar en el asunto, todavía recordaba el riesgo que ella había afrontado tratando de ayudar a la gente de Trenwith.

Demelza dijo:

—¿No deberías volver a ver al señor Pearce?

Ross rezongó:

—Ese hombre me irrita. Cuanto menos lo vea, tanto mejor. Demelza respondió serenamente:

—Como sabes, están en juego mi vida y también la tuya.

Él la abrazó.

—Vamos, vamos. Si algo me ocurriera, aún tienes muchos años de vida. La casa y la tierra serán tuyas. Serías la principal accionista de la Wheal Leisure. Y tendrías una obligación: hacia la gente y la comarca…

Ella lo interrumpió:

—No, Ross, nada tendré. Volveré a ser una mendiga. La tosca hija de un minero…

—Serás una bella joven de poco más de veinte años, con una pequeña propiedad y un montón de deudas. Aún tendrás que vivir lo mejor de tu vida…

—Vivo únicamente por ti. Me hiciste lo que soy. Me haces creer que soy bella, me haces creer que soy la esposa de un caballero…

—Tonterías. Estoy seguro de que volverás a casarte. Si yo desapareciera, te encontrarías requerida por hombres de todo el condado. No lo digo por halagarte; no es más que la verdad. Podrías elegir entre docenas de individuos…

Jamás volveré a casarme. ¡Jamás!

La mano de Ross oprimió la de Demelza.

—Aún estás muy delgada.

—No es así. Deberías saber que no es así.

—Bien, digamos esbelta. Tu cintura solía ser más redonda.

—Sólo después que nació Julia. Entonces… era distinta. —Bien, ahora la había mencionado.

—Sí —dijo él.

Guardaron silencio un minuto o dos. Los ojos azules de Ross mostraban entornados los párpados, y ella no podía leer la expresión de su rostro.

Demelza dijo:

—Ross.

—¿Sí?

—Quizá más tarde parezca diferente. Tal vez tengamos otros hijos.

Él se apartó de la joven.

—No creo que a un niño le agrade tener por padres a un recluso… Me gustaría saber si la comida está lista.

Cuando Dwight se separó de Demelza, descendió, montado en su caballo, un empinado y angosto camino que llevaba a la aldea de Sawle, entre el burbujeo de las aguas del arroyo y el estrépito de las estamperías de estaño. Hacía poco que había llegado a la región, siendo todavía un médico joven e inexperto con ideas radicales acerca de la medicina; pero en su vida, ese lapso parecía una década entera. Durante ese período había conquistado la confianza y el afecto de los pobladores a los cuales atendía, había infringido inexcusablemente su juramento hipocrático, y después, con un esfuerzo doloroso, había reconquistado por completo el terreno perdido a los ojos de los habitantes, que achacaban la culpa a la muchacha, y muy parcialmente a sus propios ojos, siempre severos y críticos.

Había aprendido mucho. Que la humanidad era infinitamente variable e infinitamente contradictoria, de modo que el tratamiento era siempre una combinación de pacientes, experimentos y ensayos; que a menudo el cirujano y el médico no eran más que espectadores de los combates que se libraban ante sus ojos; que la ayuda exterior no era ni con mucho tan poderosa como la habitual capacidad de recuperación del cuerpo, y que a veces las drogas y los brebajes tanto podían perjudicar como ayudar.

Si hubiera sido un hombre satisfecho de sí mismo hasta cierto punto le habría confortado el hecho de que sabía todo eso, pues muchos de los cirujanos y los médicos que conocía no habían aprendido nada parecido en el curso de una vida entera, y era probable que jamás lo aprendiesen. Evitaba a los miembros de su propia profesión, porque siempre acababa disputando con ellos. Su único consuelo era que a menudo también disputaban entre ellos, pues tenían un solo elemento común, la absoluta y abrumadora confianza en que su propio método era infalible, un sentimiento que de ningún modo parecía conmoverse cuando moría uno de los pacientes. Si un enfermo moría mientras lo trataban, la culpa era del enfermo, no del método.

