24

—Una advertencia —dijo Rebus cuando iban por el paseo de la casa—, la madre está algo delicada.

—Entendido —dijo Siobhan Clarke—. ¿Tú harás gala de tu habitual encanto?

—Es con Lorna Grieve con quien hemos de hablar —replicó él, señalando con la cabeza el Fiat Punto aparcado a la derecha de la puerta—. Ahí está su coche.

Había llamado a High Manor y cogió el teléfono Hugh Cordover, por lo que Rebus prestó gran atención por si captaba en su tono de voz algo nuevo o un tono acusatorio, pero Cordover se limitó a decirle que Lorna estaba en Edimburgo.

—No acaba de convencerme de que sea una buena idea —comentó Siobhan.

—Mira —replicó él—, ya te he dicho…

—John, ¿cómo has podido implicarte…?

Él la sujetó por el hombro y le dio la vuelta para que le mirara a la cara.

—¡No me he implicado en nada!

—¿No te has acostado con ella? —replicó Clarke procurando moderar el tono.

—¿Y qué más da si lo he hecho?

—Estamos investigando un caso de homicidio y vamos a interrogarla.

—Ah, no me digas.

—Me haces daño en el hombro —dijo ella mirándole.

Él la soltó musitando una disculpa.

Llamaron al timbre y aguardaron.

—¿Qué tal el fin de semana? —preguntó Rebus y ella le fulminó con la mirada—. Escucha —añadió— si vamos a entrar enfurruñados no vamos a sacar nada en limpio.

Ella pareció considerarlo y finalmente dijo:

—Volvió a ganar el Hibs. ¿Tú qué hiciste?

—Estuve en la oficina pero no hice gran cosa.

Fue Alicia Grieve quien les abrió. A Rebus le pareció más vieja que la última vez, como si ya hubiera vivido demasiado y fuese consciente de ello. Una de las jugadas más crueles de la edad es su modo de burlarse de las personas. Pierdes a un ser querido y el tiempo parece ir entonces más rápido, de modo que te marchitas y a veces mueres. No era la primera vez que veía un caso semejante: hombres o mujeres sanos que mueren durante el sueño días o semanas después del entierro del cónyuge, como si se pulsara un botón, de forma voluntaria o involuntaria. A saber.

—Señora Grieve —dijo—. ¿Me recuerda? Soy el inspector Rebus.

—Sí, claro —replicó la anciana con voz aflautada y seca—. ¿Y esta quién es?

—La agente Clarke —dijo Siobhan a guisa de presentación.

Sonreía como lo hacen los jóvenes con los viejos: con distante simpatía. Rebus se percató por aquel detalle de que era más afín por la edad a Alicia Grieve que a Siobhan, pero trató de apartar ese pensamiento de su mente.

—¿Podemos enterrar ya a Roddy? ¿Han venido por eso? —dijo en tono resignado, dispuesta a aceptar sus explicaciones. Era el papel a que había quedado relegada en la vida.

—Lo siento, señora Grieve, tendrán que esperar un poquito más —contestó Rebus.

La anciana repitió burlona la última frase y añadió:

—El tiempo es elástico ¿no le parece?

—Venimos para hablar con la señora Cordover —terció con firmeza Siobhan dispuesta a no permitir que se fuera por las ramas.

—A Lorna —añadió Rebus.

—¿Está aquí? —preguntó Alicia Grieve.

—Claro que estoy aquí, madre —se oyó decir en el interior—. Hace dos minutos estábamos hablando.

La anciana se hizo a un lado. Lorna Grieve les miraba desde la puerta de una de las habitaciones con una caja de cartón en las manos.

—Hola, de nuevo —dijo a Rebus como si Siobhan no existiera.

—¿Podríamos hablar un momento? —dijo Rebus casi sin mirarla para fruición de ella que, risueña, asintió y señaló con la cabeza la habitación de la que acababa de salir.

—Estaba intentando limpiar esto un poco.

La señora Grieve tocó la mano de Rebus y este notó que sus dedos estaban fríos como el mármol.

—Quiere vender mis cuadros porque necesita dinero.

Rebus miró a Lorna que movía la cabeza, negándolo.

—Únicamente lo que quiero es limpiarlos y cambiarles el marco.

