38

Tardaron una semana en atar cabos trabajando esforzadamente en equipo. Derek Linford convalecía en su casa, y se alimentaba con líquidos y una pajita. Según la máxima de que «cuando un policía recibe una zurra, la jefatura le premia», suponían que Linford iba a tener un ascenso saltando el escalafón. Mientras tanto Alasdair Grieve se contentó con vivir como un turista en una habitación con cama y desayuno en Minto Street, pues de momento no le permitían abandonar el país y, como le habían retenido el pasaporte, tenía que presentarse todos los días en Saint Leonard. Watson no tenía previsto imputarle nada, pero había que abrirle expediente como testigo de la agresión homicida. Rebus había acordado oficiosamente con Grieve que no se dejara ver y que ellos no mencionarían su regreso a la familia.

El equipo al completo, con Siobhan, Wylie y Hood, fue estructurando la investigación y Wylie reivindicó y consiguió una mesa junto a la ventana en compensación, alegó ella, a las horas padecidas en el cuartito de interrogatorios.

Recibieron ayuda exterior del SNIC, de la Brigada Criminal y de Scotland Yard, y cuando todo estuvo a punto, vieron que aún quedaban cosas por hacer. Tuvieron que disponer de un médico y comunicar al sospechoso que le convenía la presencia de un abogado, porque, a pesar de su estado, sabría sin duda por boca de sus amistades que iban a interrogarle. Carswell volvió a vetar la intervención de Rebus con idéntico resultado.

Cuando Rebus y Siobhan llegaron a la casa rodeada por una tapia en Queensferry Road, había tres coches en el camino de entrada y estaban ya allí el médico y el abogado. Era una casona de los años treinta no lejos de la carretera de Edimburgo a Fife, y, aunque redujera unas cincuenta mil libras su valor, este no sería inferior a las trescientas mil. Nada despreciable para un concejal.

La cama en que yacía Archie Ure no estaba ubicada en su dormitorio, pues para evitar que subiera y bajara la escalera, la habían trasladado al comedor, del que habían sacado al vestíbulo la mesa, recogiendo las sillas patas arriba en su pulida superficie. En el cuarto flotaba el olor a enfermo dentro de esa atmósfera viciada con tufo a sudor y a mal aliento. Encontraron al paciente incorporado y respirando con dificultad. El médico había finalizado el reconocimiento y Ure, conectado al electrocardiógrafo, tenía desabrochada la chaqueta del pijama para dar paso a los cables que finalizaban en unos círculos adhesivos de color carne. Su pecho era poco velloso y al ritmo de su fatigosa respiración parecía un fuelle pinchado.

El abogado de Ure era un tal Cameron Whyte, un individuo bajito de aspecto puntilloso con quien, según la esposa del concejal, tenían amistad desde hacía treinta años. Estaba sentado junto a la cama con la cartera en las rodillas y sobre ella un bloc de notas nuevo tamaño folio. Hicieron las presentaciones pero Rebus no estrechó la mano a Archie Ure aunque sí le preguntó qué tal se encontraba.

—Bastante bien hasta plantearse esta situación absurda —contestó con brusquedad.

—Trataremos de solventarlo lo más rápido posible —replicó Rebus.

Ure lanzó un gruñido y Cameron Whyte hizo unas preguntas previas mientras Rebus abría una de las dos cajas que llevaba para sacar la grabadora. Era un aparato engorroso, pero gracias a él obtendrían dos copias del interrogatorio con la fecha y hora. Rebus explicó a Whyte el procedimiento y el abogado observó cómo ajustaba fecha y hora y abría los estuches de dos cintas nuevas. Tuvieron dificultades con el cable, que casi no alcanzaba al enchufe de la pared, y con el doble micrófono, que sólo llegaba hasta el borde de la cama. Rebus cambió de posición su silla formando un estrecho triángulo con el abogado y el enfermo, y colocó el micrófono sobre el edredón, preparativos que consumieron casi veinte minutos. Por su parte no había prisa y esperaba que la meticulosa preparación indujera a retirarse a la señora Ure, quien, efectivamente, salió un momento pero para regresar con una bandeja con tazas y una tetera, y, tras servir con toda intención al médico y al abogado, dijo secamente a los policías: «Sírvanse». Siobhan, sonriente, así lo hizo y volvió a situarse junto a la puerta pues no había silla para ella ni cabía en el cuarto. El médico ocupaba la que estaba a la cabecera de la cama junto al electrocardiógrafo. Era joven, tenía el pelo pajizo y parecía divertirle todo aquello.

