El entierro de Roderick David Rankeillor Grieve tuvo lugar en una tarde de aguanieve pertinaz. Rebus acudió a la iglesia y se quedó en las últimas filas con el libro de himnos abierto sin la menor intención de cantar. Pese a que se había anunciado con poca antelación el templo estaba a rebosar. Acudieron familiares de toda Escocia y figuras del mundo de la política, de los medios informativos y de la banca. Fueron también representantes de las altas esferas laboristas de Londres, que se toqueteaban los gemelos y dirigían miradas furtivas a sus buscas enmudecidos y al público para detectar alguna cara conocida.
Se había congregado gente ante la iglesia; morbosos al acecho de personajes para pedir autógrafos y fotógrafos impacientes por alcanzar el cierre de edición, con sus cámaras y objetivos mojados por la lluvia. Había dos camiones de cadenas de televisión, la BBC y una independiente. Sólo los invitados tenían acceso al camposanto y la policía vigilaba el recinto, pues la seguridad era obligada con tal asistencia de personajes. Siobhan Clarke estaba entre el público del exterior, observando disimuladamente.
El oficio se le hizo largo a Rebus. Aparte del sermón, hubo los discursos de rigor de las personalidades y, como era igualmente protocolario, los primeros reclinatorios los ocupaba la familia directa del finado. Peter Grief, invitado a sentarse con sus tías y tíos, prefirió estar al lado de su madre dos filas más atrás. Rebus vio a Jo Banks y a Hamish Hall cinco filas por delante de él. El ayudante del jefe de policía, Colin Carswell, lucía su mejor uniforme y daba la impresión de estar algo molesto por no tener reservado un hueco en aquella primera fila en que se apiñaban tal número de ilustres invitados distinguidos que tenían que levantarse y sentarse todos a la vez en un movimiento simultáneo.
Los discursos se sucedieron en la nave central llena de coronas de flores. El antiguo director del colegio de Roddy Grieve pronunció el suyo con voz entrecortada y queda mientras los carraspeos de los asistentes ahogaban la mitad de sus frases. El ataúd, de roble oscuro pulido y brillantes asas de latón, que descansaba sobre un caballete, había llegado en un venerable Rolls-Royce, convertido en coche fúnebre para la ocasión. Las calles adyacentes eran un atasco de limusinas, algunas de ellas con la bandera nacional de los consulados de Edimburgo. Cammo Grieve dirigió a Rebus una especie de rictus como saludo. Él se había encargado de organizar el funeral aportando listas de nombres y coordinándolo con los funcionarios. Después del sepelio hubo un refrigerio en un hotel del sector oeste para invitados selectos: familiares y amigos íntimos, con presencia policial, igualmente, pero otra vez de agentes de la Brigada Criminal escocesa.
En el momento en que entonaban otro himno Rebus se deslizó entre el gentío y fue al camposanto. La tumba estaba a unos ochenta metros en una propiedad familiar donde reposaban los restos del padre del difunto y de varios abuelos. Ya habían cavado la fosa, rodeada de trozos de paño verde. Se veía en el fondo agua de la neviza y, a un lado, el montón de tierra y barro. Rebus se alejó a fumarse un cigarrillo paseando por la zona y cuando acabó, no sabiendo qué hacer con la colilla, la apagó y la guardó en la cajetilla.
Oyó que subía el volumen de la música de órgano al abrirse las puertas de la iglesia. Se alejó de la tumba y fue a situarse entre unos chopos. Al cabo de media hora todo había terminado. No quedaban llantos, ni pañuelos, corbatas negras y miradas al vacío. Los dolientes se habían marchado llevándose las emociones y sólo quedaba la tarea de los sepultureros afanados en llenar la fosa. Se oyó el golpe de las puertas de los coches, los motores poniéndose en marcha y el lugar quedó vacío en cuestión de minutos. El cementerio recuperó su paz habitual sin voces ni llantos, sólo quedó el graznido desvergonzado de los cuervos y el ruido sordo de las palas.
