36

Watson estaba al borde del infarto.

—Pero vamos a ver, ¿de quién fue la idea de que siguiera los pasos de Barry Hutton?

—El inspector Linford lo hizo por iniciativa propia, señor.

—¿Por qué será, me pregunto, que yo veo su pringosa marca de fábrica en toda esta historia?

Era sábado por la mañana y estaban en el despacho del Granjero, donde Rebus ya había entrado nervioso porque tenía un argumento pero no creía que Watson lo aceptara.

—¿Ha visto la nota? —prosiguió este—: «Rebus sabía que estaba allí». ¡Es tremendo!

Tanto apretaba Rebus las mandíbulas que le dolían los carrillos.

—¿Qué dice el ayudante del jefe de policía? —preguntó.

—Exige una investigación. A usted le suspenderán de empleo, desde luego.

—De ese modo dejo de estorbarle hasta que se jubile.

En vez de replicar, el comisario golpeó la mesa con la palma de las manos y Rebus aprovechó.

—Tenemos la descripción del hombre visto en Holyrood la noche en que asesinaron a Grieve. A ello hay que añadir el hecho de que es cliente de Bellman’s y que seguramente podríamos pillarlo. En Bellman’s no vamos a sacar nada; es la clase de pub en el que cada uno va a lo suyo, pero tengo confidentes en Leith. Se trata de localizar a un tipo duro, un cliente habitual de ese pub. Yo creo que con unos cuantos agentes…

—Linford dice que fue usted.

—Ya lo sé, señor, pero con todo respeto…

—¿Qué pensarían si le encargo a usted del caso?

El Granjero parecía de pronto muy cansado, abrumado por el trabajo.

—No le pido que me encargue de él —dijo Rebus—. Sólo que me deje ir a Leith a hacer algunas pesquisas. Sólo eso. Deme la oportunidad de poner a salvo mi reputación cuando menos.

Watson se recostó en su silla.

—La verdad es que en Fettes están que trinan. Linford era de su plantilla. Y eso de seguir a Barry Hutton sin autorización… ¿sabe cómo va a afectar a cualquier posible imputación? Al fiscal le va a dar un ataque.

—Necesitamos pruebas y para ello tenemos que recurrir a alguien de Leith con contactos.

—¿Qué tal Bobby Hogan? Él está en Leith.

—Pues que siga allí —dijo Rebus.

—Usted también quiere ir, claro… —Rebus no contestó—. Y los dos sabemos perfectamente que irá a pesar de lo que yo diga.

—Es preferible que sea oficial, señor.

El Granjero se pasó una mano por la calva.

—Cuanto antes mejor, señor.

Watson movió la cabeza mirando a Rebus.

—No —dijo—. No quiero que vaya allí, inspector. No puedo autorizarlo teniendo en cuenta el broncazo de jefatura.

Rebus se puso en pie.

—Entendido, señor. ¿No tengo permiso para ir a Leith a preguntar a mis confidentes sobre la agresión al inspector Linford?

—Eso es, inspector, no se lo doy. Está pendiente su suspensión de empleo y quiero tenerle a mano cuando llegue la comunicación.

—Gracias, señor —dijo Rebus camino de la puerta.

—Lo digo en serio, inspector. No salga de Saint Leonard.

Rebus asintió con la cabeza. La sala de Homicidios estaba tranquila cuando entró. Roy Frazer leía un periódico.

—¿Has acabado con este? —preguntó Rebus cogiendo otro. Frazer asintió con la cabeza—. Tengo una indigestión de pollo —añadió Rebus frotándose el estómago—. Contesta a mis llamadas y di que el menda está fuera de combate.

Frazer asintió con la cabeza sonriendo. El que más y el que menos se había pasado un sábado por la mañana en el váter con un periódico.

Rebus salió de la comisaría, fue al aparcamiento, se sentó en el Saab y llamó por el móvil a Bobby Hogan.

—Te llevo ventaja, colega —dijo Hogan.

—¿Cuánta?

—Ya estoy frente a Bellman’s esperando a que abran.

—No pierdas el tiempo. Mira a ver si puedes localizar a algún confidente tuyo —dijo Rebus abriendo su bloc y leyéndole la descripción del sospechoso de Holyrood Road mientras conducía.

