Los últimos días antes de la Nochevieja fueron una pesadilla. Lorna vendió su historia a un diario sensacionalista: «Una modelo retoza con un policía de homicidios». Menos mal que no mencionaban el nombre de Rebus.
Con aquello se arriesgaba a la marginación por parte de su marido y de su familia, pero intuía por qué lo había hecho. Ella aparecía en una foto a media página en su mejor momento, con un vestido transparente y perfectamente peinada y maquillada, quizá buscando el ansiado relanzamiento. O simplemente por exhibirse y gozar de un momento de notoriedad.
Rebus veía hundirse su carrera ante sus propios ojos. Para mantenerse en el candelero, Lorna tendría que dar nombres y Carswell arremetería contra él. Decidió ir a ver a Alasdair y hacerle una propuesta. Alasdair llamó a su hermana a High Manor y tras una conversación de cuarenta minutos logró disuadirla. Rebus devolvió el pasaporte a Alasdair y, deseándole buena suerte, le acompañó en su coche al aeropuerto. Grieve comentó antes de marchar: «Estaré en casa a tiempo para el Año Nuevo». Se dieron la mano al despedirse y Rebus le comunicó que quizá fuera necesaria su presencia como testigo. Grieve asintió con la cabeza a sabiendas de que podía negarse. O seguir rodando por el mundo…
Rebus no trabajó en Nochevieja en compensación por haber estado de servicio en Navidad. Aunque la ciudad estuvo tranquila los calabozos se llenaron. Sammy, que le envió un regalo, el CD del White álbum de Los Beatles, estaba en el sur en casa de su madre. Siobhan le dejó el suyo en el cajón de la mesa: una historia del Hibernian FC. Se dedicó a hojearlo en los ratos libres en que no estaba en la comisaría, pero además de leer el libro estuvo revisando las notas del caso para redactar un informe más estructurado para el fiscal. Acudió a algunas reuniones con los abogados del Cuerpo, quienes le comentaron que Alasdair Grieve era el único a quien se podía intentar acusar con garantías de que fuera declarado culpable por cómplice y huida de la escena del crimen…
Razón de más para que Grieve tomara el avión.
Llegó la Nochevieja y todos hablaban de lo malo que había sido el programa de la tele. Doscientos mil juerguistas llenarían quizá Princes Street pues actuaban Los Pretenders, lo que servía cuando menos de pretexto para acercarse, pero él sabía que no saldría. Al bar Oxford tampoco pensaba ir porque estaba muy cerca del alboroto y sería un engorro llegar hasta él por las barreras que habían levantado alrededor del centro. Iría a Swany’s.
Recordó que cuando era niño las madres salían a la calle a fregar con lejía la escalinata de las casas para recibir al Año Nuevo con toda la casa limpia. Había bocadillos y empanadillas para los bebedores. A medianoche sonaban las campanas y la gente salía con botellas, un trozo de carbón y algo de comer. Se celebraba el Año Nuevo llamando a las puertas, cantando y «dando una vuelta». Él tenía un tío que tocaba la armónica y su mujer le acompañaba cantando emocionada con lágrimas en los ojos. En la mesa había profusión de dulces y copitas, tarta al madeira, patatas fritas y cacahuetes, y en la cocina tenían zumo para los niños y, en algunas casas, cerveza casera de jengibre. La empanada de carne estaba en el horno, esperando a que la hicieran para el almuerzo. Hasta desconocidos que veían las luces llamaban a la puerta y entraban. Todos eran bien acogidos aquella noche especial en casa.
Y si nadie llegaba… esperaba uno sentado. No podías salir hasta que alguien no pisaba el umbral porque traía mala suerte. Una tía suya estuvo dos días recluida en casa porque todo el mundo la creía en casa de su hija. En la calle todo eran villancicos, apretones de mano, saludos, copas y votos porque el nuevo año fuese mejor.
Los buenos tiempos. Ahora Rebus era mayor y había salido del Swany’s hacia casa a las once. Recibiría solo al Año Nuevo y saldría al día siguiente aunque nadie hubiese cruzado su puerta. Pasaría incluso bajo una escalera de mano y pisaría todas las grietas del suelo.
Sólo para demostrar que podía hacerlo.
