Rebus anduvo de una habitación a otra por el piso esperando a que se calentara la parrilla del horno. Tostadas con queso, la más solitaria de las comidas. No figura en ninguna carta de restaurante ni se invita a nadie a rebanadas con queso. Es lo que come uno cuando está solo y al hacer una incursión al armario de la cocina sólo encuentra unas rebanadas de pan y en la nevera no queda más que un poco de margarina y queso. Aquella noche de invierno había que comer caliente.
Pues queso tostado.
Volvió a la cocina y puso el pan en la parrilla y comenzó a cortar lonchas del trocito de cheddar. Le vino a la cabeza una especie de verso de la revista del Festival Fringe de Edimburgo:
El queso de cheddar es nuestro queso,
nuestro queso escocés, color naranja, graso…
Volvió al cuarto de estar. En el tocadiscos sonaba uno de las primeras grabaciones de Bowie: The man who Sold the world, El hombre que vendió el mundo. La vida era un puro comercio, desde luego; transacciones diarias con amigos, enemigos y desconocidos, en las que siempre había un ganador y un perdedor, o la sensación de haber ganado o perdido algo. Quizá no se venda el mundo, pero todos venden algo, una idea de sí mismos, al menos. Cuando Bowie cantó lo de cruzarse con alguien en la escalera Rebus volvió a pensar en Derek Linford sorprendido en el descansillo de aquella casa. ¿Un mirón pervertido o simplemente un inseguro? Él también había hecho tonterías de joven. Una vez telefoneó a los padres de una chica que le había plantado para preguntar si estaba embarazada. ¡Dios, si ni siquiera habían follado! Se detuvo ante la ventana mirando al piso de enfrente, tranquilo con las cortinas corridas y las contraventanas abiertas. Vidas ajenas. Allí vivía un matrimonio con dos hijos, la parejita. Los veía desde hacía tanto tiempo que un sábado por la mañana al tropezárselos en el quiosco les saludó. Pero los niños, sin los padres a su lado, se apartaron de él con cara de espanto, sin atender a sus razones de que era el vecino de enfrente.
Nunca habléis con desconocidos. Sí, era el consejo que él mismo les habría dado. Era su vecino pero al mismo tiempo un desconocido. La gente se quedó sorprendida mirándole allí parado con la bolsa de panecillos, el periódico y la leche, mientras los dos críos se apartaban de él andando hacia atrás y él les decía: «¡Yo vivo enfrente! ¡Tenéis que haberme visto!».
No le habían visto, claro que no. Sus mentes estaban en otras cosas, inmersas en un mundo distinto al suyo. Puede que a partir de aquel momento le llamaran «el vecino raro», el hombre que vivía solo.
¿Vender el mundo? Él no podía venderse ni a sí mismo.
Así era Edimburgo. Reservada, autosuficiente, una ciudad en la que no hablas ni con el vecino. En la escalera de su casa, de seis viviendas sólo tres eran de propiedad, las otras estaban alquiladas a estudiantes, y hasta que no llegó un aviso reglamentario para el arreglo del tejado él no se enteró del nombre de sus verdaderos dueños. Dueños ausentes. Uno de ellos vivía en Hong Kong o un sitio por el estilo y, al faltar su firma, el presupuesto tuvo que hacerlo el Ayuntamiento, salió diez veces más caro que el original, y se pasó el trabajo a una empresa favorecida por el consistorio.
No hacía mucho que otro que residía en Dalry había muerto a manos de un asesino a sueldo pagado por un inquilino por haberse negado a dar conformidad a un presupuesto de reparación. Así era Edimburgo: reservada, autosuficiente y mortal si le plantabas cara.
Ahora sonaba Changes [Cambios], de Bowie. Black Sabbath tenía una canción con el mismo título, una especie de balada y Ozzy Osbourne cantaba I’m goingthrough changes [Experimento cambios]. «Igual que yo, colega» sintió ganas de decir Rebus.
En la cocina dio la vuelta a las tostadas de la parrilla y puso las lonchas de queso. Encendió el hervidor.