Rebus se fue alejando hasta llegar a la parte trasera de la iglesia sin perder de vista el cementerio y oculto por los árboles y las tumbas. Eran lápidas desgastadas y pulidas y pensó que en esos tiempos era un privilegio ser enterrado en un recinto como aquel. Enfrente había un auténtico cementerio moderno mucho mayor. Leyó algunos apellidos, Warriston, Lockhart, Milroy, y constató la incidencia de mortalidad infantil. Era terrible perder un hijo o una hija y Alicia Grieve era el segundo que perdía.
Transcurrió una hora. La humedad calaba las suelas de sus zapatos y se le estaban quedando los pies helados. No dejaba de caer aguanieve y el cielo era un caparazón grisáceo que amortiguaba los ruidos terrestres. No fumaba para no llamar la atención y hasta controlaba la respiración imprimiéndole un ritmo lento y regular para que el vaho de su boca no desvelara su presencia. No era más que un individuo que asumía su condición de mortal, recordando otros entierros, de familiares, de amigos. No cesaban de acosarle fantasmas, y en aquellos días le acosaban con reticencia, con recelo ante su posible reacción; se le acercaban por sorpresa cuando estaba sentado a oscuras en el cuarto de estar escuchando música; se le acercaban en las largas noches en que estaba solo, formando un grupo de espíritus que gesticulaban y se movían sin hablar. También Roddy Grieve se uniría a ellos algún día. Aunque tal vez no, pues no era conocido suyo y poco tendría en común con su espíritu.
Había pasado todo el domingo tras la pista de Rab Hill. En el hotel le dijeron que el señor Hill se había marchado el día anterior, pero presionando un poco logró enterarse de que hacía ya dos días que no le habían visto y de que el señor Cafferty había comentado que su amigo había tenido que irse de viaje. Se había hecho cargo de la cuenta de la habitación, pero él seguía alojado en la suya y no había dicho cuándo se iba. Cafferty era a quien menos deseaba Rebus preguntar sobre Hill. Le habían enseñado la habitación de este y le dijeron que allí no había dejado nada. La bolsa de lona con que había llegado el señor Hill no estaba y nadie le había visto salir con ella.
La siguiente gestión de Rebus fue hablar con la funcionaria judicial encargada de la libertad condicional de Hill. Tardó un par de horas en localizar su número particular y a la mujer no le hizo la menor gracia que la llamara en domingo.
—Podría haber esperado a mañana.
Rebus no estaba tan seguro. Finalmente, la mujer le dio la información que quería: Robert Hill se había presentado dos veces y hasta el jueves no tenía que comparecer de nuevo.
—No creo que acuda —dijo Rebus antes de colgar.
Pasó la tarde del domingo sentado en el coche fuera del hotel, pero ni rastro de Cafferty o de Hill. El lunes y el martes volvió a Saint Leonard mientras debatían su futuro personas de tan alta jerarquía que para él no eran más que simples nombres. Finalmente siguió al frente de la investigación dado que Linford no tenía pruebas palpables de su acusación, pero él estaba casi convencido de que la resolución era más bien consecuencia de alguna intervención a favor suyo. Al parecer Gill Templer había argumentado que lo que menos necesitaba el Cuerpo era más publicidad negativa y que apartar a un inspector conocido de un caso importante habría atraído la atención de los buitres de los medios de información.
Un razonamiento que había calado en los más profundos temores de los de las altas esferas, aunque, según se decía, Carswell sí que había votado por la suspensión de empleo.
Otro favor que tenía que agradecer a Templer.
Al levantar la cabeza vio a un hombre con trinchera color crema que se dirigía a la tumba con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Iba deprisa y decidido. Rebus echó a andar sin perderle de vista. Era alto, de cabello abundante algo descuidado, y tenía cierto aire juvenil. Ya estaba parado en la tumba cuando él se aproximó. Los sepultureros daban los últimos toques para la ulterior colocación de la lápida. Rebus sintió esa especie de vértigo de los jugadores cuando tienen una buena racha. Estaba ya a tres pasos del hombre… Se detuvo y carraspeó. El desconocido se volvió ligeramente, enderezó la espalda y comenzó a alejarse con Rebus a la zaga.