Había dejado el coche una calle más allá de Arden Street porque junto a su casa no había sitio. Abrió el maletero y sacó la bolsa con una botella de Macallan, seis de Bellhaven Best, patatas fritas picantes y cacahuetes tostados. Tenía una pizza en el congelador y filetes de lengua en la nevera. No podía quejarse. Además, le esperaba la audición del White álbum. El Año Nuevo podía iniciarse con cosas peores.
Allí había una a la puerta de su casa: Cafferty.
—¡Fíjese cómo estamos! —dijo Cafferty abriendo los brazos—. ¡Solitos en una noche como esta!
—Habla por ti.
—Ah, sí, hombre —dijo Cafferty asintiendo con la cabeza—, había olvidado que usted celebra la mejor fiesta del año con una panda de chicas guapas perfumadas y en minifalda que está a punto de llegar —hizo una pausa—. Por cierto, feliz Navidad —añadió tratando de entregar algo a Rebus, quien no le hizo ni caso.
Algo pequeño y reluciente.
—¿Un paquete de cigarrillos?
—Un impulso que tuve —dijo Cafferty encogiéndose de hombros.
Rebus tenía en casa tres paquetes.
—Quédatelos —dijo—. A ver si hay suerte y te dan cáncer.
Cafferty hizo un chasquido con la lengua. A la luz naranja de las farolas su cara parecía enorme y redonda como una luna.
—He venido para que demos una vuelta en coche.
—¿Una vuelta? —preguntó Rebus mirándole.
—¿Qué prefiere, Queensferry, Portobello…?
—¿Cuál es ese asunto tan urgente? —replicó Rebus dejando las bolsas en el suelo con un tintineo de botellas.
—Bryce Callan.
—¿Qué pasa con Callan?
—No puede inculparle, ¿verdad? —Rebus no contestó—. Ni lo conseguirá. Y tampoco he visto muy preocupado a Barry Hutton.
—¿Y qué?
—Que a lo mejor puedo ayudarle.
Rebus cambió el peso de un pie a otro…
—No sé por qué ibas a hacerlo.
—Tengo mis motivos.
—¿No los tenías hace diez días cuando te lo pedí?
—Quizá no me lo pidió como es debido.
—Pues mira lo que te digo: mis modales no han mejorado.
Cafferty sonrió.
—No es más que un paseo en coche, Hombre de paja. Puede tomarse un trago y, mientras, me explica los detalles del caso.
Rebus entornó los ojos.
—Proyectos de ampliación del negocio inmobiliario, ¿no? —musitó.
—Resulta más fácil si se hace con un negocio en marcha —dijo Cafferty.
—¿La empresa de Barry Hutton? Yo le encierro y tú entras en escena. No creo que al señor Bryce le haga demasiada gracia.
—Eso es cosa mía —dijo Cafferty con un guiño—. Vamos a dar ese paseo. Deje una nota en la puerta diciendo a las modelos que la fiesta se retrasa una hora.
—No les va a gustar. Ya sabes cómo son las modelos.
—Caras y desnutridas, ¿no? Todo lo contrario que usted, inspector Rebus.
—Ja, ja.
—Cuidado dónde pone el pie —dijo Cafferty— que en esta época del año una fractura tarda mucho en curar.
Habían echado a andar charlando y Rebus se sorprendió al advertir que había vuelto a coger las bolsas. Llegaron junto al Jaguar y Cafferty abrió la puerta y se sentó al volante con un movimiento ágil ensayado. Rebus permaneció quieto un instante. Era Nochevieja, último día del año, momento de pagar deudas y hacer inventario… Un día para liquidar asuntos.
Subió al coche.
—Deje la priva en el asiento de atrás —dijo Cafferty—. En la guantera hay una petaca con Armagnac reserva de veinticinco años. Pruébelo y verá. Es capaz de volver pagano al cabrón de san Juan Bautista.
Pero Rebus optó por coger de una de sus bolsas una botella de Macallan.
—Prefiero mi marca —dijo.
—Tampoco es mal caldo. Eche un poco de aliento a este lado para que yo al menos lo huela —replicó Cafferty, haciendo un gran esfuerzo para no ofenderse; le dio al contacto.