Cambios, igual que él con la bebida. Él, que podía citar de memoria cien pubs de Edimburgo, estaba en casa sin cerveza y con una media botella de whisky encima de la nevera. Se tomaría un vaso antes de acostarse, tal vez con agua. Luego cogería un libro y se taparía con el edredón. Tenía que leer esas historias de Edimburgo, pero había dejado los Diarios de Walter Scott. En Edimburgo había muchos pubs con nombres inspirados en las obras de Scott; seguramente más de los que él creía, a tenor de las pocas novelas que había leído de aquel autor.
Por el humo del horno se dio cuenta de que se quemaban las tostadas. Puso las dos en un plato y se lo llevó al cuarto de estar. Tenía puesta la tele sin sonido y el sillón junto a la ventana con el móvil y el mando a distancia cerca en el suelo. Algunas noches le visitaban fantasmas que se instalaban en el sofá o se sentaban en el suelo. No llegaban a ocupar todo el cuarto, pero eran más de los que a él le habría gustado. Malhechores, colegas muertos. Y ahora Cafferty volvía a entrar en su vida, como un resucitado. Masticó mirando al techo, preguntando a Dios qué había hecho para merecer aquello. Le gustaba un cierto sarcasmo, Dios, aunque fuese un sarcasmo cruel.
Queso tostado; algunos fines de semana, cuando su padre vivía y él iba a Fife a verle, el viejo estaba sentado a la mesa, comiendo siempre lo mismo, y acompañando cada bocado con un té pasado. Cuando él era niño comía con sus padres en la cocina, en la vieja mesa plegable, pero en los últimos años el padre había sacado la mesa al cuarto de estar para comer junto al calentador y la televisión; con el calor de dos resistencias a la espalda. Tenían también una estufa de gas; siempre empañaba las ventanas, que en invierno se helaban por la noche y había que rascarlas por la mañana o pasarles la manopla de la cocina cuando apagaban la calefacción.
Su padre lanzaba un gruñido, Rebus se sentaba en el sillón que había sido de su madre y decía que ya había comido; no tenía intención de acompañar al viejo en aquella mesa puesta para uno solo. Su madre siempre ponía mantel; el padre, no. Los mismos platos y cubiertos, sí, pero con una gran diferencia.
«Ahora yo ni siquiera uso mesa», pensó.
El fantasma de sus padres no le visitaba nunca. Quizá descansaran en paz a diferencia de los demás. Aquella noche no había fantasmas; sólo el resplandor de la tele, el alumbrado de la calle y los faros de los coches que pasaban. El mundo se configuraba más bien a base de luces y sombras que de colores. La sombra más tenebrosa era la de Cafferty. ¿Qué pretendería? ¿Cuándo daría el paso, el verdadero, el último paso de lo que tramaba?
Dios, necesitaba un trago. Pero no se lo iba a tomar todavía para ponerse a prueba. Siobhan tenía razón, había cometido un grave error con Lorna Grieve. Además, no pensaba que fuera exclusivamente por culpa del alcohol —había claudicado ante el embrujo del pasado, un pasado de portadas de discos y fotos de revista—; pero el alcohol había tenido parte de culpa. Siobhan le había preguntado que cuánto tardaría la bebida en afectar a su trabajo. Podría haber contestado que ya lo había hecho.
Cogió el teléfono y se planteó llamar a Sammy, pero miró el reloj inclinándolo hacia la luz de la ventana y vio que era muy tarde, más de las diez. No eran horas. Cuando se acordaba de llamarla era siempre tarde y, al final, era su hija quien lo hacía obligándole a disculparse, puesto que ella insistía en que llamase a la hora que fuese. Sí, pero de todos modos… se dijo que era muy tarde. Habría alguien en la habitación contigua y a lo mejor se despertaba, aparte de que Sammy necesitaba dormir porque el programa terapéutico era muy estricto y requería muchos análisis y ejercicios de rehabilitación. Ella le decía que «la cosa iba»; era su modo de expresar que el progreso era lento.
