Jerry entró en la oficina de empleo helado y calado hasta los huesos. Se le había acabado la crema de afeitar y había tenido que apañarse con jabón corriente, y, además, con la última maquinilla mellada que había en la bañera porque Jayne se había afeitado las piernas. Tenía dos cortes en la cara y uno de ellos aún sangraba. Aparte de que le escocía la cara de la ventisca, aunque nada más entrar él en la oficina, cómo no, se despejó el cielo y lució el sol.
Edimburgo era una ciudad cruel.
Además, después de esperar media hora, resultó que le habían convocado no en la oficina de empleo sino en la Seguridad Social. Era otra media hora de camino y estuvo a punto de volverse a casa, pero algo le retuvo. ¿Podía verdaderamente llamarla su casa? ¿Por qué últimamente se sentía como preso allí, con su mujer de carcelero fastidiándole y agobiándole?
Se dirigió a la Seguridad Social y allí le dijeron que llegaba con una hora de retraso. Trató de explicase pero ellos como si oyeran llover.
—Siéntese. Veremos qué se puede hacer.
Se acomodó entre docenas de acatarrados junto a un viejo con una tos que helaba la sangre en las venas y que escupía en el suelo al final de cada acceso. Se cambió de asiento. El sol le había secado la chaqueta pero la camisa seguía mojada y le hacía tiritar. A saber si no pillaba cualquier cosa. Aguardó sentado unos tres cuartos de hora; no paraba de entrar y salir gente y él fue dos veces al mostrador donde la misma mujer le dijo que estaban tratando de encontrar «un hueco». La boca de ella sí que parecía un hueco, pero estrecho y reprobatorio. Volvió a sentarse.
¿Qué remedio le quedaba? Se imaginó trabajando en una oficina como la de Nic, bonita y acogedora con máquina de café, mirando a las minifalderas pasar por delante de su mesa y una de ellas inclinada ante la fotocopiadora. Hostia, sería la gloria. En aquel momento ya estaría Nic a punto de salir a almorzar en algún sitio de postín con mantel blanco impecable en donde celebraban comidas de trabajo tomando copas y estrechándose la mano. ¿Quién no querría un empleo así? Sí, claro, pero todos no se casaban con la prima del jefe.
Nic le había telefoneado el día anterior por la tarde para echarle la bronca por dejarle colgado la otra noche, aunque al final acabó bromeando, lo que le hizo pensar que eso nunca había ocurrido. Jerry había notado algo: Nic tenía miedo de él. Y de pronto lo entendió: claro, él podía denunciarle y descubrir el pastel. Claro. Por eso Nic tenía que tratarle bien y por eso había acabado tomándose a broma el asunto y diciendo: «Te perdono. Al fin y al cabo somos viejos amigos, ¿no? Los dos unidos frente al mundo».
Salvo que ahora el que parecía estar solo frente al mundo era él, Jerry, pringado en aquel agujero hediondo sin nadie que le echara una mano. Pensó en otros tiempos: «Los dos unidos frente al mundo», pero ¿había sido eso cierto alguna vez? ¿Cuándo habían sido realmente iguales? ¿Qué diablos les hacía unirse? Ahora pensaba que también sabía por qué. Era su manera de engañar al tiempo, porque estando juntos seguían siendo los mismos críos de antes. Y las cosas que hacían… eran un juego en realidad. Pero un juego muy peligroso.
Uno de los que esperaban turno dejó el periódico en la silla cuando le llamaron. Hostia, y aquel tío había llegado veinte minutos después que él, y ahí estaba el cabrón, yendo directo a una cabina antes que él. Se arrimó al asiento libre y cogió el periódico pero no lo abrió porque volvió a sentir esa espiral de miedo en el estómago por si leía noticias sobre agresiones, violaciones, con la duda de si alguna sería obra de Nic. A saber lo que haría Nic a espaldas de él las noches en que no se veían… Tampoco le interesaban los artículos sobre noviazgos, matrimonios felices, relaciones tormentosas, problemas sexuales y famosas que acaban de tener un niño. Todo rebotaba sobre su propia existencia y le hacía sentirse peor aún.
«El reloj no para», como decía Jayne.
«Ya es hora de que crezcas», como decía Nic.