El Jaguar ronroneó como un gato grande y se puso en marcha mientras ellos miraban por la ventanilla como dos amigos que salen de excursión. Fueron en dirección sur hasta Grange y Blackford Hill para a continuación ir al este hacia la costa. Rebus le explicó el pacto que habían suscrito los dos amigos con el malvado Bryce Callan, pacto que había desembocado en un asesinato, y las circunstancias en que Hastings aguardó en vano el regreso de su amigo, viviendo como un mendigo para que no le descubrieran, ¿o quizá en penitencia por su acto? De todo aquello había sido testigo Barry Hutton, ahora convertido en próspero hombre de negocios, quien, al ver la oportunidad de hacer una buena fortuna y adquirir más fama, había repetido la jugada de veinte años atrás, para que su hombre en el ayuntamiento fuese su valedor en el Parlamento.
Cuando concluyó la historia Cafferty se quedó pensativo.
—Un Parlamento sucio antes de iniciar sus tareas —comentó.
—Puede —replicó Rebus llevándose de nuevo la botella a los labios.
Vio que iban en dirección Portobello; tal vez para aparcar junto al puerto y hablar con las ventanillas abiertas. Pero Cafferty tomó por Seafield Road en dirección Leith.
—Hay por aquí unos terrenos que pienso comprar —dijo—. Tengo ya los planos y el constructor Peter Kirkwall ha calculado el coste.
—¿De qué?
—De un complejo lúdico… Restaurante, con un cine o un gimnasio tal vez, y pisos de lujo.
—Kirkwall trabaja con Barry Hutton.
—Lo sé.
—Y sin lugar a dudas Hutton se enterará.
Cafferty se encogió de hombros.
—Eso es algo que tengo previsto —replicó con una sonrisa enigmática—. Me han dicho que esos terrenos cerca del lugar en que construyen el Parlamento se vendieron hace cuatro años por tres cuartos de millón. ¿Sabe cuánto valen ahora? Cuatro millones. ¡Menuda inversión!
Rebus puso el tapón de corcho a la botella. Iban por un tramo de carretera en el que no había más que negocios de coches, terrenos y luego el mar. Entraron en un camino estrecho y sin luz, con el firme en mal estado, que terminaba ante una valla metálica. Cafferty paró el Jaguar, se bajó y sacó una llave para abrir el candado que sujetaba la cadena, empujando la puerta con el pie.
—¿Qué es lo que hay que ver aquí? —preguntó Rebus al volver Cafferty a ponerse al volante.
Podía echar a correr, pero estaba lejos de la civilización y hecho polvo. Además, corriendo se quedaba sin resuello.
—Aquí no hay más que naves, pero están de mírame y no me toques. Más fácil para el bulldozer. Y son quinientos metros de primera línea de mar.
Cruzaron la puerta.
—Es un lugar tranquilo para charlar —añadió Cafferty.
Pero Rebus se percató de que no iban charlar. Se dio cuenta entonces. Volvió la cabeza y vio que entraba otro coche: un Ferrari rojo. Miró a Cafferty.
—¿De qué se trata?
—De negocios —respondió Cafferty con frialdad, parando el Jaguar y echando el freno de mano—. Baje —ordenó.
Rebus no se movió del asiento. Cafferty bajó del coche y dejó su puerta abierta. El otro coche paró al lado; los faros de ambos iluminaban la superficie de cemento agrietado de la explanada ante los viejos almacenes. Rebus fijó la vista en la extraña sombra que proyectaba una hierba sobre la pared de una de las naves. Abrieron su puerta y sintió que le agarraban simultáneamente al clic del cinturón de seguridad al desabrochárselo y luego lo arrastraron tirándole de un empujón al suelo helado. Alzó la vista despacio y vio tres siluetas recortadas contra los faros, de cuyas caras en sombra brotaba el vaho de las respiraciones: Cafferty y otros dos. Comenzó a incorporarse. La botella de whisky había caído fuera del coche rompiéndose al dar en el cemento. Ojalá hubiese echado un trago más cuando aún estaba a tiempo.
Recibió una fuerte patada en el pecho que le tumbó de espaldas. Echó las manos hacia atrás para mantener el equilibrio y, sin poder pararlo, recibió otro golpe en la barbilla que le dobló la cabeza hacia atrás con un crujido de las cervicales.
—No hace caso de los avisos —oyó decir a una voz que no era la de Cafferty.
Hablaba un hombre más delgado y más joven. Rebus entornó los ojos y se puso la mano abierta a modo de visera como para protegerse del sol.
—Barry Hutton, ¿verdad? —preguntó.
