28

—Lo mismo de costumbre —dijo Wylie al echar un vistazo con Hood a aquel montón de cosas.

El habitáculo de cemento estaba lleno hasta el techo de escritorios, mesas, sillas, alfombras, cajas de cartón, grabados con marco e incluso un tocadiscos estereofónico.

—Nos llevará días —dijo Hood en tono quejumbroso.

Echarían a faltar, demás, una señora Coghill que les preparara café, así como una cocina acogedora. Aquello, por el contrario, era una especie de descampado donde el viento les irritaba los ojos, y el cielo amenazaba lluvia.

—Bobadas —dijo Rebus—. Lo que hay que buscar son papeles. Se descartan los objetos grandes y las cosas que parezcan de interés las metemos en el maletero. Podemos hacer dos turnos de dos.

—¿Lo que quiere decir…? —replicó Wylie mirándole.

—Lo que quiere decir que dos separan las cosas y otros dos seleccionan los papeles que haya que llevar a Saint Leonard.

—Fettes está más cerca —alegó Wylie.

Él asintió. Pero Fettes era el territorio del mierda de Linford.

—Más cerca está eso —dijo Siobhan como leyéndole el pensamiento, señalando con la cabeza la caseta prefabricada que hacía las veces de oficina de Reagan.

Rebus asintió con la cabeza.

—Voy a hablar con él —dijo.

Grand Hood sacó del garaje un televisor portátil y lo puso en el suelo.

—Pregúntele de paso si tiene una lona, porque no va a tardar en llover —dijo mirando al cielo.

Media hora más tarde comenzaron los primeros chaparrones procedentes del Forth, bañándoles el rostro y las manos con gotas heladas en medio de una espesa neblina que les dejó como aislados del mundo.

Reagan encontró un enorme plástico transparente que en cualquier momento podía echar a volar, por lo que sujetaron tres de sus esquinas con ladrillos, dejando una suelta para pasar. Reagan pensó en algo mejor y les indicó, dos puertas más allá, un hueco vacío, y los tres, Hood, Wylie y Siobhan Clarke, se trasladaron allí con todo mientras Reagan doblaba el plástico.

—¿Qué hace el jefe? —preguntó Hood a Reagan.

El hombre, guiñando los ojos bajo la lluvia, miró hacia la oficina cuyas ventanas iluminadas eran como dos faros acogedores de un refugio en aquel oscuro atardecer.

—Me ha dicho que va a organizar el puesto de mando.

Hood y Wylie cruzaron una mirada.

—¿Con té y estufa incluidos? —preguntó Wylie.

Reagan se echó a reír.

—Ha dicho que se harían dos turnos —les recordó Siobhan, pensando en que ojalá encontrasen archivos o algo semejante para poder ella también refugiarse en la caseta.

—Yo cierro a las cinco —dijo Reagan—. Es una tontería seguir aquí cuando se haga de noche.

—¿Tiene usted alguna lámpara? —preguntó Siobhan para decepción de Wylie y Hood, que ya se habían hecho a la idea de largarse a las cinco.

Reagan tampoco parecía muy complacido, pero por distintos motivos.

—Se lo dejaremos bien cerrado antes de irnos —añadió Siobhan—, con la alarma conectada o lo que haga falta.

—Tengo la impresión de que a la compañía de seguros no le haría gracia.

—¿Es que alguna vez les hace gracia?

El hombre rio y se rascó la cabeza.

—Bueno, puedo quedarme hasta las seis —dijo.

Enseguida comenzaron a aparecer cajas con archivadores. Reagan llevó una carretilla con el plástico doblado para cargarlos y Siobhan la empujó hasta la oficina. Abrió la puerta y vio que Rebus acababa de dejar libre una de las dos mesas y había puesto en un rincón todo lo que tenía encima.

—Me ha dicho Reagan que usemos esta —dijo—. Ahí hay un váter químico y un fregadero con hervidor —añadió señalando una puerta—. Habrá que hervir el agua antes de beber.

Siobhan advirtió que al lado de Rebus había una taza en una silla.

—Nos arreglaremos todos con una sola taza —dijo.

