Se despertó.
Estaba helado y dolorido como si hubiese pasado la noche en un sepulcro. Abrió los ojos legañosos y vio que estaba rodeado de coches. No paraba de temblar y notó que la temperatura corporal era peligrosamente baja. Se incorporó torpemente apoyándose en un coche. Era el patio delantero de un concesionario y debía de estar en Seafield Road. Se restregó los coágulos de las fosas nasales y comenzó a respirar rápidamente para estimular la circulación sanguínea. Tenía la camisa y la chaqueta manchadas de sangre, pero no había heridas; no le habían apuñalado ni veía ningún tajo.
«¿Dónde diablos estoy?», pensó.
No había amanecido todavía, ladeó el reloj a la luz de una farola: vio que eran las tres y media. Se palpó los bolsillos, encontró el móvil y llamó al retén nocturno de Saint Leonard.
«¿Estoy en el cielo o en el infierno?», pensó aturdido.
—Manden un coche patrulla a Seafield Road, al concesionario de Volvo —dijo.
Para hacer tiempo se puso a correr por el reducido espacio golpeándose los costados con los brazos doloridos, pero no se le iba el temblor. Diez minutos más tarde llegaba el coche patrulla y de él se bajaron dos agentes de uniforme.
—Dios mío, en qué estado se encuentra… —dijo uno de ellos.
Rebus se desplomó en el asiento trasero.
—¿Tienen a tope la calefacción? —preguntó.
Los agentes ocuparon sus puestos y cerraron las puertas.
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó el del asiento del copiloto.
Rebus pensó un instante.
—Pues no sé —respondió al fin.
—De todos modos, feliz Año Nuevo, señor —dijo el conductor.
—Feliz Año Nuevo —añadió su compañero.
Rebus quiso responder lo mismo pero no pudo. Se encogió en el asiento pensando únicamente en que seguía vivo.
Volvió a aquellas naves con un equipo de investigación. La explanada de cemento estaba limpia como una patena.
—¿Fue aquí? —preguntó Siobhan.
—Pero no estaba así —dijo Rebus sosteniéndose en pie a duras penas.
No habían querido dejarle marchar en el hospital, pero la nariz no estaba rota y aunque en la orina hubiese algo de sangre no se apreciaban indicios de lesión interna ni de infección. Fue una enfermera, mientras examinaba sus ropas, quien comentó: «Hay demasiada sangre para un simple puñetazo en la nariz», comentario que le hizo pensar que, efectivamente, tenía arañazos y raspaduras en la cara, un corte interno en la mejilla y había sangrado por la nariz, pero la verdad es que estaba cubierto de sangre, y volvió a ver el cuchillo y a Cafferty al lado de Hutton…
Ahora en el mismo sitio en que había estado hacía diez horas escasas lo único que se veía era una fina capa de hielo.
—Lo han limpiado con manguera —dijo.
—¿Cómo?
—Que han limpiado la sangre con una manguera —dijo encaminándose al coche.
Barry Hutton no estaba en casa y su novia no le había visto desde la tarde anterior. Su coche estaba aparcado delante del edificio de su empresa, cerrado y con la alarma puesta pero sin llave. Tampoco allí había rastro de Barry Hutton.
Dieron con Cafferty en el hotel, desayunando en el comedor. El hombre de Hutton era ahora de Cafferty, si es que no lo había sido ya antes, y leía el periódico en otra mesa.
—Acabo de enterarme de lo que me van a cobrar con el cambio de siglo —dijo Cafferty refiriéndose al hotel—. No tienen escrúpulos. Usted y yo nos hemos equivocado de oficio.
Rebus se sentó enfrente de su bestia negra. Siobhan Clarke se presentó y permaneció de pie.
—Han venido dos —comentó Cafferty— para tener un testigo de la conversación.
Rebus se volvió hacia Siobhan.
—Espera fuera —dijo, pero ella no se movió—. Haz el favor —insistió Rebus.
Siobhan, reticente, dio al fin media vuelta y les dejó.
—Vaya fierecilla —dijo Cafferty riendo e inclinándose de pronto con cara de preocupación—. ¿Qué tal se encuentra, Hombre de paja? Anoche pensé que no volvía a verle.
—¿Dónde está Hutton?
—¡Hostia, hombre, yo qué sé!
Rebus se volvió hacia el guardaespaldas.
—Ve al tanatorio de Warriston y busca el nombre de Robert Hill. Los guardaespaldas de Cafferty no duran mucho.
El hombre se le quedó mirando impávido.
—¿No han encontrado a Barry? —preguntó Cafferty fingiendo sorpresa.
—Le has matado tú para ocupar su puesto —dijo Rebus haciendo una pausa—. Ese era el plan desde el principio, ¿verdad?
Cafferty se contentó con sonreír.
—¿Qué dirá Bryce Callan? —añadió y vio que Cafferty ensanchaba la sonrisa. Ahora lo comprendía—. ¿Callan estaba de acuerdo? ¿Era ese el plan desde un principio?
Cafferty bajó la voz.
—No se puede ir por el mundo matando a gente como Roddy Grieve. Es perjudicial para todos.
—¿Y tú sí puedes matar a Barry Hutton?
—Le salvé el pellejo, Hombre de paja. Me debe una.
Rebus le amenazó con un dedo.
—Tú me llevaste allí para montar la trampa en que cayó Hutton.
—Cayeron los dos —replicó Cafferty casi pavoneándose y a Rebus le entraron ganas de darle un puñetazo en la cara, lo que no pasó desapercibido a Cafferty, quien miró a su alrededor, el elegante comedor con sus sillones de cretona y antimacasares, arañas en el techo y mullidas alfombras—. Aquí desentona, ¿no cree?
—De sitios más elegantes me han echado —replicó Rebus frunciendo el entrecejo—. ¿Dónde lo metiste?
Cafferty se recostó en el asiento.
—¿Conoce la leyenda de la Ciudad Vieja? La razón de que sea tan estrecha y empinada es que bajo ella hay enterrada una serpiente enorme —dijo Cafferty haciendo una pausa como dándole pie a que continuara él—. Hay sitio para más de una serpiente, Hombre de paja —añadió él al ver que Rebus no decía nada.
La Ciudad Vieja con las obras en curso alrededor de Holyrood, Queensberry House, Dynamic Earth, las oficinas del Scotsman…, hoteles y pisos, proveía de numerosos solares en construcción con infinidad de hoyos profundos para llenar de hormigón…
—Lo buscaremos —dijo Rebus, recordando las palabras de Cafferty en el jardín del tanatorio: «Sin cadáver no hay crimen».
Cafferty se encogió de hombros.
—Hágalo. Y presente su propia ropa como prueba porque quizá haya en ella sangre de él mezclada con la suya. A ver si al final va a resultar que quien tiene que dar explicaciones es usted… Yo no me moví de aquí en toda la noche —añadió haciendo un gesto con el brazo—. Pregunte. Hubo una fiesta de la hostia y fue una velada cojonuda. La próxima Nochevieja… ¿quién sabe dónde estaremos? Ya tendremos Parlamento, y esto… será cosa del pasado.
—No me importa cuánto tardemos —dijo Rebus.
Pero Cafferty se echó a reír. Había vuelto a tomar las riendas de su Edimburgo y eso era lo único que importaba.