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Rebus recordó sus tiempos en los pubs más sórdidos de Leith. A él no le iban aquellas tabernas bonitas y renovadas del puerto ni los relucientes mesones Victorianos de Great Junction Street y Bernard Street. Pero para encontrar tugurios sin nombre con serrín y escupitajos en el suelo había que perderse por callejuelas que pocos sabuesos de la Brigada escocesa de la localidad recorrerían jamás. Llevaba una lista con cuatro de la que ya había tachado los dos primeros, y cuando llegó al tercero vio el BMW de Linford aparcado a ochenta metros bajo una farola estropeada. Había sido lo bastante listo para aparcar en un lugar poco iluminado. Pero daba la casualidad de que casi todas las farolas estaban estropeadas.

Arrimó el Saab al BMW y encendió y apagó los faros sin que nadie respondiera. Salió del coche y encendió un cigarrillo. Parecía un simple ciudadano encendiendo un pitillo, pero su vista trabajaba. No pasaba nadie por la calle y había luz en las ventanas altas del bar Bellman’s como se llamaba hacía años, aunque ahora no tenía letrero. Seguramente a la clientela poco le importaba.

Caminó hasta rebasar el BMW mirando dentro. En el asiento del copiloto había algo: era el móvil. Linford no andaría lejos. Orinando quizá, aunque había dicho que no lo necesitaba. Sonrió y movió la cabeza, y en ese momento advirtió que las puertas no estaban cerradas. Probó la del conductor y al encenderse la luz interior vio el bloc de Linford. Lo cogió y cuando comenzaba a leer se apagó la luz. Se acomodó en el asiento, cerró la puerta y volvió a encenderla. La minuciosidad de las notas era extraordinaria, pero eso no sirve de nada si te ven. Se bajó y echó un vistazo a algunos coches aparcados; eran viejos y corrientes, de los que pasan la ITV gracias al soborno de un cordial mecánico. No, un coche así no podía ser de Barry Hutton. Pero el caso era que Hutton había llegado allí en coche. ¿Se habría marchado?

¿O había burlado a Linford?

De pronto, el lugar empezó a parecerle el mejor de los panoramas al pensar en otros ni la mitad de interesantes. Volvió al Saab y llamó a Saint Leonard por si sabían de alguna detención o denuncia en Leith. Le respondieron de inmediato que era una noche tranquila de momento. Siguió allí sentado y fumó tres o cuatro cigarrillos hasta acabar el paquete, tras lo cual se dirigió al Bellman’s.

El interior estaba lleno de humo y no había música ni televisor. Sólo media docena de hombres en la barra que le miraron al entrar. Ni rastro de Barry Hutton ni de Linford. Fue hacia el mostrador sacando monedas del bolsillo.

—¿Hay máquina de tabaco? —preguntó.

—No —respondió el de detrás de la barra frunciendo el entrecejo.

—¿Tiene algún paquete en el bar? —dijo Rebus parpadeando con mirada inocentona.

—No.

Rebus se volvió hacia los clientes.

—¿Me vende alguien unos pitillos?

—A libra la pieza —contestó uno sin vacilación.

Rebus resopló.

—Vaya atraco —dijo.

—Pues lárguese y cómprelos en otro sitio.

Rebus se demoró examinando las caras y el destartalado local: tres mesas, suelo de linóleo color sangre de toro y paredes forradas de madera. Fotos de portadas antiguas con mujeres desnudas y un tablero para jugar a los dardos lleno de telarañas. No veía ninguna puerta de servicios. En la barra no había más que cuatro botellas de licor y dos grifos de cerveza: rubia y de importación.

—Debe de tener un negocio bestial —comentó.

—Shug, no sabía que esta noche habías montado espectáculo —dijo uno de los clientes al de la barra.

—El espectáculo se lo vamos a dar a él —replicó el otro.

—Tranquilos, tranquilos, muchachos —dijo Rebus alzando las manos en plan conciliador y retrocediendo—. Ya le comentaré a Barry vuestro sentido de la hospitalidad.