—Así que un matón que frecuenta pubs poco recomendables… —musitó Hogan recapitulando—. ¿Dónde demonios encuentro yo algo semejante en el Leith de ahora?

Rebus conocía unos cuantos locales. Era la hora de abrir: las once de la mañana, una mañana encapotada, de nubosidad tan baja que ocultaba el Arthur’s Seat de cuya masa rocosa se advertía algún fragmento esporádico. Igual que aquel caso, pensó Rebus, del que se vislumbraban trozos de vez en cuando sin poder desentrañar la estructura principal oculta.

Se veía poca gente por la calle en Leith porque el mal tiempo invitaba a quedarse en casa. Dejó atrás tiendas de alfombras, salones de tatuajes, casas de empeño, lavanderías y oficinas de la seguridad social, estas cerradas durante el fin de semana pero el resto de ella con más clientela que las otras. Aparcó en un callejón y cerró bien el Saab. Doce minutos después de la hora de apertura entró en el primer pub de la lista; estaban sirviendo café y pidió una taza, como la que tomaba el camarero. Había dos parroquianos viejos mirando la televisión y fumando a destajo: lo único que tenían que hacer y lo afrontaban con la seriedad de un ritual. Al de la barra no pudo sacarle ni siquiera un segundo café gratis. Se largó de allí.

Mientras caminaba sonó el móvil. Era Bill Nairn.

—¿Trabajando el fin de semana, Bill? —preguntó Rebus—. ¿Pagan bien las horas extra?

—La cárcel no cierra, John. Hice lo que me pediste y miré el expediente de Rab Hill.

—¿Y qué? —preguntó Rebus deteniéndose, mientras a su lado pasaba gente que iba a la compra, eran viejos en su mayoría, de paso cansino y sin coche para ir al supermercado ni apenas energía para tomar el autobús.

—No gran cosa. Salió en libertad en la fecha prevista y manifestó que se trasladaba a Edimburgo, donde se ha presentado al funcionario que vigila su libertad condicional…

—¿Qué enfermedades tenía, Bill?

—Ah, sí, como se quejaba de constantes molestias de estómago se le hicieron unos análisis. Todos negativos.

—¿En el mismo hospital que a Cafferty?

—Sí, pero realmente no veo…

—¿Qué señas ha dado en Edimburgo?

Nairn le dio la dirección de un hotel en Princes Street.

—Estupendo —dijo Rebus y pasó a preguntar los datos del funcionario judicial—. Gracias, Bill. Nos vemos.

El segundo bar estaba lleno de humo y la alfombra pringosa de los restos de la noche. Había tres hombres, con las mangas de la camisa remangadas exhibiendo sus tatuajes; tomaban chupitos y le miraron al entrar sin que su persona les pareciera digna de ningún comentario. Más tarde, en estado etílico más intenso, sería harina de otro costal. Rebus conocía al que atendía la barra, se sentó en la mesa de un rincón con media pinta de Eighty a fumar un cigarrillo. Cuando el camarero se acercó a vaciar el cenicero con una única colilla tuvo tiempo de hacerle un par de preguntas a las que el hombre contestó con nerviosos movimientos de cabeza. Negativo: o no sabía nada o no quería hablar. Bien, Rebus sabía cuándo podía apretar un poco más, pero este no era el caso.

Se dio perfecta cuenta al salir de que los de la barra estaban ya comentando algo sobre él. Habrían detectado que era un poli, le preguntarían al camarero qué quería y este se lo diría. De momento no importaba, pues se habría corrido la voz de que habían agredido a uno de los suyos y sabían que en tales casos la policía se movía rápido. Es lo menos que podía esperarse en Leith.

En la calle cogió de nuevo el móvil, llamó al hotel y pidió que le pusieran con la habitación de Robert Hill.

—No contesta, señor.

Rebus cortó la comunicación.

En el tercer pub había un sustituto en la barra y ninguna cara conocida, por lo que no se tomó la molestia de pedir nada. Luego, entró en otros dos bares con mesas de formica marcadas de quemaduras de cigarrillo y una neblina avinagrada de salsa agridulce con especias y grasa de patatas fritas. Después, fue a un tercero, donde iban los estibadores a reponer la carga de colesterol, más parecido a una consulta médica que a un comedor.

En una mesa, comiendo huevos aceitosos con tenedor, había alguien a quien él conocía.