Dwight no sabía a ciencia cierta qué creía el doctor Thomas Choake. Desde la última pelea se habían visto poco; pero como ejercían la profesión más o menos en el mismo territorio, era natural que hubiese contactos ocasionales. Choake siempre tenía a mano un remedio —a veces incluso parecía haber elegido el remedio antes aún de ver al paciente—. Pero Dwight nunca pudo determinar si estos remedios respondían a una teoría dada de la medicina, o simplemente a los impulsos de su propio cerebro.

Ese mediodía Dwight tenía que visitar a varios pacientes, y ante todo debía ver a Charlie Kempthorne. Dos años antes, Kempthorne había padecido consunción en ambos pulmones, si bien estaban afectados únicamente los extremos superiores; pero esto hubiera bastado para llevarlo a la tumba. Ahora, aparentemente, estaba bien, y lo había estado todo el año; no había tosido, había engordado y trabajaba otra vez, no en las minas, sino fabricando velas. Como Dwight había supuesto, estaba en su casa, sentado a la puerta del cottage, y trabajaba con una gruesa aguja e hilo. Cuando vio al médico, en su rostro delgado y muy bronceado se dibujó una sonrisa; y el hombre se puso de pie para saludarlo.

—Pase, señor. Me alegro de verlo. Estuve guardándole unos huevos, y esperando que llegase.

—Me marcho en seguida —dijo Enys—. Es una visita sólo para comprobar si sigue mis instrucciones. De todos modos, gracias.

—No es difícil aplicar el tratamiento. Aquí estoy, seco y caliente, un día con otro, cosiendo… y ganando más dinero que en la mina.

—¿Y Lottie y May? —Kempthorne tenía dos niñas flacuchas de cinco y siete años. Había perdido a su esposa, ahogada en un accidente tres años antes.

—Están en casa de la señora Coad. Aunque me gustaría mucho saber qué aprenderán allí. —Kempthorne se llevó el hilo a la boca para humedecerlo, e hizo una pausa, sosteniendo el hilo entre el índice y el pulgar, mientras miraba con expresión astuta a su interlocutor—. Seguramente ya sabe que hay más casos de fiebre. La tía Sara Tregeagle me pidió que se lo dijera.

Dwight no contestó, porque en general le desagradaba hablar de enfermedades con sus pacientes.

—Están enfermos los Curnow, y Betty Coad y los Ishbel, ella me pidió que se lo dijera. Por supuesto, es natural que sea así en agosto.

—Esta es una vela grande y de buena calidad.

Charlie sonrió.

—Sí, señor. Para la One and all de Santa Ana. Necesita mucha tela.

—¿Aceptaría fabricar velas también para los buques de los aduaneros?

—Solamente si pudiera coserlas de modo que se rompiesen cuando están persiguiendo a otros.

Desde allí hasta el sector abierto que estaba al pie de la colina no era seguro montar a caballo, de modo que Dwight caminó lentamente por el camino empinado e irregular. Esos cottages, los mejores de la aldea, ocupaban un lado del camino; del otro, más allá del promontorio cubierto de vegetación, el valle descendía bruscamente hasta una hondonada por donde un tramo del río Mellingey corría hacia el mar y accionaba las forjas de estaño. Cada casa estaba unos dos metros debajo de la que ocupaba el vecino, y en la última Dwight ató su caballo. Mientras golpeaba la puerta, un rayo de dorada luz del sol se filtró entre las nubes e iluminó el grupo de cottages, más abajo, bañando los techos con un resplandor húmedo que era anticipación de lluvia.

Aquí vivía Jacka Hoblin, que tenía su propia estampadora de hojalata, su esposa Polly, su hija Rosina —que era medio inválida— y la hija menor, Parthesia, una vivaz criaturita de once años; y ella fue quien abrió la puerta. Abajo, el cottage tenía dos cuartitos con suelo de cal apagada, y en uno de ellos Rosina ejecutaba su trabajo como costurera y fabricante de zuecos. Parthesia dijo que su madre estaba acostada, y saltando delante del médico subió ágilmente la escalera exterior de piedra que llevaba al desván con techo de vigas, donde todos dormían. Después de conducir al visitante, se alejó rápidamente en busca de su padre, que según la niña también estaba enfermo.