—Los quiere vender —insistió la anciana—. Eso es lo que va a hacer.

—Madre, por Dios bendito, no necesito dinero.

—Tu marido sí porque no tiene oficio ni beneficio, sólo deudas.

—Gracias por el voto de confianza —musitó Lorna.

—¡No te pongas descarada conmigo, niña! —replicó la anciana con voz trémula, apretando aún la mano de Rebus con los dedos, que eran como garras o zarpas descarnadas.

Lorna lanzó un suspiro.

—Bueno, ¿ustedes que es lo qué quieren? Espero que hayan venido a detenerme; cualquier cosa sería mejor que esto.

—¡Vete a tu casa si quieres! —chilló la madre.

—¿Y te dejo aquí a que te revuelques en tu autocompasión? No, querida mamá, eso no puede ser.

—Me cuida Seona.

—Seona está muy ocupada con su carrera política —espetó Lorna— y ya no te necesita. Ahora ha encontrado algo más provechoso.

—Eres un monstruo.

—Pues supongo que eso te convierte en el doctor Frankenstein.

—No eres más que un cuerpo vil.

—Y dale. Ahora vas a decirnos que le conociste —se volvió hacia Rebus y Siobhan—. A Evelyn Waugh, autor de Vile Bodies [Cuerpos viles].

—Asquerosa. Te echabas en brazos de todos los hombres que conocías.

—Y sigo haciéndolo —replicó Lorna con un gruñido mirando de reojo a Rebus—. Mientras que tú sólo te echaste en los brazos de padre porque sabías que era lo que te convenía. Y una vez que obtuviste fama, si te he visto no me acuerdo, en una frase: fin del romance.

—¿Cómo te atreves? —replicó la anciana con una cólera fría, una furia propia de una mujer más joven.

Siobhan tiró de la manga a Rebus en dirección a la puerta pero Lorna lo advirtió.

—¡Ah, fíjate, estamos espantando a la pasma! ¿No es una maravilla, madre? ¿Te das cuenta del poderío? —añadió echándose a reír secundada por la anciana.

«Esto es una maldita casa de locos», pensó Rebus; pero inmediatamente consideró que era el proceder normal entre madre e hija, con peleas e insultos para provocar la catarsis. Habían sido tanto tiempo figuras públicas que se habían convertido en actores de su propio melodrama y daban una teatralidad exagerada a sus necias rencillas.

Escenas de la vida familiar.

Un infierno.

Lorna se enjugó en un ojo una lágrima imaginaria sin soltar los cuadros.

—Estos voy a colgarlos —dijo.

—No —dijo su madre—, déjalos ahí con los otros —añadió señalando una docena de óleos enmarcados que estaban apoyados en la pared en el vestíbulo—. Bueno, tienes razón; que se vean. Los limpiaremos y les pondremos marco nuevo.

—Habrá que hacer un seguro ya que estamos —dijo Lorna y vio que su madre iba a objetar algo y añadió—: No es para venderlos, es por si los roban…

Alicia iba a discutir pero dio un profundo suspiro y asintió con la cabeza. Lorna dejó los cuadros junto a la pared y se incorporó sacudiéndose el polvo de las manos.

—Algunos de estos hará cuarenta años que los pintaste.

—Pues casi seguro. Tal vez más —comentó la madre—. Pero perdurarán después de mi muerte. Sólo que no significarán lo mismo.

—¿Por qué? —preguntó Siobhan como obligada.

La anciana la miró.

—Para mí tienen un sentido intransferible a otra persona.

—Por eso están ahí —añadió Lorna— y no en el salón de un coleccionista.

Alicia Grieve asintió con la cabeza.

—Su valor es inapreciable. Lo personal es lo único que permite a los seres humanos distinguirse de los animales —dijo súbitamente animada soltando la mano de Rebus—. El té —bramó dando una palmada—. Vamos a tomar el té.

Rebus se preguntó si no habría alguna posibilidad de un traguito de whisky con el té.

Se sentaron en el salón para charlar de cosas intrascendentes mientras Lorna se afanaba en la cocina, de donde regresó momentos después con una bandeja.