La señora Ure, al no poder permanecer al lado de su esposo, estaba de pie pegada al hombro del abogado, quien se rebullía incómodo. Aumentaba el calor y la atmósfera iba cargándose a juzgar por el vaho en los cristales de la ventana con vistas a la parte trasera de la casa, que daba a un extenso césped circundado de árboles y arbustos. Cerca de la ventana había una pértiga-comedero para pájaros a la que se acercaban de vez en cuando herrerillos y gorriones, decepcionados al no encontrar pitanza.

—Moriré de aburrimiento —comentó Archie Ure sorbiendo zumo de manzana.

—No sabe cuánto lo siento —replicó Rebus—. Procuraré evitarlo.

Abrió la segunda caja para sacar una carpeta de papel manila, que, por su grosor, causó un fugaz desaliento en Ure; pero Rebus cogió una sola hoja y la colocó, imitando al abogado, sobre los expedientes de la investigación, a guisa de pupitre.

—Creo que podemos empezar —dijo, mientras Siobhan se agachaba a conectar la grabadora haciéndole seña con la cabeza cuando se puso en marcha.

Rebus dijo su nombre y cargo y pidió a los presentes que hicieran lo propio.

—Señor Ure, ¿conoce a un tal Barry Hutton? —preguntó.

Era una pregunta que Ure se esperaba.

—Es un promotor inmobiliario —contestó.

—¿Le conoce personalmente?

Ure dio otro sorbo de zumo.

—Yo dirijo el Departamento de Urbanismo del ayuntamiento y el señor Hutton nos presenta muchos proyectos.

—¿Cuánto tiempo hace que está al frente del Departamento de Urbanismo?

—Ocho años.

—¿Y anteriormente?

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a los cargos que ha desempeñado.

—Hace casi veinticinco años que soy concejal y he desempeñado muchos cargos en distintas ocasiones.

—¿De urbanismo principalmente?

—¿Por qué lo pregunta si lo sabe?

—¿Le consta así a usted?

Ure torció el gesto.

—En veinticinco años hace uno muchas amistades —replicó.

—¿Y esas amistades le han dicho que hemos estado indagando?

Ure hizo un gesto afirmativo y volvió a beber zumo.

—El señor Ure asiente con la cabeza —dijo Rebus para la grabadora.

Ure levantó la vista. Se advertía en su ojos un destello de odio, pero al mismo tiempo un regocijo íntimo por aquel juego, que no otra cosa era para él. No podían pillarle y él no iba a declarar nada incriminatorio.

—Formó parte del Consejo de Urbanismo a finales de los setenta —prosiguió Rebus.

—Del setenta y ocho al ochenta y tres —puntualizó Ure.

—Se tropezaría con Bryce Callan…

—En realidad no.

—¿Qué quiere decir exactamente?

—Quiero decir que le conozco de nombre —Ure y Rebus vieron que el abogado tomaba nota en el bloc. Rebus advirtió que utilizaba una estilográfica y que escribía con letra grande e inclinada—. Pero no recuerdo haber visto jamás su nombre en un proyecto aprobado.

—¿Y Freddy Hastings?

Ure asintió despacio; sabía que también aquel nombre saldría a relucir.

—Hastings tuvo contactos con el departamento a lo largo de varios años. Era un tanto polifacético y le gustaba jugar. Como a todos los promotores.

—¿Hastings era buen jugador?

—Ya que me lo pregunta, le diré que no duró mucho.

Rebus abrió la carpeta fingiendo comprobar un dato.

