En agosto de 1790 tres hombres avanzaban, montados en sus caballos, por el camino de mulas que pasaba frente a la mina Grambler; se dirigían hacia los cottages dispersos al extremo de la aldea. Caía la tarde, y el sol acababa de ponerse; una brisa que venía del oeste había empujado las nubes, que comenzaban a resplandecer con los rayos del poniente. Incluso las chimeneas de la mina, de las cuales hacía casi dos años que no brotaba humo, cobraban un suave color pastel bajo la luz de la tarde. En un agujero de la más alta de las dos anidaban varias palomas, y el movimiento de sus alas rompía el vasto silencio del paisaje mientras los hombres pasaban. Media docena de niños harapientos se entretenía en un rústico balancín, suspendido entre dos cobertizos, y algunas mujeres, de pie en las puertas de los cottages, las manos aferrando los codos, miraban el paso de los jinetes.
Eran hombres de aire respetable, vestidos sobriamente con ropas oscuras, y montaban sus caballos con aire de importancia; en los tiempos que corrían no se veía mucha gente así en esa aldea medio ruinosa y medio abandonada, que había nacido y sobrevivido sólo para servir a la mina, y que ahora que la mina había muerto a su vez estaba pereciendo, aunque más lentamente. Pareció que los hombres se limitarían a pasar por allí —era lo que cabía esperar—, pero de pronto uno de ellos asintió, y los tres frenaron los caballos frente a una choza de aspecto aún más ruinoso que todo lo que habían visto antes. Era una vivienda de una sola planta, pero tenía un viejo caño de hierro como chimenea, y un techo emparchado y vuelto a emparchar con sacos y maderas; y delante de la puerta abierta, sentado sobre una caja, estaba un hombre de piernas arqueadas que tallaba un pedazo de madera. Era un individuo de estatura menor que mediana, robusto pero ya entrado en años. Calzaba viejas botas de montar aseguradas con cordeles, y vestía pantalones de pana amarillos, una sucia camisa de franela gris que había perdido una manga a la altura del codo, y un tieso chaleco de cuero negro, cuyos bolsillos estaban ocupados por una variada gama de objetos inútiles. Silbaba casi sin ruido, pero cuando los hombres desmontaron, entreabrió los labios y los miró con ojos sanguinolentos y cautelosos; su cuchillo vaciló en el aire, mientras el hombre examinaba a los recién llegados.
El jefe, un individuo alto y demacrado, que tenía los ojos tan juntos que parecía bizco, se acercó y dijo:
—Buenos días. ¿Su nombre es Paynter?
El cuchillo descendió lentamente. El hombre de piernas arqueadas alzó un pulgar sucio y se rascó el punto más lustroso de su cabeza calva.
—Tal vez.
El otro hizo un gesto de impaciencia.
—Vamos, hombre. Usted es Paynter o no lo es. No es un tema acerca del cual pueda haber dos opiniones.
—Bien, de eso no estoy tan seguro. La gente se toma muchas libertades con los nombres ajenos. Tal vez pueda haber dos opiniones. Tal vez pueda haber tres. Todo depende de la razón que lo lleva a preguntar.
—Es Paynter —dijo uno de los acompañantes del jefe—. ¿Dónde está su esposa, Paynter?
—Fue a Marasanvose. Ahora bien, si ustedes la quieren…
—Me llamo Tankard —dijo secamente el primer hombre—. Intervengo por la Corona en el caso del rey contra Poldark. Paynter, queremos formularle algunas preguntas. Este es Blencowe, mi empleado, y Garth, parte interesada. ¿Nos permite pasar?
El rostro arrugado y pardo de Jud Paynter adquirió un aire de inocencia ofendida: en la convencional defensa había un matiz de auténtica alarma.
—¿Para qué me quieren? Dije todo lo que sabía frente a los magistrados, y lo que sabía era nada. Aquí estoy, y vivo como un cristiano, como el propio san Pedro, sentado frente a mi propia puerta, y no molesto a nadie. Déjenme en paz.
—La ley debe seguir su curso —dijo Tankard, y esperó a que Jud se pusiera de pie.
Después de un minuto, y mirando con suspicacia a los tres hombres, Jud los llevó al interior de la choza. Se sentaron en la oscura habitación, y mientras se acomodaba Tankard miró con desagrado alrededor y levantó la cola de su levita para evitar ensuciarse. Ninguno de los visitantes tenía olfato delicado, pero Blencowe, un hombrecito de espalda encorvada, volvió los ojos con pesar hacia el camino y el cielo del atardecer.