La aguja de los minutos del reloj que había sobre el mostrador corrió otra raya. Lo de mirar el reloj ¿no era lo que se hacía en las oficinas cuando no ves pasar minifalderas? Bueno, en el fondo Nic no estaba tan bien. Llevaba trabajando en la empresa de Barry Hutton ocho años y casi no había tenido aumento de sueldo.
—A veces la relación familiar es una pega. Barry no se atreve a subirme el sueldo para que los demás no digan que como soy de la familia… ¿Comprendes? —le dijo.
Y cuando Cat le dejó:
—El cabrón de Hutton está deseando echarme. Ahora que Cat se ha largado no soy más que un estorbo. ¿Ves lo que me ha hecho Cat, Jerry? Por esa puta voy a perder el empleo. ¡Ella y el cabronazo de su primo!
Estaba rabioso, hecho una furia.
—¡Y eso que era un tío que vivía en una casa de doscientas mil libras y tenía empleo y coche!
¿Quién era el que tenía que crecer? Cada vez pensaba más en ello.
—Me va a echar a la primera oportunidad, Jer.
—Jayne también dice que me va a echar.
Pero Nic no quería saber nada de Jayne y su único comentario fue: «Todas son igual de malas, colega, te lo juro por Dios».
«Todas son igual de malas».
Volvió a acercarse al mostrador a zancadas. ¿Por quién le tomaban? ¿Por un muñeco, o qué? ¿No estaba formalmente casado? ¿No merecía un poco de respeto?
Allí seguía la mujer, ahora con una taza de café. Jerry notaba la garganta seca y tenía escalofríos.
—Oiga —dijo—, ¿esto es un cachondeo o qué?
La mujer llevaba gafas de montura negra gruesa. Había dejado en el borde de la taza manchas de carmín. Su pelo parecía teñido; era fondona y de mediana edad, decadente, pero estaba en una posición de poder y no iba a consentirle que él lo cuestionara. Le dirigió una sonrisa gélida mirándole y pestañeando, dejando ver el sombreado azul de sus párpados.
—Señor Lister, procure calmarse…
Veía aquel collar en el cuello, hundido en las arrugas de la piel y aquel busto enorme. Dios, nunca había visto semejantes pechos.
—Señor Lister —repitió ella intentando que dirigiera la atención a su rostro, pero él seguía como en trance con las manos aferradas al borde del mostrador.
Se la imaginó en la parte trasera de la furgoneta, atizándole un buen puñetazo en la boca pintarrajeada, arrancándole la blusa y rompiéndole el collar.
—¡Señor Lister!
La funcionaría se levantó de la silla al ver que se inclinaba sobre ella cada vez más. Ahora acudían compañeros suyos alertados por el grito.
—¡Santo Dios! —exclamó él a falta de otras palabras.
Temblaba y le daba vueltas la cabeza. Trató de despejar su mente borrando las brutales imágenes. Se quedaron un segundo mirándose fijamente y él comprendió que ella le había leído el pensamiento.
—¡Oh, Dios mío!
Se le acercaron dos tíos fornidos. Lo que le faltaba: que le detuvieran. Se largó a toda velocidad y volvió al mundo exterior con un sol que secaba las calles y en donde todo parecía inquietantemente normal.
—¿Qué me pasa? —se dijo, rompiendo a llorar sin poder contenerse.
Caminó sin rumbo por las calles llorando y apoyándose en las paredes. Caminó y caminó a ciegas hasta que empezó a sudar. Habían transcurrido casi tres horas y había cruzado la ciudad de un extremo a otro.
Era una mañana gris y Rebus aguardó al final de la hora punta para ponerse en marcha.
La cárcel de Barlinnie en Glasgow estaba a la salida de la autopista M8. Si se conocía su ubicación, se distinguía a lo lejos, cuando ibas de Edimburgo a Glasgow. Estaba junto a las casas de Riddrie, pero no había ningún indicador hasta estar cerca de Glasgow. En las horas de visita bastaba con seguir detrás de otros coches y de la gente que iba a pie, casi todos cincuentones tatuados, delgados y demacrados que iban a ver a amigos encerrados; madres afligidas con niños a la zaga y familiares callados que no acababan de entender aquella situación.
Todos en dirección a Barlinnie.