Progreso lento. Lo sabía. En cualquier caso, ahora ya hacía movimientos. Tuvo la sensación de que era él quien estaba en el asiento del conductor, pero con los ojos vendados, siguiendo instrucciones de alguien desde dentro de un coche. Probablemente había muchos indicadores de ceda el paso y de dirección prohibida en la carretera, pero él se las pintaba solo para pasar de todo. El problema era que en el coche no había cinturón de seguridad y su instinto le impulsaba a ir cada vez más deprisa.
Se levantó y cambió a Bowie por Tom Waits. Blue Valentine, grabado antes de entrar en decadencia. Triste, sórdido y perfecto. Waits conocía los recovecos podridos del alma, y aunque la manera de cantar era pretenciosa, la letra salía del corazón. Él le había visto en un concierto; se notaba que no era actor y sus letras sonaban algo a falso, por tratar de vender una imagen de sí mismo, un producto empaquetado para consumo público. Era algo que hacían constantemente las estrellas del pop y los políticos. Los políticos actuales carecían de opinión y de color. Eran simples ventrílocuos, maniquís, a quienes otros elegían la ropa, con los colores a juego y «con mensaje». Se preguntó si Seona Grieve sería distinta; pero lo dudaba. A los que piensan de otro modo les cuesta abrirse camino, y tenía la impresión de que Seona Grieve era demasiado ambiciosa para triunfar con esfuerzo. No se dejaría vendar los ojos; se dedicaría a trabajar con tesón en su papel de viuda. Él había bromeado con Linford a propósito de los móviles de la viuda. Móvil, medios y oportunidad: la trilogía del crimen. Su auténtico problema era ese: los medios, porque no veía en Seona Grieve a alguien capaz de matar a martillazos. Aunque, si no era tonta, esta sería el arma que habría utilizado, difícilmente vinculable a su personalidad.
Linford no se apartaba de la calle principal siguiendo los indicadores del procedimiento de investigación, mientras que él había tomado un camino accidentado. ¿Y si el suicidio de Fred Hastings no tenía relación con Roddy Grieve? A lo mejor ni guardaba relación con Queensberry House. ¿No estaría persiguiendo sombras tan inconsistentes como el rastro del haz de una linterna sobre el techo? Nada más terminar la canción sonó el teléfono y se llevó un sobresalto.
—Soy Siobhan. Creo que hay alguien que me espía.
Rebus pulsó el botón del portero automático y ella abrió la puerta después de comprobar que era él. Cuando llegó a su piso ya tenía la puerta abierta.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
Pasaron al cuarto de estar y advirtió que estaba más tranquila de lo que esperaba.
En la mesita de centro había una botella de vino de la que faltaba un tercio junto a un vaso mediado. Por el olor, notó que había cenado comida india, pero no vio ningún plato ni cubiertos. Había recogido.
—He estado recibiendo llamadas…
—¿Qué clase de llamadas?
—De esas que no dicen nada y cuelgan. Dos o tres veces al día. Si no estoy en casa, esperan a que se conecte el contestador y cuelgan. Quien sea lo hace expresamente para que quede grabado.
—¿Y cuando estás en casa?
—Lo mismo, cuelgan sin decir nada. He llamado al 1471, pero siempre dicen que no pueden revelar el número. Luego, esta noche…
—¿Qué?
—Pues que he tenido la impresión de que me observaban desde enfrente —dijo señalando con la cabeza hacia la ventana.
Rebus miró hacia las cortinas echadas, se acercó a la ventana, las entreabrió y miró a la casa de enfrente.
—Tú, quédate aquí —dijo.
—Podría haber ido yo a averiguar, pero…
—Vuelvo enseguida.
Siobhan permaneció quieta junto a la ventana cruzada de brazos, oyó la puerta de abajo y vio a Rebus cruzar la calle. Había llegado casi sin aliento. ¿Es que no estaba en forma o había subido a todo correr? Tal vez inquieto por ella… Ahora se preguntaba por qué le había llamado. Tenía Gayfield Square a cinco minutos de casa y cualquiera de la comisaría habría podido acercarse. O podría haber mirado ella misma. No es que le diera miedo, pero una cosa así… era inquietante… pero si la compartes con otro, la inquietud se desvanece. Vio a Rebus abrir el portal de enfrente sin dudarlo un instante y después volvió a verle pasar por el descansillo del primer piso y llegar al segundo y allí se acercó a la ventana, saludándola a través del cristal para darle a entender que no había nadie. Subió un piso más para comprobar si había alguien escondido y bajó.