Jud dijo:
—No sé nada de eso. Ustedes no tienen por qué hablar conmigo.
—Tenemos motivos para creer —dijo Tankard—, que su declaración ante el juez de instrucción fue completamente falsa. Si…
—Discúlpeme —dijo Garth en voz baja—. Quizá me permita hablar un minuto o dos con Paynter. Recordará que antes de venir le dije que hay modos de…
Tankard cruzó los delgados brazos.
—Oh, está bien.
Jud volvió los ojos de bulldog hacia el nuevo adversario. Pensó que ya había visto a Garth, cabalgando a través de la aldea, o en algún lugar cercano. Quizás espiando.
Garth dijo en un tono más cordial:
—Entiendo que usted fue sirviente del capitán Poldark… usted y su esposa. Lo sirvió muchos años, y anteriormente al padre del capitán Poldark.
—Tal vez.
—Y que después de trabajar fielmente para él todos esos años lo echó de pronto, lo expulsó de la casa sin aviso previo.
—Sí. Puedo decir que eso no fue justo ni propio.
—Dicen, y le advierto que no son más que rumores, dicen que él lo trató de un modo vergonzoso antes de expulsarlo —a causa de una fechoría imaginaria— que usó el látigo y casi lo ahogó bajo la bomba. ¿Fue así?
Jud escupió sobre el piso, y mostró sus dos grandes dientes.
—Todo eso es ilegal —intervino Tankard inclinando su nariz larga y fina—. Delitos contra la persona: agresión y lesiones. Paynter, usted podría haberle iniciado juicio.
—Y apuesto que no fue la primera vez —dijo Garth.
—No, no lo fue —dijo Jud después de un minuto, y sorbió aire entre los dientes.
—La gente que maltrata a sus criados fieles no merece tenerlos en los tiempos que corren —dijo Garth—. Ahora prevalece un espíritu nuevo. Cada individuo es igual a los demás. Vea lo que está ocurriendo en Francia.
—Sí. Estoy enterado de eso —dijo Jud, pero no siguió hablando. No convenía que esos entrometidos conocieran el secreto de sus visitas a Roscoff. Ese asunto de Poldark podía ser una trampa para obligarlo a reconocer otras cosas.
—Blencowe —dijo Tankard—. ¿Trajo el brandy? Podríamos beber un trago, y sin duda Paynter nos acompañará.
… El resplandor del atardecer se disipó, y se acentuaron las sombras de la choza sembrada de trastos.
—Créame —dijo Garth—, la aristocracia ha terminado. Su tiempo pasó. Los plebeyos reconquistarán sus derechos. Y uno de sus derechos es que no se les trate peor que a los perros, ni se les use como esclavos. Señor Paynter, ¿usted conoce la ley?
—«La casa del inglés es su castillo» —dijo Jud—. Y el «habeas corpus» y «no te meterás en la propiedad de tu vecino».
—Cuando se ataca a la ley —dijo Garth—, como ocurrió aquí en enero, a menudo ocurre que la ley no puede imponerse como debe. Y entonces, hace lo que puede. Y cuando hay disturbios, pillaje, robos y cosas por el estilo, la ley nada dice de los que fueron inducidos, porque lo que quiere es echarle el guante a los dirigentes. Ahora bien, en este caso está muy claro quién fue el jefe.
—Tal vez.
—Nada de tal vez. De todos modos, no es fácil obtener pruebas; la ley buscará por otro lado y se ocupará de individuos menos importantes. Es la raíz del asunto, señor Paynter, de eso puede estar seguro; de ahí que lo mejor será que consigamos condenar al verdadero responsable.
Jud alzó su vaso y lo dejó caer otra vez, porque estaba vacío; Blencowe se apresuró a presentar la botella de brandy. El líquido produjo un reconfortante burbujeo mientras Jud se servía.
—No comprendo por qué vienen a verme, puesto que yo no estaba allí —dijo, siempre cauteloso—. Nadie puede ver lo que ocurre cuando está en otra parte.
—Escuche, Paynter —dijo Tankard, sin hacer caso de la señal de Garth—. Sabemos mucho más de lo que usted cree. Hace casi siete meses que estamos investigando. A usted le conviene aclarar perfectamente su situación.
