27

Cuando Rebus llegó a Saint Leonard por la mañana dos agentes de uniforme comentaban la película que habían dado la noche antes por la tele.

Cuando Harry encontró a Sally, señor, la habrá visto.

—Anoche no vi la tele. Hay gente que tiene mejores cosas que hacer.

—Hablábamos del argumento, de si los hombres pueden hacer amistad con las mujeres sin pensar en llevárselas a la cama.

—Yo creo —dijo el otro agente— que cuando un tío echa el ojo a una mujer en lo primero que piensa es en cómo será en la piltra.

Rebus oyó fuertes voces en el departamento del Investigación Criminal.

—Con perdón, caballeros, hay algo más urgente…

—Es una pelea amorosa —comentó uno de los agentes.

—Más equivocado no puedes estar, colega —replicó Rebus volviéndose hacia él.

Siobhan tenía acorralado a Derek Linford en un rincón de la sala, para gran fruición del público: el inspector Bill Pryde y los sargentos Roy Frazer y George Hi-Ho Silvers que, sentados en sus respectivas mesas, disfrutaban del espectáculo, y a quienes Rebus fulminó con la mirada al entrar. Siobhan había agarrado a Linford por el cuello y estaba de puntillas con la cara pegada a la de él, que sostenía en una mano unos papeles arrugados y levantaba la otra pidiendo tregua.

—Y si se te ocurre siquiera pensar en mi número de teléfono, vas a ver. ¡Te voy a arrancar los huevos! —gritó Siobhan.

Rebus le cogió las manos por detrás para que le soltara, pero ella se revolvió furiosa y roja de cólera mientras Linford tosía medio asfixiado.

—¿Esto es lo que tú llamas decirle cuatro palabras? —dijo Rebus.

—Ya sabía yo que tú tenías algo que ver —dijo Linford.

—¡Es un asunto entre tú y yo, gilipollas, y nadie más! —exclamó Siobhan encarándose con él de nuevo.

—Te crees irresistible, ¿verdad? —dijo Linford.

—Cállate, Linford, no empeores más las cosas —replicó Rebus.

—Yo no he hecho nada.

—¡Serpiente rastrera! —le espetó Siobhan tratando de zafarse de Rebus.

Oyeron a sus espaldas una voz potente y autoritaria:

—¿Qué demonios sucede aquí?

Se volvieron los tres hacia la puerta y vieron al comisario Watson acompañado del ayudante del jefe de la policía, Colin Carswell.

Rebus fue el último en ser «invitado» a dar a Watson su versión de la historia. Estaban los dos a solas en el despacho y Watson, apodado el Granjero por su rostro rubicundo y sus orígenes rurales, permanecía en su asiento con las manos juntas y un lápiz afilado entre ellas.

—¿Se supone que tengo que someterme al habitual harakiri? —preguntó Rebus señalando el lapicero.

—Se supone que tiene que decirme qué es lo que sucedía ahí fuera. Por un día que viene de visita…

—A ponerse de parte de Linford, naturalmente…

Watson le miró serio.

—No empecemos. Bueno, deme su versión.

—¿Para qué? Ya sé lo que le habrán contado los otros dos.

—¿El qué? A ver, diga.

—Siobhan le habrá dicho la verdad, y Linford le habrá largado una sarta de mentiras para justificarse —respondió Rebus encogiéndose de hombros ante la expresión aún más severa de Watson.

—Vamos, démela —dijo.

—Siobhan salió un par de veces con Linford —comenzó a decir Rebus con voz monótona— en plan de amigos, y ella le dio calabazas. Una noche yo fui a su piso para hablar de mi caso y cuando al salir me quedé un rato sentado en el coche, vi a un tipo que salía de un edificio de enfrente, daba la vuelta a la esquina, se ponía a mear y regresaba al edificio. Fui a averiguar el asunto y resultó que era Linford que la espiaba desde el descansillo del segundo piso de aquella casa. Después, anoche, ella me llamó para decirme que tenía la impresión de que la espiaban. Y yo le conté lo de Linford.

—¿Por qué no se lo dijo antes?

—Porque no quería inquietarla. Además, pensé que mi inesperada irrupción le habría disuadido, pero es evidente —añadió Rebus encogiéndose de hombros— que no impongo tanto como yo creía.

Watson se recostó en el sillón.

—¿Y qué cree que dice Linford?