—¿Conoció usted a Barry Hutton por aquella época, señor Ure?

—No.

—Tengo entendido que comenzaba por entonces a meter los pies en el agua.

—Quizá, pero yo no estaba en esa playa —replicó Ure con una especie de risa asmática.

Su esposa estiró el brazo por delante del abogado para tocarle la mano y el enfermo le dio una palmadita. Cameron Whyte se vio como cercado y dejó de escribir en el bloc hasta que, para su alivio, la señora Ure retiró el brazo.

—¿Ni siquiera vendiendo helados? —replicó Rebus al tiempo que marido y mujer le miraban furiosos.

—Inspector, evite las trivialidades —dijo el abogado arrastrando las palabras.

—Lo siento —dijo Rebus—. Sólo que usted no vendía helados, ¿verdad, señor Ure? Lo que vendía era información gracias a la cual usted se hacía con una pasta, como suele decirse —a su espalda notó que Siobhan contenía la risa.

—Eso es una imputación muy grave, inspector —dijo Cameron Whyte.

Ure miró a su abogado.

—Cam, ¿tengo que negarlo o simplemente dejo que lo demuestre?

—No sé si podré demostrarlo —comentó Rebus candoroso—. Claro que sí que nos consta que alguien del Consejo informó a Bryce Callan dónde iba a construirse el Parlamento y probablemente sobre los terrenos en venta de la zona. Sabemos que alguien allanó el camino para una serie de proyectos presentados por Freddy Hastings —añadió clavando la mirada en Ure—. Tenemos una declaración firmada del socio del señor Hastings en aquella época, Alasdair Grieve —volvió a mirar en la carpeta para leer una frase—: «Nos dijo que no habría problemas para aprobarlo. Callan tenía bajo mano a alguien en Urbanismo».

Cameron Whyte alzó la vista.

—Inspector, perdone pero no sé si oigo mal o es que no he oído mencionar el nombre de mi cliente.

—El oído lo tiene perfectamente. Alasdair Grieve no llegó a saber quién era el topo. En aquella época la Comisión de Urbanismo la formaban seis personas y pudo ser cualquiera de ellas.

—Aparte de que —añadió el abogado— es de suponer que otros miembros del ayuntamiento tuvieran acceso a tal información.

—Puede ser.

—En realidad, desde el alcalde hasta las mecanógrafas…

—No sabría decirle.

—Pues tendría que saberlo, inspector, porque hacer semejantes alegaciones tan a la ligera podría causarle graves problemas.

—No creo que el señor Ure vaya a presentar una querella por difamación —replicó Rebus sin dejar de mirar al electrocardiógrafo.

No era tan fidedigno como un detector de mentiras pero vio que el ritmo cardíaco de Ure se había acelerado en los dos últimos minutos. Fingió consultar de nuevo sus notas.

—Una pregunta genérica —prosiguió volviendo a mirar a Ure—. Las decisiones de aprobar ciertos proyectos representan millones de libras para ciertas personas, ¿no es cierto? No me refiero a los concejales ni a quien adopte la decisión… sino a los constructores y promotores o a los dueños de terrenos próximos al sitio en que se edifica.

—A veces sí —admitió Ure.

—Por lo tanto, ¿no necesitan esas personas tener buenas relaciones con quienes adoptan las decisiones?

—Estamos muy controlados —replicó Ure—. Ya sé que usted seguramente piensa que todos somos corruptos, pero aunque alguien estuviera dispuesto a aceptar un soborno, es muy improbable que no se descubra.

—¿Lo que significa que puede quedar encubierto?

—Sería una locura intentarlo.

—Hay muchos locos dispuestos si la cosa vale la pena —comentó Rebus volviendo a mirar sus notas—. En 1980 se mudó usted a esta casa, ¿no es cierto, señor Ure?

Fue el abogado quien tomó la palabra.

—Oiga, inspector, no sé qué insinúa…

—En agosto del ochenta —le interrumpió Ure—. Cobramos una herencia de la madre de mi esposa.