—Seguro que se me ha olvidado algo —dijo—. Preparar el té no es mi fuerte —añadió mirando a Rebus al decirlo; pero este tenía la vista clavada en la chimenea—. ¿Desea algo más fuerte, inspector? Creo recordar que le gusta el whisky.

—No, muchas gracias —contestó él al sentirse obligado a rechazar la oferta.

—El azúcar —dijo Lorna mirando la bandeja—. Ya decía yo —añadió yendo hacia la puerta, aunque volvió a sentarse cuando Siobhan y Rebus comentaron que no tomaban.

En una fuente había galletas integrales desmenuzadas que ellos rehusaron pero Alicia cogió una, la mojó en el té y se deshizo; todos simularon no ver cómo recogía los pedazos y se los llevaba a la boca.

—Bien —dijo Lorna al fin—, ¿qué les trae a Happy Acres?

—Puede ser algo o nada —dijo Rebus—. La agente Clarke está investigando el suicidio de un mendigo que al parecer se interesaba mucho por la familia Grieve.

—¿Ah, sí?

—Y el hecho de su suicidio nada más producirse el asesinato…

Lorna se inclinó atenta en el asiento mirando a Siobhan.

—¿No será por casualidad ese vagabundo millonario?

Siobhan asintió con la cabeza.

—Aunque no era realmente millonario —dijo.

—¿Recuerdas que me lo comentaste? —preguntó Lorna a su madre.

La anciana asintió automáticamente como si no hubiese escuchado. Lorna se volvió hacia Siobhan.

—¿Qué tiene que ver con nosotros?

—Nada, quizá —contestó Siobhan—. El difunto se hacía llamar Chris Mackie. ¿Le dice algo ese nombre?

Lorna reflexionó un buen rato y dijo que no.

—Tenemos unas fotos —añadió Siobhan tendiéndoselas y mirando a Rebus.

—Qué ser tan siniestro, ¿no creen? —comentó Lorna mirando las fotos.

Siobhan seguía mirando a Rebus como instándole a que planteara él la pregunta.

—Señora Cordover —dijo él—, lo que voy a preguntarle es algo delicado.

—¿Qué es? —replicó ella mirándole.

Rebus respiró profundamente.

—Está mucho más viejo… por vivir a la intemperie, pero… ¿no podría, quizá, ser Alasdair?

—¿Alasdair? —exclamó Lorna mirando de nuevo la última foto—. ¿Pero qué diablos dice? —miró a su madre, que estaba más pálida que nunca—. Alasdair es rubio. No tiene nada que ver —Alicia estiró el brazo pero Lorna devolvió las fotos a Siobhan—. ¿Pero qué pretenden? Este hombre no se parece en nada a Alasdair. En nada.

—En veinte años la gente cambia mucho —dijo Rebus con voz pausada.

—La gente cambia de la noche a la mañana —replicó ella con frialdad—, pero ese no es mi hermano. ¿Qué le hizo pensar que era él?

—Fue una corazonada —respondió Rebus.

—Yo les enseñaré a Alasdair —dijo Alicia Grieve levantándose y dejando la taza en la mesa—. Vengan, que se lo enseñaré.

La siguieron a la cocina. La vitrina para la loza estaba llena y la encimera ocupada por montones de vajilla limpia, esperando un espacio que no había. En el fregadero se amontonaban platos sucios y sobre una tabla de planchar había ropa apilada. Sonaba una radio a volumen suave, sintonizada con una emisora de música clásica.

—Bruckner —dijo Alicia abriendo la puerta trasera—. No dejan de poner Bruckner.

—Tiene ahí su estudio —comentó Lorna cuando cruzaban el jardín.

Estaba lleno de maleza, abandonado, pero se notaba su primitiva condición por un columpio vertical con el tubo oxidado, una urna de piedra tumbada sobre el pedestal y un césped lleno de hojas secas que entorpecían la marcha. Al fondo estaba la casita de piedra.

—¿Eran las dependencias del servicio? —preguntó Rebus.

—Eso creo —contestó Lorna—. Cuando éramos niños nos escondíamos ahí pero luego madre lo transformó en estudio y ya no nos permitían entrar —miró a la anciana que, encorvada, abría la marcha—. Hubo una época en que pintaba junto a mi padre en el estudio de la buhardilla —añadió señalando dos claraboyas del tejado—. Pero luego madre dijo que necesitaba su propio espacio y su propia luz y así, de paso, lo dejó fuera de su vida. No crea que ha sido fácil nuestra infancia —añadió mirando a Rebus.