Polly Hoblin, que tenía cuarenta años y aparentaba casi sesenta, saludó con simpatía al médico; y Dwight retribuyó la sonrisa, al mismo tiempo que observaba todos los síntomas usuales de un ataque de fiebre terciana: temblores en los músculos, el rostro pálido y manchado, los dedos blancos inertes. Era un ataque particularmente agudo. Pero era alentador que lo hubiesen llamado —aunque de un modo renuente, y como disculpándose— para que tratara el caso. Dos años antes, la gente que padecía las enfermedades corrientes compraba drogas, cuando podía pagarlas, a Irby, el droguista de Santa Ana, o a una de las viejas del vecindario; ciertamente, nunca se atrevían a llamar al doctor Choake —como no fuera cuando se rompían una pierna o se encontraban in extremis—. Estaban comenzando a apreciar lentamente el hecho de que el doctor Enys se ponía a atender a la gente que podía pagar sólo en especie, o ni siquiera así. Por supuesto, estaban los que decían que él hacía experimentos con los pobres; pero siempre había que contar con las lenguas poco caritativas.

Preparó una dosis de quina para la mujer; y cuando vio que el líquido pasaba entre los dientes apretados, le dejó dos porciones de polvos contra la fiebre que debía tomar más tarde, y una dosis de sal policresta y ruibarbo para la noche. En ese momento la habitación se oscureció, porque en la puerta había aparecido la figura de Jacka Hoblin.

—Buenos días, doctor. Thesia, ve abajo y tráeme un trapo. Estoy traspirando como un toro. Bien, ¿qué le pasa a Polly?

—La fiebre intermitente. Debe guardar cama por lo menos dos días. ¿Y usted? Creo que tiene lo mismo. Por favor, acérquese a la luz.

Cuando se aproximó, Dwight olió el fuerte aroma del gin. De modo que era uno de los períodos de embriaguez de Jacka. Parthesia se acercó bailoteando con un trozo de tela roja, y el hombre lo usó para enjugarse la frente perlada de sudor. El pulso de Jacka era tenue, regular y rápido. La fiebre estaba más evolucionada, y sin duda le provocaba una sed abrumadora.

—Tengo un poco. Pero es mejor moverse, no dejarse aplastar entre las mantas. Cuanto más rápido se mueve uno, antes desaparece.

—Vea, Hoblin, quiero que ahora tome esto, y este polvo disuelto en agua antes de acostarse por la noche. ¿Entiende?

Jacka se pasó una mano por los cabellos en desorden y lo miró hostil.

—No me gustan los brebajes de los médicos.

—Aun así debe tomarlo. Mejorará mucho.

Los dos hombres se miraron fijamente, pero el prestigio de Dwight se impuso a la resistencia de Hoblin; y con cierta satisfacción el médico vio que el hombre ingería la fuerte dosis de tártaro soluble. El polvo reservado para la noche, si Hoblin consentía en beberlo, contenía diez granos de jalapa; pero eso no importaba mucho. Dwight sentía más preocupación por la salud de las tres mujeres que por la del hombre.

Cuando salía vio a Rosina que subía la ladera de la colina con una jarra de leche. Tenía diecisiete años, y sus bellos ojos aún no se habían arruinado en interminables horas de coser con mala luz. Cuando se encontró con el médico, la joven se rio e hizo una reverencia.

—Tu familia habrá mejorado mañana. Cuida que tu madre tome la medicina esta noche.

—Eso haré. Gracias, señor.

—Tu padre… ¿provoca dificultades cuando está bebido?

La joven se sonrojó.

—Señor, suele enojarse bastante; yo diría que entonces es difícil tratarlo.

—Y… ¿es violento?

—Oh, no, señor… o rara vez. Y después trata de disculparse.