Vio un enchufe y puso el móvil a recargar mientras llenaba el hervidor y lo enchufaba. Rebus salió de la caseta para ir metiendo los archivadores.

—Está oscureciendo rápido —comentó ella.

—¿Cómo va la búsqueda? —preguntó Rebus.

—Hay una luz en el garaje y el señor Reagan dice que puede quedarse hasta las seis.

—Pues hasta la seis —dijo él consultando el reloj.

—Una cosa —añadió ella—. Estamos trabajando en el caso Grieve, ¿verdad?

—Podemos poner horas extras, si es eso lo que estás pensando —dijo él mirándola.

—No vendrán mal para las compras de Navidad… Si me queda tiempo para hacerlas.

—¿Navidad?

—Claro, hombre, esos días festivos que tenemos ya encima.

—¿Cómo puedes desconectarte tan fácilmente? —replicó él.

—En mi opinión, ser un buen policía no tiene por qué ser una obsesión.

Rebus volvió a salir a coger más archivadores, a lo lejos veía las figuras de Wylie, Hood y Reagan moviéndose en medio de la niebla y sus tres sombras bailando sobre la superficie desnuda del cemento. Era como una escena intemporal. Durante milenios, el ser humano había trabajado así, moviendo cosas a temperaturas bajo cero y en penumbra. ¿Con qué objeto? Del pasado no quedaba casi nada. Su trabajo precisamente consistía en que los crímenes pasados no quedaran impunes, fueran de la víspera o de veinte años atrás. No porque la justicia o los magistrados lo exigieran, sino en desagravio de todas las víctimas mudas, por las almas errantes. Aunque también por propia satisfacción, porque atrapando al culpable ellos expiaban sus propios pecados, los cometidos y los omitidos. ¿Cómo era posible desconectarse de todo aquello por el hecho banal de intercambiar unos regalos…?

Siobhan salió a ayudarle y rompió el hechizo. Se colocó las manos alrededor de la boca para gritar que estaba haciendo café y ellos respondieron con vítores y aplausos. Ya no era una escena intemporal, sino bien concreta en la que las tres figuras en la niebla asumieron su propia personalidad: Reagan acudió a la carrera, sacudiéndose las manos enguantadas, contento de ser partícipe de algo imprevisto que rompía la monotonía de su jornada solitaria; Hood, dando gritos de júbilo sin dejar de trasladar sillas de un sitio al otro, y Wylie, alzando la mano para decir que le echaran dos terrones de azúcar y que no se olvidasen.

—Qué trabajo más curioso, ¿no? —comentó Siobhan.

—Sí —respondió Rebus, pero ella se refería a Reagan.

—Aquí, todo el día solo, con todos esos búnqueres llenos de secretos y cosas ajenas… ¿No te tienta la curiosidad de saber qué encontraríamos si abriésemos otros?

—¿Por qué crees que se presta tan solícito a ayudarnos? —añadió Rebus sonriendo.

—¿Porque es un alma bondadosa? —aventuró ella.

—O porque no quiere que fisguemos demasiado —Siobhan le miró—. ¿Qué crees que he hecho mientras estaba aquí a solas? Echar un vistazo a la lista de clientes.

—¿Y qué?

—He encontrado un par de nombres que me suenan a peristas de Pilton y Muirhouse.

—Eso está cerca… —comentó ella y Rebus asintió con la cabeza—. Pero no podemos hacer un registro sin una orden judicial.

—Ya, pero es un buen argumento si el señor Reagan se muestra reacio a colaborar. Y algo a tener en cuenta la próxima vez que haya alguna denuncia contra ellos —agregó Rebus mirándola—. No tiene sentido obtener un mandamiento judicial para registrar un piso en Muirhouse si el producto del robo está en un almacén.

Hicieron una pausa al abrigo de la oficina. Hood dijo que él iba a seguir buscando y que Wylie le llevase el café cuando acabase el suyo.

—Ese muchacho no haría buenas migas con los sindicatos —comentó Reagan.

El calor salía de una estufa de gas de tres elementos, pero el frío se filtraba por las rendijas de la caseta y en la ventanita se había formado una capa de vaho de la que escurrían de vez en cuando gotas sobre el alféizar. Era un espacio cerrado de atmósfera viciada débilmente iluminado por la bombilla del techo y una lámpara de mesa. Reagan aceptó un cigarrillo de Rebus formando los dos un frente solidario del que se apartó el dúo de mujeres no fumadoras.

