Big Ger Cafferty estaba solo aparcado delante del edificio de Rebus en su Jaguar XK8 gris metalizado. Rebus cerró el coche fingiendo no haberlo visto, se dirigió al portal y oyó el zumbido eléctrico del elevalunas del Jaguar.
—He pensado que podíamos dar otra vuelta —oyó decir a Cafferty.
Rebus no hizo caso, abrió el portal y entró. En cuanto se hubo cerrado la puerta tras él se quedó ante la escalera sin saber qué hacer. Volvió a salir a la calle y vio a Cafferty, de pie, apoyado en el Jaguar.
—¿Le gusta mi nuevo coche?
—¿Lo has comprado?
—¿Cree que lo he robado? —replicó Cafferty riendo.
Rebus negó con la cabeza.
—No, es que pensaba que era alquilado, dado que vas a morirte.
—Razón de más para darme un capricho mientras esté vivo.
—¿Y Rab? —preguntó Rebus mirando a su alrededor.
—No he creído que me hiciera falta.
—No sé si sentirme halagado u ofendido.
—¿Por qué? —replicó Cafferty ceñudo.
—Porque hayas venido solo sin un gorila.
—Sí, ya dijo lo mismo la otra noche, que era el momento de darme un puñetazo. Bueno, ¿damos una vuelta?
—¿Conduces bien?
Cafferty volvió a reírse.
—Algo de práctica he perdido, pero pensé que era mejor ir los dos solos.
—¿Para qué?
—Para esa charla pendiente sobre Bryce Callan.
Fueron en dirección este cruzando los antiguos suburbios de Craigmillar y Niddrie, presa ya de los bulldozers.
—Siempre he pensado que esta era la zona ideal —dijo Cafferty—, con vistas al Arthur’s Seat y al castillo de Craigmillar. Para los yuppies será paradisíaco.
—Ya no se les llama yuppies, creo.
—Como he estado una temporada fuera… —replicó Cafferty mirándole.
—Claro.
—Veo que ya no existe la antigua comisaría.
—La han trasladado cerca.
—Dios bendito, cuántos centros comerciales nuevos.
Rebus le explicó que aquello se llamaba The Fort y que no tenía nada que ver con la vieja comisaría de Craigmillar, a la que apodaban Fort Apache. Acababan de cruzar Niddrie y siguieron el indicador de Musselburgh.
—Esto cambia a toda velocidad —comentó Cafferty.
—Y yo envejezco a toda velocidad sentado aquí. ¿Vas a empezar o no?
Cafferty le miró.
—Hace rato que he empezado, lo que pasa es que no escucha.
—¿Qué querías decirme de Callan?
—Que me llamó.
—¿Sabía que estabas fuera?
—Al señor Callan, como a muchos expatriados ricos, le gusta estar al tanto de los asuntos escoceses —contestó Cafferty mirándole de nuevo—. Está algo nervioso, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
—Por la mano que tiene en el picaporte, como si fuera a tirarse en marcha.
—Me estás tendiendo una trampa —contestó Rebus apartando la mano de la puerta.
—No me diga.
—Me apostaría tres meses de sueldo a que no estás enfermo.
—Demuéstrelo —replicó Cafferty sin apartar la vista de la carretera.
—No te preocupes.
—¿Yo? ¿De qué iba a preocuparme? Tenga en cuenta que el que está nervioso es usted.
Guardaron silencio un rato y Cafferty acarició el volante.
—Bonito coche, ¿eh?
—Comprado honradamente con el sudor de tu frente, sin duda.
—Otros sudan por mí. Es lo que caracteriza a un hombre de negocios que ha tenido éxito.
—Lo cual nos lleva a Bryce Callan. No pudiste hablar con su sobrino y de repente él te llama por las buenas.
—Es que sabe que nosotros nos conocemos.
—¿Y qué?
—Pues que quería enterarse de si yo sabía algo. No se ha ganado en él un amigo, Hombre de paja.
—Mira cómo lloro.
—¿Cree que está implicado en los asesinatos?
—¿Has venido a decirme que no?
Cafferty negó con la cabeza.
—He venido a decirle que a quien tiene que vigilar es a su sobrino.
Rebus asimiló aquello.
—¿Por qué? —dijo al fin.
Cafferty se limitó a encogerse de hombros.
—¿Es una recomendación de Callan?
—Indirectamente.
Rebus resopló.
—No lo entiendo. ¿Por qué iba Callan a mezclar en esto a Barry Hutton? —Cafferty se encogió de hombros otra vez—. Qué gracia… —prosiguió Rebus.