—Por supuesto, aclarar perfectamente…
—Sabemos que usted cooperó activamente con Poldark la mañana del naufragio. Sabemos que estuvo en la playa durante los disturbios ocurridos ese día y la noche siguiente. Sabemos que representó un papel importante en la resistencia presentada a los funcionarios de la Corona, disturbios durante los cuales uno de ellos sufrió heridas graves; y en muchos sentidos usted es tan culpable como su amo…
—¡Jamás oí una charla tan idiota en toda mi vida! ¿Yo? Estaba tan lejos de la playa como ahora…
—Pero como explicó Garth, estamos dispuestos a cerrar los ojos si usted colabora y ofrece pruebas. Tenemos buenos testimonios contra ese Poldark, pero deseamos más datos. Es evidente que usted no tiene motivos para mostrarse fiel a ese hombre. Vaya, de acuerdo con su propia declaración, él lo trató de un modo vergonzoso. Vamos, hombre, decirnos la verdad sería de sentido común, y no sólo su obligación.
Con cierta dignidad Jud se puso de pie.
—Además —dijo Garth—, lo recompensaremos.
Jud se volvió, en el rostro una expresión reflexiva, y con movimientos lentos volvió a sentarse.
—¿Eh?
—Por supuesto, no será oficial. Si así fuera, no serviría. Pero hay otros modos de hacer las cosas.
Jud estiró el cuello para mirar en dirección a la puerta. No había signos de Prudie. Así ocurría siempre que iba a ver a su prima. Miró de reojo a cada uno de los hombres que estaban en la choza, como si así hubiera podido calibrar sus intenciones sin que ellos lo advirtiesen.
—¿De qué modo?
Garth extrajo su bolsa y la movió.
—La Corona quiere encontrar al culpable. La Corona está dispuesta a pagar la información conveniente. Por supuesto, todo será rigurosamente reservado. Rigurosamente entre amigos. Casi podría decirse que es como ofrecer recompensa por un arresto. ¿No es verdad, señor Tankard? Nada más que eso.
Tankard no contestó. Jud alzó su vaso y sorbió el resto del brandy.
Casi por lo bajo, dijo:
—Primero amenazas, y ahora soborno. ¡Soborno hecho y derecho! Están pensando en el dinero de Judas. Pero sentarse al tribunal, y hablar contra un viejo amigo. Peor que Judas, porque él fue más discreto. ¿Y para qué? Por treinta monedas de plata. Y me parece que ni siquiera eso me ofrecen. Quieren que lo haga por veinte o por diez. No es razonable, no es propio, no es cristiano, no es justo.
Hubo una breve pausa.
—Diez guineas ahora y diez guineas después del juicio —dijo Garth.
—¡Ah! —exclamó Jud—. Lo que pensé.
—Quizá se aumente a quince.
Jud se puso de pie, pero esta vez con movimientos lentos; sorbió aire y trató de silbar, pero tenía los labios secos. Se levantó los pantalones, y metió dos dedos en un bolsillo del chaleco, buscando una pulgarada de rapé.
—No es justo proponer esas cosas a un hombre —gruñó—. La cabeza me da vueltas como un trompo. Vuelvan en un mes.
—El tribunal se reúne a principios de septiembre.
También Tankard se puso de pie.
—No necesitamos una declaración extensa —dijo—. Nada más que unas pocas frases que resuman los hechos principales, como usted los conoce… y el compromiso de repetirlos en el momento apropiado.
—¿Y qué puedo decir? —preguntó Jud.
—Por supuesto, la verdad, bajo juramento.
Garth se apresuró a interrumpir.
—Naturalmente, la verdad, pero tal vez podamos indicarle qué deseamos especialmente. Sobre todo, necesitamos testigos del ataque a los soldados. Eso fue la noche del siete al ocho de enero. Señor Paynter, usted estaba en la playa, ¿no es verdad? Sin duda presenció todo el incidente.
Jud parecía viejo y fatigado.
—No… ahora no recuerdo nada de eso.
—Si consigue refrescar la memoria, se ganará veinte guineas.
—¿Veinte ahora y veinte después?
—… Sí.
—¿Tanto vale para ustedes ese cuento?
—Hombre, queremos la verdad —dijo Tankard, impaciente.
—¿Fue o no fue testigo del ataque?