—Propósitos de Año Nuevo —dijo Reagan mirando la punta del pitillo—. Dejar de fumar.

—¿Lo logrará?

El hombre se encogió de hombros.

—Debería, tengo práctica en intentarlo dos o tres veces al año.

—Con la práctica se llega a la perfección —comentó Rebus.

—¿Cuánto cree usted que van a tardar? —dijo Reagan.

—Le agradecemos mucho su colaboración —dijo Rebus con el tono de quien recupera su papel de policía y prescinde de la campechanía de fumar un pitillo con alguien, y Reagan captó inmediatamente que aquel inspector podía darle la lata si se ponía tonto.

Se abrió la puerta y entró Grant Hood con un monitor y un teclado que puso en la mesa.

—¿Qué os parece? —dijo recobrando el aliento.

—Es un modelo viejo —comentó Siobhan.

—Sin el disco duro no sirve de nada —añadió Ellen Wylie.

Hood sonrió. Era la objeción que esperaba. Metió la mano en su abrigo a la altura de la cintura donde se notaba un bulto.

—Antes no había discos duros como los de ahora. Esta ranura lateral es para un disco flexible —dijo sacando media docena de cuadrados de cartón con un agujero en el centro como los antiguos discos sencillos—. Son discos flexibles de nueve pulgadas —añadió enseñándoselos con una mano mientras con la otra mano daba unos golpéenos al teclado—. Seguramente funcionan con el sistema MS-DOS. Así que si ninguno sabe de qué se trata, yo voy a instalarme aquí —anunció dejando los discos en la mesa y frotándose las manos ante la estufa—. Mientras podéis seguir buscando a ver si allí hay más discos.

Al llegar la hora habían vaciado medio garaje y casi todo lo que quedaba eran muebles. Rebus cogió tres cajas de archivadores dispuesto a dedicarles una noche en Saint Leonard. La comisaría estaba tranquila; en esa época del año lo que más había eran carteristas y rateros de tiendas, por la aglomeración en los comercios de Princes Street, donde la clientela con bolsos y carteras se hace notar. A veces, también se daba algún caso de atraco en los cajeros automáticos. Y depresión, había quien decía que era por ser el día más corto y la noche más larga; la gente bebía, se enfadaba, seguía bebiendo y destrozaba todo: ventanas, paradas de autobús, cabinas telefónicas, tiendas y pubs; apuñalaban a sus seres queridos y se cortaban las venas. Era el TAE: trastorno afectivo estacional.

Más trabajo para Rebus y sus colegas. Más trabajo para Urgencias, para los asistentes sociales, los jueces y las cárceles. El papeleo aumentaba a medida que iban llegando las felicitaciones de Navidad. Rebus hacía tiempo que no enviaba tarjetas navideñas pero la gente se empeñaba en seguir con eso: familiares, colegas y hasta algunos de sus amigotes del pub.

El padre Conor Leary siempre le mandaba una, pero aquel año estaba convaleciente; hacía tiempo que no iba a verle. Las camas de hospital le recordaban a su hija Sammy, cuando aún no había recobrado el conocimiento después del accidente que la tenía confinada en una silla de ruedas. A Rebus lo de la Navidad le parecía una farsa en la que todos pretendían estar unidos como si en el mundo no pasara nada. La celebración del nacimiento de un hombre adornada con oropeles y floripondios realizada en una nube de mentiras piadosas y borrachera.

O quizá era su impresión personal.

Examinó todos los papeles de la caja sin precipitarse, haciendo pausas para tomar café y fumar un cigarrillo fuera, en el aparcamiento de la parte trasera de la comisaría. Casi todo era correspondencia comercial aburridísima y había recortes de periódico con anuncios sobre locales comerciales en venta y de alquiler, algunos rodeados por un círculo y otros con dos signos de interrogación al margen. Una vez que hubo identificado la letra de Hastings pudo distinguir las anotaciones de su puño y letra. No tenía secretaria. ¿Dónde encajaba Alasdair Grieve? En las reuniones: siempre aparecía en ellas y en los almuerzos de trabajo el nombre de Alasdair. Quizá fuese una especie de relaciones públicas que gracias a su apellido aportaba algo a la operación. Era el hermano de Cammo, hermano de Lorna, hijo de Alicia…, alguien con quien no desdeñaría sentarse a la mesa un posible cliente.