—¿El qué?
—Esto ya es Musselburgh —dijo Rebus mirando por la ventanilla—. ¿Sabes cómo lo llamaban?
—No me acuerdo.
—La ciudad honrada.
—¿Y cuál es la gracia?
—Que me hayas traído aquí para largarme una sarta de mentiras. Lo que sucede es que quieres quemar a Hutton. Me pregunto por qué… —añadió mirándole.
La furia que reflejó de pronto el rostro de Cafferty parecía alimentada por un calor propio, interior.
—¿Sabe que está loco? Es capaz de olvidar cualquier crimen que surja en su camino con tal de darme a mí el palo. Esa es la verdad, ¿a que sí, Hombre de paja? Los demás le tienen sin cuidado; sólo quiere a Morris Gerald Cafferty.
—No te des tanto bombo.
—Estoy tratando de hacerle un favor para que se apunte un triunfo y de paso evitar tal vez que Bryce Callan le mate.
—¿Desde cuándo te has convertido en pacificador de la ONU?
—Escuche… —añadió Cafferty con un suspiro, ya menos acalorado—. De acuerdo, quizá a mí me afecte en cierto modo.
—¿El qué?
—Todo lo que ha de saber es que a John Rebus le afecta más —dijo Cafferty, que había puesto el intermitente para detener el coche junto a la acera en la calle principal.
Rebus vio un indicador.
—¿Lucas’s? En verano había que hacer cola para entrar —pero era una tarde de invierno y el café tenía las luces encendidas.
—Aquí tenían antes los mejores helados del lugar —dijo Cafferty quitándose el cinturón de seguridad—. Voy a ver si los siguen teniendo.
Entró en el café, compró dos cucuruchos de vainilla y los llevó al coche. Rebus se pellizcó la nariz, moviendo la cabeza con incredulidad.
—Hace un rato Callan quería matarme y ahora nos tomamos un helado.
—Las pequeñas cosas son la sal de la vida, ¿no se ha percatado? —dijo Cafferty, que ya atacaba su helado—. Si hubiera carreras podríamos hacer unas apuestas.
Se refería a otra de las atracciones de Musselburgh: las carreras de caballos.
Rebus probó el helado.
—Dime algo de Hutton; algo que me sirva.
Cafferty reflexionó.
—Viajecitos pagados a miembros del ayuntamiento —dijo—. Todos los que se dedican a esa clase de negocio necesitan amigos —añadió, haciendo una pausa—. La ciudad cambia pero las cosas siguen funcionando igual.
Barry Hutton fue de compras. Aparcó en el Saint James Centre y entró en una tienda de informática, en los almacenes John Lewis, y luego salió a Princes Street hasta Jenners, cerca de allí, donde compró ropa mientras Derek Linford fingía examinar un muestrario de corbatas. Había muchos clientes y Linford sabía que no había visto que lo seguía. Era la primera vez que hacía un seguimiento pero se sabía la teórica. Se compró una corbata naranja claro con rayas verdes y se la puso en lugar de la granate que llevaba.
El hombre con quien Hutton habló en el aparcamiento de su empresa llevaba una corbata granate: corbata distinta, hombre distinto.
Hutton cruzó la calle y entró en el hotel Balmoral a tomar el té con un hombre y una mujer. Vio que abrían carteras: negocios. A continuación volvió al coche para dirigirse al puente de Waverley; comenzaba la hora punta y el tráfico era más intenso. Hutton aparcó en Market Street y fue a la entrada trasera del hotel Carlton Highland con una bolsa de deportes. Deducción lógica: gimnasio. Linford sabía que el hotel tenía uno donde él estuvo a punto de inscribirse, pero le había disuadido el precio. En su momento le había animado la idea de conocer a la plana mayor de la ciudad, pero era muy caro.
Se dispuso a esperar. En la guantera tenía una botella de agua, aunque no podía beber, no fuera a ser que Hutton saliera y él estuviera orinando. Y menos comer. Su estómago protestaba. No había tomado más que un café… Buscó en la guantera y encontró una barrita de chicle.
«Bon appétit», se dijo mientras la desenvolvía.
Hutton pasó una hora en el gimnasio. Linford iba anotando cuidadosamente todos sus movimientos con la hora y los minutos. Salía solo, con el pelo mojado de la ducha y balanceando la bolsa de deporte con esa aura, esa confianza higiénica que procura el ejercicio. Subió al coche y se dirigió a Abbeyhill. Linford comprobó su móvil, vio que no quedaba batería y lo enchufó al encendedor del coche para recargarla. Pensó en llamar a Rebus, pero ¿para decirle qué exactamente? ¿Pedirle su consentimiento? «Estás haciendo lo que debes; adelante». Eso es lo que haría una persona débil.