Se llamaba Big Po y había sido portero de pubs y discotecas del barrio, pero también había servido una buena temporada en la marina mercante. Tenía las manos llenas de cortes y cicatrices y un rostro curtido en lo poco que dejaba ver su poblada barba negra. Era un tipo enorme, y viéndolo apretujado en aquella mesa, desentonaba como un adulto en un pupitre de primaria. A Rebus se le antojaba que el mundo estaba hecho a una escala en discrepancia con las necesidades de Big Po.

—¡Santo Dios, cuánto tiempo! —bramó al ver acercarse a Rebus esparciendo con la exclamación gotas de saliva y partículas de huevo.

Algunos volvieron la cabeza para mirar lo justo por temor a que Big Po les imputara alguna intromisión en sus asuntos. Rebus tendió la mano, resignado a aguantar un apretón semejante a la acción de una trituradora, para hacer a continuación flexiones con los dedos, comprobando si estaban ilesos y sentarse frente al grandullón.

—¿Qué toma? —preguntó Po.

—Un café.

—Aquí eso es una blasfemia. Estamos en la santa iglesia del cocinero San Eck —comentó Po señalando con la cabeza un viejo gordo que se enjugaba las manos en el delantal, dándole la razón con un movimiento de la cabeza—. La mejor freiduría de Edimburgo. ¿No es cierto, Eck? —vociferó Po.

Eck volvió a asentir con la cabeza y siguió con su faena. Parecía nervioso de tener allí a Big Po, y no era de extrañar.

Se acercó una camarera de mediana edad desde la barra y Rebus pidió un café mientras Big Po rebañaba con el tenedor los restos de yema.

—Sería más fácil con cuchara —dijo Rebus.

—Me gusta lo difícil.

—Bien, podría ser que tuviera otro para ti —dijo Rebus aguardando a que llegara el café, que le llevaron en una taza de Pyrex transparente con platillo a juego, un objeto que volvía a ponerse de moda en algunos locales, pero él tuvo la impresión de que aquella era reserva de la casa.

No lo había pedido con leche pero sí que tenía porque vio unos espumarajos blancos flotantes. Dio un sorbo y comprobó que aunque estaba caliente no sabía a café.

—Bueno, usted dirá —dijo Big Po.

Rebus le puso al corriente y Po escuchó sin descuidar su plato, que terminó con una operación de rebañado de los últimos restos de grasa a los que añadió un generoso chorro de salsa agridulce especiada con trozos de tostada. Se repanchingó a continuación lo mejor que pudo en aquellas estrecheces, sorbió ruidosamente el té y trató de moderar su bramido de oso transformándolo en algo que los simples mortales reconocerían como hablar en voz baja.

—Para cuestiones sobre Bellman’s hable con Gordie, que era cliente hasta que le prohibieron entrar —dijo.

—¿Le prohibieron la entrada en Bellman’s? ¿Qué hizo, disparar una ráfaga de ametralladora o pedir un gin-tonic?

Big Po lanzó un bufido.

—Creo que se lo hacía con la mujer de Hutton.

—¿El dueño?

Po asintió con la cabeza.

—Un cabronazo.

Una apreciación grave viniendo de Po.

—Gordie, ¿de nombre o de apellido?

—Es Gordie Burns y va a beber al Weir O’.

Se refería al Weir O’Hermiston en la carretera de la costa, en dirección Portobello.

—¿Cómo sabré quién es? —preguntó Rebus.

Po metió la mano en su cazadora de nilón azul y sacó un móvil.

—Voy a llamarle para asegurarme de que está allí.

Mientras marcaba, Rebus miró por los cristales cubiertos de vapor. Cuando Po terminó de hablar le dio las gracias y se levantó.

—¿No se toma el café?

Rebus negó con la cabeza.

—Pero invito yo —dijo acercándose a la barra y dando cinco libras, de las que tres y media cubrieron la fritanga más barata y alta en colesterol de Leith.

Antes de salir, al pasar junto a la mesa de Big Po, le dio una palmadita en el hombro metiéndole veinte libras en el bolsillo de la cazadora.

—Dios le bendiga, caballero —vociferó Big Po.

No podría asegurarlo, pero le pareció que cuando cerraba la puerta el grandullón estaba pidiendo un segundo desayuno.