Volvió adentro para calentarse los pies y siguió sacando papeles de la caja. Poco después tomó un café y dio una vuelta por la planta baja para charlar con el turno de noche en la sala común. Allanamientos de morada, pendencias, riñas familiares, coches robados y destrozados; una alarma antirrobo neutralizada, un desaparecido, un paciente evadido del hospital en pijama. Accidentes de tráfico por el hielo en las carreteras, una denuncia de violación y una agresión grave.

—Vaya noche —comentó el oficial de guardia.

Reinaba la camaradería en el turno de noche. Un agente compartió su bocadillo con Rebus.

—Siempre pongo más de lo que como —comentó.

Era pan integral con salami y lechuga. El hombre tenía otro cartón de zumo, si a Rebus le apetecía, pero rehusó.

—No, gracias —dijo.

Volvió a la mesa y fue anotando lo que había marcado en ciertos documentos doblándoles la esquina o pegándoles notitas con papel adhesivo. Miró el reloj de la oficina y vio que era casi medianoche. Se metió la mano en el bolsillo para ver los cigarrillos que le quedaban: uno. Eso fue decisivo. Guardó los archivadores en un cajón, se puso el abrigo y salió de la comisaría. Fue hacia Nicolson Street, donde había tres o cuatro tiendas abiertas toda la noche. Cigarrillos y algún tentempié: era su lista de la compra, tal vez algo para el desayuno. Había animación en la calle; un grupo de jovenzuelos llamaba a gritos a un taxi inexistente, se veía gente que volvía a casa cargada con bolsas de compra y rostro sudoroso. Era inevitable pisar envoltorios grasientas, trocitos de tomate y cebolla, patatas fritas espachurradas. Pasó una ambulancia a toda velocidad con la luz azul parpadeando pero sin la sirena, fantasmagóricamente muda en medio de la cacofonía callejera. El alcohol hacía subir los decibelios en las conversaciones y se veían también grupos de personas mayores que regresaban del Festival de Teatro o del Queen’s Hall.

En puertas y esquinas había corrillos de jóvenes que hablaban en voz baja con miradas furtivas. Rebus veía delitos inexistentes, o quizá era por ir siempre alerta ante la posibilidad de algún delito. ¿Siempre habían sido los juerguistas de medianoche tan estridentes y escandalosos? Pensaba que no. Edimburgo cambiaba a peor y eso se notaba por muchos edificios de cemento y cristal que construyesen. La ciudad antigua moría, herida por aquellos bramidos, el nuevo paradigma de… no exactamente falta de respeto a la ley, pero sí de falta de respeto en cualquier caso: al entorno, a los vecinos, a uno mismo.

El miedo era más que evidente en los tensos rostros de los más viejos, que aferraban el rollo de papel del programa teatral, pero era un miedo mezclado con tristeza e impotencia. Impotentes para cambiar aquel estado de cosas, sólo esperaban sobrevivir. Al llegar a casa se derrumbarían en el sofá, echarían el cerrojo a la puerta, correrían las cortinas con las contraventanas bien cerradas y se prepararían un té para mojar unas galletas contemplando el papel pintado de las paredes pensando en el pasado.

Delante de la tienda había un grupo heterogéneo de jóvenes y una música estridente salía de unos coches aparcados junto a la acera. Al lado, dos perros intentaban copular animados por sus respectivos dueños para escándalo de las chicas que chillaban y apartaban la vista. Rebus entró en el comercio y la intensa luz le hizo cerrar los ojos un instante. Pidió un paquete de salchichas y cuatro panecillos, fue al mostrador a comprar tabaco y lo guardó todo en una bolsa blanca de plástico para llevárselo a casa. Tenía que haber girado a la derecha, pero giró a la izquierda.