Cuando entró resoplaba aún más fuerte.
—Sí, lo sé —dijo dejándose caer en el sofá—, tendría que ir a un gimnasio —añadió sacando el tabaco del bolsillo, pero recordó que ella no le dejaría fumar en su casa. Siobhan volvió de la cocina con una copa.
—Es lo menos que puedo ofrecerte —dijo sirviéndole un vino.
—Salud —dijo él dando un buen sorbo y respirando profundamente—. ¿Es tu primera botella esta noche? —añadió en broma.
—No son visiones —dijo ella arrodillándose junto a la mesita y dando vueltas con las manos al vaso.
—Cuando se vive solo… No me refiero a ti, a mí también me sucede.
—¿El qué? ¿Que te imaginas cosas? —replicó ella—. ¿Cómo lo sabías? —añadió con un leve rubor en las mejillas.
—¿Cómo sabía, qué? —preguntó él mirándola.
—Dime que no eras tú quien me espiaba.
Él se quedó boquiabierto sin saber qué replicar.
—He visto que abrías la puerta sin dudar —añadió ella— ni comprobar si estaba cerrada o no. Luego sabías que estaba abierta. A continuación te detuviste en el segundo piso. ¿Para recobrar aliento? —prosiguió abriendo interrogante los ojos—. Era allí desde donde me observaban, desde ese descansillo.
Rebus bajó la vista hacia la copa.
—El mirón no era yo —dijo.
—Pero tú sabes quién es —dijo ella con una pausa—. ¿Es Derek? —el silencio de Rebus fue más que elocuente. Ella se puso en pie y comenzó a pasear por el cuarto—. Cuando le eche la vista encima…
—Escucha, Siobhan…
—¿Cómo lo sabías? —dijo ella volviéndose hacia él.
Rebus tuvo que explicárselo y cuando terminó, Siobhan cogió el teléfono y marcó el número de Linford. Cuando descolgaron al otro lado de la línea ella colgó. Ahora la que respiraba aguadamente era ella.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo Rebus.
—¿Qué?
—¿Has marcado el prefijo 141? —ella le miró sorprendida—. Es imprescindible si no quieres que aparezca tu número cuando llamas.
Aún se estremecía cuando sonó el teléfono.
—No contesto —dijo.
—Puede que no sea Derek.
—Que se grabe en el contestador.
Al cabo de siete timbrazos el contestador hizo clic y se oyó la grabación de su propia voz y luego otro clic al colgar el que llamaba.
—¡Hijo de puta! —espetó ella.
Descolgó, marcó el 141, escuchó y colgó de golpe.
—¿Número restringido? —dijo Rebus.
—¿Qué juego se trae, John?
—Siobhan, le has dado calabazas y la gente en esas circunstancias hace cosas raras.
—Parece que estés de su lado.
—Ni mucho menos. Sólo intento dar una explicación.
—Porque alguien te dé calabazas ¿hay que dedicarse a acosarle? —dijo. Cogió el vaso de vino y dio dos sorbos mientras caminaba por el cuarto; advirtió que las cortinas estaban descorridas y fue rápidamente a echarlas.
—Anda, siéntate —dijo Rebus—. Mañana hablaremos con él.
Finalmente Siobhan dejó de pasear arriba y abajo y se sentó en el sofá a su lado. Rebus hizo ademán de servirle más vino pero ella rehusó.
—Es una lástima desperdiciarlo —comentó él.
—Bébetelo tú.
—No —Siobhan le miró y le sonrió—. Me he pasado casi toda la tarde reprimiéndome para no salir a tomar una copa —añadió él.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros y ella cogió la botella.
—Pues evitemos el peligro.
Cuando la alcanzó ella estaba tirando el vino por el fregadero.
—Qué drástica —dijo Rebus—. Podrías haberlo guardado en la nevera.
—El vino tinto no se guarda en la nevera.