—Me gustaría que me acompañara —dijo cortésmente mientras los sepultureros observaban la escena, pero el hombre prosiguió su camino en silencio.
Rebus repitió la invitación, añadiendo esta vez:
—Hay otra tumba que debería ver.
El desconocido aminoró el paso sin detenerse.
—Para su tranquilidad, sepa que soy policía, por si eso le tranquiliza. Puedo enseñarle mi identificación.
El hombre se detuvo a dos metros escasos de la puerta y Rebus se plantó ante él para verle la cara. Tenía la piel fláccida pero bronceada y sus ojos denotaban experiencia y humor y, sobre todo, miedo. Su barbilla era partida, con una incipiente barba grisácea. Rebus advirtió que acusaba el cansancio propio del viaje y su desconfianza ante alguien que le interpelaba en una tierra extraña.
—Soy el inspector Rebus —dijo sacando el documento identificativo.
—¿A qué tumba se refiere? —preguntó el hombre casi en un susurro sin ningún acento escocés.
—A la de Freddy —contestó Rebus.
Freddy Hastings estaba enterrado en un lugar anodino de un cementerio de las afueras al otro extremo de la ciudad. Se detuvieron ante un montículo de tierra blanda parcialmente cubierta de hierba y sin lápida.
—No acudió mucha gente a su entierro —comentó Rebus—. Un par de colegas míos, viejos amores y un par de alcohólicos.
—No lo entiendo. ¿De qué murió?
—Se suicidó. Leyó una noticia en el periódico y decidió, Dios sabe por qué, que no valía la pena seguir ocultándose.
—Por el dinero…
—Gastó un poco al principio, pero después… algo hizo que lo pusiera a buen recaudo sin tocarlo. Quizá esperando que apareciera usted. O tal vez a causa del remordimiento.
El hombre no dijo nada. Unas lágrimas empañaron sus ojos; sacó el pañuelo para enjugárselas y se lo guardó con mano temblorosa.
—Hace fresquito aquí tan al norte, ¿verdad? —dijo Rebus—. ¿Dónde ha estado viviendo?
—En el Caribe. Tengo un bar allí.
—Eso queda muy lejos de Edimburgo.
—¿Cómo ha dado conmigo? —replicó el hombre volviéndose hacia él.
—Quien ha dado conmigo ha sido usted. De todos modos, los cuadros me sirvieron de ayuda.
—¿Qué cuadros?
—Los retratos que su madre, la señora Grieve, le ha estado haciendo desde que se fue.
Alasdair Grieve dudaba de ir a ver a su familia.
—En estas circunstancias puede ser desastroso —alegó.
Rebus asintió con la cabeza. Estaban en un cuarto de interrogatorios en Saint Leonard y les acompañaba Siobhan Clarke.
—Sí, claro, me imagino que no le apetecerá que anuncien su visita con trompeta desde las almenas del castillo.
—Pues no —dijo Grieve.
—Por cierto, ¿qué nombre utiliza actualmente?
—Tengo pasaporte a nombre de Anthony Keillor.
Rebus anotó el nombre.
—No le preguntaré dónde consiguió ese pasaporte.
—Ni yo se lo diría.
—Fue usted incapaz de romper todos los vínculos con el pasado, ¿verdad? Keillor es una abreviatura de Rankeillor.
—¿Conoce a mi familia? —preguntó Grieve mirándole.
Rebus se encogió de hombros.
—¿Cuándo se enteró de la muerte de Roddy?
—Unos días después de que lo asesinaran. En ese momento pensé en volver, pero no le vi sentido. Luego, vi el anuncio del entierro.
—No sabía que al Caribe llegaran periódicos escoceses.
—Está Internet, inspector. El Scotsman sale en la red.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Y se decidió entonces?