—Me apuesto algo a que habrá alegado que todo es una mentira urdida por el inspector Rebus, que Siobhan está en un error, que yo me inventé la historia y que ella se la creyó.

—¿Y con qué objeto habría hecho tal cosa?

—Para marginarle y trabajar yo en el caso a mi manera.

Watson miró el lápiz que tenía en las manos.

—Pues no es lo que dice él.

—¿Qué es lo que dice?

—Que usted quiere a Siobhan en exclusiva.

Rebus hizo un gesto de desprecio.

—Eso es una fantasía de él, no mía.

—¿No?

—En absoluto.

—Mire, esto no puedo dejarlo así, ¿sabe? Y menos habiendo sido Carswell testigo.

—Sí, señor.

—¿Qué cree que debo hacer?

—Yo en su lugar, señor, enviaría a Linford a Fettes a que siga en su puesto de niño bonito y de burócrata, apartado del auténtico ajetreo del oficio policial.

—No es lo que desea el señor Linford.

Rebus no pudo contenerse.

—¿Qué es lo que quiere, quedarse aquí? —Watson asintió con la cabeza—. ¿Por qué?

—El dice que no les guarda rencor, que es todo consecuencia del «acaloramiento» propio del caso.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco, sinceramente —dijo Watson levantándose y yendo a la máquina de café; cogió deliberadamente un solo vaso y Rebus intentó no demostrar su alivio—. Yo en su caso habría aprovechado para librarme de ustedes. Pero el inspector Linford —añadió con una pausa mientras se sentaba— obtiene lo que desea.

—La cosa va a ponerse fea.

—¿Por qué?

—¿No ha visto usted últimamente el DIC? Estamos como sardinas en lata, y si ya es difícil tenerles a Siobhan y a él separados en circunstancias normales, ahora que los casos que investigamos tal vez estén relacionados…

—Eso me ha dicho la sargento Clarke.

—A mí me comentó que pensaba usted cerrar la investigación del mendigo millonario.

—No era realmente una investigación. Me impulsaba la curiosidad normal por esas cuatrocientas mil libras. Para serle franco, no creo que saque nada en limpio.

—Es una buena policía, señor.

Watson asintió con la cabeza.

—A pesar de la discriminación positiva —dijo.

—Escuche —replicó Rebus— yo sé lo que sucede. Usted está a punto de jubilarse y prefiere que sea otro el que se haga cargo del marrón.

—Rebus, no piense que…

—Linford es subordinado de Carswell y usted no piensa tomar cartas en el asunto. Pero quedamos los demás.

—Cuidado con lo que dice.

—No he dicho nada que usted no sepa.

Watson se puso en pie y apoyó los nudillos en la mesa inclinándose hacia Rebus.

—¿Y qué me dice de usted… que crea un grupo policial a su antojo, con reuniones en el bar Oxford y dándose aires de que es usted quien manda en esta comisaría?

—Intento resolver un caso.

—¿Y de paso acostarse con Clarke?

Rebus se puso en pie de un salto. Sus caras quedaron a pocos centímetros una de otra y se miraron en silencio como si a la menor palabra fuera a saltar la chispa. El teléfono de Watson comenzó a sonar, descolgó y se llevó el receptor al oído.

—Diga —contestó.

Rebus estaba tan cerca que oyó a Gill Templer decir:

—Conferencia de prensa, señor. ¿Quiere ver mis apuntes?

—Tráigamelos, Gill.

Rebus se apartó de la mesa. Oyó a Watson a su espalda:

—¿Eso era todo, inspector?

—Creo que sí, señor —respondió él dominándose para no cerrar de un portazo.

Fue directamente a hablar con Linford, pero no estaba en su mesa. Le dijeron que Siobhan había ido a los lavabos acompañada de una agente de uniforme para ayudarla a calmarse. ¿Estaría en la cantina? No. El del mostrador de recepción le dijo que acaba de salir de la comisaría hacía cinco minutos. Rebus consultó el reloj, no era aún hora de abrir al público. El BMW de Linford tampoco estaba en el aparcamiento. Se detuvo en la acera, sacó el móvil y le llamó.

—Diga.

—¿Dónde demonios estás?

—Aquí, en el coche, en el aparcamiento de las cocheras de trenes.

Rebus se volvió y miró al fondo del callejón de Saint Leonard, donde estaba la cochera.