Garth dejó la bolsa sobre una desvencijada mesa de tres patas que otrora había pertenecido a Joshua Poldark. Comenzó a contar veinte monedas de oro.
—Caramba —dijo Jud mirando el dinero—, recuerdo que le abrieron la cabeza al soldado, y a los demás los sacaron corriendo de la playa Hendrawna más rápido de lo que habían entrado. Cuando vi todo eso me reí con ganas. ¡Cómo me reí! ¿Se referían a eso?
—Por supuesto. Y a la intervención del capitán Poldark en el asunto.
Con la aproximación de la noche, las sombras invadían la choza. El tintineo de las monedas era un sonido líquido, y durante un momento pareció que toda la luz que aún restaba se había concentrado en la opaca isla dorada de las guineas.
—Caramba —dijo Jud, y tragó saliva—. Creo que lo recuerdo bastante bien. Aunque a decir verdad yo no tuve nada que ver. Pero estuve allí… del principio al fin. —Vaciló y escupió—. ¿Por qué no me dijeron antes que se trataba de eso?
Al día siguiente, una joven que montaba a caballo atravesó Grambler en dirección contraria, pasó frente a la iglesia de Sawle, dejó a un costado Trenwith y comenzó a descender el empinado camino que atravesaba el bosque de Trevaunance. Era una mujer joven y morena, de estatura un tanto superior a la media, vestida con un traje de montar azul muy ajustado, una camisa celeste y un pequeño sombrero de tres picos. Los conocedores quizás habrían discutido si era o no hermosa pero muy pocos hombres se habrían cruzado con ella sin sentirse atraídos.
Después de dejar atrás la fundición, cuya humareda ocre había amustiado la vegetación del bosque, subió la pendiente hacia el lugar en que Place House, cuadrada y sólida, enfrentando el viento y la tormenta, se alzaba sobre el mar. Cuando desmontó, era evidente que la joven estaba nerviosa. Los dedos enguantados manipularon torpemente la brida del caballo, y cuando llegó un criado para recibir el animal, la visitante se expresó con cierta dificultad.
—¿Sir John Trevaunance, señora? Veré si está. ¿A quién debo anunciar?
—A la señora Poldark.
—La señora Poldark. Este… sí, señora. —¿Imaginaba que de pronto se había avivado el interés del criado?—. Por favor, pase por aquí.
La introdujeron en una pequeña y cálida salita de recibo, que daba a un invernadero, y después de permanecer sentada un momento, tironeando los dedos de sus guantes, oyó pasos que regresaban, y un lacayo vino a decir que sir John estaba en casa y la recibiría.
Se hallaba en una larga habitación, parecida a un estudio, que miraba al mar. La alivió descubrir que estaba solo, si se exceptuaba un gran perro jabalinero, agazapado a los pies del dueño de la casa. Advirtió también que era menos imponente de lo que había temido; no era mucho más alto que ella misma, y tenía el rostro rojizo, y una expresión más bien jovial alrededor de los ojos y la mandíbula.
—A sus órdenes, señora —dijo sir John—. Tome asiento.
Esperó hasta que ella hubo elegido el borde de un sillón, y entonces volvió a sentarse frente a su escritorio. Durante un minuto ella mantuvo bajos los ojos; sabía que él la estaba examinando, y aceptaba el escrutinio como parte inevitable de la prueba.
Sir John dijo cautelosamente:
—No había tenido el placer de conocerla.
—No… Usted conoce bien a mi marido…
—Por supuesto. Hemos mantenido relaciones comerciales hasta… hace poco.
—Ross se sintió muy apesadumbrado cuando esa relación terminó. Siempre le había enorgullecido mucho.
—¡Hum! Señora, las circunstancias fueron muy desfavorables para todos. No fue culpa de nadie. Todos perdimos dinero en esa operación.
Demelza alzó los ojos, y vio que el examen había satisfecho a sir John. Esa capacidad de agradar a los hombres era uno de los pocos factores reconfortantes en las incursiones que Demelza hacía en sociedad. Ella aún no lo consideraba una fuerza; a lo sumo, una protección cuando flaqueaba su valor. Sabía que, de acuerdo con las normas de la etiqueta, la visita que estaba realizando era impropia… y él también debía saberlo perfectamente.