—Siempre le tuve mucho afecto a Roddy… y pensé que era lo menos que podía hacer.
—¿A pesar del riesgo?
—Hace veinte años de todo aquello, inspector, quién va a pensar que después de tanto tiempo…
—Menos mal que era yo quien le esperaba en el cementerio y no Barry Hutton.
Aquel nombre evocaba muchos recuerdos a juzgar por la expresión de Alasdair Grieve.
—¿Todavía sigue por ahí ese cabrón? —dijo al fin.
—Es el promotor inmobiliario más importante de Edimburgo.
—Dios —musitó Grieve ceñudo.
—Bien —añadió Rebus inclinándose y apoyando los codos en la mesa—, creo que ha llegado el momento de que nos diga de quién es el cadáver descubierto en la chimenea.
—¿El qué? —replicó Grieve mirándole de nuevo.
Cuando Rebus se lo explicó Grieve asintió con la cabeza.
—Debió de esconderlo Hutton, que trabajaba en Queensberry House para vigilar a Dean Coghill por cuenta de su tío.
—¿Bryce Callan?
—Exacto. Callan estaba enseñando el oficio a Barry y por lo visto lo hizo bien.
—¿Usted estaba conchabado con Callan?
—Yo no diría tanto —replicó Grieve casi levantándose del asiento pero sin llegar a hacerlo—. ¿Tienen inconveniente en que me levante? Sufro un poco de claustrofobia.
Comenzó a pasear de arriba abajo en el limitado espacio. Siobhan, que se había quedado de pie junto a la puerta, le dirigió una sonrisa de simpatía. Rebus le tendió una foto del rostro del muerto de la chimenea compuesto por ordenador.
—¿Qué saben ustedes al respecto? —preguntó Grieve.
—Bastante. Callan estuvo comprando terrenos alrededor de Calton Hill, probablemente con miras al nuevo Parlamento, pero no quería que los proyectistas supieran que era él y para ello se sirvió de ustedes como pantalla.
Grieve asintió con la cabeza.
—Bryce tenía un contacto en el ayuntamiento —dijo—, alguien de urbanismo —Rebus y Siobhan cruzaron una mirada— que le había prometido contratos en el lugar de construcción del futuro Parlamento.
—Muy arriesgado puesto que ello dependía en primer lugar del resultado del referéndum.
—Sí, pero al principio el asunto parecía claro. Sólo se amañó después porque el gobierno quería asegurarse de que no prosperase.
—De manera que Callan se vio con todos esos terrenos que no iban a revalorizarse.
—No es que perdieran valor; él quiso echarnos la culpa de todo. Como si nosotros hubiésemos manipulado los votos —añadió Grieve riendo.
—¿Y qué sucedió?
—Bueno… Freddy había apañado las cifras para justificar ante Callan un coste mayor de los terrenos, pero él lo descubrió y reclamó la diferencia más lo que se había pagado de fianza.
—¿Envió a alguien para esa reclamación?
—A un tal Mackie —contestó Grieve dando unos golpecitos en la foto—. Un matón de lo peorcito —dijo Grieve frotándose las sienes—. Dios, no sabe qué extraño resulta hablar de todo esto por fin…
—¿Mackie? —repitió Rebus—. ¿De nombre Chris?
—No, Chris, no; Alan o Alex… creo. ¿Por qué?
—Mackie es el apellido que adoptó Freddy. —«¿Por remordimiento?», pensó Rebus—. Bien, ¿cómo acabó Mackie muerto?
—Vino a asustarnos para que devolviésemos el dinero, y, como le digo, era de cuidado, pero a Freddy le acompañó la suerte. Tenía un puñal en el cajón del escritorio, una especie de abrecartas, que se llevó como arma a la cita que teníamos con Callan aquella noche para aclarar las cosas, en el aparcamiento de Cowgate. Fuimos muertos de miedo.
—¿Y a pesar de ello acudieron?