Dwight pasó frente a la ventanita en arco del negocio de la tía Mary Rogers, y llegó al grupo de ruinosos cottages que estaban al pie de la colina; era el lugar llamado Guernseys. Aquí comenzaba el sector más sórdido. Ventanas cubiertas con tablas y harapos, puertas apoyadas contra la pared al lado de las aberturas que debían cerrar, pozos negros abiertos, unidos por los caminos que seguían las ratas, techos rotos y cabañas anexas a los cottages, y en medio de todo eso niños semidesnudos que gateaban y jugaban. Siempre que visitaba el lugar, Dwight tenía conciencia de sus propias ropas decentes: eran fenómenos que pertenecían a otro mundo. Golpeó en el primer cottage, sorprendido de ver cerradas las dos mitades de la puerta. Una semana antes había atendido el nacimiento del primogénito de Betty Carkeek, después que dos pescaderas parteras habían cometido toda suerte de torpezas y fracasado.

Oyó llorar al bebé, y después de un minuto entero Betty se acercó a la puerta, y abrió cautelosamente la mitad superior.

—Oh, es usted, señor. Pase. —Betty Carkeek, de soltera Coad, no era la clase de mujer que perdía fácilmente el ánimo, pero se había sentido aliviada cuando el cuarto y el quinto día pasaron sin indicios de fiebre puerperal. Ahora podía arreglárselas bastante bien. El médico la siguió al interior de la choza de piedra (apenas era más que eso) agachando la cabeza al pasar el umbral, y vio a Ted Carkeek sentado frente a un pequeño fuego, removiendo cierto brebaje de hierbas. Hacía apenas un mes que Ted y Betty se habían casado, pero permanecer en casa cuando había que trabajar y era muy difícil conseguir empleo, parecía un modo muy extraño de mostrar afecto.

Dwight saludó al joven con un gesto de la cabeza y fue a mirar al bebé. Ted se puso de pie y comenzó a salir, pero Betty lo detuvo, y él gruñó y volvió a vigilar su brebaje. El niño estaba congestionado por un enfriamiento, y respiraba agitadamente; Dwight se preguntó qué habría hecho la inexperta joven; siempre había que luchar contra la ignorancia y el descuido.

—Betty, ¿su madre estuvo aquí?

—No, señor. Mi madre está un poco enferma.

—Naturalmente. —Kempthorne había mencionado a la familia Coad—. ¿La fiebre terciana?

—Sí, creo que es eso.

La sustancia puesta al fuego comenzó a burbujear, y se oyó un chisporroteo cuando algunas gotas cayeron sobre las llamas. Del hogar brotó humo, y se elevó hacia las vigas ennegrecidas.

—¿Y usted?

—Oh, estoy bien. Pero Ted…

—Cierra la boca —dijo Ted desde el hogar.

Dwight no le prestó atención.

—Se ha levantado antes de tiempo —dijo a la joven—. Si Ted se queda en casa, puede cuidarla.

—Más bien yo tengo que cuidarlo.

Ted hizo otro movimiento impaciente, pero ella continuó:

—Ted, deja que el médico te vea. No ganarás nada cociendo hierbas junto al fuego. Bien sabemos que él nunca contará nada.

Después de un momento, Ted se puso en pie de mala gana y se acercó a la luz que entraba por la puerta.

—Me lastimé el hombro, eso es todo. De nada servirá que lo vea.

Dwight apartó la rústica tela que el muchacho se había puesto sobre el hombro. Una bala de mosquete había entrado cerca del hueso y rebotado, dejando una herida bastante limpia. Pero ahora estaba inflamada, y la cataplasma de hojas de milenrama hervidas no había mejorado el asunto.

—¿Tienen agua limpia? ¿Qué está hirviendo sobre el fuego?

Dwight comenzó a vendar la herida, sin formular ningún comentario acerca de las circunstancias. Y como no preguntó, le brindaron una explicación, si bien sólo después que terminó el vendaje y sangró al paciente, y cuando ya se disponía a salir. Ted Carkeek se había unido con cuatro amigos; tenían una frágil embarcación con la cual si hacía buen tiempo se aventuraban en el largo y peligroso viaje a Francia, para cargar bebidas, llevarlas a Cornwall y venderlas. No era una empresa a gran escala, como la del señor Trencrom; pero con cuatro o cinco viajes anuales se las arreglaban para vivir. Habían partido el sábado para regresar el miércoles, y se habían acercado a la caleta de Vaughan, un lugar de la playa que a veces se conectaba con la caleta de Sawle; y allí habían encontrado a Vercoe y a otros dos aduaneros, que esperaban para detenerlos. Habían empezado a pelear y la embarcación se hundió, porque en la confusión había encallado en las rocas; Ted Carkeek recibió un disparo en el hombro. Un asunto desagradable y que podía tener repercusiones.