El Weir O’ era una especie de pub civilizado con aparcamiento delante y un letrero en el que se anunciaba escrito con tiza una serie de «especialidades de la casa». Nada más acercarse a la barra a pedir un whisky, vio que alguien apuraba su copa y cuando llegó la consumición de Rebus el hombre dijo que se iba y comentó al que tenía a su lado que no tardaría en volver. Rebus aguardó un par de minutos tomándose el whisky y salió del pub. En la esquina, cerca de unas naves vacías y unos montones de escoria, les esperaba el hombre.

—¿Gordie? —preguntó Rebus.

El hombre hizo una inclinación de cabeza. Era alto y desgarbado, de unos treinta y tantos años y tenía una cara triste y una incipiente calva con el poco pelo mal cortado. Rebus le tendió veinte libras y el tal Gordie las cogió con reparo como haciendo gala de cierta dignidad.

—Que sea rápido —dijo al guardárselas mirando a su alrededor.

El tráfico era intenso, camiones sobre todo, y nadie se fijaba en ellos dos. Rebus le resumió brevemente el asunto, dándole la descripción del sospechoso, el pub y la agresión.

—Debe de ser Mick Lorimer —dijo el hombre dándose la vuelta.

—¡So! —exclamó Rebus—. ¿No me da una dirección o algo?

—Mick Lorimer —repitió el hombre ya casi en la puerta del pub.

John Michael Lorimer, conocido por Mick, con antecedentes de agresión, allanamiento y robo. Bobby Hogan sabía quién era y por eso pudieron hacerle ir a la comisaría de Leith, donde le dejaron un rato a solas para que sudara antes de interrogarle.

—No vamos a sacar mucho en limpio —comentó Hogan a Rebus—. Su léxico se reduce a una docena de palabras, la mitad de las cuales horripilarían a tu abuela.

Lorimer les recibió tranquilamente sentado en su casita de dos pisos de Easter Road, cuya puerta les franqueó una «amiga» que les hizo pasar al cuarto de estar donde él les esperaba con el periódico abierto sobre el regazo. No dijo apenas nada, ni se molestó en preguntarles qué querían ni por qué le pedían que les acompañase a la comisaría. Rebus anotó la dirección del domicilio de la amiga, que correspondía a los bloques cerca de los cuales Linford había sufrido la agresión. Normal, incluso si demostraban que era a Lorimer a quien Linford había seguido, ahora tenía la coartada de que había ido a casa de su amiga y que había pasado allí la noche.

Conveniente y rentable, y ella no iba a cambiar la declaración si sabía a qué atenerse. Por sus ojos llorosos, Rebus dedujo que Mick Lorimer la tenía bien domesticada.

—Entonces, ¿vamos a perder el tiempo? —preguntó Rebus.

Bobby Hogan se encogió de hombros. Llevaba en el Cuerpo tanto tiempo como Rebus y los dos estaban al cabo de la calle. La detención no era más que el primer asalto, seguido casi siempre de un combate con resultado amañado.

—En cualquier caso, haremos una rueda de reconocimiento —comentó Hogan abriendo la puerta del cuarto de interrogatorios.

La comisaría de Leith no era moderna como la de Saint Leonard. Estaba instalada en un sólido edificio de estilo Victoriano tardío que a Rebus le recordaba la escuela de su infancia. Tenía muros de piedra recubiertos de innumerables capas de pintura y había tuberías a la vista por todas partes. Los cuartos de interrogatorio eran como calabozos, pequeños y deprimentes. Sentado ante una mesa, Lorimer parecía hallarse en el cuarto de estar de su propia casa.

—Quiero un abogado —dijo al verlos entrar.

—¿Te hace falta por algo? —replicó Hogan.

—Quiero un abogado —repitió Lorimer.

—¿Has visto? Es como un disco rayado —dijo Hogan mirando a Rebus.

—Que se atasca siempre en el surco equivocado.

Hogan se volvió hacia Lorimer.

—Tenemos seis horas por delante sin que tengas el menor derecho a asesor legal. Es lo que dice la ley —dijo metiendo las manos en los bolsillos del pantalón, con gesto pensado para darle a entender que era una charla entre amigos—. Mick, ahí donde lo ves —añadió mirando a Rebus— fue portero de Tommy Telford. ¿No lo sabías?

—Pues no —mintió Rebus.