—¿Vendieron la casa de la difunta para pagar esta? —inquirió Rebus, que estaba al quite.

—Eso es —respondió Ure con reticencia.

—Pero lo que tenía su suegra era una casita de dos dormitorios en Dumfriesshire, señor Ure. Difícilmente comparable a Queensferry Road.

Ure guardó silencio un instante. Rebus sabía lo que pensaba: si habían investigado tanto en el pasado, qué no sabrían…

—¡Es usted perverso! —exclamó la señora Ure—. ¡Archie acaba de sufrir un ataque al corazón y usted va a matarlo!

—No te apures, cariño —dijo Archie Ure estirando el brazo hacia ella.

—Inspector, insisto, en que es inadmisible este modo de interrogar —dijo el abogado.

Rebus se volvió hacia Siobhan.

—¿Queda un poco de té?

Siobhan le sirvió una taza, impasible ante las voces excitadas y la intervención del médico, que se levantó a la vista de la inquietud del enfermo. Rebus volvió al ataque.

—Perdonen —comentó—, no he escuchado qué decían. A lo que yo me refería es a que si a nivel municipal se gana dinero con los proyectos, ¿cuánto más poder no detentará quien ocupe el cargo supremo en el Ministerio escocés de Urbanismo?

Se recostó en el asiento, dio un sorbo al té y aguardó.

—Perdone, no le sigo —dijo el abogado.

—Bueno, en realidad, la pregunta era para el señor Ure —respondió Rebus mirando al enfermo, quien carraspeó antes de contestar.

—Ya le he dicho que en el ayuntamiento hay toda clase de comprobaciones y controles. A nivel nacional multiplíquelas por diez.

—Eso no responde a mi pregunta —replicó Rebus afable rebulléndose en el asiento—. Usted era segundo en la lista de la candidatura de Roddy Grieve, ¿verdad?

—¿Y bien?

—Muerto el señor Grieve, usted habría debido ocupar ese primer lugar.

—De no haberse entrometido ella —espetó la señora Ure.

Rebus la miró.

—¿Debo entender que se refiere a Seona Grieve? —preguntó.

—Ya está bien, Isla —terció el marido—. Pregunte lo que sea.

Rebus se encogió de hombros.

—Al fallecer el candidato, habría debido ser usted nombrado por derecho adquirido. No es de extrañar la impresión que le causó que Seona Grieve entrara en escena.

—¿Impresión? Casi se muere y ahora usted viene a remover…

—¡He dicho que te calles, mujer! —exclamó Ure volviéndose de costado apoyado en el codo para interpelar mejor a su esposa.

A Rebus le pareció notar un aumento del pitido del electrocardiógrafo y vio que el médico instalaba al enfermo de espaldas. Se le había desprendido un electrodo.

—Déjeme en paz —farfulló Ure mientras su esposa cruzaba los brazos enfurruñada. Ure dio otro sorbo al zumo y reclinó la cabeza en las almohadas mirando al techo.

—Pregunte lo que sea —dijo de nuevo.

De pronto, Rebus sintió un ápice de compasión por el hombre, surgido del vínculo común con el enfermo en un destino mortal y en un pasado cargado de remordimientos. En aquel momento el único enemigo de Archie Ure era la muerte, una certeza capaz de cambiar la conciencia de un individuo.

—Es una simple suposición —prosiguió sin apresurarse centrando exclusivamente el diálogo entre él y el hombre que yacía en la cama—, pero si un promotor cuenta en la Comisión de Urbanismo con alguien de confianza cuya decisión sea decisiva, y si ese concejal tuviera previsto presentarse al Parlamento escocés… Bien, suponiendo que saliera electo…, teniendo una experiencia de más de veinte años en el Departamento municipal de Urbanismo, lo más probable es que le designaran para ese cargo. El Ministerio de Urbanismo de Escocia es un puesto de enorme poder. Poder para aprobar o no proyectos de muchos millones de libras. Además de la experiencia que faculta para saber las zonas que van a tener subvenciones, dónde se va a ubicar tal fábrica o unas viviendas… Para un promotor eso es de suma importancia. Tan importante quizá como para llegar al crimen…

—Inspector… —terció el abogado, pero Rebus acercó la silla cuanto pudo a la cama para enfrentarse a Ure de hombre a hombre.