Protegían los bloques Victorianos de celdas unos muros altos de piedra, pero habían renovado la zona de entrada y unos obreros daban los últimos retoques, mientras un funcionario comprobaba si los recién llegados iban drogados, pasándoles por encima el guante mágico que, al dar positivo, indicaba que habían tenido hacía poco contacto con droga, en cuyo caso no se les autorizaba la visita abierta y sólo veían al preso a través de un vidrio. Registraban también las bolsas que quedaban depositadas en una taquilla cerrada y eran devueltas a la salida. Rebus sabía que también habían renovado la zona de visitas con sillas nuevas de diseño y hasta había un espacio de juego para los niños.
Pero en el interior de la cárcel eran las mismas viejas galerías. Tirar orines por las ventanas seguía siendo habitual y el olor penetraba en las celdas. Había dos nuevas alas exclusivamente para delincuentes sexuales y drogadictos, lo que molestaba a los «profesionales», delincuentes veteranos convencidos de que semejante escoria no merecía vivir y menos aún recibir un trato especial.
Otra de las nuevas ampliaciones eran los cubículos para entrevistas de oficio donde los abogados hablaban con sus clientes. Un espacio acristalado pero privado. El ayudante del director, Bill Nairn, expresó a Rebus su satisfacción por las mejoras mientras se las enseñaba y hasta le hizo pasar a uno de aquellos cubículos, donde se sentaron el uno frente al otro.
—Cuánto ha cambiado esto, ¿eh? —dijo Nairn sonriente.
Rebus asintió con la cabeza.
—Conozco hoteles peores —dijo.
Los dos se conocían desde hacía tiempo, cuando Nairn trabajaba en la fiscalía de Edimburgo y, luego, en Saughton, la cárcel de la ciudad, antes de ser destinado a Barlinnie.
—Cafferty no sabe lo que se pierde —añadió Rebus.
Nairn se rebulló en el asiento.
—Escucha, John, ya sé que pica cuando alguno de esos sale…
—No es eso, sino por qué ha salido.
—Tiene cáncer.
—Y el jefe de Guinness, Alzheimer.
—¿Qué quieres decir? —replicó Nairn mirándole.
—Que yo lo veo muy pimpante.
—No, John, está enfermo —dijo Nairn negando con la cabeza—. Lo sabes tan bien como yo.
—Yo lo único que sé es que afirma que tú querías quitártelo de encima —Nairn le miró desconcertado—. Porque estaba a punto de hacerse el amo aquí.
Nairn sonrió.
—John, tú acabas de ver la cárcel. Todas las puertas se cierran y no es fácil circular de una galería a otra. Imagínate lo difícil que resultaría dominar las cinco alas.
—Pero siempre se reúnen, ¿no? En el taller de carpintería, en el de textiles, en la capilla… Yo los he visto dando vueltas fuera del recinto.
—Has visto a los de confianza. Y siempre con un guardián. Cafferty no disfrutaba de ese privilegio.
—¿No era quien dirigía el cotarro?
—No.
—Pues, ¿quién, entonces? —Nairn negó con la cabeza—. Vamos, Bill. Aquí hay droga, prestamistas, peleas de bandas. Tienes un contrato para vender como chatarra los objetos de metal, con excepción de la instalación eléctrica. No me digas que de ahí no hacen objetos punzantes para matar.
—Son casos aislados, John. No voy a negarlo; las drogas son un problema grave, pero limitado al fin y al cabo, y no era el ámbito de actuación de Cafferty.
—Pues, ¿de quién?
—Ya te digo que no está organizado así.
Rebus se recostó en la silla y miró a su alrededor; todo estaba recién pintado y había alfombras nuevas.
—¿Sabes qué, Bill? Puedes cambiar la apariencia, pero se tarda mucho más en cambiar las cosas.
—Por algo se empieza —replicó Nairn decidido.
—¿Podría ver la ficha médica de Cafferty? —preguntó Rebus rascándose la nariz.
—No.
—¿Puedes mirarla por mí para que me quede tranquilo?
—Las radiografías no mienten, John. Los hospitales saben detectar muy bien el cáncer. Siempre ha sido una industria productiva en esta costa de miseria.
Rebus sonrió, como era de esperar. En el cubículo de al lado entró un abogado en espera del preso, que llegó poco después. Era joven, parecía desconcertado, y probablemente estaba en prisión preventiva para pasar a juicio aquel mismo día. No le habían declarado culpable, pero él se veía ya entre rejas rodeado de hampones.
—¿Qué tal se comportó? —preguntó Rebus.