—¡Levántale! —vociferó por toda respuesta.
El tercer hombre alzó a Rebus sin gran esfuerzo sujetándole por detrás.
—Yo le enseñaré —dijo Hutton entre dientes.
Rebus pudo verle la cara: un rostro tenso, lleno de rabia, con los labios contraídos y la nariz fruncida. Llevaba guantes de conducir de cuero negro. Una pregunta absurda dadas las circunstancias cruzó la mente de Rebus: «¿Serán regalo de Navidad?».
Hutton le propinó un puñetazo en la mejilla que él esquivó en parte girando la cabeza, pero sintió el golpe. Había visto la cara del que le sujetaba: era Mick Lorimer.
—¿Esta noche no ha venido con Lorimer? —dijo Rebus. Notó sangre en la boca y se la tragó—. ¿Dónde estaba la noche en que mataron a Roddy Grieve?
—Mick no sabe parar —dijo Hutton—. Yo sólo pretendía darle un aviso a ese cabrón, no matarle.
—Últimamente, el servicio está fatal —comentó Rebus, y notó que le oprimían con más fuerza el pecho impidiéndole respirar.
—Claro, siempre aparece algún poli listo cuando menos lo necesitas.
Recibió otro puñetazo, que le aplastó la nariz y le hizo saltar las lágrimas. Intentó librarse de ellas parpadeando. ¡Dios, cómo le dolía!
—Gracias, tío Ger —dijo Hutton—. Te debo un favor.
—¿Para qué estamos los socios? —dijo Cafferty avanzando un paso. Ahora Rebus le veía bien la cara: impasible—. Hace cinco años no habría sido tan imprudente, Hombre de paja —añadió y volvió a dar un paso atrás.
—Tienes razón —dijo Rebus—. Es posible que después de esto me jubile.
—Ya lo creo que se jubilará. Se tomará un descanso eterno —dijo Hutton.
—¿Dónde vas a echarle? —preguntó Cafferty.
—Tenemos muchas obras en marcha. En cualquier agujero con media tonelada de hormigón.
Rebus forcejeó pero le tenían bien sujeto. Levantó un pie y dio un pisotón, pero Lorimer llevaba zapatos con puntera metálica; sintió que le estrujaba aún más como una cinta metálica y lanzó un gruñido.
—Pero antes nos divertiremos un poco —dijo Hutton aproximándose y acercando su rostro a pocos centímetros del de Rebus.
Al recibir el rodillazo de Hutton en la entrepierna sintió estallar el dolor detrás de los globos oculares, la bilis le subió a la garganta y el whisky buscó el camino más rápido. Notó que le soltaban y cayó de rodillas. Sólo veía una especie de niebla marina espesa y sentía en los oídos el oleaje del mar; se pasó la mano por la cara, para ver mejor, notaba fuego en la ingle y los vapores del whisky en la garganta. Al tratar de respirar por la nariz notó enormes burbujas de sangre que se expandieron y estallaron. El siguiente golpe le alcanzó en la sien, una patada que le hizo rodar por el cemento y acabar encogido en postura fetal. Tenía que levantarse y luchar. No quedaba más remedio; lanzarse contra ellos dando puntapiés, manotazos y escupiendo. Hutton, en cuclillas junto a él, le agarró del pelo para que levantara la cabeza.
Oyó a lo lejos los estallidos de los fuegos artificiales en el castillo. Era medianoche. El cielo se iluminó de fulgores: rojo sangre, amarillo hiriente.
—Usted va a estar más de veinte años oculto, se lo aseguro —dijo Hutton.
Vio a Cafferty detrás de él con algo en la mano que relució a la luz de los fuegos artificiales. Era un cuchillo con una hoja de veinte centímetros como mínimo. Iba a matarlo Cafferty, a juzgar por la decisión con que lo empuñaba. Había llegado el momento desde su reencuentro en la oficina con el Comadreja. Rebus casi agradecía que fuese Cafferty y no el matón joven. Hutton había sabido enmascarar bien su personalidad criminal con una buena capa de barniz pulimentado. Él prefería mil veces a Cafferty…
Pero entonces el mar envolvió todo aquello, envolvió a Rebus con su flujo sonoro que creció en sus oídos hasta transformarse en rugido ensordecedor, las luces y las sombras se nublaron y se redujeron a una sola… de color gris.