—Escuche, a mi entender, hace veinte años el topo de Bryce Callan era usted. Al marchar Callan al extranjero cedió la gestión a su sobrino. Hemos comprobado que Barry Hutton dio con una mina de oro al principio de entrar en el juego. Usted mismo ha dicho que un promotor es un jugador. Pero todos sabemos que la única manera de hacer saltar la banca es con trampas. Barry Hutton hacía trampa y usted era su informador privilegiado, señor Ure. Barry abrigaba grandes esperanzas con usted y cuando Roddy Grieve fue nombrado candidato cabeza de lista en lugar de usted, Barry no pudo tragarlo y decidió vigilarle y seguir sus pasos. Tal vez sólo con la idea de «persuadirle», pero Mick Lorimer se pasó de la raya —Rebus hizo una pausa—. Es el nombre del asesino de Roddy Grieve: Lorimer. Sabemos que Hutton lo contrató —añadió, notando que Siobhan se rebullía intranquila a sus espaldas… La grabadora recogía una afirmación que todavía no podían demostrar—. Roddy Grieve estaba borracho. Acababan de nombrarle candidato por su partido y fue a echar una ojeada a su porvenir. Lorimer debió de verle saltar la valla de las obras y siguió sus pasos. De ese modo, con Grieve fuera de juego, usted recuperaba el protagonismo —Rebus entornó los ojos con gesto inquisitivo—. Lo que no sé es la razón de este ataque cardíaco: ¿fue al saber que habían matado a un hombre, o al ver que Seona Grieve ocupaba el lugar de su marido y con ello echaba por tierra todos sus planes?

—¿Qué pretende? —replicó Ure con voz ronca.

—No hay pruebas, Archie —dijo el abogado.

Rebus parpadeó sin apartar la vista de Ure.

—Lo que dice el señor Whyte no se ajusta a la verdad. Creo que disponemos de las pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales. Pero no todos estarán de acuerdo. Tan sólo falta esa gota que colma el vaso. Y yo creo que también usted lo desea. Como legado, digamos, de su personalidad —Rebus hablaba casi en un susurro, pero esperaba que se registrara en la grabadora—. Después de toda la mierda, una alternativa totalmente distinta, limpia.

Se hizo un silencio absoluto en el que únicamente se oía el pitido del electrocardiógrafo, ahora más pausado. Archie Ure se incorporó hasta sentarse sin apoyo en las almohadas, haciendo señas con un dedo a Rebus para que se acercase más. Rebus se levantó ligeramente de la silla. Un susurro a su oído no lo captaría la grabadora, pero no quería perdérselo.

Desde tan cerca la respiración se apreciaba mucho más trabajosa y notó en el cuello el desagradable calor del hálito del enfermo. Percibía perfectamente los pelos grises, grasientos, de su barba en mejillas y garganta, pelos que bien lavados serían suaves y sedosos como los de un niño. Notaba ese aroma dulzón a polvos de talco que enmascara otros olores; seguramente una medida prudencial de su esposa en prevención de las úlceras de decúbito.

Con los labios pegados al oído de Rebus, casi rozándole, Ure confesó alzando la voz para que todos lo oyeran:

—Valía la pena probar, qué coño.

Tras lo cual estalló en una risa entrecortada que fue en aumento llenando la habitación de una increíble energía que ensordeció las recomendaciones del médico, el pitido acelerado del aparato y las súplicas de su esposa que, temiéndose lo peor, se abalanzó sobre él tirando al suelo las gafas del abogado. Al agacharse este a recogerlas, Isla Ure quedó tumbada sobre su espalda. El médico, sin dejar de mirar el aparato, obligó a Archie Ure a tumbarse. Rebus se hizo a un lado. Aquella risotada era claramente un reto dirigido hacia él. Aquellos ojos congestionados a punto de saltar de las órbitas le miraban a él, reduciéndole al papel de mero espectador.