—Pero tuvo que largarse al venirse abajo el imperio de Telford.

—La mano de Big Cafferty —añadió Rebus asintiendo con la cabeza.

—Sí, es sabido que a Big Ger no le gustaba la banda de Tommy Telford, ni nadie relacionado con él —añadió mirando intencionadamente a Lorimer.

Rebus se había situado delante de la mesa y se inclinó hacia ella apoyando las manos en el respaldo de la silla vacía.

—Big Ger está libre —dijo—. ¿Lo sabías, Mick?

Lorimer ni parpadeó.

—Suelto y en Edimburgo —añadió Rebus—. Si quieres puedo ponerte en contacto con él…

—Seis horas —replicó Lorimer—. No se moleste.

Rebus miró a Hogan. De momento bastaba.

Interrumpieron el interrogatorio para salir a fumar un cigarrillo.

—Pongamos que Lorimer mató a Roddy Grieve —comentó Rebus pensativo—. Móvil aparte, pensamos que detrás del crimen está Barry Hutton —Hogan hizo un gesto afirmativo—. Se plantean dos interrogantes: primero ¿tenía que matarlo? ¿No será que Lorimer se excedió porque es un tipo que una vez que empieza se ensaña? Segundo —prosiguió Rebus—, ¿tenía que quedar allí el cadáver de Grieve? ¿Por qué no intentaron esconderlo?

Hogan se encogió de hombros.

—También es el estilo de Lorimer, duro como una piedra pero bastante burro.

Rebus le miró.

—Pongamos, pues, que si jodió el asunto que le encomendaron, ¿por qué no le han castigado?

Hogan sonrió.

—¿Castigar a Mick Lorimer? Hace falta un ejército o sorprenderle con la guardia baja.

Rebus recordó algo. Volvió a llamar al hotel y le dijeron que no sabían nada de Rab Hill. Quizá fuese mejor cara a cara. Necesitaba a Hill de su parte porque era la prueba y por eso Cafferty lo tenía siempre a su lado.

Si podía encontrar a Rab Hill podría volver a encerrar a Cafferty. Eso era casi lo que más deseaba en el mundo.

—Sería como un buen regalo de Navidad —dijo en voz alta.

Hogan le preguntó a qué se refería pero él se limitó a mover la cabeza.

El señor Cowan, que les había dado la descripción del hombre que él vio aquella noche en Holyrood Road, se tomó con tiempo el reconocimiento de la rueda de sospechosos, pero al final se inclinó por Lorimer. A este lo metieron en el calabozo y a los demás, casi todos ellos estudiantes, les dieron té con galletas antes de efectuar un segundo turno de identificación.

—Cuando me hacen falta tiarrones recurro al equipo de rugby —dijo Hogan—. La mitad de ellos son estudiantes de medicina y de derecho.

Pero Rebus no escuchaba. Estaban fumando un cigarrillo en la calle delante de la comisaría cuando llegó una ambulancia. Abrieron la puerta trasera, bajaron la rampa y apareció Derek Linford en silla de ruedas, con la cara tumefacta, la cabeza vendada y un collarín quirúrgico. Cuando laboriosamente llegó a su altura Rebus advirtió los alambres que envolvían su mandíbula. Sus pupilas estaban obnubiladas por los sedantes pero al ver a Rebus se le iluminaron y entornó los ojos. Rebus movió despacio la cabeza en un gesto de negación y de simpatía, pero Linford apartó la vista con dignidad cuando dieron la vuelta a su silla de ruedas para subirle mejor por la escalinata.

Hogan tiró el cigarrillo a la calzada justo delante de la ambulancia.

—¿Tú no entras? —preguntó y Rebus dijo que no.

—Sí, creo que será mejor.

Cuando Hogan volvió a salir se había fumado dos pitillos más.

—Bueno, ha dicho que sí, es Mick Lorimer.

—¿Puede hablar?

Hogan negó con la cabeza.

—Tiene la boca llena de placas metálicas.

—¿Qué ha dicho el abogado de Lorimer?

—Le ha hecho poca gracia. Ha preguntado qué medicamentos ha tomado Linford.

—¿Vais a acusar a Lorimer?

—Creo que sí. Para empezar, de agresión.

—¿Crees que prosperará?

Hogan infló los mofletes y soltó el aire.