Necesitaba orinar y el Royal Oak quedaba a un paso. Era un local cercano a la calle principal que nunca cerraba, y donde se podía ir a los servicios sin pasar por el bar. Al entrar había que cruzar un zaguán para llegar a la puerta del bar, pero allí mismo había una escalera que bajaba a los servicios. A los servicios y a otro bar más tranquilo. El bar de encima del Oak era famoso, estaba abierto hasta muy tarde y siempre había música en directo. Los clientes entonaban canciones tradicionales y a continuación actuaba algún guitarrista español de flamenco y tras él un individuo con cara de asiático y acento escocés que cantaba blues.

Sorpresas de la vida.

Antes de bajar por la escalera miró por la ventana. Era un pub pequeño y aquella noche estaba a rebosar: caras relucientes de gente mayor y bebedores empedernidos, más los curiosos y los incondicionales. Alguien entonaba una canción; una voz sola. Vio violines y un acordeonista inactivos y el público atento al cantante de buena voz de barítono, que estaba en un rincón hacia el que convergían todas las miradas, pero Rebus no lo veía. La letra de la canción era de Burns:

Lo que no pudieron someter la fuerza ni la astucia,

en muchos siglos de guerra,

lo doblegan ahora unos cobardes,

por mísero dinero mercenario…

Iba ya a bajar por la escalera pero se detuvo porque acababa de ver una cara conocida. Retrocedió y acercó más la cara al cristal. Sí, sentado al lado del piano estaba el compadre de Cafferty, el que había estado en la cárcel con él. ¿Cuál era el nombre? Ah, sí, Rab. Un rostro sudoroso, amargado, con el pelo liso y unos ojos apagados. En la mano sostenía una bebida que Rebus pensó sería vodka con naranja.

En aquel momento el cantante dio un paso adelante y pudo verle bien.

Era Cafferty.

Pudimos a la espada inglesa,

enardecidos en nuestro firme coraje,

pero el oro inglés fue un veneno,

como un hatajo de granujas de la nación…

Al terminar la estrofa Cafferty miró hacia los cristales y cuando vio que Rebus entraba para acercarse a la barra sonrió forzadamente. Rab le miró, quizá tratando de recordar quién era. Se acercó una camarera a atender a Rebus y él pidió media jarra y un whisky. En la barra no hablaba nadie; reinaba un respetuoso silencio. Una lágrima asomaba en los ojos de una patriota sentada en un taburete, con un vaso de coñac con Coca-cola en mano. Su desarrapado acompañante le acariciaba los hombros.

Al concluir la canción sonó un aplauso y algunos silbidos y vítores. Cafferty hizo una reverencia, alzó su vaso de whisky y brindó al público. El cese de los aplausos fue la pauta para que el acordeonista iniciara su actuación. Cafferty respondió a algunos cumplidos en su camino hacia el piano, donde se inclinó a decir algo a Rab al oído. Tras lo cual, como esperaba Rebus, se acercó a la barra.

—A modo de reflexión para cuando lleguen las elecciones —dijo Cafferty.

—En Escocia hay muchos sinvergüenzas —replicó Rebus— y no creo que con la independencia vaya a haber menos.

Cafferty no entró al trapo y brindó a la salud de Rebus apurando el whisky de un trago antes de pedir otro.

—Y uno más para mi amigo, el Hombre de paja.

—Ya tengo uno —dijo Rebus.

—Sea simpático conmigo, Hombre de paja, hoy que celebro mi regreso —dijo Cafferty sacando del bolsillo un periódico doblado por la sección inmobiliaria que dejó en la barra.

—¿Al mercado? —replicó Rebus.

—Pudiera ser —respondió Cafferty con un guiño.

—¿De qué modo?

—Me han dicho que hay que hacer una limpieza en el antiguo Edimburgo en las actuales circunstancias.

Rebus señaló con la cabeza hacia el piano, donde Rab había cambiado de posición la silla para poder ver mejor la barra.

—No sólo le da al alcohol, ¿eh? ¿Toma pastillas?

Cafferty miró hacia su guardaespaldas.

—En la cárcel se consigue lo que se necesita. Le advierto —añadió sonriendo— que he estado en celdas más grandes que este barecito.