Desde donde estaban podían ver el humo de la fundición, que se disipaba sobre la bahía, y después de un momento él dijo con expresión un tanto embarazada:
—Como usted… ejem… sin duda sabe, la compañía fue reformada… con una nueva dirección. El fracaso de la empresa fue para todos un duro golpe, pero usted debe comprender mi propia situación. Las instalaciones se levantaron en mis tierras, más aún, a la vista de mi casa, y yo invertí más capital que nadie, de modo que habría sido absurdo dejar ociosa la fundición. Se presentó la oportunidad de obtener más capital, y era lógico aprovecharla. Confío en que el capitán Poldark haya comprendido mi actitud.
—Estoy segura de que así es —dijo Demelza—. Y también de que le desea el mayor éxito en su nueva empresa… aunque él no pueda participar personalmente.
Sir John parpadeó.
—Es muy amable de su parte haber dicho esto. Por el momento apenas salvamos los gastos, pero creo que las cosas mejorarán. ¿Puedo ofrecerle una bebida? ¿Quizás una copa de vino de Canarias?
—No, gracias… —vaciló—. Pero quizás aceptaría un vaso de oporto, si eso no le causa ninguna molestia.
Con irónico fruncimiento del ceño, sir John se puso de pie y tiró del cordón de la campanilla. Un criado trajo el vino, y mientras lo bebían mantuvieron una conversación amable. Hablaron de minas, de vacas, de carruajes y del verano irregular. Los modales de Demelza cobraron más desenvoltura, y los de sir John se desprendieron de la cautela anterior.
—A decir verdad —afirmó Demelza—, creo que el tiempo inestable molesta a todos los animales. Tenemos una hermosa vaca llamada Emma; hace dos semanas producía buena leche, pero ahora se secó. Lo mismo ocurre con otra, aunque eso no nos sorprendió tanto…
—Tengo una magnífica Hereford, que vale muchísimo —dijo sir John—. Hace dos días tuvo su segundo ternero, y ahora está enferma, y sufre una paraplejia. El veterinario Phillips vino más de cinco veces. Me destrozará el corazón si se muere.
—¿El ternero está bien?
—Oh, sí, pero pasamos un mal rato. Y después, Minta no ha podido incorporarse. También tiene mal los dientes (se le aflojaron) y parece que se le hubieran descoyuntado las articulaciones de la cola. Phillips no sabe a qué santo encomendarse, y mi peón tampoco entiende una palabra.
—Recuerdo que cuando vivía en Illuggan —dijo Demelza—, vi un caso parecido. La vaca del párroco enfermó y tenía los mismos síntomas. Y también fue después de tener a su ternero…
—¿Y él halló la cura?
—Sí, señor, halló la cura.
—¿En qué consistía?
—Bien, no me corresponde juzgar si el párroco acertó, ¿verdad? No vaciló en llamar a una vieja, una tal Meggy Dawes; recuerdo que vivía al otro lado del arroyo. Era muy buena para curar verrugas y la escrófula. Cierta vez, un chico fue a verla con el ojo inflamado. Estaba grave, pero apenas ella…
—Señora, ¿qué ocurrió con la vaca?
—Oh, sí. ¿Puedo verla, sir John? Me gustaría mucho verla, para tener la certeza de que es la misma enfermedad que tuvo la vaca del párroco.
—Yo mismo la llevaré, si tiene la bondad de acompañarme. ¿Otro vaso de oporto para fortificarse?
Pocos minutos después atravesaron el patio adoquinado, detrás de la casa, y entraron en el establo donde estaba acostada la vaca. Demelza observó las macizas paredes de piedra de las construcciones auxiliares, y deseó que fueran suyas. La vaca yacía de costado, los suaves ojos pardos mortecinos; pero no se quejaba. Un hombre se levantó de un taburete de madera, y respetuosamente permaneció de pie al lado de la puerta.
Demelza se inclinó para examinar a la vaca, con una actitud profesional que venía de sus siete años en Nampara, y de ningún modo de su niñez en Illuggan. El animal tenía las patas paralizadas, y la cola parecía extrañamente desarticulada más o menos en el punto medio de su longitud.
Demelza dijo:
—Sí. Es exactamente lo mismo. Meggy Dawes lo llamaba el «golpe en la cola».
—¿Y la cura?
—Tenga en cuenta que es su cura, no la mía.
—Sí, sí, comprendo.
Demelza se pasó la lengua sobre los labios.