Alicia sacó una llave del bolsillo de la rebeca y abrió la puerta del estudio. Era una sola pieza de paredes encaladas salpicadas de pintura con el suelo también manchado. Había tres caballetes de distinto tamaño y del techo colgaban telarañas. En una pared había una docena de lienzos de diversas medidas con la cabeza del mismo personaje en distintas fases de su vida.

—Santo Dios —dijo Lorna conteniendo un grito—, pero si es Alasdair… —añadió mientras se acercaba a examinarlos.

—Lo pinté imaginándome su transformación con el paso de los años —dijo Alicia en voz baja—. Es obra de mi imaginación.

Rubio, de ojos tristes, era un hombre preocupado a pesar de la sonrisa que la mano del artista le había conferido. No se parecía en nada a Chris Mackie.

—No nos habías dicho nada —comentó Lorna cogiendo uno de los cuadros para examinarlo mejor y pasando el dedo por los pómulos del rostro.

—Habrías tenido envidia —replicó su madre—. No lo niegues. Alasdair era mi preferido —añadió volviéndose hacia Rebus—. Y cuando se marchó… Quizá esta fue mi manera de expresarlo —agregó mirando su trabajo, pero al volverse vio que Siobhan tenía las fotos en la mano—. ¿Me permite? —dijo cogiéndolas y acercándoselas para verlas mejor—. ¿Dónde está? —Se le iluminaron los ojos al reconocerlo.

—¿Le conoce usted? —dijo Siobhan.

—Necesito saber dónde está.

Lorna dejó el retrato al óleo.

—Madre, es uno que se suicidó. Ese indigente que dejó una fortuna.

—Diga quién es, señora Grieve —añadió Rebus.

Alicia Grieve examinó por segunda vez las fotos con manos temblorosas.

—Con las ganas que tenía yo de hablar con él… —añadió con lágrimas en los ojos. Se las enjugó con la muñeca y Rebus se acercó a ella.

—¿Quién es, Alicia? ¿Quién ese hombre?

—Se llama Frederick Hastings —contestó ella mirándole.

—¿Freddy? —dijo Lorna acercándose a mirar y arrebatándole las fotos.

—¿Es él o no? —insistió Rebus.

—Sí, podría ser. Hace veinte años que no le he vuelto a ver.

—¿Quién era? —preguntó Siobhan.

De pronto Rebus recordó.

—¿No era el socio de Alasdair? —dijo.

Lorna asintió con la cabeza.

Rebus se volvió hacia Siobhan, que no salía de su asombro.

—¿Dicen que ha muerto? —preguntó Alicia, y Rebus hizo un gesto afirmativo—. Él sabría dónde está Alasdair. Los dos eran inseparables y a lo mejor entre sus pertenencias están las señas.

Lorna miró las otras fotos; eran las de Chris Mackie en el albergue.

—Freddy Hastings, un mendigo —su risa estalló súbitamente en la habitación.

—Me parece que no había ninguna dirección. He examinado varias veces sus efectos personales —dijo Siobhan a Alicia Grieve.

—Bueno, será mejor que volvamos a la casa —dijo Rebus.

Tenía muchas más preguntas que hacer.

Lorna preparó otro té, pero esta vez se sirvió un vaso de whisky con agua, mitad y mitad. Le ofreció a Rebus pero él rehusó otra vez. Ella dio el primer sorbo mirándole.

Siobhan estaba ya dispuesta con el bloc y el bolígrafo.

Lorna expulsó el humo en dirección a Rebus.

—En su momento pensamos que se habían marchado juntos —comenzó a explicar.

—Una bobada —le interrumpió su madre.

—Sí, claro, tú no creías que fuesen «homosexuales».

—¿Desaparecieron los dos juntos? —preguntó Siobhan.

—Más o menos. Como hacía días que no veíamos a Alasdair, tratamos de localizar a Freddy, pero nadie daba razón de él.

—¿Denunció alguien su desaparición?

—Yo no —respondió Lorna encogiéndose de hombros.

—¿Y su familia?