La risa degeneró en un sonido ahogado, desgarrado, desvanecido en un gargarismo quebrado por un espumarajo, al tiempo que el rostro del enfermo adquiría un color cárdeno y su tórax se hundía sin remedio.

—¡Otro más, no, Dios mío! ¡No!

Cameron Whyte se levantó colocándose las gafas; su taza de té estaba en el suelo y el líquido marrón bañaba la moqueta rosa claro. El médico dijo algo y Siobhan se acercó corriendo a prestar ayuda por sus conocimientos de primeros auxilios; Rebus mismo se habría adelantado a hacerlo, pero algo se lo impidió: el público no sube al escenario. Es el terreno del actor.

Mientras el médico daba las instrucciones inclinándose sobre el cuerpo del enfermo para practicarle la reanimación cardiopulmonar, Siobhan se apresuró a hacerle un boca a boca. Le destaparon completamente el pecho para que el médico le aplicase los puños sobre el centro del pecho.

El médico comenzó a presionar mientras Siobhan contaba.

—Uno, dos, tres, cuatro… Uno, dos, tres.

Le tapó la nariz para insuflarle aire en la boca a la par que el médico repetía la presión manual casi caído sobre la cama del esfuerzo.

—¡Va a romperle las costillas!

Isla Ure sollozaba llevándose los nudillos a boca, mientras Siobhan seguía con la suya pegada a la del moribundo tratando de insuflarle vida.

—¡Vamos, Archie, vamos! —bramó el médico como si fuera capaz de ahuyentar a la muerte a gritos.

Rebus sabía muy a su pesar que si se desea la muerte esta llega fácilmente y que por mucho que se haga, embota tu pensamiento para que la llames, porque barrunta la desesperación, el cansancio y la resignación. Casi podía presentirla en aquella habitación. Archie Ure había llamado a la muerte y la asumía con aquel ansiado estertor final porque era la única victoria posible.

Rebus no se lo reprochaba.

—¡Vamos, vamos!

—… tres, cuatro… Uno, dos…

El abogado se puso en pie, pálido, una patilla de las gafas había quedado aplastada en el suelo. Isla Ure, con la cabeza reclinada junto a la sien de su marido, balbucía palabras ininteligibles.

Por encima del barullo y la confusión del momento, en los oídos de Rebus resonaba el eco de las carcajadas del moribundo. Aquella cruda explosión final de Archie Ure. Miró de soslayo la cama y captó un movimiento en la ventana. Desde la pértiga del comedero un petirrojo saltó a la peana y volvió la cabeza hacia la escena del interior. Era el primero que Rebus veía aquel invierno. Le habían dicho que no eran aves migratorias, pero entonces, ¿por qué sólo los veía en los meses de frío?

Una pregunta más para la lista.

Habían transcurrido unos tres minutos. El médico estaba agotado y auscultó al moribundo en la garganta antes de aplicar su oído al pecho. Los electrodos colgaban de la cama y el electrocardiógrafo ya no emitía sonidos. Sólo se veían las iniciales led del diodo luminoso antes de emitir el mensaje de: ERROR REINICIAR.

El médico se bajó de la cama y Cameron Whyte recogió la taza con las gafas torcidas. El médico se apartó el pelo de la frente; el sudor le bañaba las pestañas y le chorreaba por la nariz. Siobhan Clarke tenía los labios secos y blancos como si le hubieran robado a través de ellos parte de vida. Isla Ure seguía tumbada sollozando sobre la cara de su marido. El petirrojo había alzado el vuelo al ver que no había nada que hacer.

John Rebus se inclinó y recogió el micrófono del suelo.

—El interrogatorio concluye a las… —miró el reloj— once treinta y ocho.

Todos se volvieron a mirarle y al desconectar la grabadora fue como si hubiera desenchufado el aparato de respiración artificial de Archie Ure.