—Entre tú y yo, creo que no. Lorimer no ha negado que siguiese a Linford, pero el problema es que eso plantea muchas dificultades.

—¿Por vigilancia no autorizada?

Hogan asintió con la cabeza.

—La defensa se llevaría el gato al agua. Volveré a hablar con la amiga. Tal vez si le guarda cierto rencor…

—Ella no hablará —comentó Rebus convencido—. Nunca hablan.

Siobhan fue al hospital. Derek Linford estaba incorporado en la cama apoyado en cuatro almohadas, con una jarra de plástico con agua y un periódico de la prensa amarilla por toda compañía.

—Te he traído unas revistas —dijo ella— pero no sabía tus temas preferidos —añadió dejando la bolsa en la cama y cogiendo una silla—. Me han dicho que no puedes hablar, pero pensé que de todas maneras tenía que venir —sonrió—. No voy a preguntarte cómo estás, porque ya se ve, pero quería decirte que no fue culpa de John. Él no haría nunca una cosa así… ni consentiría que le sucediese a nadie. No es tan retorcido —hablaba sin mirarle, jugueteando con las asas de la bolsa—. Lo que pasó entre nosotros…, entre tú y yo…, fue culpa mía. Ahora lo comprendo. Culpa mía y tuya también, claro. De nada va a servir que… —prosiguió y al levantar la vista vio la rabia y el recelo en los ojos de él—. Si tú… —no pudo continuar.

Llevaba ensayado una especie de discurso pero se daba cuenta de que no iba a arreglar nada.

—Sólo debes echar la culpa al agresor —añadió volviendo a mirarle y apartando la vista—. No sé si ese odio es por mí o por John.

Le vio coger el periódico y ponerlo despacio sobre la colcha. Tenía un bolígrafo y trazó algo en la primera página. Siobhan se puso de pie para mirarlo mejor ladeando la cabeza y vio que había dibujado un círculo irregular, el más grande que pudo hacer. Comprendió enseguida que representaba al mundo. Los odiaba a todos.

—Me he perdido un partido del Hibs por venir aquí —dijo—, para que veas —él la miró—. Vale, no tiene gracia. De todos modos habría venido —añadió.

Pero él cerró los ojos como si le aburriera escuchar.

Alargó la visita dos minutos más y se marchó. En el coche recordó que tenía una llamada pendiente; llevaba el número anotado, que tardó casi veinte minutos en encontrar entre el papeleo del escritorio.

—¿Sandra?

—Sí.

—Pensé que habías ido de compras. Soy Siobhan Clarke.

—Ah.

Sandra Carnegie no parecía muy complacida de su llamada.

—Creemos que han matado a tu agresor.

—¿Cómo?

—Lo apuñalaron.

—Estupendo. Que den una medalla al que lo hizo.

—Por lo visto fue el cómplice. Le detuvimos cuando huía por la AI hacia Newcastle, y en un arrebato de remordimiento lo confesó todo.

—¿Vais a acusarle de homicidio?

—Vamos a acusarle de cuanto podamos.

—¿Y tendré que atestiguar yo?

—Es posible. Pero son buenas noticias, ¿no?

—Sí, estupendas. Gracias por avisarme.

Siobhan se quedó con el teléfono en la mano; había cortado. Profirió un exabrupto. Su ansiado triunfo del día se desvanecía.

—Déjame —dijo Rebus.

—Muy bonito. Te dejaré —dijo Siobhan cogiendo una silla, sentándose frente a él y sacando los brazos del abrigo.

Se había llevado su zumo de naranja con gaseosa al salón trasero del bar Oxford. El principal estaba lleno de clientes del sábado por la tarde mirando el partido, pero allí atrás estaba tranquilo y no molestaba la televisión. Había un solo cliente junto a la estufa leyendo el Irish Times. Rebus tomaba un whisky y en la mesa no había vasos vacíos, lo que simplemente significaba que era él quien se acercaba a la barra para que le llenaran el vaso.

—Creí que habías comenzado a reducir la dosis —dijo ella; él se limitó a mirarla—. Bueno, perdona, me olvidaba de que el whisky es la solución a todos los problemas.

—No es más absurdo que la meditación yogui —dijo él llevándose el vaso a los labios y haciendo una pausa—. Bueno, ¿qué quieres? —añadió dando un sorbo y dejando que el calor del alcohol le cosquilleara en la boca.