No cayeron en la trampa y siguieron en silencio hasta que el llamado Shug dijo:

—¿Qué Barry?

Rebus se encogió de hombros, dio media vuelta y salió.

A los cinco minutos recibió una llamada comunicándole que Derek Linford iba camino del hospital.

Rebus paseaba por el pasillo. No le gustaban los hospitales y aquel menos que ninguno porque era donde habían llevado a su hija Sammy después del accidente.

Poco después de las once salió Ormiston. La Brigada Criminal de Fettes siempre se interesaba por la agresión a un policía.

—¿Cómo está? —preguntó Rebus.

No eran los únicos presentes; sentada, con una lata de Fanta en la mano, vio a Siobhan con aspecto de estar traumatizada, y habían ido otros agentes, y hasta Watson y el jefe de Linford de Fettes, este último evitando cruzar la mirada con él y con Siobhan intencionadamente.

—Mal —contestó Ormiston buscando calderilla en los bolsillos para la máquina de café.

Siobhan le preguntó qué le faltaba y le dio unas monedas.

—¿Ha explicado lo que sucedió?

—Los médicos no permiten que hable.

—Pero ¿a ti te lo ha dicho?

Ormiston se incorporó con el vaso de plástico en la mano.

—Le golpearon por detrás y además le patearon por si acaso. Por lo visto tiene el maxilar casi destrozado.

—Así que no creo que tuviera muchas ganas de hablar —comentó Siobhan mirando a Rebus.

—En cualquier caso, le han atiborrado a sedantes —añadió Ormiston soplando el café y mirándolo con suspicacia—. Esto qué es, ¿café o caldo?

Siobhan se encogió de hombros.

—Pidió insistentemente papel para escribir una cosa —dijo finalmente Ormiston.

—¿Qué? —preguntó Siobhan.

Ormiston miró a Rebus.

—Algo así como: «Rebus sabía que estaba allí».

—¿Qué? —dijo Rebus sin inmutarse.

Ormiston se lo repitió.

—Lo que significa —comentó Rebus dejándose caer en una silla— que piensa que he sido yo porque era el único que sabía que estaba allí.

—Por lógica tiene que haber alguien a quien seguía —dijo Siobhan.

—Pero no según la lógica de Derek Linford —dijo Rebus alzando la vista hacia ella—. Yo le dije por teléfono que salía para allá. Podría haberle tendido una trampa delatándole a quien hubiera en el bar, o podría haberle atacado yo mismo —añadió mirando a Ormiston—. ¿Tú crees que fue eso?

Ormiston no contestó.

—Pero ¿por qué ibas tú a…? —dijo Siobhan sin acabar la pregunta hasta que comprendió la respuesta al mirar a Rebus, quien asintió con la cabeza.

Podría ser por venganza…, celos…, por el comportamiento de Linford con ella.

Lo que pensaba Linford era eso. Para su manera de ver el mundo tenía perfecto sentido y se ajustaba a su mentalidad.

Siobhan estaba sentada en el coche ante el hospital pensando si entrar a visitar al herido, cuando por la radio del Cuerpo captó un aviso.

«Atención, Ford Sierra Cosworth negro, conducido probablemente por Jerry Lister. Se le busca para interrogarle en relación con un suceso grave código seis».

¿Código seis? Siempre andaban cambiando los códigos, salvo el veintiuno, que era auxilio a un agente. En ese momento el código seis correspondía a muerte sospechosa, generalmente homicidio. Llamó a comisaría y le informaron de que la víctima era Nicholas Hughes, asesinado con unas tijeras. La esposa de Lister había encontrado el cadáver al volver a casa. La habían llevado al hospital a causa de la impresión. Siobhan pensó en la noche en que atajó por la estación de Waverley para volver a su casa por culpa de aquellos dos tipos en un Sierra negro, uno de los cuales le dijo al otro: «Es una lesbiana, Jerry». Ahora un tal Jerry huía en un Sierra negro.

Ella, por intentar darles esquinazo, acabó enredada en el suicidio de un mendigo.

Cuanto más lo pensaba, menos podía dejar de considerar…