Llegaron los vasos de whisky y Cafferty añadió agua al suyo mientras Rebus le observaba. Rab se le antojaba un compinche inaudito para Cafferty aunque, ciertamente, en un lugar como Barlinnie se necesita protección. Pero ahora que había vuelto a sus reales, donde no le faltaban hombres, ¿qué vínculo existía entre Cafferty y Rab, qué unía a Rab con Cafferty? ¿Había sucedido algo en la cárcel o… estaba sucediendo algo? Cafferty aguardó con el jarrito de agua sobre el vaso de Rebus hasta que este asintió al fin con la cabeza y, después de servirlo, alzó el vaso.

—Salud —dijo.

Slainte —añadió Cafferty dando un sorbo y enjuagándose la boca.

—Ya veo que estás muy contento —dijo Rebus encendiendo un cigarrillo.

—¿De qué sirve poner cara larga?

—¿Quieres decir salvo para alegrarme a mí la vida?

—Hay que ver lo duro que es, Hombre de paja. A veces me pregunto si no es más duro que yo.

—¿Hacemos la prueba?

Cafferty se echó a reír.

—¿En mi actual estado? ¿Y con usted tan enfadado? —Negó con la cabeza—. En otra ocasión tal vez.

Permanecieron en silencio y Cafferty aplaudió al terminar de tocar el acordeonista.

—Es francés, ¿sabe? Casi no habla inglés. Encoré! Encoré, mon ami! —añadió dirigiéndose al hombre.

El hombre le dirigió una reverencia. Estaba sentado en una de las mesas y a su lado el guitarrista entonaba los acordes del próximo número. Reanudaron la actuación con algo más melancólico, y Cafferty se volvió hacia Rebus.

—Es curioso que el otro día sacara a relucir a Bryce Callan.

—¿Por qué?

—Porque yo precisamente quería ver a Barry para saber cómo seguía el viejo Bryce.

—¿Y qué ha dicho Barry?

Cafferty miró su bebida.

—Nada. Sólo sé que un mensajero le llevó mi recado —dijo con cara sombría, aunque se echó a reír—, pero el pequeño Barry aún no ha dicho nada.

—Ahora el pequeño Barry es muy importante en Edimburgo, Cafferty. Quizá no le interese que le vean contigo.

—Sí, pues que tenga suerte, pero nunca llegará a ser ni la cuarta parte de lo que fue su tío —comentó apurando el whisky.

Rebus se sintió obligado a invitar a una ronda sin dejar de dar de vez en cuando un sorbo a la cerveza y al whisky con agua, para acabarlos y concentrarse en el que iban a servirles. ¿Por qué demonios le estaría contando Cafferty todo aquello?

—Quizá Bryce estuvo acertado al largarse y retirarse al sol —dijo Cafferty en el momento en que les servían los whiskies.

—¿Te propones seguir su ejemplo? —preguntó Rebus mientras añadía el agua.

—Pues, a lo mejor. Nunca he estado en el extranjero.

—¿Nunca?

Cafferty negó con la cabeza.

—Una vez tomé el transbordador de Skye.

—Ahora hay un puente.

—Siempre que hay algo bonito lo estropean —dijo Cafferty frunciendo el entrecejo.

En su interior, Rebus estaba de acuerdo pero no quería dárselo a entender a Cafferty.

—Es mucho más cómodo el puente —replicó.

Cafferty se puso aún más ceñudo, como apenado… Pero era dolor auténtico porque se encogió y se llevó la mano al estómago al tiempo que dejaba el vaso en la barra buscando algo en el bolsillo. Llevaba un blazer oscuro con un jersey negro de cuello alto. Sacó dos comprimidos y se los tragó con un poco de agua, que echó en un vaso vacío.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Rebus con cierta indiferencia.

Cafferty, ya repuesto, le dio un golpecito en el antebrazo tranquilizándole.

—No es más que una ligera indigestión —dijo cogiendo el vaso de whisky—. Nos están desplazando, ¿eh, Hombre de paja? Barry podría haber seguido el camino de su tío, pero ahora es un hombre de negocios. Y en cuanto a usted… Seguro que la mayoría de sus colegas del DIC son más jóvenes y además universitarios. Los tiempos cambian, dicen todos —añadió abriendo los brazos—. ¿No es verdad lo que digo?