Él no era débil. Allí estaba la prueba.
Ahora iban por Easter Road y Hutton hablaba por el móvil. Todo el rato había estado hablando sin mirar apenas al retrovisor ni a los espejos laterales. Aunque daba igual porque entre ellos dos había tres coches.
No tardaron en llegar a Leith. El Ferrari tomó por calles secundarias y Linford se rezagó esperando que le adelantara algún coche, pero aquello estaba desierto. Sólo circulaban él y el sospechoso. A derecha e izquierda, las calles se hacían cada vez más estrechas, y las casas a ambos lados daban directamente a la calzada. Cruzaron por delante de unas zonas de juego para niños mientras los faros hacían relucir trocitos de vidrio. Anochecía. Hutton se detuvo de pronto. Linford supuso que debían de estar ya cerca de los muelles. No conocía aquella parte de la ciudad; siempre la había evitado, porque todo eran intrigantes y tugurios, las armas más corrientes, la botella y el cuchillo de cocina, y la mayor parte de las agresiones se perpetraban contra amigos y familiares.
Hutton aparcó frente a un antro, un pub pequeño con ventanas altas y estrechas con cortinas. Tenía una puerta de aspecto resistente y no parecía abierto, pero Hutton sabía que sí lo estaba y empujó la puerta y entró en él. Había dejado la bolsa de deporte en el asiento delantero del Ferrari y las de las compras, en el de atrás.
Era tonto o sabía lo que se hacía. Linford pensó en el pub de Leith de la película Trainspotting, cuando el turista norteamericano pregunta dónde está el servicio y le siguen unos tipos y se reparten después el botín. Era un bar como aquel, sin letrero, sólo con un anuncio de cerveza Tennent’s. Linford consultó el reloj y anotó los detalles en su diario, un manual de vigilancia. Comprobó el móvil y vio que no había mensajes. Tenía salida esa noche con los del club de solteros, la cita era a las nueve, pero no sabía si iría o no. A lo mejor Siobhan iba otra vez; ya no llevaba el caso, pero quién sabe. No había oído ningún comentario sobre su presencia aquella noche en la discoteca, así que lo más seguro es que Siobhan no se lo hubiera contado a nadie. Había cumplido su palabra. Era un detalle, y más teniendo en cuenta que con su conducta le había dado motivo para no andarse con miramientos.
Pero bueno, en definitiva, ¿qué es lo que había hecho? Merodear frente a su casa como un tortolito adolescente. No era un delito atroz, ¿no? Y sólo habían sido tres veces. Aunque Rebus no le hubiera descubierto no habría tardado en dejar de hacerlo. ¿No era en cierto modo más culpable Rebus por indisponerle con Siobhan y dejarle marginado en el trabajo? Hostia, claro, era lo que buscaba en realidad Rebus porque él llevaba una carrera meteórica en Fettes y si ascendía a jefe de policía sería su superior. Aunque Rebus ya estaría jubilado, claro, o quién sabe si no lo habría matado la bebida; pero Siobhan seguiría, a menos que se casara y tuviese hijos, y siempre sería un peligro.
En ese caso no sabía qué hacer. Ya se lo había dicho el ayudante del jefe de policía: nadie es irremplazable.
Pasó el rato leyendo lo que había en el coche: el manual de usuario, la nota de la estación de servicio y unos folletos que tenía en la bolsa del asiento del copiloto sobre atracciones turísticas; más antiguas listas de compra… Miraba el mapa de carreteras cavilando sobre lo mucho que desconocía de Escocia, cuando el pitido agudo del móvil le sobresaltó. Lo cogió y apretó atolondrado el botón de conexión.
—Soy Rebus.
—¿Sucede algo?
—No, simplemente… Es que nadie te ha visto en toda la tarde.
—¿Y te preocupa?
—Digamos que sentía curiosidad.
—Estoy siguiendo a Hutton. Ahora ha entrado en un pub de Leith y lleva en él… —añadió consultando el reloj— hora y cuarto.
—¿Qué pub?
—No tiene ningún nombre.
—¿En qué calle?
Linford se dio cuenta de que no lo sabía. Miró a su alrededor y no vio ningún letrero ni referencia.
—¿Conoces bien Leith? —preguntó Rebus, y Linford sintió menguar su confianza.
—Lo bastante.