—¿Qué haces ahí?

—Estoy pensando.

—A ver si te sale humo —dijo Rebus echando a andar por el callejón.

—Vaya, gracias por llamarme al móvil para insultarme.

—De nada, a mandar —dijo entrando en el aparcamiento.

Allí estaba el BMW, aparcado en un sitio reservado a minusválidos cerca de la entrada. Rebus desconectó el móvil, abrió la puerta del pasajero y subió.

—Qué inesperado placer —dijo Linford guardando el móvil y apoyando las manos en el volante sin quitar la vista del parabrisas.

—Me gustan las sorpresas —dijo Rebus—, como, por ejemplo, que el jefe me diga que estoy acosando a la sargento Clarke.

—¿Y no es cierto?

—Sabes de sobra que no.

—Parece que rondas mucho por su piso.

—Sí, claro, tú como acechas por la ventana del descansillo…

—Bueno, escucha, cuando me plantó me puse algo… No suele sucederme.

—¿Que te den la patada? Me cuesta creerlo.

—Piensa lo que quieras —replicó Linford con una sonrisa desmayada.

—Le has mentido a Watson.

Linford se volvió hacia él.

—Tú en mi lugar habrías hecho igual. ¡Me jugaba nada menos que mi carrera!

—Haberlo pensado antes.

—Ahora es fácil decirlo —replicó Linford pausadamente mordiéndose el labio inferior—. ¿Qué te parece si le pido disculpas a Siobhan? Digo que me pasé un poco… y que no volverá a suceder…, etcétera.

—Será mejor que lo hagas por escrito.

—¿Por si no sé expresarlo bien?

Rebus negó con la cabeza.

—No, porque cuesta disculparse cuando te agarran el cuello con una mano y los huevos con la otra.

—Hostia, tío, creí que me estallaba una vena.

Rebus mantuvo la cara de palo.

—Podías haberte defendido.

—Sí, hombre, qué bien, con otros tres tíos mirando.

Rebus se volvió hacia él.

—Tú eres muy precavido, ¿verdad? Calculas cada paso que das.

—Observar a Siobhan no fue algo calculado.

—No, supongo que no.

Pero a pesar de su afirmación, Rebus no estaba totalmente convencido.

Linford se volvió hacia el asiento de atrás y cogió unos papeles: el rebujo que tenía en la mano durante la escena en la comisaría.

—¿Podemos hablar un minuto de trabajo?

—Tal vez.

—Sé que has estado dándome esquinazo, dirigiendo tú las cosas y dejándome al margen. Bien, es cosa tuya. Pero en los interrogatorios que yo he hecho puede haber una pepita de oro… —dijo entregando a Rebus el montón de páginas de notas minuciosas.

Había estado en Holyrood Tavern, Jennie Ha’s… y no sólo los pubs, casas y tiendas de los alrededores de Queensberry House, había preguntado hasta en el palacio de Holyrood.

—Has trabajado mucho —admitió Rebus con un gruñido.

—He hecho el puerta a puerta; un recurso muy manido pero que a veces da resultado.

—Bien, ¿y esa pepita de oro? ¿O voy a tener que leerme todo este tocho y quedar impresionado por la cantidad de piedras y pedruscos del camino?

—La he reservado para el final —dijo Linford sonriente.

Se refería a las últimas páginas, que estaban grapadas. Eran dos interrogatorios a la misma persona, realizados el mismo día; uno en charla informal en la Holyrood Tavern y el otro en Saint Leonard en presencia de Hi-Ho Silvers.

El interrogado se llamaba Bob Cowan, con domicilio en Royal Park Terrace y era catedrático de historia social y económica en la universidad. Una vez a la semana se reunía con un amigo que vivía en Grassmarket en la Holyrood Tavern que estaba a mitad de camino del domicilio de ambos. A Cowan le agradaba al volver a casa atravesar el parque de Holyrood y pasar por el estanque de Saint Margaret, con su colonia de cisnes.