Rebus le miró y bajó la vista.

—Tienes razón.

Cafferty se mostró complacido al ver que estaba de acuerdo con él en algo.

—No le debe de faltar mucho para jubilarse —dijo.

—Aún tengo unos años por delante.

Cafferty alzó las manos en gesto conciliador.

—No era mi intención compadecerle —dijo echándose a reír.

Rebus estuvo a punto de hacerlo también. Pidieron otra ronda de whiskies y un vodka con zumo que Cafferty llevó a Rab. Al regresar a la barra Rebus volvió a preguntarle por el guardaespaldas.

—A juzgar por su aspecto esta noche, no creo que te sea de mucho servicio —comentó.

—Me daría buen apoyo, no se preocupe.

—Si no me preocupo. Es que estaba pensando si no sería la ocasión propicia para darte un puñetazo.

—¿Un puñetazo? Hostia, hombre, en mi estado actual, con un simple estornudo me tumbaría en el suelo hecho añicos. Vamos, tómese otra.

—Tengo que hacer —dijo Rebus negando con la cabeza.

—¿A estas horas? —preguntó Cafferty alzando tanto la voz que algunos clientes volvieron la cabeza, aunque a él eso le traía sin cuidado—. A esta hora de la noche no hay cuervos que espantar, Hombre de paja —dijo echándose a reír de nuevo—. No quedan muchos de esos viejos garitos, ¿eh? Ahora todo son pubs temáticos. ¿Se acuerda del Castle o’Cloves?

Rebus dijo que no.

—Era el mejor pub que había. Yo iba mucho allí. Y fíjese… ya ni existe. Ahora es un almacén de bricolaje. Está en la calle de su comisaría.

—Conozco el sitio —comentó Rebus asintiendo con la cabeza.

—Todo está cambiando —dijo Cafferty—. Quizá lo mejor, después de todo, fuera retirarse del juego. No sería mala idea —añadió llevándose el vaso a los labios y apurando el whisky.

Rebus respiró profundamente.

—¡Achísss! —exclamó exageradamente, estornudando sobre el pecho de Cafferty y comprobando el efecto en el blazer antes mirar a Cafferty a los ojos, que de haber sido dos pistolas no habrían dejado bicho viviente en el pub—. Me mentiste —añadió tranquilamente, alejándose de la barra en el momento en que el guitarrista terminaba de afinar el instrumento.

—¡Escupiré sobre su tumba! —gritó Cafferty apagando la música un instante y limpiándose las gotitas de saliva de la camisa—. ¿Me oye, Hombre de paja? ¡Bailaré sobre su puto ataúd!

Rebus cerró la puerta al salir y realizó una profunda inspiración de aire fresco nocturno. Se oía el jaleo de los jóvenes que volvían a casa. Apoyó la cabeza en un muro como si fuera una compresa refrescante para sus pensamientos en ebullición.

«Bailaré sobre su ataúd».

Extrañas palabras en boca de quien está desahuciado. Siguió por Nicolson Street hasta los puentes, y desde allí a Cowgate, deteniéndose cerca del depósito de cadáveres a fumar un cigarrillo. Llevaba la bolsa con los panecillos y las salchichas, pero le parecía como si ya nunca más fuera a tener hambre. Tenía exceso de bilis en el estómago. Se sentó en un murete.

«Bailaré sobre su ataúd».

Una giga, desenfrenada y torpe; sí, una giga.

Volvió a Infirmary Street y pasó de nuevo junto al Royal Oak, pero esta vez sin acercarse a los cristales. No se oía música; sólo una voz cantando.

Qué lentas discurrís, horas interminables

qué monótonos días tristes.

Qué rápido pasabais

cuando yo estaba con mi amada…

Era Cafferty de nuevo con otra canción de Burns. Cantaba con gusto y le daba sentimiento con aquel tono triste. Vio a Rab cerca del piano, con los ojos semicerrados, respirando con esfuerzo. Era dos hombres recién salidos de la cárcel: uno que agonizaba cantando y el otro, un desecho en libertad.

Era totalmente absurdo.

Rebus lo sentía en el fondo de su corazón fracasado.