—No estábamos haciendo nada malo —dijo indignado Ted—. Sólo queremos ganar un poco, como hace otra gente… y ahora tenemos que empezar todo de nuevo, si podemos. Y bien puede ocurrir que los soldados vengan a revisar las casas, como hicieron en Santa Ana.

Betty dijo:

—Todos querríamos saber cómo supieron los aduaneros dónde pensaban desembarcar. No es natural. Alguien estuvo hablando.

Dwight cerró su maletín de cuero, y dirigió una última e inquieta mirada en dirección al niño. Era tan pequeño que poco podía hacerse; de todos modos, la señora Coad se ocuparía sin duda de que su hija le desobedeciese, y le daría algún brebaje que ella hubiera preparado. El niño sobreviviría o no según su propia constitución. Dijo ahora:

—Los aduaneros tienen el oído fino. Ted, debe descansar ese hombro. No trabaje por lo menos durante una semana.

—Y no es la primera vez —dijo Ted—. El viejo Pendarves y Foster Pendarves fueron detenidos en abril con las manos en la masa. Yo digo que no es natural.

—¿Mucha gente de la aldea estaba enterada?

—Oh… sí, creo que sí. Es difícil que no lo adivinen cuando uno se ausenta la mitad de la semana, pero pocos sabían dónde pensábamos desembarcar. Eso lo sabían sólo seis o siete. Si pudiera ponerle la mano encima al que no supo frenar la lengua, o lo que es peor, al que nos denunció…

El cuarto estaba oscuro y hedía; Dwight sintió el súbito impulso de elevar las manos hacia las vigas inclinadas, y desencajarlas. Tanto habría valido que esa gente viviera en una caverna, sin luz ni sol.

—Betty, ¿tiene otros familiares enfermos?

—Bien, yo no diría tanto. Joan y Nancy también tienen fiebre, pero traspiran mucho, y ya están curándose.

—¿Estuvieron atendiendo a su bebé?

Betty lo miró, más deseosa de decir la palabra apropiada que la verdad.

—No, señor —dijo al fin.

Dwight recogió su maletín.

—Bien, no permita que se acerquen. —Se volvió para salir—. Ted, tenga cuidado con sus sospechas. Sé que es fácil dar consejos, pero cuando uno empieza a sospechar de la gente no es fácil saber dónde detenerse.

Mientras salía del cottage y cruzaba la plaza hacia los depósitos de pescado, donde varias familias sobrevivían dificultosamente, meditaba en los problemas que le había acarreado el brote de fiebre. Todo el verano lo había inquietado la renovada virulencia de esa enfermedad estacional —y dicha virulencia se refería no sólo al hecho de que en algunos casos, como el de la señora Hoblin, la enfermedad cobraba una gravedad inusitada, sino a la aparición de nuevos síntomas cuando la gente hubiera debido recuperarse—. Aparecían decoloraciones de la piel, focos de inflamación, y después una debilidad más acentuada. Dos niños habían muerto poco antes —al parecer como consecuencia de esa nueva forma— y varios adultos estaban mucho más enfermos de lo que hubiera sido lógico suponer. Incluso los niños que mejoraban se sentían débiles y tenían la piel amarilla, los vientres blandos y las piernas flojas. Si comenzaba una epidemia de sarampión, morirían como moscas. Había ensayado toda la serie de sus armas favoritas, pero ninguna parecía producir el más mínimo efecto. A veces Dwight se preguntaba si había llegado el momento de anunciar una nueva enfermedad, la enfermedad carencial, para englobar los síntomas que él había descubierto.