Les ocupó la mayor parte del día siguiente, jueves, organizarlo todo después de rastrear informes sobre empresas y efectuar llamadas. Rebus habló una hora larga con Pauline Carnett, su contacto en el Servicio Central de Inteligencia Criminal, y otra hora con un exdirector jubilado que durante ocho años sucesivos trató en los setenta inútilmente de meter en la cárcel a Bryce Callan. Poco después Pauline Carnett le llamó de nuevo, tras ponerse en contacto con Scotland Yard y la Interpol, y le dio un número de teléfono en España con el prefijo 950 de Almería.
—Estuve allí una vez de vacaciones —comentó Grant Hood—, pero había tanto turista que acabamos yendo de excursión a Sierra Nevada.
—¿Acabamos? —inquirió Ellen Wylie alzando una ceja.
—Mi acompañante y yo —musitó Hood ruborizándose al tiempo que Wylie y Siobhan intercambiaban un guiño y una sonrisa.
Tendrían que poner la conferencia desde el despacho del jefe porque sólo allí había teléfono con altavoz. Además, tenían prohibidas las llamadas internacionales en las otras dependencias de la comisaría. Watson estaría presente y habría poco sitio en el despacho, por lo que se decidió grabar la conversación si accedía el interrogado y que los tres agentes más jóvenes se quedaran en el pasillo.
Rebus envió a Siobhan Clarke y a Ellen Wylie como equipo negociador ante Watson, cuyas dos primeras preguntas fueron:
—¿Dónde está el inspector Linford? ¿Es que no cuentan con él?
Aleccionadas por Rebus, solventaron lo de Linford con una excusa y lograron vencer la resistencia del jefe.
Cuando todo estuvo preparado, Rebus se sentó en la silla del comisario y marcó el número. El propio Watson estaba sentado frente a la mesa en la silla que generalmente ocupaba Rebus.
—Procure no acostumbrarse —comentó.
En cuanto descolgaron al otro extremo de la línea y se oyó una voz de mujer en español, Rebus pulsó el botón de grabación.
—¿Podría hablar con el señor Bryce Callan, por favor?
Se oyó una frase en español, Rebus repitió el nombre y finalmente la mujer dejó el aparato.
—¿Será una asistenta? —comentó.
Watson se encogió de hombros en el momento en que otra persona se ponía al teléfono.
—Diga. ¿Quién llama? —hablaba en tono desabrido, como si le hubieran interrumpido la siesta.
—¿Bryce Callan?
—He preguntado yo primero —era una voz profunda, gutural, sin ninguna merma de su acento escocés.
—Aquí el inspector John Rebus de la policía de Lothian y Borders. Quiero hablar con el señor Bryce Callan.
—Vaya, qué modales tan cojonudos han adquirido ahora.
—Será por la práctica de nuestras relaciones con los clientes.
Callan lanzó una risita que desembocó en tos. Catarro del fumador. Rebus encendió un cigarrillo y, aunque Watson frunció el entrecejo, él no hizo caso. Dos fumadores al teléfono y fumando tenían que congeniar necesariamente.
—Bien, ¿a qué se debe su llamada? —preguntó Callan.
—¿Le importa que grabemos la conversación para tener constancia, señor Callan? —comentó Rebus sin darle importancia.
—Oiga, aunque ustedes me tengan fichado, contra mí no hay nada. No existe ninguna prueba.
—Lo sé, señor Callan.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—De una empresa llamada Parcelas AD —dijo Rebus leyendo en la hoja que tenía delante y en la que, por lo investigado, se evidenciaba que aquella firma formaba parte del pequeño imperio de Callan.
Se hizo un silencio.
—Señor Callan, ¿me oye?
Watson se levantó y acercó la papelera a Rebus para que echara la ceniza y luego fue a abrir una ventana.
—Le oigo —respondió Callan—. Llámeme dentro de una hora.
—Le agradecería si fuera posible… —añadió Rebus, pero se dio cuenta de que habían colgado—. Cabrón —dijo colgando a su vez—. Ahora tendrá tiempo de inventarse algo.