«Aquella noche —la noche en que Roddy Grieve encontró la muerte— había casi luna llena y salí de la Holyrood Tavern hacia las doce menos cuarto. La mayoría de las veces no encuentro a nadie durante el paseo. En aquella zona sólo hay algunas mansiones; supongo que habrá gente a quien le inquiete caminar por el lugar. Me refiero a que se cuentan toda clase de historias. Pero yo, en los tres años que hace que doy ese paseo, nunca he tenido percances. Bien, puede que lo que voy a decirle no tenga relevancia; personalmente reflexioné al respecto unos días después del asesinato y me dije que no la tenía. He visto las fotos del señor Grieve y, a mi entender, ninguno de los dos hombres que yo vi se parecían a él. Claro que puedo equivocarme, pues, aunque hacía una noche muy clara y había muchas estrellas, sólo vi bien a uno de aquellos dos hombres. Estaban frente a Queensberry House, delante de la verja de entrada. A mí me dio la impresión de que esperaban a alguien. Es lo que me llamó la atención. Quiero decir que a esa hora, ¿qué iban a hacer allí en medio de tantas obras y edificios en construcción? Es un lugar raro para una cita. Recuerdo que por el camino fui imaginando las alternativas posibles: que esperaran a un tercero que estaba orinando por allí, que aguardaran un encuentro sexual o que fueran a robar en una obra…».

Seguía una exclamación de Linford:

«Señor Cowan, habría debido usted de dar cuenta de esto en su momento».

Vuelta a la declaración de Cowan:

«Pues tal vez, pero siempre te preocupa levantar un revuelo por algo sin importancia, y aquellos hombres no me parecieron sospechosos. Quiero decir que no iban encapuchados ni llevaban bolsas con el rótulo de ATRACO. Eran simplemente dos hombres que charlaban. Podrían haber sido dos amigos que acababan de encontrarse. ¿Comprende? Su atuendo era normal: vaqueros, creo, y cazadora negra, con zapatillas deportivas, me parece. El que mejor pude ver tenía pelo muy corto, castaño o moreno, y ojos hundidos con mejillas caídas como un perro basset, y observé, además, en su boca un gesto de desagrado, despreciativo, como si acabase de oír algo que le contrariaba. Era alto, más de uno ochenta, y de hombros cuadrados. ¿Cree que tiene algo que ver con el crimen? Dios mío, a lo mejor fui yo la última persona que vio al asesino…».

—¿Tú qué crees? —dijo Linford.

Rebus hojeó los otros interrogatorios.

—Sí, ya sé que no es gran cosa —añadió Linford.

—Pues yo creo que sí —replicó Rebus, sorprendiéndole con el comentario—. Lo malo es la escasez de detalles. Alto, de hombros cuadrados… Pueden ser muchos…

Linford asintió con la cabeza; era lo que él había pensado.

—Pero si hacemos una foto robot… Cowan dice que él colaboraría.

—¿Y después, qué?

—Se reparte por los pubs de la zona; a lo mejor es cliente de alguno. Además, según esa descripción, no me sorprendería que fuese un albañil.

—¿Uno de los trabajadores de la obra?

—Cuando tengamos la foto robot… —dijo Linford encogiéndose de hombros.

Rebus le devolvió el montón de hojas.

—Sí, vale la pena. Enhorabuena.

Linford estaba encantado a ojos vistas, y Rebus recordó por qué empezó a odiarle la primera vez que se vieron: al menor elogio se olvidaba del resto.

—Bueno, entretanto, ¿tú sigues a tu manera? —preguntó Linford.

—Exacto.

—¿Y yo no aparezco?

—Linford, es lo mejor que puedes hacer en este momento, créeme.

Linford asintió con la cabeza.

—¿Qué hago, entonces? —preguntó.

Rebus abrió la puerta del coche.

—No aparezcas por Saint Leonard hasta que hayas escrito la carta. Que esté en manos de Siobhan hoy mismo, pero espera hasta esta tarde, para que se haya calmado. Quizá mañana puedas arriesgarte a asomar la jeta, y no estaría mal que lo hicieras con gesto de pesar.

Linford no necesitaba oír más. Tendió la mano a Rebus pero este cerró la puerta. No pensaba dar la mano a aquel hijo de puta. En definitiva, sólo había aportado una pepita de oro y no era para tanto. Además, aún no confiaba en él, le daba la impresión de que era capaz de vender a su propia madre a cambio de un ascenso. La cuestión era: ¿qué haría si pensaba que su empleo corría peligro?

Era una circunstancia poco agradable y un lugar inhóspito.