Nairn oyó sonar el busca que llevaba en el cinturón y lo desconectó.
—¿Cafferty? —preguntó mirando el aparato—. No muy mal. Ya sabes lo que sucede con esos viejos delincuentes, que cumplen su condena y se conforman con ella como un traslado temporal.
—¿Crees que ha cambiado?
Nairn se encogió de hombros.
—Ya no es tan joven —hizo una pausa—. Supongo que el poder habrá cambiado de manos en Edimburgo durante su estancia aquí.
—Tú bien lo sabes.
—¿Ha vuelto él a las andadas?
—De momento no piensa retirarse a la Costa del Sol.
Nairn sonrió.
—Me viene al recuerdo Bryce Callan. Nunca se le pudo encerrar, ¿verdad?
—No por falta de ganas.
—John… —Nairn se miró las manos, que descansaban en la mesa—. Tú venías a visitar a Cafferty.
—¿Y qué?
—Entre vosotros dos hay algo más que la relación policía y ladrón, ¿no?
—¿Qué insinúas, Bill?
—Lo que quiero decir… —añadió con un suspiro—. No estoy seguro de lo que quiero decir.
—¿Quieres decir que estoy demasiado cerca de Cafferty? ¿Que quizá sea una obsesión que me hace perder la objetividad? —Rebus recordó lo que había dicho Siobhan: «No hay necesidad de obsesionarse para ser buen poli». Nairn hizo gesto de replicar—. Totalmente de acuerdo —añadió Rebus—. A veces me siento más cerca de ese cabrón que de… —omitió «mi propia familia»—. Por eso preferiría que estuviera aquí.
—Ojos que no ven corazón que no siente, ¿no es eso?
Rebus se inclinó y miró a su alrededor.
—Que quede entre nosotros, Bill —dijo, y Nairn asintió con la cabeza—, pero me temo que pueda suceder algo…
—¿Crees que está decidido a ir a por ti? —preguntó Nairn mirándole a la cara.
—Si lo que tú dices es verdad, ¿qué tendría que perder?
Nairn se quedó pensativo.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—Si dice que se va a morir y a ti te parece un timo, ¿no intentarías cargártelo de una vez por todas? Triunfo definitivo.
«Triunfo definitivo».
—Bill —le reprendió Rebus—, ¿te parezco la clase de persona que se metería en un asunto así?
Sonrieron los dos. En el cubículo contiguo el preso alzaba la voz.
—¡Yo no he hecho nada!
—Creí que eran insonorizados —comentó Rebus, y Nairn se encogió de hombros como indicando que habían hecho lo que habían podido—. ¿Y un tal Rab, que salió casi al mismo tiempo que Cafferty? —preguntó Rebus de pronto.
—Rab Hill —asintió Nairn.
—¿Hacía de guardaespaldas de Cafferty?
—Yo no diría tanto. Estuvieron en la misma galería cuatro o cinco meses.
—Cafferty afirma que eran muy colegas —dijo Rebus frunciendo el entrecejo.
—En la cárcel se hacen extrañas amistades —replicó Nairn encogiéndose de hombros.
—Rab no parece muy adaptado a la vida civil.
—¿No? No creas que se me parte el corazón.
Volvió a oírse la voz procedente del otro módulo:
—¿Cuántas veces quiere que se lo diga?
Rebus se levantó. «Extrañas amistades», pensó. Cafferty y Rab Hill.
—¿Cómo surgió eso del cáncer de Cafferty? —preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—¿Cómo se hizo el diagnóstico?
—Como de costumbre. No se encontraba bien y al hacerle una revisión, ¡zas!
—Hazme un favor, Bill. Mira la ficha médica o lo que tengas de nuestro amigo Rab, ¿quieres?
—¿Sabes una cosa, John? Me das más trabajo que la mitad de mis presos.
—Pues ruega al cielo que un jurado no me declare culpable.
Bill Nairn iba a echarse a reír cuando vio cómo le miraba Rebus.
Al llegar a Guardamuebles Sesmic vio que Ellen Wylie y Siobhan Clarke acaban de vaciar el container y en la mesa de la oficina de Reagan había ocho montones de papeles. Estaban las dos calentándose junto a la estufa con un vaso de té en la mano.
—¿Qué quiere que hagamos ahora? —preguntó Wylie.
—Llevadlo a Saint Leonard. Lo metéis en el cuarto de interrogatorios que os dieron como despacho —dijo Rebus.