—No está obligado a hablar con nosotros —le recordó Watson.
Rebus asintió.
—Ahora que ya ha acabado, podría apagar esa porquería —dijo Watson.
Rebus apagó el cigarrillo en el interior de la papelera.
Le esperaban en el pasillo y sus rostros impacientes se ensombrecieron al ver que negaba con la cabeza.
—Dice que llamemos dentro de una hora —les dijo, consultando el reloj.
—Y ya tendrá una versión preparada —dijo Siobhan Clarke.
—¿Qué queréis que haga yo? —espetó Rebus.
—Lo siento, señor.
—Bah, no es culpa vuestra.
—Él tiene una hora por delante —añadió Wylie—, pero también nosotros disponemos de una hora. Podemos hacer unas cuantas llamadas y seguir buscando en los papeles de Hastings… ¿Quién sabe? —dijo encogiéndose de hombros.
Rebus asintió. Tenía razón; cualquier cosa mejor que esperar. Volvieron al despacho provistos de refrescos y con música de fondo, cortesía de un casete obra y gracia de Grant Hood. Era música instrumental de jazz clásico. Al principio Rebus tuvo sus dudas pero pensó que serviría para paliar el aburrimiento. Por orden expresa de Watson lo pusieron a poco volumen.
—Si cuento que he estado escuchando jazz, nadie volverá a mirarme a la cara —dijo Siobhan Clarke.
Una hora más tarde fueron otra vez al despacho de Watson. Esta vez Rebus dejó la puerta abierta, pensando que era lo menos que se merecían, y a Watson no pareció importarle. Volvió a marcar el número y oyó el timbre sonar y sonar. No contestarían, claro.
Sí que contestaron y esta vez fue Callan directamente.
—¿Tienen supletorio para otro conferenciante? —preguntó.
Watson asintió con la cabeza.
—Sí —dijo Rebus.
Callan les dio un número de Glasgow y el nombre de C. Arthur Milligan. Rebus sabía que le llamaban «el Gran C», un apodo que compartía con el cáncer sin aparente desagrado. Sí, Milligan era un cáncer para la policía y la Fiscalía por su condición de famoso abogado defensor asociado a otro abogado, Richie Cordover, hermano de Hugh. Con el Gran C y Cordover como abogados los imputados estaban en buenas manos. Pero costaba lo suyo.
Watson mostró a Rebus cómo se hacía para conectar el tercer interlocutor. Se oyó la voz de Milligan:
—Diga, inspector Rebus. ¿Me oye?
—Le oigo perfectamente.
—Hola, Gran C —dijo Callan—, yo también te oigo.
—Buenas tardes, Bryce. ¿Qué tiempo hace ahí?
—Vete a saber. Ese gilipollas me tiene retenido en casa —dijo en referencia a Rebus.
—Escuche, señor Callan, le agradecería…
—Tengo entendido —interrumpió Milligan— que quieren grabar esta conversación con mi cliente. ¿Quién más hay presente?
Rebus dio cuenta de la presencia del comisario sin mencionar a nadie más. Milligan y Callan intercambiaron unas frases a propósito de la grabación y finalmente aceptaron. Rebus apretó el botón.
—Ya está —dijo—. Vamos a ver, si…
—Inspector —interrumpió Milligan—, quisiera decir de entrada que mi cliente no tiene obligación alguna de contestar a sus preguntas.
—Le agradecemos su buena disposición —dijo Rebus tratando de mantener un tono normal.
—Sólo lo hace por mor de servicio público, a pesar de que el Reino Unido no es ya su país de residencia.
—Efectivamente, es muy de agradecer.
—¿Se le acusa de algo?
—De nada en absoluto. Se trata de una simple información.
—¿Esta grabación no va a ser presentada ante ningún tribunal?
—Yo diría que no —replicó Rebus midiendo cuidadosamente sus palabras.
—¿Pero no puede asegurarlo?
—Sólo puedo hablar por mí.
Se hizo una pausa.