—Nos planteamos huir… pero al final fuimos a la cita porque era difícil dejar plantado a Bryce Callan. Pero él no fue y nos encontramos con ese Mackie; a mí me dio un par de puñetazos de los que aún conservo secuelas en un oído. Después se volvió hacia Freddy. Tenía una pistola, me golpeó con la culata. Yo pensé que Freddy saldría peor parado, vamos, estoy seguro… porque era quien llevaba la gestión y Callan lo sabía. Pero le juro que fue en defensa propia. Vamos, no creo que tuviera intención de matar a Mackie, sino… —se encogió de hombros— sólo detenerle, supongo.
—Y le apuñaló en el corazón —añadió Rebus.
—Sí —dijo Grieve—. Nos dimos cuenta en el acto de que lo había matado.
—¿Y qué hicieron?
—Metimos el cadáver en su propio coche y huimos. Sabíamos que era mejor separarse porque si no Callan nos mataría.
—¿Y el dinero?
—Yo le dije a Freddy que no quería saber nada y él propuso que nos encontrásemos justo un año después en un bar de Frederick Street.
—¿Usted no acudió a la cita?
Grieve negó con la cabeza.
—Yo ya había asumido otra personalidad en un lugar que me gustaba y en el que comenzaba a adaptarme.
«También Freddy había viajado a muchos sitios según le había contado a Dezzi», pensó Siobhan.
Justo un año después, al no aparecer Alasdair, fue cuando Freddy Hastings llevó el dinero a una caja de ahorros de George Street, a cuatro pasos de Frederick Street, y abrió una cuenta a nombre de C. Mackie…
—¿Y aquella cartera? —preguntó Siobhan.
Grieve la miró.
—Ah, sí. Era de Dean Coghill.
—Las iniciales eran ADC.
—Debía de ser por el segundo nombre de Dean que a él le gustaba más. Esa cartera nos la trajo Barry Hutton llena de billetes, presumiendo de habérsela quitado a Coghill: «Porque puedo y él no va a impedírmelo» —dijo Grieve negando con la cabeza.
—El señor Coghill ha muerto —dijo Siobhan.
—Otra víctima de Bryce Callan.
Aunque Coghill había fallecido de muerte natural, Rebus entendió perfectamente qué quería decir Grieve.
Rebus y Siobhan celebraron una reunión en la sala del DIC.
—¿Qué tenemos en concreto? —preguntó ella.
—Fragmentos —contestó él—. Tenemos a Barry Hutton yendo a comprobar qué ha sucedido en la cita y que se encuentra con el cadáver de Mackie cerca de Queensberry House; lo lleva a las obras y lo tapia en la chimenea, pensando que allí quedaría por los siglos de los siglos.
—¿Por qué razón?
—Para impedir que la policía le hiciera preguntas.
—¿Y cómo es que en la lista de personas desaparecidas no figura ningún Mackie?
—Mackie era un hombre de Callan y nadie iba a llorar por él ni a denunciar su desaparición.
—¿Y Freddy Hastings se suicida al enterarse por un periódico que se ha encontrado el cadáver?
Rebus asintió.
—El asunto vuelve a cobrar actualidad y se ve incapaz de soportarlo.
—No acabo de entenderle.
—¿A quién?
—A Hastings. No entiendo qué le impulsó a llevar esa vida…
—Hay una preocupación más acuciante —dijo Rebus—. Callan y Hutton van a quedar impunes.
Siobhan se inclinó en su mesa y cruzó los brazos.
—Bueno, en definitiva, ellos ¿qué hicieron? No mataron a Mackie ni tiraron a Freddy Hastings por el puente Norte.
—Pero fueron los inductores de su muerte.
—Callan vive ahora en el extranjero y Barry Hutton es un personaje bien considerado —comentó ella esperando que Rebus dijera algo, pero este callaba—. ¿No lo ves así? —En ese preciso momento recordó lo que había dicho Alasdair Grieve en el interrogatorio—. Un contacto en el ayuntamiento —agregó.
—Alguien del Departamento de Urbanismo —apostilló Rebus.