—Ella decía que había que abrir la cola allí, a unos treinta centímetros del extremo, donde estaba desarticulada, y aplicar una cebolla bien salada; y después atarla con un poco de cinta, mantenerla así más o menos una semana, y luego quitar la cinta. Sólo un poco de comida una vez por día, y un cordial formado por partes iguales de romero, bayas de semilla de junípero y cardamomo sin corteza. Recuerdo bien que eso decía.
Demelza miró inquisitiva al baronet. Sir John estaba mordiéndose el labio inferior.
—Bien —dijo—. Nunca oí hablar de esa cura, pero por otra parte también la enfermedad es rara. Usted es la primera persona que parece haberla visto. Condenación, me inclino a probar. Lyson, ¿qué le parece?
—Señor, es mejor que ver sufrir al animal.
—Lo mismo digo. He oído afirmar que esas viejas hacen maravillas con las dolencias menos conocidas. Señora Poldark, ¿podría repetir las instrucciones a mi peón?
—Con mucho gusto.
Uno o dos minutos después volvían a atravesar el patio y entraban en la casa.
Sir John dijo:
—Confío en que el capitán Poldark estará afrontando con optimismo el proceso que se avecina.
Apenas habló, lamentó haber sido tan incauto.
Sospechaba que ella había evitado intencionadamente el tema, de modo que él asumiera la responsabilidad de mencionarlo. Pero Demelza no reaccionó con tanta pasión como él había temido.
—Bien, por supuesto no nos agrada el asunto. Pero creo que a mí me preocupa más que a él.
—Pronto se resolverá todo, y creo que su marido tiene buenas posibilidades de ser absuelto.
—¿Lo cree de veras, sir John? Su opinión me reconforta mucho. ¿Irá a Bodmin cuando se celebren las sesiones del tribunal?
—¿Cómo? ¿Cómo? Bien, no lo sé. ¿Por qué me lo pregunta?
—He oído decir que en septiembre habrá elecciones, y como el tribunal comienza a trabajar el día seis, pensé que quizás usted estuviese en la ciudad.
—¿Quizá para ayudar a mi hermano? Oh, es muy capaz de arreglarse solo. —El baronet miró con cierta desconfianza el rostro sereno de su interlocutora cuando volvieron a entrar en la espaciosa habitación que él usaba como despacho. No era fácil adivinar lo que ella pensaba—. Y aunque estuviese en la ciudad, tendría mi tiempo muy ocupado y no podría asistir al tribunal. Además, con todo respeto, señora, no me agradaría ver en aprietos a un viejo amigo. Por supuesto, le deseo la mejor suerte… pero a nadie le agrada un espectáculo de esa naturaleza.
—Hemos oído decir que habrá dos jueces —observó Demelza.
—Oh, no en el caso propiamente dicho. Habrá dos jueces que se dividirán los asuntos. Wentworth Lister no es un mal sujeto, y lo digo pese a que hace varios años que no lo veo. Tenga la certeza de que será un juicio justo. La justicia británica cuidará de ello. —El perro jabalinero se había acercado, y sir John retiró un bizcocho dulce de un cajón y lo dio al animal.
—A decir verdad, me desconcierta —afirmó Demelza— que un hombre… un juez… pueda venir desde lejos, escuche las circunstancias de un caso, y sepa en pocas horas a qué atenerse. No me parece concebible. ¿Nunca se interesa por conocer la verdad en privado, antes de la iniciación del caso?
Sir John sonrió.
—Le sorprendería comprobar con qué rapidez un cerebro instruido puede dilucidar los hechos reales. Y recuerde, el fallo no dependerá del juez sino del jurado, y son todos habitantes de Cornwall como nosotros, de modo que hay motivos para ser optimistas. Si yo fuese usted, no me preocuparía demasiado por la seguridad de él. ¿Otra copa de oporto?
Demelza rehusó.
—Este licor es un poco seco. Pero tiene muy buen aroma. Cuando todo haya concluido nos gustaría que un día viniese a visitarnos. Ross me pidió que se lo dijese.
Sir John dijo que la perspectiva le encantaba, y el perro desparramó por todo el piso migajas del bizcocho. Demelza se puso de pie para salir.
Sir John agregó:
—Rezaré por que su tratamiento para Minta produzca buenos resultados.
También Demelza rezaba, pero prefirió no mostrar sus dudas.
—¿Podría enviar un mensaje comunicándome los resultados?
—Por supuesto. Se lo haré saber. Y entretanto… si otra vez pasa por aquí… me complacerá recibir su visita.