—¿Bryce? —preguntó Milligan.
—Que pregunte —contestó Bryce Callan.
—Adelante, inspector —dijo Milligan.
Rebus se tomó un tiempo para serenarse. Miró los documentos de la mesa y recogió de la papelera el cigarrillo apagado para encenderlo otra vez.
—¿Qué fuma? —preguntó Callan.
—Embassy.
—Aquí el paquete cuesta dos putas libras. Yo no fumo más que puros. Bueno, adelante.
—Parcelas AD, señor Callan.
—¿Qué quiere saber?
—Tengo entendido que era una empresa de su propiedad.
—Qué va, yo simplemente tenía algunas acciones.
Desde la puerta tres pares de ojos se clavaron en Rebus: «Sabemos que es mentira»; pero él no quería pillar en renuncia tan pronto a Callan.
—Parcelas AD compró terrenos alrededor de Calton Hill amparándose en otra empresa formada por dos socios: Freddy Hastings y Alasdair Grieve. ¿Los conoció?
—¿De qué fecha me habla?
—De finales de los setenta.
—Hostia divina, pues no hace tiempo de eso.
Rebus repitió los dos nombres.
—Inspector, si no tiene inconveniente en decir a mi cliente de qué se trata… —terció Milligan con tono de curiosidad.
—Naturalmente. Se trata de una suma de dinero.
—¿Dinero? —preguntó Callan también intrigado.
—Sí, señor, bastante dinero para el que buscamos un destinatario.
Desde la puerta miraban atentos porque Rebus no les había explicado qué estrategia pensaba utilizar.
—Bueno, amigo, pues no busque más —comentó Callan riendo.
—¿De qué cantidad hablamos? —preguntó el abogado.
—Una cantidad muy superior a la que la que el señor Callan abonará por sus servicios de hoy —respondió Rebus. Se volvió a oír la risa de Callan y Watson le dirigió una mirada de advertencia: no convenía liar innecesariamente a gente como el gran C; pero Rebus estaba absorto fumando—. Cuatrocientas mil libras —añadió.
—Una suma nada despreciable —comentó Milligan.
—Creemos que el señor Callan podría reclamarla —añadió Rebus.
—¿De qué manera? —preguntó Callan en tono receloso.
—Pertenecía a un tal Freddy Hastings —prosiguió Rebus— por el simple hecho de que la llevaba en una cartera. En aquel entonces el señor Hastings era promotor inmobiliario y trabajó para Parcelas AD adquiriendo terrenos cerca de Calton Hill. Hablo de finales del setenta y ocho y principios del setenta y nueve, antes del referéndum.
—En el que si el resultado hubiese sido el «sí» esos terrenos habrían valido una fortuna —comentó Milligan.
—Posiblemente —dijo Rebus.
—¿Qué tiene esto que ver con mi cliente?
—En sus últimos años el señor Hastings fue un mendigo.
—¿Con todo ese dinero?
—Sólo caben dos hipótesis de por qué no lo gastó; que lo guardase por cuenta de alguien o que temiera algo.
—O que estaba chalado —añadió Callan, pero era simple disimulo porque Rebus notó que se lo estaba pensando.
—La cuestión es que Parcelas AD, de la que pensamos que el señor Callan era el socio principal, utilizaba al señor Hastings para las subastas de compras de terrenos.
—¿Y creen que Hastings robó el dinero?
—Es una hipótesis.
—¿La suma pertenecería a Parcelas AD?
—Es posible. El señor Hastings no tiene herederos ni ha dejado testamento. Si no la reclama nadie pasará a Hacienda.
—Sería una gran lástima —dijo Milligan—. ¿Qué opina, Bryce?
—Ya se lo he dicho, yo sólo tenía algunas acciones en Parcelas AD.
—¿Quiere añadir algo más a esa afirmación? ¿Alguna aclaración?
—Bueno, ya que lo dice, quizá no fueran tan pocas.
—¿Hizo negocios con el señor Hastings? —inquirió Rebus.
—Sí.