—Creo que no tenía a nadie —dijo Lorna mirando a su madre para que lo confirmase.

—Era hijo único y sus padres habían muerto —añadió Alicia.

—Le dejaron algo de dinero, pero creo que lo había perdido casi todo.

—Los dos perdieron dinero —comentó Alicia—. Por eso se marchó Alasdair, inspector. Por deudas. Era muy orgulloso para pedir ayuda.

—Pero no para desaparecer —no pudo por menos de decir Lorna.

Su madre la fulminó con la mirada.

—¿Cuándo se fue? —preguntó Rebus.

—En el setenta y nueve —dijo Lorna mirando a la anciana para que lo confirmara.

—A mediados de marzo —dijo la madre.

Rebus y Siobhan cerraron los ojos. Marzo de 1979: Mojama.

—¿Qué clase de negocios tenían? —preguntó Siobhan conteniendo la emoción.

—Su última incursión fue en terrenos —dijo Lorna encogiéndose de hombros—. Es todo cuanto sé. Seguramente comprarían solares que no pudieron vender.

—¿Asuntos de promoción inmobiliaria? —aventuró Rebus.

—No lo sé.

Rebus se volvió hacia Alicia, que negó con la cabeza.

—Alasdair era muy reservado en ciertos aspectos. Él nos quería hacer creer que era muy capaz…, autosuficiente.

Lorna se levantó a servirse otro whisky.

—Es su manera de decir que era prácticamente una nulidad.

—A diferencia tuya, supongo —espetó la anciana.

—Si desaparecieron porque tenían deudas —comentó Siobhan—, ¿cómo es que el señor Hastings, un año más tarde aproximadamente andaba por ahí con casi medio millón de libras en una cartera?

—Dígannoslo ustedes que son la policía —comentó Lorna Grieve sentándose.

Rebus se quedó pensativo.

—Sobre todo este asunto de los negocios fracasados de ambos jóvenes, ¿hay realmente pruebas o es otro de los mitos del clan? —preguntó.

—¿Qué insinúa?

—Que nos gustaría tener algún dato concreto sobre este caso.

—¿Qué caso? —comenzaban a notarse en ella los efectos del alcohol; su voz era ahora agresiva y se le habían subido los colores—. Es de suponer que está investigando el asesinato de Roddy, no el suicidio de Freddy.

—El inspector cree que puede existir una relación —terció Alicia Grieve asintiendo con la cabeza por la lógica de su deducción.

—¿Qué le hace pensarlo, señora Grieve? —dijo Rebus.

—Usted dice que Freddy se interesaba por nosotros. ¿Cree que podría haber matado a Roddy?

—¿Por qué motivo?

—No sé. Algo relacionado con el dinero tal vez.

—¿Se conocían Roddy y Freddy?

—Se vieron alguna vez, cuando Alasdair traía a Freddy a casa, y quizá en otras ocasiones.

—Entonces, si Freddy hubiera vuelto a ver a Roddy al cabo de veinte años, ¿cree usted que su hijo le habría reconocido?

—Probablemente.

—Yo no le reconocí en las fotos —dijo Lorna.

Rebus la miró.

—Es verdad —dijo, pensando: «¿O sí lo reconoció?». ¿Por qué había devuelto directamente las fotos a Siobhan en vez de pasárselas a su madre?

—¿El señor Hastings tenía una oficina?

Alicia Grieve asintió.

—En Cannongate, cerca del piso de Alasdair.

—¿Recuerda la dirección?

La anciana la recitó de carrerilla, evidentemente complacida de su buena memoria.

—¿Y su domicilio? —preguntó Siobhan sin dejar de tomar nota.

—Era un piso en la Ciudad Nueva —dijo Lorna, pero fue también su madre quien dio la dirección exacta.

El comedor del hotel estaba tranquilo a la hora del almuerzo. El público prefería el restaurante estilo mesón de la planta baja o no sabía que existía un segundo restaurante. La decoración era minimalista oriental, y las elegantes mesas estaban muy espaciadas. Era un lugar que propiciaba la conversación discreta. Cafferty se puso en pie y estrechó la mano de Barry Hutton.

—Tío Ger, perdone que llegue tarde.

Mientras un empleado arrimaba la silla a Hutton, Cafferty se encogió de hombros.