Siobhan acudió con Rebus, acompañados de una agente de uniforme, la misma que estaba presente la tarde en que Mackie se arrojó desde el puente, y que había hecho el comentario de: «Usted es de los de Rebus, ¿verdad?». Había un sacerdote y un par de caras que Siobhan conocía del Grassmarket y que la saludaron con una inclinación de cabeza. Esperaba que no le pidieran cigarrillos porque no llevaba. También estaba Dezzi, sollozando en un trozo de papel higiénico rosa. Había encontrado unos harapos negros: una falda estilo zíngaro y un gran chal de encaje casi hecho jirones, y como complemento, zapatos negros, uno distinto en cada pie.

No estaba Rachel Drew. Quizá no se había enterado.

No podía decirse que era un entierro concurrido. Los cuervos revoloteaban graznando como si quisieran interrumpir las palabras concisas y precipitadas del cura. Uno de los mendigos del Grassmarket daba codazos a su compañero medio adormilado, y cada vez que el oficiante pronunciaba el nombre de Freddy Hastings, Dezzi suspiraba «Chris». Al concluir la ceremonia Siobhan dio media vuelta y se alejó apretando el paso. No quería hablar con nadie; ella únicamente había ido por sentido del deber, algo que nadie iba a agradecerle.

Cuando llegó donde habían dejado los coches miró a Rebus por primera vez.

—¿Qué te ha preguntado Watson? —dijo—. Se cree lo que cuenta Linford, ¿a que sí?

Al ver que Rebus no contestaba, subió a su coche, puso el motor en marcha y arrancó. Rebus, que siguió de pie junto al suyo, creyó ver lágrimas en sus ojos.

La excavadora amarilla sacaba sin parar escombros y más escombros. Ver las tripas del edificio confería a la escena algo de voyeurismo, aunque Rebus advirtió, muy al contrario, que había peatones que pasaban de largo evitando mirar. Era como si un patólogo acabase de dejar al descubierto las vísceras, el interior de lo que habían sido pisos habitados con puertas pintadas y repintadas, papeles de decoración cuidadosamente elegidos; donde quizá había habido parejas de recién casados pintando zócalos, manchándose ilusionados las manos. Lámparas, casquillos, interruptores… yacían ahora entre montones de cables o pendían del vacío. Habían quedado incluso al descubierto elementos menos definidos de la estructura: vigas del tejado, cañerías, heridas abiertas donde antaño habían estado las chimeneas, con el fuego crepitando en Navidad y el árbol adornado en el rincón.

También los buitres habían hecho acto de presencia y apenas quedaba alguna de las mejores puertas. Habían desaparecido las estufas, las cisternas, los lavabos, las bañeras, los depósitos de agua y los radiadores… Algunos rebuscadores de basura sacarían un buen dinero de todo ello. Pero lo que más fascinaba a Rebus eran las capas superpuestas de pintura y papel pintado. Si se arrancaba uno a rayas se dejaba al descubierto otro de peonías de color rosa suave y debajo, otro de jinetes con casaca roja. En uno de los pisos habían ampliado la cocina tapando con papel pintado la antigua y al arrancarlo habían aparecido los azulejos blancos y negros. Estaban llenando unos contenedores para cargarlos en camiones que los transportarían a vertederos de las afueras donde todas aquellas piezas de rompecabezas se depositarían en capas sucesivas a disposición de futuros arqueólogos.

Rebus encendió un cigarrillo y entornó los ojos para protegerse de unas ráfagas de polvo y suciedad.

—Creo que hemos llegado un poco tarde.

Estaba con Siobhan frente al edificio en derribo que había alojado el despacho de Freddy Hastings. Ella, ya sosegada, miraba la demolición como si hubiera desterrado a Linford de su pensamiento. De la oficina de Hastings que ocupaba la planta baja no quedaba ya nada. Una vez despejado el solar, alzarían un nuevo edificio, un «complejo de apartamentos» a tiro de piedra del nuevo Parlamento.

—En el ayuntamiento habrá alguien que sepa decirnos algo —aventuró Siobhan y Rebus asintió con la cabeza—. No pareces muy convencido —añadió ella, que lo sugería pensando en que quizá alguien podría indicarles dónde habían ido a parar las pertenencias y los muebles de Hastings.

—Es mi carácter —dijo Rebus aspirando el humo, y con él, una mezcla de polvillo de escayola y de las vidas de otras personas.