—¿Utilizó su empresa como pantalla para poder comprar terrenos?
—Es posible.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—Usted ya tenía una empresa, Parcelas AD. De hecho, tenía docenas de empresas.
—Si usted lo dice…
—¿Qué necesidad tenía de utilizar a Hastings?
—Adivínelo.
—Mejor que me lo aclare usted.
—¿Por qué habría de hacerlo, inspector? —interrumpió Milligan.
—Señor Milligan, tenemos que saber con certeza si el señor Callan y Freddy Hastings eran socios comerciales. Necesitamos alguna prueba que sirva para corroborar la lógica de que ese dinero pudo haber sido del señor Callan.
—Bryce, ¿algún comentario? —preguntó Milligan pensativo.
—Bueno, la verdad es que él se quedó con el dinero y se largó.
Rebus hizo una pausa.
—Lo denunció a la policía, claro.
—Sí, hombre…
—¿Por qué no?
—Por la misma razón que utilizaba a Hastings como intermediario. La pasma intentaba ensuciar mi buen nombre con toda clase de mentiras y acusaciones. Yo, aparte de comprar terrenos, me dedicaba a otros negocios.
—¿Proyectaba construir en esos terrenos?
—Viviendas, discotecas, bares…
—Por lo que le eran imprescindibles los permisos que el señor Hastings con sus relaciones habría obtenido más fácilmente.
—¿Ve como lo ha adivinado?
—¿Cuánto se llevó Hastings?
—Casi medio millón.
—No le haría… mucha gracia.
—Me puse furioso, y de él nunca más se supo.
Rebus miró a la puerta. Aquello explicaba por qué Hastings había cambiado tan radicalmente de identidad. Explicaba lo del dinero, pero no el hecho de no haberlo tocado.
—¿Y el socio de Hastings?
—También desapareció por aquellas misma fechas, ¿no?
—¿Y no se llevaría parte del dinero?
—Eso tendrá que preguntárselo a él.
—Bryce —volvió a interrumpir Milligan—, ¿conserva documentos que lo acrediten? Serían útiles para validar la demanda.
—Puede ser —respondió Callan.
—No valen falsificaciones —advirtió Rebus y Callan chasqueó la lengua. Rebus se enderezó en la silla—. Gracias por aclararme ese extremo. Tras lo cual, voy a hacerle una serie de preguntas, si les parece.
—Adelante —dijo Callan animado.
—Creo que tal vez… —terció Milligan.
Pero Rebus no le dio alternativa.
—No creo haberles mencionado que el señor Hastings se suicidó.
—Ya era hora —dijo Callan.
—Se suicidó poco después del asesinato del candidato al Parlamento de Escocia, Roddy Grieve. El hermano de Alasdair, señor Callan.
—¿Y qué?
—Y poco después de que se descubriera un cadáver en una antigua chimenea de Queensberry House. ¿Le recuerda algo, señor Callan?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que quizá su sobrino Barry le hablara de Queensberry House —añadió Rebus cogiendo la hoja en que tenía anotados los hechos—. Él trabajó allí a principios de mil novecientos setenta y nueve, época del referéndum, precisamente cuando usted descubrió que los terrenos que había comprado no iban a ser una mina de oro. También es probable que se enterara igualmente de que Hastings le había estado robando. O que se quedó con la suma de una sola operación fingiendo que lo había desembolsado, y usted después se enteró de que no era así y que había desaparecido.
—¿Qué tiene eso que ver con Barry?
—Barry trabajaba con Dean Coghill —añadió Rebus cogiendo otra hoja. Milligan quiso interrumpir pero Rebus no paraba, para regocijo de Ellen Wylie, que daba saltos de contento animándole a continuar—. Creo que usted colocó a Barry allí para que presionara a Coghill. Era como un aprendizaje.
—Oiga, Milligan, ¿va a consentir que me diga esas cosas? —protestó Callan, y Rebus se lo imaginó congestionado de ira.
Acababa de llamarle Milligan, no Gran C, ni amigo. Sí, seguro que Callan estaba echando chispas.