—¿Dónde estás, en el sector norte o en el sector sur? ¿En el puerto? ¿En Seafield? ¿Dónde?
—Cerca del puerto —farfulló Linford.
—¿Ves el mar?
—Escucha, llevo en esto toda la tarde. Ha estado de compras, tuvo una reunión de negocios, fue al gimnasio…
Rebus ni le escuchaba.
—Ese tío sabe latín, sea delincuente o no.
—¿Qué quieres decir?
—Que empezó trabajando para su tío y probablemente sabe más que tú de estas cosas…
—Escucha, no necesito que me alecciones…
—¿Me oyes? Escucha, ¿qué haces si necesitas mear?
—No lo necesito.
—¿O comer?
—Tampoco.
—Lo que yo te dije es que indagaras sobre los que trabajan con él, no que le siguieras.
—¡No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo!
—Ni se te ocurra entrar en ese pub, ¿entendido? Más o menos sé dónde estás. Ahora voy para allá.
—No hace falta.
—No me lo vas a impedir.
—Escucha, es mi…
Se había cortado la comunicación. Lanzó una imprecación y llamó a Rebus. «El número que ha marcado no está disponible en este momento» fue la respuesta.
Volvió a maldecir.
¿Por qué tenía que ir Rebus a compartir sus pesquisas y a meter la nariz en su investigación? En cuanto llegase le diría que se fuera a…
En aquel momento se abrió la puerta del pub. Durante todo el rato que Hutton había estado dentro —una hora y veinte minutos— no había entrado ni salido nadie. Allí estaba; lo vio bañado por la luz que salía por la puerta abierta. Estaba con otro tipo, charlando; Linford fue a aparcar al otro lado de la calle más adelante, sin dejar de mirar al otro hombre. Su físico era muy parecido al de la descripción de Holyrood que recordaba.
Vaqueros, cazadora de cuero negra y zapatillas de deporte blancas. Pelo negro corto y ojos muy redondos, y un rictus despectivo en la boca.
Hutton dio un leve empellón en el hombro al tipo, no muy contento al parecer con lo que le decía. Tendió la mano a Hutton pero este, sin estrechársela, fue al Ferrari, lo abrió, puso el motor en marcha y arrancó. Parecía que el de la puerta volvía a entrar al pub. Linford tenía una perspectiva nueva: entraría allí con Rebus como refuerzo e interrogarían a aquel hombre. Una buena jornada.
Pero lo que el tipo hacía era despedirse de alguien, y acto seguido se alejó caminando. Linford no se lo pensó dos veces; se bajó del coche y ya iba a cerrarlo cuando al recordar el pitido estridente del sistema de seguridad, optó por dejarlo abierto y olvidó coger el móvil.
Por su modo de andar, haciendo leves eses con los brazos caídos, pensó que el tipo iba borracho. Se metió en otro pub, del que salió minutos después a la puerta para fumarse un cigarrillo antes de seguir caminando; se detuvo a hablar con un conocido, y a continuación prosiguió más despacio sacando un móvil del bolsillo para contestar una llamada. Linford se palpó los bolsillos y vio que había olvidado el suyo en el coche. No tenía ni idea de dónde estaban y quiso hacer memoria de los pocos rótulos de calles que había visto. Otro pub. Tres minutos y salió otra vez. Se metió después por una callejuela y Linford aguardó a que girase a la izquierda para cruzar a buen paso hasta la otra esquina. En aquella zona todo eran viviendas con vallas altas y ventanas con visillos, con ruido de teles y de niños jugando, separadas por callejones oscuros que olían a orina, con pintadas de «Tranqui», «Okupas», «Bis». Más callejones; el hombre se detuvo y llamó a una puerta. Linford se escondió. Se abrió la puerta y el tipo entró rápido.
Linford se figuró que no se quedaría en aquella casa; era poco probable que fuese su domicilio, pues no llevaba llaves. Volvió a consultar el reloj y advirtió que también se había dejado el bloc en el asiento del coche con el móvil. Y el BMW estaba abierto. Se mordió el labio inferior y miró a su alrededor aquel laberinto de hormigón. ¿Sabría encontrar el camino de vuelta? Si lo lograba ¿estaría aún allí su preciado coche?
Bueno, Rebus estaba en camino, ¿no? Él se figuraría lo sucedido y montaría guardia hasta su regreso. Retrocedió un par de pasos para ocultarse mejor y metió las manos en los bolsillos. Hacía un frío que pelaba.
Cuando el golpe llegó, silencioso y por la espalda, quedó sin sentido y cayó inconsciente al suelo.