Fueron a las dependencias municipales de High Street, donde un funcionario les facilitó finalmente el nombre de un abogado afincado en Stockbridge. Por el camino se detuvieron en el antiguo domicilio de Hastings, pero los nuevos propietarios no sabían nada de él. Ellos habían comprado el piso a un anticuario que creían recordar se lo había comprado a un futbolista. El año de 1979 era agua pasada y los pisos de la Ciudad Nueva cambiaban de dueño cada tres o cuatro años. Los compradores eran jóvenes profesionales con ánimo de especular, pero que cuando tenían niños, veían que la falta de ascensor era un problema o bien echaban de menos un jardincillo, y los vendían para mudarse a una vivienda mayor.

El abogado también era joven y no sabía nada de Frederick Hastings, pero llamó por teléfono a un socio suyo mayor que estaba en una reunión fuera del despacho y acordaron una cita con él. Rebus y Siobhan sopesaron volver o no a la comisaría y ella sugirió dar un paseo por Dean Valley, pero Rebus, al recordar que era la zona en que vivía Linford, dio la excusa de no sentirse con fuerzas para semejante ejercicio.

—Supongo que querrás ir a un pub —dijo ella.

—Hay uno estupendo en la esquina de Saint Stephen Street.

Al final fueron a un café en Reaburn Place. Siobhan pidió un té y Rebus un descafeinado. Una camarera les recordó amablemente que en aquel establecimiento no se podía fumar y Rebus se guardó la cajetilla con un suspiro.

—Antes la vida no era tan complicada —comentó.

Ella asintió con la cabeza.

—Antes se vivía en cuevas y tenías que matar para comer…

—Y las niñas buenas iban a escuelas para señoritas, mientras que ahora son todas licenciadas en sarcasmo.

—Dijo la sartén al cazo —replicó ella.

Llegaron las consumiciones y Siobhan comprobó si tenía mensajes en el móvil.

—Bueno —dijo Rebus—, haré yo la pregunta.

—¿Qué pregunta?

—¿Qué piensas hacer a propósito de Linford?

—¿De quién?

—Haces bien —replicó Rebus dando un sorbo de café.

Siobhan se sirvió y alzó la taza con las dos manos.

—¿Hablaste con él? —preguntó y Rebus asintió despacio—. Eso pensé, porque te vieron salir tras él.

—Dijo una mentira de mí a Watson.

—Lo sé. El jefe lo mencionó.

—¿Tú qué le dijiste?

—La verdad —contestó ella.

Siguieron un rato en silencio dando sorbos a sus respectivas tazas y dejándolas en el platillo como si sus movimientos estuvieran sincronizados. Rebus volvió a hacer un gesto afirmativo con la cabeza aunque no sabía realmente por qué y fue Siobhan la que rompió el silencio.

—Bueno, ¿y qué le dijiste tú a Linford?

—Va a enviarte sus disculpas por escrito.

—¡Qué generosidad la suya! —hizo una pausa—. ¿Tú crees que lo hará?

—Yo creo que está arrepentido de lo que hizo.

—Únicamente porque puede afectar a su triunfal carrera.

—Puede que tengas razón. De todos modos…

—¿Crees que debo olvidarlo?

—No es eso, pero Linford sigue sus propias pistas y con un poco de suerte eso le tendrá apartado de ti. Creo que le has metido miedo —añadió mirándola.

—Debería tenerlo —replicó ella sardónica alzando otra vez la taza—. Pero me parece estupendo que procure evitarme; yo también lo haré.

—Me parece muy bien.

—Crees que esta pista no va a ninguna parte, ¿verdad?

—¿La de Hastings? —ella asintió con un gesto—. No lo sé, en Edimburgo nunca se sabe —dijo Rebus.

Blair Martine les esperaba cuando volvieron al despacho del abogado. Era un hombre mayor rechoncho, con traje de raya diplomática y reloj de bolsillo con cadena de plata.

—Siempre me intrigó si el fantasma de Freddy Hastings vendría a rondarme —dijo.

Tenía en la mesa un montón de carpetas de papel manila y unos sobres atados con cordel. Al rozar con los dedos la carpeta que estaba encima se le llenaron de polvo.

—¿Qué quiere usted decir?

—Bueno, nunca fue un caso para la policía, pero un misterio sí, porque desapareció de la noche a la mañana.

—Con los acreedores pisándole los talones —añadió Rebus.