Rebus interrumpió sus protestas:
—Escuche, el cadáver en cuestión lo metieron en la chimenea justamente cuando su sobrino Barry trabajaba allí, en el momento en que usted descubrió que Hastings y Grieve le habían robado. Y yo ahora le pregunto, señor Callan, ¿quién es ese muerto? ¿Por qué lo mató?
Se hizo un silencio que dio paso a los gritos de Callan y a las amenazas de Milligan.
—Es un liante de mierda…
—Niego rotundamente…
—… que me llama por teléfono para contarme una patraña sobre cuatrocientas mil libras…
—Esa imputación injustificada contra una persona sin antecedentes en este país ni en ningún otro…, a un hombre cuya reputación…
—¡Le juro por Dios que si estuviera ahí tendrían que encadenarme para que no le diera una hostia!
—Aquí le espero —replicó Rebus—. Puede tomar el primer avión que le venga bien.
—Espere y verá.
—Vamos, Bryce —terció Milligan—, no cedas a la provocación… ¿No hay ahí un oficial superior…? —añadió el abogado consultando sus apuntes—… El comisario Watson, ¿no? Señor Watson, protesto con toda firmeza por esa maniobra solapada para engañar a mi cliente con la fábula de una fortuna…
—No es fábula —replicó Watson—. Ese dinero existe, aunque parece que forma parte de un misterio mayor que quizá el señor Callan podría aclarar tomando un avión para efectuarle un interrogatorio como es debido.
—Cualquier grabación que hayan realizado de esta conversación será impugnada ante los tribunales —añadió Milligan.
—¿Ah, sí? Bueno —añadió Watson—, eso lo determinará la Fiscalía. Mientras tanto, ¿no convendría que manifestara si tiene algo que negar?
—¿Negar? —exclamó Callan—. ¿Qué tengo que negar? No pueden echarme mano, cabrones.
Rebus se lo imaginó de pie, descompuesto y lívido por muy bronceado que estuviese y agarrando con crispación el teléfono de sus pecados.
—¿Así que lo reconoce? —inquirió Watson en tono ingenuo, dirigiendo un guiño a los agentes de la puerta.
Rebus estaba seguro de que su jefe comenzaba a pasarlo bien; se habría apostado algo.
—¡Váyase a la mierda! —bramó Callan.
—Me parece que lo niega —dijo Milligan con voz apagada.
—Sí, debe de ser eso —añadió Watson.
—¡Váyanse al infierno! —gritó Callan y a continuación se oyó un clic.
—Creo que el señor Callan nos ha dejado —comentó Rebus—. ¿Nos escucha, señor Milligan?
—Efectivamente y me siento obligado a protestar con todo mi…
Rebus colgó.
—Debe de haberse cortado —dijo.
En la puerta se oyeron gritos de júbilo. Rebus se levantó y Watson recuperó su sillón.
—No nos precipitemos —dijo mientras Rebus desconectaba la grabadora—. Las piezas comienzan a encajar, pero nos falta saber quién es el asesino y quién el muerto. Sin esas dos piezas toda esta agradable conversación con Bryce Callan no nos sirve de nada.
—De todos modos, señor… —dijo Grant Hood sonriente.
Watson asintió.
—De todos modos el inspector Rebus nos ha enseñado cómo buscarle las cosquillas —añadió mirando a Rebus, que movía la cabeza de un lado a otro.
—No me basta —dijo pulsando el botón de rebobinado—. Realmente no sé si habré conseguido algo.
—Ahora está clara la trama del caso y eso es media victoria —dijo Wylie.
—Tendríamos que interrogar a Hutton —añadió Siobhan Clarke—. Todo parece girar en torno a él y al menos a Hutton lo tenemos aquí.
—Sí, pero bastará con que lo niegue todo —dijo Watson—. Es un hombre con influencia y traerle a comisaría nos daría mala imagen.
—Sí, es cierto —gruñó Clarke.
Rebus miró a su jefe.
—Señor, invito a una ronda. ¿Le apetece un trago?