—Bueno, ya sabes lo que quiero decir —añadió él mirando los platos fregados en el escurridero y el orden de aquella cocina impoluta de azulejos blancos—. Tú y yo somos como el día y la noche.
—¿Por qué lo dices?
—Yo sólo friego cuando me faltan vasos.
—Yo siempre quise ser una dejada —dijo ella sonriendo.
—¿Entonces…?
Ella se encogió de hombros y miró a su alrededor.
—Será por la educación que recibí o vete a saber. Me imagino que habrá quien me califique de neurótica de la limpieza.
—A mí me llaman simplemente palurdo —dijo Rebus.
Vio que enjuagaba la botella y la ponía en una caja color naranja con otros tarros de cristal junto al cubo de la basura.
—¿No me digas que reciclas?
Ella asintió con la cabeza y sonrió. A continuación volvió a ponerse seria.
—Por Dios, John, si sólo he salido tres veces con él.
—A veces es suficiente.
—¿Sabes dónde le conocí?
—No quisiste decírmelo, ¿recuerdas?
—Pero ahora te lo digo: en un club de solteros.
—¿La noche que acompañaste a la víctima de violación?
—Pertenece a ese club de solteros pero ellos no saben que es policía.
—Bueno, eso demuestra que tiene problemas en su relación con las mujeres.
—Trata a mujeres todos los días, John —replicó ella haciendo una pausa—. No sé, a lo mejor es indicio de alguna otra cosa.
—¿De qué?
—No sabría decirte. Puede ser una faceta oculta de su personalidad —dijo ella recostándose en el fregadero y cruzando los brazos—. ¿Recuerdas lo que tú dijiste?
—Digo tantas cosas memorables…
—Eso de los chicos despechados que a veces hacen cosas…
—¿Piensas que a Linford le han despreciado muchas veces?
—Quizá —respondió ella reflexiva—. Aunque estaba pensando más bien en el violador, en el hecho de que al parecer elige en concreto esas noches para solteros.
Rebus reflexionó al respecto.
—¿Porque hubo alguna que le rechazó?
—O porque su mujer o su novia fueron a uno…
—¿Y ligaron? —dijo Rebus asintiendo con la cabeza.
—Bueno, desde luego yo ya no me encargo de ese caso… —añadió Siobhan haciendo también un gesto afirmativo.
—Sí, Siobhan, pero quien lo lleve ahora habrá indagado en los clubes de solteros.
—Sí, pero no habrá interrogado a las mujeres con compañeros celosos.
—Muy acertado. Otra tarea para mañana.
—Sí —dijo ella cogiendo el hervidor—, en cuanto tenga cuatro palabritas con nuestro querido Derek.
—¿Y si lo niega?
—Tengo testigos, John —replicó ella mirándole por encima del hombro—. Estás tú.
—No, estoy yo más las sospechas por tu parte, que no es lo mismo.
—¿Qué quieres decir?
—Es sabido que Linford y yo no nos llevamos nada bien. Y ahora si voy yo y digo que le he visto espiándote… No sabes cómo son en Fettes, Siobhan.
—¿Barren para casa?
—Puede que sí, puede que no, pero desde luego se lo pensarán más de dos veces antes de creerse lo que diga Rebus sobre un futuro jefe de policía.
—¿Por eso no me lo dijiste?
—Quizá.
—¿Cómo tomas el café? —preguntó ella dándole otra vez la espalda.
—Solo.
El apartamento de Derek Linford tenía vistas al valle Dean y a la costa de Leith. Lo consiguió con una hipoteca en muy buenas condiciones valiéndose de su posición en Fettes, pero, en cualquier caso, los pagos eran importantes y, además, tenía que pagar el BMW. Tenía mucho que perder.
Nada más llegar, sudoroso, se quitó la chaqueta y la camisa. Lo había visto por la ventana y llamado por teléfono. Él había echado a correr, conduciendo como loco, subió los escalones de su piso de dos en dos… y su teléfono estaba sonando. Se abalanzó a cogerlo, pensando que sería Siobhan. «¡Habrá notado que la observaban y habrá decidido llamarme para que la ayude!». Pero la línea se cortó y al comprobar quién llamaba vio que era el número de ella. La llamó inmediatamente pero no contestaba.