Martine hizo un gesto escéptico. Se notaba que había almorzado opíparamente; tenía las mejillas encendidas y el chaleco a punto de estallar. Al recostarse en el asiento Rebus temió que los botones le saltaran.

—Fondos no le faltaban a Freddy —dijo el hombre—. Eso no quita que hiciera malas inversiones, que las hizo. Pero en cualquier caso… —dijo dando una palmadita en las carpetas.

Rebus estaba impaciente porque se las enseñara, pero estaba seguro de que Martine alegaría la reserva confidencial hacia el cliente.

—Cierto que dejo una serie de deudas —añadió el abogado—, pero ninguna muy importante. Tuvimos que disponer la venta del piso, del que obtuvimos un buen pico, aunque se habría podido conseguir más.

—¿Suficiente para cancelar deudas? —preguntó Siobhan.

—Sí, más nuestros honorarios. La desaparición de una persona genera muchos gastos —dijo con una pausa.

Se guardaba algo en la manga. Rebus y Siobhan callaban, seguros de su deseo de descubrir la carta escondida. Finalmente, el abogado se inclinó apoyando los codos en la mesa.

—Reservé una cantidad para sufragar los gastos de almacén —añadió en tono conspiratorio.

—¿De almacén? —repitió Siobhan.

El abogado se encogió de hombros.

—Pensé que Freddy volvería algún día. No le daba por muerto. Por cierto, ¿cuándo es el entierro? —añadió con un suspiro.

—De allí venimos —contestó Siobhan, omitiendo que sólo había asistido media docena de personas.

Un entierro rápido, sin elogio funerario del finado por parte del cura; un entierro de pobre, aunque el difunto no era precisamente pobre.

—¿Qué hay almacenado exactamente? —preguntó Rebus.

—Efectos personales que tenía en el piso; desde lapiceros hasta una magnífica alfombra persa.

—¿A la que usted había echado el ojo?

—Más cuanto tenía en el despacho —replicó el abogado mirándole furioso.

Rebus se irguió perceptiblemente.

—¿Dónde está ese almacén? —preguntó.

La respuesta era: en un tramo perdido de carretera, en los alrededores de la zona norte de la ciudad. Edimburgo, al ser una población costera está limitado al norte y al este por el Firth of Forth. En Granton, un área situada en el extremo norte de la ciudad, tanto los promotores inmobiliarios como el ayuntamiento planeaban grandes proyectos.

—Verdaderamente, hay que tener imaginación —comentó Rebus mirando desde el coche.

Se refería a Granton, una zona sin pretensiones, con tramos de costa peñascosa, llena de horrendas construcciones industriales grises y azotada por el paro. Allí no había más que fábricas con ventanas rotas, enlucidos chapuceros y camiones llenos de hollín. Gentes como sir Terence Conran habían echado un vistazo al lugar y ya soñaban con un futuro de complejos comerciales y de ocio, de naves convertidas en pisos al estilo Docklands, gente con dinero dispuesta a vivir allí, creación de empleos, hogares y todo un nuevo estilo de vida.

—¿No hay nada en compensación? —preguntó Siobhan.

Rebus pensó un instante.

—El Starbank’s es un bar que no está mal —contestó. Ella se le quedó mirando—. Tienes toda la razón —admitió—. Está más cerca de Newhaven que de Granton.

La empresa se llamaba Seismic. Había tres largas hileras de búnqueres de cemento de menor tamaño que un garaje normal.

—Se llaman Seismic porque resisten a los terremotos —dijo el dueño, Gerry Reagan.

—No creo que por aquí sean muy de temer los terremotos —replicó Rebus.

Reagan sonrió. Les guio a lo largo de una de las hileras mientras el cielo se nublaba y un viento fuerte comenzaba a soplar desde el estuario.

—El castillo de Edimburgo está edificado sobre un volcán —replicó el hombre—. ¿No recuerdan aquellos temblores de tierra en Portobello?

—¿No fueron causados por perforaciones mineras? —dijo Siobhan.

—Lo que usted diga —replicó Reagan con ojos chispeantes coronados por pobladas cejas grises. Llevaba gafas de montura metálica y una cadena en el cuello—. Lo cierto es que mis clientes saben que aquí sus cosas estarán seguras hasta el día del juicio final.

—¿Qué clase de clientela tiene usted? —preguntó Siobhan.