—¿Para que no lo vea nadie más? —aventuró Siobhan.
Rebus la miró. Tenía las mejillas sonrosadas de frío y la nariz húmeda. Llevaba unas botas bajas con calcetines sobre los leotardos negros de lana y una bufanda gris claro acentuaba el arrebol de sus mejillas.
—¿Hay dos coches? —preguntó Rebus y ellas asintieron con la cabeza—. Cargadlo todo y nos vemos en la comisaría, ¿de acuerdo?
Salió y se dirigió al sector sur del aparcamiento. Estaba fumando un cigarrillo en el coche cuando llegó Watson en su Peugeot 406.
—¿Le importa a usted que hablemos un momento? —dijo Rebus a guisa de saludo.
—¿Aquí, con el frío que hace? —replicó Granjero Watson alzando la cartera para consultar el reloj—. Tengo una reunión a las doce.
—Es sólo un minuto.
—Muy bien. Venga a mi despacho cuando acabe de fumar.
Watson se dirigió al interior y cerró la puerta. Rebus apagó el cigarrillo y fue tras él.
Watson estaba enchufando la máquina de café cuando Rebus llamó a la puerta abierta. Alzó la vista y le indicó que pasara.
—Tiene mala cara, inspector.
—Es que estuve trabajando hasta tarde.
—¿En qué?
—En el caso Grieve.
Watson volvió a mirarle.
—¿De verdad?
—Sí, señor.
—Pero, según tengo entendido, se está ocupando también de los otros.
—Es que creo que son casos relacionados.
Una vez enchufada la máquina, Watson fue a sentarse a su mesa y le dijo a Rebus que tomara asiento, pero él permaneció de pie.
—¿Se hacen progresos en el caso?
—Vamos avanzando, señor.
—¿Y el inspector Linford?
—Está indagando unas pistas.
—Pero ¿siguen ustedes en contacto?
—Totalmente, señor.
—¿Y Siobhan se mantiene alejada de él?
—Él se mantiene alejado de ella.
El comisario no parecía muy contento.
—No cesan su bombardeo.
—¿Los de Fettes?
—Y los de más arriba. Esta mañana me han llamado del despacho del Ministerio, pidiendo resultados.
—Es duro realizar una campaña electoral con una investigación de homicidio pendiente —comentó Rebus.
El Granjero le miró fríamente.
—Me lo dijo casi con esas mismas palabras. Bueno, ¿de qué se trata? —agregó entornando un instante los ojos.
—De Cafferty, señor —contestó Rebus sentándose con los codos apoyados en las rodillas.
—¿Cafferty? —repitió Watson realmente sorprendido—. ¿Qué sucede con Cafferty?
—Que ha salido de la cárcel y está aquí.
—Eso me han dicho.
—Quiero que le vigilen —se hizo un largo silencio mientras Rebus aguardaba algún comentario del comisario—. Porque me parece que deberíamos enterarnos de lo que se trae entre manos.
—Sabe usted que eso no podemos hacerlo sin un motivo justificado.
—¿No es su fama motivo suficiente?
—Abogados y periodistas se frotarían las manos. Además, ya sabe el trabajo que tenemos.
—Más trabajo tendremos si Cafferty se pone en marcha.
—¿En marcha para qué?
—Anoche me tropecé con él —Rebus advirtió la mirada de su jefe—. Por pura casualidad. Bien, pude comprobar que había estado consultando la sección inmobiliaria del Scotsman.
—¿Y qué?
—Que anda detrás de algo.
—Tal vez quiere beneficios.
—Eso es más o menos lo que dijo.
—Bien, ¿y qué más?
Pero Rebus prefirió no decir que Cafferty también había hablado de «hacer una limpieza»…
—Escuche —añadió Watson frotándose las sienes—, sigamos con el trabajo que tenemos entre manos. Aclaremos lo del caso Grieve y ya pensaré en esto de Cafferty. ¿De acuerdo?
Rebus asintió con la cabeza. Oyeron llamar a la puerta, que seguía abierta, y apareció un agente de uniforme.
—Inspector Rebus, tiene una visita.
—¿Quién es?
—Una señora, pero no ha dado su nombre, señor. Únicamente me indicó que le dijese que no ha traído cacahuetes, que usted lo entendería.
Claro que lo entendía.