—Gracias, sir John. A veces cabalgo a lo largo de la costa, en beneficio de mi salud. No hace bien al caballo, pero me gustan el paisaje y el aire puro.
Sir John caminó con ella hacia la puerta y la ayudó a montar, y al hacerlo admiró la figura esbelta y la erguida espalda. Cuando ella salía por el portón, entró un hombre montado en un caballo gris.
—¿Quién era? —preguntó Unwin Trevaunance, mientras depositaba sus guantes grises sobre una pila de láminas de estaño. El hermano menor de sir John todo lo hacía intencionadamente, confiriendo gravedad a actos que de ningún modo la tenían. Era un individuo de treinta y seis o treinta y siete años, alto, rostro leonino y gesto dominante, y aparentaba una personalidad mucho más impresionante que el baronet. Pero sir John sabía ganar dinero, y Unwin no.
—La esposa de Ross Poldark. Una joven atractiva.
—Es la primera vez que la veo. ¿Qué quería?
—Aún no lo sé —dijo sir John—. Aparentemente, no deseaba nada.
Unwin tenía una arruga entre los ojos, y se le ahondaba cuando fruncía el ceño.
—¿No fue antes una criada de la cocina o algo por el estilo?
—Antes que ella otros han ascendido en la sociedad, y por cierto que con menos talento. Ya tiene cierta elegancia. Dentro de pocos años será difícil no confundirla con una mujer de linaje.
—¿Y vino por nada? Lo dudo. Me pareció una mujer peligrosa.
—¿Peligrosa?
—Cuando nos cruzamos me miró. Yo tengo cierta sagacidad para juzgar a la gente.
—Bien, yo también, Unwin y creo que puedo afrontar el riesgo. —Sir John dio otro bizcocho al perro—. Me indicó una cura para Minta, aunque que me cuelguen si creo que será eficaz… ¿Encontraste a Ray?
—Sí. Oh, sí. Le dije que Carolina deseaba suspender su viaje para estar en Bodmin durante las elecciones; pero Carolina ya le había escrito, de modo que no fui a decirle nada nuevo. ¡Muy propio de ella pedirme que hable con el tío, y después escribir personalmente!
—No es más que una niña. Ten paciencia con ella, Unwin. Necesitarás ser paciente. Es una joven temperamental y extraña. Y sin duda hay otros que tienen los ojos puestos en su dote.
Unwin mordió el extremo de su látigo de montar.
—El viejo es un avaro incorregible. Allí estaba esta mañana, revisando las cuentas con sus manos costrosas, y la casa, que ni siquiera en sus mejores tiempos fue una mansión, casi derrumbándose por falta de reparaciones. En verdad, no es un lugar apropiado para que Carolina pase allí la mitad de su vida.
—Tú podrás cambiar todo eso.
—Sí. Algún día. Pero Ray tiene a lo sumo cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años. Aún puede vivir diez años. —Unwin se acercó a la ventana y miró en dirección al mar, que esa mañana estaba sereno. Las nubes bajas sobre los arrecifes irregulares habían ensombrecido el color del agua, confiriéndole un tono verde oscuro. Varias gaviotas marinas se habían encaramado sobre el techo de la casa, y emitían gritos estrepitosos. Para Unwin, acostumbrado ahora a la vida londinense, era una escena melancólica—. Penvenen tiene algunas ideas extrañas. Esta mañana me dijo que Cornwall posee excesiva representación en el Parlamento. Y que las bancas deberían redistribuirse entre las ciudades nuevas del interior. Qué absurdo.
—No prestes atención a sus manías. A menudo dice esas cosas para fastidiar a su interlocutor. Es su constante.
Unwin se volvió.
—Bien, confío en que no habrá más elecciones en siete años. Me costarán más de dos mil libras, y todo por el placer de ser elegido; lo cual, como sabes, no es seguro.
Los ojos de sir John adquirieron una expresión neutra y cautelosa, como ocurría siempre que se mencionaba el dinero.
—Muchacho, tú mismo has elegido esa profesión. Y otros están peor. Carter de Grampoun me decía hace poco que tendría que pagar hasta trescientas guineas por voto cuando llegase el momento. —Se puso de pie y tiró del cordón de la campanilla—. La señora Poldark me preguntó si estaría en Bodmin durante las elecciones. Me gustaría saber con qué intención hizo la pregunta.