Watson consultó el reloj.
—Bien, sólo uno —dijo—. Y unos caramelos de menta para el camino… Mi esposa me huele el aliento a alcohol a diez metros.
Rebus puso las bebidas en la mesa ayudado por Hood. Wylie tomó una Coca-cola, Hood, una jarra de cerveza y Rebus, media y «medio». Watson se tomó un whisky y Siobhan Clarke un vino tinto. Brindaron.
—Por el trabajo en equipo —dijo Wylie.
El Granjero carraspeó.
—Por cierto, ¿no tendría Derek que estar aquí?
Rebus rompió el silencio.
—El inspector Linford sigue una línea de investigación propia basada en la descripción del posible asesino de Grieve. El comisario le miró a la cara.
—El trabajo en equipo debe responder a esa definición.
—No hace falta que me lo diga, señor; yo suelo ser el que se queda descolgado.
—Porque quiere —replicó Watson—, no porque se le deje.
—Entendido, señor —dijo Rebus.
—Realmente ha sido culpa mía, señor —dijo Clarke dejando el vaso—, por haberme enfurecido de tal manera. John consideró simplemente que habría menos tensión no estando el inspector Linford.
—Lo sé, Siobhan —dijo Watson—, pero quiero que se aprecie también el trabajo de Derek.
—Yo hablaré con él, señor —dijo Rebus.
—Bien —siguieron un instante sentados sin decir nada—. Siento haber tenido que aguar la fiesta —dijo al final Watson apurando el whisky y anunciando que tenía que marcharse.
Pero antes pagó él otra ronda.
Ellos le dijeron que no se molestara pero él se empeñó, y una vez que se fue se sintieron más relajados. Quizá por efecto del alcohol.
Tal vez.
Hood llevó un juego de damas del bar y se puso a jugar con Clarke. Rebus dijo que él no jugaba nunca.
—Mi problema es que soy mal perdedor.
—Yo lo que odio es un mal ganador —dijo Clarke— de esos que te lo restriegan por las narices cuando ganan.
—Pierde cuidado, seré amable contigo —dijo Hood.
El muchacho estaba realmente venciendo la timidez, pensó Rebus viendo como su adversaria Siobhan le comía varias fichas conservando indemne su primera fila.
—Qué bruta —comentó Wylie por consolar a Hood pasándole una mano por el pelo.
Para la segunda partida Wylie ocupó el sitio de Hood y este se sentó frente a Rebus, apuró la primera jarra y cogió la que había pagado el comisario.
—Salud —dijo dando un sorbo. Rebus alzó su vaso—. Yo no puedo beber whisky porque me da una resaca tremenda —confesó el joven.
—A mí también, a veces —admitió Rebus.
—Entonces, ¿por qué lo bebe?
—Por aquello del placer antes de la penitencia. Es una máxima calvinista —Hood le miró con cara de no entender nada—. No tiene importancia —añadió él.
—Lo hizo todo mal, ¿sabéis? —dijo Siobhan Clarke mientras Wylie se pensaba la ficha que iba a mover.
—¿Quién?
—Callan. Por servirse de una empresa tapadera para sus planes, cuando había un medio mejor.
Wylie miró a Rebus y a Hood.
—A ver si hay suerte y nos lo dice…
—Me da la impresión de que espera que lo adivinemos —dijo Rebus.
Wylie comió una ficha a Clarke, quien contraatacó comiéndole otra.
—Pues es bien sencillo —dijo Siobhan—. Sobornar a los urbanistas.
—¿Sobornar al ayuntamiento? —añadió Hood con una sonrisa escéptica.
—¡Maldita sea! —exclamó Rebus mirando su whisky—. Quizá la cosa vaya por ahí…
Comentario que no quiso explicar pese a las amenazas de obligarle a jugar a las damas.
—No voy a ser tan tonto —dijo en broma mientras su mente no dejaba de explorar nuevas posibilidades y permutaciones en las que surgía Cafferty, y se estrujaba el cerebro tratando de hacerlas encajar.