—Hacía tanto tiempo que nadie me llamaba así, que me parece un sueño —dijo con una sonrisa.

—Yo siempre le he llamado así.

Cafferty asintió con la cabeza y miró al elegante joven.

—Barry, quién iba a decir lo bien que te va ahora.

Esta vez fue Barry Hutton quien se encogió de hombros ante el comentario. Trajeron la carta.

—¿Van a beber algo los señores?

—Esto hay que celebrarlo con champán, ¿no? —dijo Cafferty haciendo un guiño a Hutton—, que pago yo; no hay más que hablar.

—No pensaba decir nada, pero yo beberé agua, si no le importa.

—Como quieras, Barry —dijo Cafferty sin perder la sonrisa.

Hutton se volvió hacia el camarero.

—Tráigame Vittel si tiene y, si no, Evian.

El camarero hizo una reverencia y se volvió hacia Cafferty.

—¿Y el señor mantiene lo del champán?

—¿Acaso he dicho otra cosa?

El camarero repitió la reverencia y les dejó.

—Vittel, Evian… —dijo Cafferty conteniendo la risa y moviendo la cabeza—. Dios, si Bryce te viera. —Hutton estaba entretenido arreglándose los gemelos—. Una mañana agitada, ¿eh?

Hutton alzó la vista y Cafferty comprendió que le había sucedido algo, pero el joven negó con un gesto.

—No, sencillamente es que durante la comida no bebo alcohol.

—Pues deja que te invite a cenar.

Hutton miró a su alrededor. Sólo había dos comensales en una mesa al otro extremo del comedor aparentemente enfrascados en una conversación de negocios. Estudió las caras, pero no los conocía y volvió a mirar a su anfitrión.

—¿Se aloja en este hotel?

Cafferty asintió con la cabeza.

—Su casa, ¿la vendió?

Cafferty volvió a asentir.

—Sacaría una buena tajada, me imagino —comentó Hutton mirándole.

—Pero el dinero no lo es todo, Barry, ¿no crees? Es algo que he aprendido.

—¿Se refiere a la salud, la felicidad?

Cafferty juntó la palma de las manos.

—Tú eres joven todavía, pero espera que pasen unos años y comprenderás lo que digo.

Hutton hizo un gesto de asentimiento, sin saber exactamente adonde quería ir a parar Cafferty.

—No ha estado mucho tiempo dentro —comentó.

—Me redujeron la pena por buen comportamiento —dijo Cafferty recostándose en la silla para dejar que el camarero pusiera un cestillo de pan.

Un segundo camarero le preguntaba si el champán lo quería muy frío.

—Muy frío —respondió Cafferty mirando a su invitado—. Bien, Barry, ¿así que el negocio va bien, según me han dicho?

—No puedo quejarme.

—¿Y tu tío?

—Creo que está bien.

—¿Le ves alguna vez?

—Él no pone los pies por aquí.

—Ya lo sé. Pensé que a lo mejor tú ibas por allí de vacaciones.

—Ya ni me acuerdo cuándo tuve las últimas.

—Hay que divertirse también, Barry —le aconsejó Cafferty.

Hutton le miró.

—No todo es trabajo.

—Me alegro.

Les tomaron nota de la comida y llegó la bebida. Brindaron y Hutton rehusó la oferta de «sólo un vasito» y bebió agua, sola, sin hielo ni limón.

—¿Y usted? —preguntó al fin—. No todo el mundo puede permitirse salir de Barlinnie y alojarse en un hotel como este.

—Digamos que el dinero no me falta —dijo Cafferty con un guiño.

—Sí, claro, mientras estuvo encerrado conservó gran parte del negocio en marcha, ¿no?

Cafferty advirtió su tono inquisitivo sobre el negocio y asintió morosamente con la cabeza.

—A mucha gente le habría defraudado que lo abandonara —dijo.

—Por supuesto —dijo Hutton abriendo un panecillo.

—Ese es el motivo de vernos para comer —añadió Cafferty.

—Así que ¿es un almuerzo de negocios? —preguntó Hutton y al ver que Cafferty decía que sí se sintió algo más tranquilo.

Ya no era una simple comida en la que fuera a perder el tiempo.