—He ido a ver a Derek.

—¿Cómo está?

—No habla.

—El pobre cabrón no puede.

—Pero no es sólo eso.

Rebus asintió despacio.

—Lo sé. No se puede negar que tiene razón.

—¿Qué quieres decir? —replicó ella. Una raya vertical arrugó su frente.

—Fui yo quien le dijo que vigilase a los hombres de Hutton y con ello le induje a seguir a un asesino.

—Pero tú no pensabas que fueran a…

—¿Cómo lo sabes? A lo mejor quería que le zumbaran.

—¿Por qué ibas a quererlo?

—Para que aprendiera —Rebus se encogió de hombros.

Siobhan pensó en preguntarle si simplemente por humillarle o como castigo por haber estado espiándola, pero calló y dio un trago al zumo.

—¿Es que tú mismo dudas?

Rebus fue a encender un cigarrillo pero cambió de idea.

—¿Y yo qué? —dijo ella.

Rebus negó con la cabeza y volvió a guardar el cigarrillo en el paquete.

—La verdad es que hoy ya he fumado muchos. Además, estoy en minoría porque Hayden tampoco fuma —añadió señalando con un gesto al que leía el Irish Times.

El hombre sonrió al oír su nombre.

—Se agradece el detalle —dijo y siguió enfrascado en el periódico.

—Bueno, ¿y ahora qué? —dijo Siobhan—. ¿Estás suspendido de empleo?

—Primero tienen que demostrarlo —contestó Rebus jugueteando con el cenicero—. He estado reflexionando sobre el canibalismo y el hijo de lord Queensberry.

—¿A cuento de qué?

—Me pregunto si habrá todavía caníbales.

—No lo dirás en sentido literal…

—No, me refiero a asar a alguien, masticarlo y comérselo para desayunar. Dicen que el hombre es un lobo para el hombre y qué razón hay en ello. Nos devoramos unos a otros.

—Es la comunión en el cuerpo de Cristo —añadió Siobhan.

Rebus sonrió.

—Es algo que siempre me ha intrigado y nunca fui capaz de entender, que una oblea se convierta en carne.

—Y al convertirse el vino en sangre…, al beberlo nos convertimos en vampiros.

Rebus sonrió aún más, pero su mirada daba a entender que pensaba en otra cosa.

—Fíjate lo que son las coincidencias —dijo ella, y pasó a relatarle los acontecimientos de la noche que cruzó por la estación de Waverley, lo del Sierra negro más el caso del violador que elegía víctimas en los clubes de solteros.

Rebus asintió con la cabeza.

—Y yo añado otra coincidencia más: la matrícula del Sierra está apuntada en el bloc de Linford.

—¿Cómo es posible?

—Porque Nicholas Hughes trabajaba en la empresa de Barry Hutton —Siobhan fue a preguntar algo pero él se le adelantó—. De momento, estamos en la fase de las coincidencias.

Siobhan se recostó en el asiento y permaneció pensativa un instante.

—¿Sabes lo que nos haría falta? —dijo al fin—. Me refiero al caso Grieve. Una confirmación, testigos. Alguien que nos informe.

—Entonces, mejor será que saquemos el tablero de ouija.

—¿Sigues creyendo que Alasdair ha muerto? —hizo una pausa hasta que vio que Rebus se encogía de hombros—. Yo no. Si estuviera dos metros bajo tierra lo sabríamos. ¿Qué sucede? —exclamó al ver que a Rebus se le iluminaba el rostro.

—Eso es, con quien tenemos que hablar es con Alasdair, ¿a que sí? —dijo él mirándola.

—Exacto —contestó ella.

—Pues habrá que invitarle.

—¿Cómo, invitarle? —preguntó Siobhan sin acabar de entenderlo.

Rebus apuró el whisky y se levantó.

—Conduce tú, porque, dada mi suerte últimamente, acabaríamos estrellados contra una farola.

—Invitarle, ¿de qué manera? —insistió ella pugnando por meter los brazos en las mangas del abrigo.

Pero Rebus ya se dirigía a la puerta. Le siguió y al pasar junto al que leía el periódico este alzó su vaso y le deseó buena suerte.

El tono daba a entender que iba a necesitarla.

—Entonces, ¿tú le conoces? —le reprochó ella salían del Oxford.