Estaba junto a la ventana temblando, ajeno al paisaje que se divisaba… «¡Sabe que soy yo!». No podía pensar otra cosa. No le había llamado para pedir ayuda; habría llamado a Rebus. Claro, y Rebus se lo había contado. Naturalmente.
—Lo sabe —dijo en voz alta—. Lo sabe, lo sabe, lo sabe.
Cruzó el cuarto de estar y volvió sobre sus pasos dándose puñetazos en la palma de la mano.
Tenía mucho que perder.
—No —dijo otra vez negando con la cabeza y procurando serenarse. No pensaba perder lo que tenía. Por nada ni por nadie. Era todo cuanto había logrado al cabo de tantos años de trabajo, largas noches, fines de semana, cursillos y estudios.
—No —repitió—, nadie me lo va a quitar.
No sin luchar a brazo partido.
Llamaron a Cafferty a la habitación diciendo que había un problema en el bar. Se vistió, bajó y se encontró a Rab en el suelo, sujeto por dos camareros y un par de clientes. A su lado, otro hombre con las piernas abiertas y la nariz rota, se sujetaba una oreja con la mano manchada de sangre y pedía a gritos que llamaran a la policía. Junto a él estaba su novia en cuclillas.
—Lo que necesita es una ambulancia —dijo Cafferty mirándole.
—¡Ese cabrón me ha mordido la oreja!
Cafferty se agachó frente a él, le mostró dos billetes de cincuenta libras y se las metió en un bolsillo.
—Una ambulancia —repitió.
La chica comprendió, se puso en pie y fue al teléfono.
Cafferty se acercó a Rab, se agachó delante de él y le agarró del pelo.
—Rab, ¿qué coño has hecho? —dijo.
—Ha sido en broma, Big Ger —en los labios tenía sangre de la oreja del agredido.
—A los demás no nos divierte.
—¿Qué es la vida sin un poco de diversión?
Cafferty no le contestó.
—Mira, si te portas así no sé qué voy a hacer contigo —dijo marcando las palabras.
—¿Tanta importancia tiene? —replicó Rab.
Cafferty volvió a guardar silencio. Dijo a los hombres que le soltaran, y ellos obedecieron con recelo, pero Rab parecía incapaz de levantarse.
—Podrían ayudarle —dijo Cafferty con un fajo de billetes en la mano del que cogió unos cuantos para repartirlos—. Por la ayuda, y que esto no trascienda —no había destrozos en el bar, pero insistió en que lo aceptaran—. A veces hay cosas rotas que no se ven de entrada —le dijo al camarero al tiempo que invitaba a una ronda y le daba un pescozón a Rab.
—Ya es hora de irse a la cama, hijo —en la barra estaba la llave de la habitación de Rab y el personal del bar sabía que este se alojaba en el hotel con Big Ger—. La próxima vez que quieras gresca búscala en otra parte, ¿eh?
—Lo siento, Big Ger.
—Está bien, hay que ayudarse mutuamente, ¿verdad que sí, Rab? A veces es mejor utilizar el cerebro que la fuerza.
—De acuerdo, Big Ger. De verdad que lo siento.
—Bien, anda, vete. En el ascensor hay espejo; no se te ocurra darle un puñetazo…
Rab esbozó una sonrisa. Pasado el jaleo, era evidente que no podía tenerse de sueño. Cafferty le vio salir pesadamente del bar. Le apetecía un trago, pero no allí con aquella gente. Los dejaría a solas para que se desahogaran contándose y repitiéndose lo que había sucedido. Tenía en su habitación un minibar y bebería allí. Pidió disculpas haciendo un gesto con los brazos abiertos y siguió a Rab hacia el ascensor. Subieron los tres pisos en el estrecho confinamiento que recordaba el calabozo. Rab cerraba los ojos apoyado en el espejo mientras Cafferty le miraba impasible.
«¿Tanta importancia tiene?», había dicho Rab. Era precisamente lo que Cafferty se planteaba mientras subían.