—Muy variada: ancianos que se han mudado a pisos donde no les caben los muebles de antes o gente que viene a vivir aquí o que se marcha al sur, y que a veces venden la casa antes de que les terminen el piso nuevo. Tengo también un par de coches de coleccionistas.

—¿Y caben ahí? —preguntó Rebus.

—Muy justos —admitió Reagan—. A uno tuvimos que quitarle el parachoques. Aquí es.

Blair Martine les había entregado una carta de autorización que Reagan sostenía en la mano junto con la llave de la puerta basculante.

—Número trece —dijo comprobando la cifra y deteniéndose para abrir el candado y levantar la puerta.

Tal como les había dicho el abogado, los efectos de Hastings habían estado guardados antes en otro almacén, pero hicieron obras allí y Martine tuvo que buscar otro guardamuebles. «Les juro que su desaparición me dio muchos quebraderos de cabeza», y así era cómo las cosas de Hastings habían ido a parar a Seismic en Granton tres años atrás; Martine les dijo que no podía garantizar que todo estuviera intacto. Añadió que él no conocía mucho a Hastings, a quien sólo había visto en alguna cena o en fiestas, y que con Alasdair Grieve no había tenido trato.

—Entonces, si no se marchó por cuestión de dinero, ¿por qué sería? —pregunto Siobhan a Rebus al salir del abogado.

—Freddy no se marchó —contestó él.

—Se marchó y volvió —replicó ella—. ¿Y Alasdair? ¿Será el cadáver de la chimenea?

Rebus no dijo nada.

Al abrir Reagan completamente la puerta vieron que aquello era un batiburrillo parecido a una tienda de curiosidades a la que sólo le faltaba una caja registradora.

—Lo colocamos todo divinamente —comentó Reagan en elogio a su labor de almacenaje.

—Dios nos asista —exclamó Siobhan bajando la voz. Al ver que Rebus marcaba un número en el móvil preguntó—: ¿A quién llamas?

Él, sin contestar, irguió la espalda al recibir respuesta.

—¿Grant? ¿Está Wylie contigo? Coge un bolígrafo —añadió con torva sonrisa— que voy a darte una dirección. Hay un trabajito ideal para el equipo de arqueólogos.

Linford estaba sentado en el despacho de Carswell, en Fettes. Daba sorbos al té, en taza y platillo de loza, mientras el jefe atendía una llamada. Cuando terminó de hablar por teléfono, Carswell se llevó la taza a los labios y sopló el té.

—Es un desastre lo de Saint Leonard, Derek.

—Sí, señor.

—Se lo dije a Watson en la cara. Si no es capaz de controlar a sus subordinados…

—Perdone, señor, pero en un caso como este los ánimos se caldean.

—Es de admirar su actitud, Derek.

—¿Señor?

—Porque observo que no es de los que dejan a un compañero en la estacada aunque se haya portado mal.

—Creo que yo también tengo algo de culpa, señor. A nadie le gusta que venga nadie de fuera a hacerse cargo de una investigación.

—¿Así que ha sido una especie de chivo expiatorio?

—No exactamente, señor —dijo Linford con la vista en su taza.

Veía unas burbujitas aceitosas flotando y no sabía si era por el té, el agua o la leche.

—Podemos trasladar aquí la investigación —dijo Carswell—. Absolutamente toda, si es preciso y utilizaremos agentes de la brigada contra el crimen para…

—Perdone usted, señor, pero ya es demasiado tarde para comenzar desde cero la investigación. Perderíamos mucho tiempo —hizo una pausa—. Y aumentaría una barbaridad el presupuesto.

Carswell tenía fama de ceñirse a los gastos imprescindibles. Frunció el entrecejo y dio un sorbo al té.

—No, eso si que no, si puede evitarse —dijo mirando a Linford—. Prefiere seguir allí, ¿es eso lo que me quiere decir?

—Creo que podremos convencerles, señor.

—Bueno, Derek, sé que usted vale más que la mayoría.

—La mayor parte del equipo es irreprochable —continuó Linford—, pero hay un par de ellos… —añadió dejando la frase en el aire y volviendo a mirar la taza.

Carswell consultó las notas que había tomado en Saint Leonard.

—¿No serán el inspector Rebus y la agente Clarke por casualidad?

Linford guardó silencio sin mirarle a la cara.

—Nadie es irremplazable, Derek —dijo el ayudante del jefe de policía con voz pausada—. Nadie, créame.